—Lo intento. Me gustaría ayudar a Evelin. Algo me dice que en algún momento me desharé en pedazos, pero de momento estoy convencida de que Evelin es inocente y creo que mi deber es ayudarla. Eso me da fuerzas.
—¿Has vuelto a trabajar en tu consulta?
Ella negó con la cabeza.
—Desde que volví de vacaciones no he vuelto a pasarme por allí. Sé que si sigo así perderé todos los clientes que me procuré con tanto esfuerzo, pero… —respiró hondo— bueno, si los pierdo volveré a empezar desde el principio. De todos modos ya nada será como antes.
—Cierto. Ya nada será como antes.
Guardaron silencio durante unos segundos. Con expresión huraña, el camarero se llevó el plato de Jessica, que apenas había probado bocado. Fuera había caído la noche, y el ruido y el ajetreo de la gran ciudad habían disminuido considerablemente. En el restaurante, la gente charlaba, reía y brindaba por los buenos tiempos.
—¿Y qué haces durante el día? —preguntó Leon al fin.
Ella se quedó pensativa. ¿Qué hacía durante el día? ¿Qué hacía desde que mataron a su marido?
—Pienso —dijo al cabo—. Le doy vueltas a las cosas. Intento comprender lo incomprensible. Trato de hacerme una idea…
—¿Una idea de qué?
Jessica cogió el monedero. Había llegado la hora de irse, de volver al vacío de su casa, a la soledad que compartía con
Barney
. A los planes, las estrategias, las reflexiones. A todo eso que la ayudaba a mantenerse alejada de la realidad, a no asumirla todavía, y librarse así del dolor y la desesperación.
—De Alexander. De todos vosotros. Hay muchas cosas que aún no comprendo. —Hizo un gesto al camarero—. Lo primero que haré será visitar al padre de Alexander. Debería decir mi suegro, pero me cuesta llamar así a un hombre que no conozco.
—¿Cómo que no lo conoces? —preguntó Leon, sorprendido.
—No asistió a nuestra boda. Ni al entierro. Alexander me dijo que tenía una relación muy complicada con su padre y que hacía mucho tiempo que no se hablaban. Me gustaría saber por qué.
Por primera vez la sonrisa de Leon se relajó un poco, aunque tampoco es que llegara a ser de felicidad.
—Vas directa a la boca del lobo. El padre de Alexander. El viejo Wilhelm Wahlberg. Todo el mundo lo llamaba Will. Will a secas. Alexander siempre le tuvo pavor.
—¿Por qué?
—Por ser como es. Colérico, intolerante, irascible. Exigente. Egotista. Sádico cuando se trata de avergonzar a los demás. Capaz de utilizar las palabras con la suficiente dureza para provocar un suicidio. Y está lo bastante loco para disfrutar de ese poder. De verdad, Jessica, no te pierdes nada por no conocerlo.
Entonces ella le hizo una pregunta inesperada:
—Alexander tenía unas pesadillas horribles. ¿Sabes el motivo?
Leon entornó los ojos y desvió la mirada.
—Ni idea —dijo.
Barney
la recibió meneando la cola. Ella le hizo unas carantoñas, comprendió las prisas que el pobre tenía y lo sacó a dar su paseo. Sólo se cruzaron con un joven que hacía
footing
. El resto del barrio parecía dormir. Por fin le quitó la correa y el animal se puso a corretear de un lado a otro, marcando el territorio por todas partes y arrastrando el hocico por la hierba fresca y húmeda que rodeaba los árboles de la acera. Aquella noche de mayo estaba cargada de olores y promesas.
Para los demás.
Para ella, para Jessica, ya no quedaba ninguna promesa.
Era casi medianoche cuando volvió a casa. Le pareció vacía y oscura. La casa de Alexander, situada en la zona oeste de Múnich. La casa en que había vivido primero con Elena y Ricarda y después solo. Jessica se había ido a vivir con él antes de casarse, pero ambos tuvieron siempre muy claro que se cambiarían de casa en cuanto pudieran. «Quiero empezar una vida nueva contigo», le dijo Alexander en su día. Así pues, ¿por qué al final no lo hicieron?
La casa quedaba muy cerca de su consulta, pero eso no era más que un detalle; en ningún caso motivo suficiente para quedarse allí. Quizá se debió a que ambos tenían demasiado trabajo y no podían dedicar el tiempo y el esfuerzo necesarios para buscar otra vivienda. ¿O era que Alexander no había querido marcharse de verdad? ¿Que estaba más ligado a su pasado de lo que quería admitir?
«No empieces a buscar sentidos ocultos para todo —se dijo mientras cerraba la puerta—, o lo único que lograrás será volverte loca. Al fin y al cabo, tú también te limitaste a hablar del tema y nada más. Los dos fuimos unos comodones».
Se prohibió pensar en lo bonito que sería que Alexander estuviera ahora allí, en el comedor, esperándola. Se tomarían una copa de vino, él le contaría anécdotas de la universidad y ella le hablaría de la consulta. Él le pondría la mano en el vientre y le preguntaría qué tal estaba el pequeño.
