Después del silencio (32 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga

—El superintendente Norman no deja de insistir en que debo esforzarme por recordar. Al fin y al cabo, soy la única que estaba en la casa y… y sobrevivió. Claro, le gustaría oírme decir que vi a alguien, que oí algo, lo que fuera… Pero por más que lo intento no consigo recordar nada más.

—Bueno, sí recuerdas algo, o al menos eso me dijo Norman. Recuerdas que estuviste con Phillip Bowen en el jardín poco antes de que se cometieran los crímenes.

Evelin torció el gesto y reflexionó un momento.

—Es cierto —admitió—. Espero no haberle causado problemas.

Jessica prefirió no decirle lo grandes que iban a ser los problemas de Bowen por su culpa, aunque estaba claro que Evelin tenía que informar a Norman de aquel encuentro.

—¿Sabes? —continuó Evelin—, no creo que él tenga nada que ver. Siempre me pareció un poco extraño, incluso inquietante, pero cuando estuvimos hablando en el jardín descubrí que en realidad es muy comprensivo. No sé, muy amable. Creo que es el tipo de persona que no haría daño ni a una mosca.

—Yo opino lo mismo, y creo que, puesto que es inocente, no tiene nada que temer. —Ni ella misma estaba convencida de eso, pero no quería sentirse aún peor—. ¿Dónde estuviste antes de encontrar a Patricia? Es decir, ¿adónde fuiste después de dejar a Phillip? Norman me dijo que Tim te llamó.

Evelin tragó saliva y palideció aún más.

—Tim estaba muy enfadado. Había perdido unos papeles y creía que yo tenía algo que ver con ello.

—¿Por qué?

Evelin se encogió de hombros.

—Supongo que necesitaba un chivo expiatorio. Llevaba toda la mañana buscándolos, y por alguna razón temía que alguien pudiera encontrarlos. Me aseguró que por la mañana los había dejado en la mesa de nuestro dormitorio y estaba convencido de que yo los había cogido y puesto en otro lado. Empezó a insultarme y tuvimos una discusión espantosa. Le dije que no tenía ni idea de sus malditos papeles, pero él no quiso creerme. Entonces rompí a llorar y salí corriendo de casa. Todavía me duele —hizo un gesto con la cabeza señalándose el pie—, así que supongo que ofrecí una imagen ridícula cojeando por el bosque. ¡Como una foca torpe y gorda!

—Vamos, no seas tan dura contigo misma. Seguro que no parecías más que una mujer que se ha torcido un pie.

—Da igual. Estuve llorando como una niña y tardé un buen rato en volver. Pensaba ayudarlo a encontrar los dichosos papeles. Me parecía más sensato que seguir discutiendo. Pero entonces… entonces vi a Patricia y… —hizo un movimiento torpe con la mano— ya conoces el resto.

—¿Volviste a ver a Phillip mientras corrías hacia el bosque, después de tu pelea?

—Eso mismo me preguntó Norman. No, no lo vi. Pero tampoco pasé por el lugar en que estuve antes con él.

—¿Y a Alexander? ¿Lo viste?

—No.

—Entonces todo debió de pasar en muy poco tiempo —dijo Jessica—. Es decir, entre vuestra discusión y tu vuelta a la casa.

—Sí, aunque ya te he dicho que creo que estuve bastante rato llorando bajo los árboles. Quizá tres cuartos de hora. —Miró a Jessica a los ojos—. ¿Crees que el superintendente arrestará a Bowen?

—Sí, estoy segura. Ojalá no se hubiese pasado por Stanbury ayer. —Se acercó a la ventana y contempló la calle—. Menudo tonto —murmuró, intranquila.

¡Y pensar que su mujer había montado un escándalo por aquel joven! Leon no quiso faltar a la memoria de su esposa muerta, ni mucho menos, pero tenía que admitir que Patricia siempre había poseído un talento excepcional para complicar la realidad y agravar los problemas. En la recepción del hotel se había encontrado con un chico muy agradable, simpático, educado, alto y delgado. Al principio Leon se mostró cauto y receloso, creyendo que se trataba de un periodista. Minutos antes, la chica de la recepción había llamado a su puerta para anunciarle que tenía visita, a lo que él respondió que no quería hablar con ningún reportero.

—Creo que no se trata de un periodista. Dice que tiene que decirle algo importante. Algo sobre la familia.

—¿Sobre la familia? ¿Qué familia? —había preguntado él, no sin cinismo, recordando que la única persona de su familia que seguía con vida estaba en el hospital luchando por su vida.

Decidió bajar, de todos modos, y se encontró con aquel joven, que dijo llamarse Keith Mallory y ser el novio de Ricarda Wahlberg.

Creyendo conocer el motivo de aquella visita, Leon le dijo que la hija de Alexander no se encontraba entre las víctimas. Sin embargo, pronto comprendió que Keith ya lo sabía.

—Sé dónde está —le dijo el chico—, y es necesario que alguien se ocupe de ella. A mí no quiere escucharme.

—De eso debería encargarse Jessica Wahlberg —dijo Leon.

Keith lo miró asombrado.

—¿La madrastra ha sobrevivido? ¿Y…?

—No. El padre murió.

—Mierda —murmuró Keith. Entonces miró a Leon en busca de ayuda—. Ricarda está en el granero de una granja abandonada y no quiere hablar con nadie. Está como ausente, no come ni bebe y apenas reacciona cuando le hablo. No sé qué puedo hacer. Mi… mi padre ha tenido una embolia de la que quizá no se recupere, mi madre está en estado de shock y mi hermana se niega a cargar con todo el peso de nuestra granja, así que no puedo ocuparme de Ricarda. No puedo dejar a mi familia.

—Entiendo —dijo Leon, y pensó que Keith era un buen chico—. No te preocupes, le diré a Jessica lo que me has contado. Descríbeme el camino hasta ese granero.

Dos minutos después sabía dónde encontrar a Ricarda. Una Ricarda que al parecer estaba en estado catatónico, no comía ni bebía y apenas reaccionaba cuando le hablaban. Mientras subía la escalera hacia la habitación de Jessica, Leon recordó las páginas del diario que Patricia leyó en voz alta la noche anterior a su muerte. No cabía duda de que su mujer había hecho lo posible por dramatizar al máximo aquellas anotaciones, pero el caso es que al final se habían convertido en realidad. Una coincidencia que resultaba terriblemente espantosa, dadas las circunstancias. Se preguntó si debería mencionar todo aquello al superintendente. ¿Traicionaría con ello a su amigo muerto, o se limitaría a aportar más pistas sobre la tragedia?

Aún no había logrado responderse cuando llegó a la puerta de Jessica, así que decidió dejar que fuera ella, en su calidad de madrastra, la que tomara una decisión al respecto.

8

Aquel día se precipitaron los acontecimientos.

Norman no interrogó a Phillip Bowen en el Fox and Lamb, tal como tenía pensado en un principio, sino que se lo llevó —junto con Geraldine— a la jefatura de policía de Leeds. El hotelito estaba atestado de periodistas y cuando Phillip y la chica salieron para meterse en el coche los recibió una lluvia de flashes. Los más listos habían entrevistado ya a la señora Collins, que estaba a punto de estallar de lo importante que se sentía, y conocían el nombre del presunto homicida y el hecho de que, apenas dos semanas antes, había adoptado una identidad falsa para entrar a husmear en Stanbury House. Para la prensa no cabía duda de su culpabilidad, y lo único que faltaba por resolver era el móvil del crimen. Además, todo el mundo se jactaba de saber quién era la joven belleza que lo acompañaba.

Cuando Norman leyó la prensa tuvo un arranque de rabia. La información tenía que haberla filtrado alguien del Fox and Lamb. Era evidente que no había nada que hacer contra los rumores y el chismorreo. Al día siguiente, el titular de un artículo presentaba a Geraldine Roselaugh como a una «renombrada modelo profesional», y aquello fue aceptado sin que nadie se detuviera a pensar que antes de aquel día nunca habían oído hablar de ella. También se sabía que la relación entre la joven y Phillip —del que, con las prisas, nadie había obtenido aún información sobre su pasado personal o profesional— no estaba pasando por su mejor momento y que ambos tenían problemas. Se sabía incluso que Roselaugh había cambiado de habitación y pensaba volverse a Londres sola, aunque en el último instante parecía que las cosas entre ellos se habían suavizado un poco.

«¿Unidos de nuevo por un terrible crimen?», rezaba el titular de
The Sun
, y el
Daily Mirror
se preguntaba: «¿Cómplice por amor?». Lo que no sabía era lo mucho que se acercaba aquella teoría a la verdadera dependencia de Geraldine Roselaugh («una mujer preciosa que no ha tenido suerte con los hombres») respecto a Phillip Bowen, y del drama en que estaba basada su relación. Los acontecimientos dieron un giro tan sorprendente que los titulares del día siguiente resultaron obsoletos antes incluso de salir a la luz.

Mientras Phillip y Geraldine eran llevados a Leeds, un policía había acompañado a Jessica hasta el granero en que se encontraba Ricarda.

Cuando Jessica se acercó a Ricarda, la vio reducida a poco más que una figura deprimente. Tenía las manos heladas, temblaba de hambre y sed y no reaccionaba a los estímulos externos. La llevaron al hotel y lograron de nuevo pasar inadvertidos. Llamaron a un médico y, al cabo de dos horas, éste permitió que una oficial de policía interrogara a la chica. Jessica se ofreció a estar presente, pero entonces Ricarda abrió la boca por primera vez:

—¡No!

Su odio hacia su madrastra no había disminuido un ápice. Jessica sintió que era la última persona del mundo en la que la chica buscaría protección y consuelo. «Y eso con suerte», pensó.

Leon se marchó al hospital de Leeds a visitar a Sophie. Antes vio con satisfacción cómo Bowen y su novia eran detenidos y sacados del hotel. No le cabía la menor duda de que Bowen era el culpable de los asesinatos.