—¡Mierda! —dijo en voz alta—. ¡No pienses en ello, maldita sea, no pienses en ello!
Fue al cuarto de baño, abrió el agua de la bañera y echó un puñado de sales. Eran casi las doce y media cuando se sumergió en la reconfortante, agradable y silenciosa calidez del agua. Llevó consigo una copa de vino. Sabía que no debía beber alcohol durante el embarazo, pero desde el 24 de abril, el día que volvió de un agradable paseo por la campiña inglesa en plena primavera y descubrió que su vida se había roto en pedazos, era incapaz de dormirse sin haber tomado antes una o dos copas de vino. Esperaba que al bebé no le afectara demasiado.
No quería pensar en Stanbury, pero, por supuesto, su mente la condujo de nuevo hasta allí mientras su cuerpo contemplaba el techo y las baldosas de las paredes, en las que Ricarda había pegado algunas calcomanías cuando era niña. Ciervos de ojos enormes, pájaros gordezuelos, brujas de nariz curvada, princesas de pelo dorado, estrellas, soles, medialunas sonrientes… Un mundo romántico e infantil ya imposible de atribuir a la adolescente rebelde y obstinada en que se había convertido la hija de Alexander.
Ricarda. Leon. Evelin. Y ella.
Le había tocado a Evelin. Ella era la sospechosa de un crimen por el que —de eso estaba segura— podían haber acusado a cualquiera de ellos. Pero Evelin tuvo la mala suerte de explicar su historia sin demasiado acierto, cayendo en contradicciones e inconsecuencias. Aunque ¿quién iba a pensar que alguien podía ser consecuente tras sufrir un trauma semejante?
El superintendente Norman y el inspector Lewis. Ellos.
Y descubrieron que Tim maltrataba a su mujer, de modo que ahí tenían también un motivo. ¿Acaso Evelin sería capaz de matar por algo así? ¿Podría haber sufrido un ataque y matado a todo aquel que se cruzara en su camino? ¿Evelin la gorda, la depresiva?
¿Evelin la dulce y amable? No, era imposible. Jessica no podía creerlo.
Ricarda. Metida en la bañera recordó el odio que la chica había plasmado en su diario. Su voluntad de verlos muertos a todos se había cumplido con espantosa rapidez. Estaba claro que culpaba a Patricia y a los demás de la separación de sus padres. Era un trauma que no había logrado superar. Pero ¿acaso iba a matar por ello a cinco personas?
Leon. Su situación era bastante comprometida. Sus problemas económicos eran más graves de lo que se había atrevido a confesar a nadie —excepto quizá a Tim—, y además tenía dos hijas muy exigentes, caprichosas y acostumbradas a tener todo lo que querían, y una mujer intransigente y empeñada en conducirlo al éxito con la que en realidad habría preferido no casarse. Admitir ante ella su fracaso profesional debió de suponerle un doloroso trauma. Se conocen muchos casos de hombres que en semejante situación no encuentran más salida que la de acabar con toda su familia. Librarse para siempre de las esperanzas, exigencias, críticas o incluso maldades de la sociedad. Aunque por lo general estos hombres acaban también quitándose la vida, o al menos intentándolo. Pero ¿por qué tendría que haber matado Leon también a Tim y Alexander?
«Sus dos mejores amigos», pensó Jessica. Se conocían desde el parvulario y habían pasado juntos toda la vida. Un trío invencible, una alianza indestructible. Y él era el bobo al que le había tocado sufrir el fracaso económico. ¿Acaso lo atormentaba también la sensación de ser un fracasado en comparación con ellos? ¿Se habían vuelto sus amigos tan insoportables para él como su familia?
«¿Y yo? —se preguntó—. ¿Cuál podría ser mi motivo?»
Meneó la cabeza, se levantó, cogió la toalla y se envolvió. Se inclinó sobre el lavabo y se miró en el espejo. Observó su pálido rostro enmarcado por la melena húmeda.
«Yo no tengo ningún motivo», decidió.
Claro que quizá los demás también pensaran eso de sí mismos. Quizá les diera por reírse, o enfadarse, si supieran lo que podía llegar a pensarse de sus respectivas situaciones vitales.
Se lavó los dientes y pensó un poco en Phillip, de quien Leon estaba seguro de que era culpable, o mejor dicho, lo estaba antes de restringir todas sus reacciones a luchar contra el dolor y la miseria a que se había visto reducida su vida. ¿Era posible que Phillip hubiera tenido un ataque de locura? ¿Que hubiese sentido una rabia inmensa al ver que nadie le creía y lo trataban como a un loco obsesionado con una idea absurda? ¿Cómo te sientes si estás seguro de que algo te corresponde por derecho pero nadie te hace caso? ¿Podrías acabar sumiéndote en un estado de locura transitoria?
Pues sí, claro. Los periódicos están cargados de historias así.
Aunque era ya la una de la madrugada, Jessica sabía que no lograría conciliar el sueño. Envuelta en la toalla, bajó al salón.