Las horas transcurrían con una lentitud exasperante. Era como si alguien las hubiera rellenado con plomo para que avanzaran a paso de tortuga. A Jessica el día le pareció peor aún que el anterior, en parte porque iba saliendo del shock en que se encontraba y comprendiendo la verdadera magnitud de la tragedia. Además, empezaba a impacientarse por tener que quedarse ahí encerrada. Fuera el cielo lucía azul y despejado, y cuando abría la ventana de su habitación notaba una temperatura casi de verano. Echaba de menos sus paseos; quería sentarse en la cálida hierba y oler el aroma del manzano en flor. Pero jamás lograría salir del hotel sin despertar la atención del enjambre de periodistas apostados a la entrada. Se conformaba con haber logrado que
Barney
se escabullera sin ser visto y correteara durante un cuarto de hora por el jardín trasero del hotel. Así al menos el pobrecito pudo hacer un poco de ejercicio.

Evelin se había retirado a su habitación para tratar de dormir un poco. La oficial de policía que habló con Ricarda fue a ver a Jessica y le dijo que la conversación no había aportado demasiada información.

—En cualquier caso, yo diría que la chica no se encuentra en un estado de shock como el que afectó ayer a la señora Burkhard —dijo—. Más bien ha decidido voluntariamente mantenerse al margen de todo lo que tenga que ver con Stanbury House y sus habitantes. Como si… bueno, como si hubiese roto definitivamente con su familia y el resto del grupo. —La mujer miró sus notas y arrugó el entrecejo—. Usted no es su madre, ¿verdad?

—No. Su padre y yo nos casamos hace un año. La niña vive con su madre, la ex mujer de mi marido, aunque suele pasar las vacaciones con nosotros.

—¿Cómo es su relación con ella?

Jessica dudó.

—Ricarda me cae muy bien —dijo—, y siempre he esperado que algún día lo comprenda. Pero ella me rechaza. Yo no tuve nada que ver en la separación de sus padres, pero, al casarme con su padre, destrocé sus esperanzas de que ellos volvieran a estar juntos algún día. Y no me lo perdona.

La oficial asintió.

—¿Cree usted que el día en que la señora Roth leyó su diario en voz alta y delante de todos supuso para ella la gota que colma el vaso?

—Sí, en particular respecto a su padre… —Tragó saliva. Estaba hablando de su marido muerto, y algo en su interior le prohibía decir nada malo sobre él. Sin embargo, su comportamiento continuaba pareciéndole una traición hacia su hija, así que prosiguió—: Su padre no se puso de su lado, sino que se… solidarizó con los demás. ¿Me entiende? Con la señora Roth. Contra su propia hija. Pese a los enfrentamientos de los últimos días, Ricarda adoraba a su padre, y su reacción debió de herirla en lo más profundo. Creo que todavía no puede dar crédito a lo sucedido.

—¿Qué cree usted que tendría que haber hecho el señor Wahlberg, según la niña?

—Pues lo mismo que tendría que haber hecho en mi opinión: arrebatarle el diario a Patricia. Sacárselo de las manos y decirle que lo que estaba haciendo (coger el diario de otra persona, leerlo y luego proclamarlo en voz alta) era una vergüenza y una absoluta falta de respecto. Pero no. En lugar de eso dejó que Patricia siguiera con su numerito y permitió que se airearan los sentimientos más íntimos de su hija. La verdad, no me sorprendió que después Ricarda se marchara de la casa.

La mujer volvió a echar un vistazo a sus notas.

—Usted le dijo al superintendente Norman que los fragmentos del diario que se leyeron tenían que ver con la relación de Ricarda y el joven… Keith Mallory. ¿Es correcto?

—Sí —dijo Jessica.

El día anterior Leon le había preguntado si creía oportuno comentar a la policía que en el diario había varias referencias al deseo de Ricarda de verlos a todos muertos, pero ella decidió no decir nada al respecto. Poco antes, y de un modo instintivo, ella ya había tomado aquella decisión al hablar con Norman. «Lo único que lograremos será complicar las cosas aún más —le había dicho a Leon—. Al fin y al cabo, los dos estamos de acuerdo en que Ricarda no tiene nada que ver con los asesinatos, y que el odio y la rabia adolescentes que expresó en su diario no son más que reacciones propias de su edad. Así que lo mejor será obviar cualquier comentario al respecto». Leon, que no tenía duda sobre quién era el culpable, se mostró de acuerdo, y Evelin, que también estaba con ellos en aquel momento, se había quedado mirando al frente con la vista perdida, pero sin oponerse en ningún momento.

La oficial apuntó algo más en su libreta y, antes de marcharse, añadió:

—Está bien. De momento no tengo más preguntas. Iré a buscar al joven Mallory y hablaré con él. Quizá pueda darme alguna pista más.

Jessica se tendió en la cama. Por la ventana vio el cielo azul, mejor dicho, un trozo de éste. Pensó en Alexander y deseó que le salieran por fin las lágrimas con las que lograría mitigar el dolor y la tensión que la oprimían.

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