Barney
estaba acostado en el sofá y la miró con ojos soñolientos. Se sentó a su lado y empezó a acariciarlo mientras cogía el mando de la tele y daba un vistazo a todas las cadenas. Sintió ganas de tomarse una segunda copa de vino, pero se prohibió hacerlo. Tenía que pensar en el bebé.
«Y también tengo que pensar en Evelin», se dijo. Quizá debería hurgar un poco en su vida, meter las narices en su pasado y buscar algo que la ayudase, algo que desacreditara la tesis de su móvil. El problema era que de momento no podía contar con Leon. En cualquier caso, estaba segura de que lo ocurrido tenía relación con la amistad que los unía a todos: con esa imagen falsa que proyectaban al exterior, con esa armonía y afinidad que sólo lo eran a primera vista, porque si se miraba con atención se descubría una terrible necesidad de adaptarse a los demás y cierta tendencia a recelar del exterior.
¿Qué era lo que llevaba a un grupo de personas a tener semejante necesidad de controlarse mutuamente? Jessica se respondió sin vacilar: porque el grupo era frágil e inestable, quizá ni siquiera real.
Miró la tele sin ver lo que proyectaba. Sabía exactamente a quién acudir. Quién era la única persona capaz de ayudarla y aclararle sus dudas. El problema era que no tenía ningunas ganas de hablar con la ex mujer de su marido.
En Londres caía esa lluvia cálida pero intensa de los días de mayo, y Phillip, que aquella mañana había salido de su casa sin gabardina ni paraguas, estaba empapado y de un humor de perros. En realidad ni siquiera tenía paraguas, aunque tampoco lo quería: le parecían demasiado cursis. Pero una gabardina no le habría venido nada mal. La suya estaba tan vieja y gastada que no podía salir a la calle con ella, y mucho menos si, como aquel día, tenía pensado visitar a un abogado del distinguido barrio londinense de Westminster. Cuando lo hicieron pasar a la sala de espera, revestida en madera y con unos cuadros enormes (seguramente originales), se alegró de haberse puesto al menos una corbata.
El nombre del abogado se lo había dado un buen amigo suyo, pero eso no cambiaba los hechos: tendría que pagarle unos honorarios que provocarían sin duda un doloroso agujero en sus discretísimos ahorros. Desde su regreso a Londres trabajaba ocasionalmente doblando documentales de la BBC, pero sólo lo llamaban de vez en cuando y a intervalos espaciados e imprevisibles. A duras penas lograba pagar el alquiler de su madriguera de Stepney y salir ocasionalmente a tomar algo a un pub. Su alimentación diaria solía subvencionarla Geraldine, y esto le daba mucha rabia.
Además, y para colmo, el abogado le dio pocas esperanzas. Escuchó su caso con una mueca de escepticismo, y luego le dijo que los argumentos en que podrían basar su petición de exhumación del cadáver de Kevin McGowan eran extremadamente pobres.
—Para serle sincero, señor Bowen, no creo que tenga usted muchas posibilidades. Sólo contamos con las palabras de su madre, que ya no está aquí para confirmarlas, y además sabemos que cuando ella le habló de… hum, de su relación con el señor McGowan se encontraba en un estado terminal y bajo el efecto de fuertes sedantes, lo cual… lo cual no contribuye precisamente a hacer que sus afirmaciones resulten más creíbles.
Phillip sintió un nuevo arranque de rabia. De esa rabia que en los últimos tiempos no se separaba de él, y con la que ya estaba familiarizándose. Todo el mundo le ponía los mismo reparos: su madre enferma, atormentada por el cáncer y perturbada por la morfina, y la alta probabilidad de que aquella historia del amante huido no fuera más que producto de su fantasía. A veces se avergonzaba de haber permitido que su madre fuera juzgada y criticada de tal forma ahora que ya no podía defenderse.
El abogado debió de leerle la cara, porque se apresuró a añadir:
—No es que yo lo crea así. Pero mi obligación es aconsejarle lo mejor posible y ofrecerle una visión realista de la situación. No le ayudaría en nada si me limitara a decirle que no veo ningún problema y que todo está bien.
Al final, Phillip le habló de los asesinatos cometidos en Stanbury House y le confió que a él también lo habían interrogado un buen rato. Aunque ya no estaban en las portadas, los asesinatos de Yorkshire seguían ocupando los diarios ingleses, y el abogado había oído hablar de ello aunque no se le había ocurrido relacionar la historia con su cliente.
Pero ahora lo entendía todo.
—¡Dios mío! —dijo—. ¡Kevin McGowan, claro! ¡La prensa dijo que era su casa! Escúcheme bien —añadió, inclinándose sobre la mesa y mirándolo fijamente—, debe dejar que transcurra un tiempo prudencial, hasta que las cosas se calmen un poco. Piense que, aunque brevemente, usted también fue sospechoso del crimen, y si no se confirman las acusaciones contra esa alemana, todas las miradas volverán a centrarse en usted. Con su comportamiento hasta la fecha sólo ha conseguido llamar la atención y ponerse en la cuerda floja. No siga por ese camino.