Después del silencio (35 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga

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Miércoles 14 de mayo - Viernes 23 de mayo

Cuando Leon entró en el restaurante, Jessica ya estaba allí. Un camarero la había acompañado hasta su mesa. Él llegó casi veinte minutos más tarde y con un aspecto penoso. Con barba de dos días, llevaba una chaqueta con los codos raídos y una camisa vieja y parecía haber perdido unos cinco kilos. El camarero lo observó con desagrado. No es que fuera uno de los restaurantes elegantes de Múnich, pero aun así Leon llamaba la atención.

Se mesó el pelo en un vano intento de peinarlo, pero lo dejó aún más alborotado que antes.

—Te he hecho esperar mucho, ¿no? —le dijo a modo de saludo—. Perdona, es que… —Pareció que el esfuerzo de encontrar una excusa le resultaba excesivo, así que dijo—: No me di cuenta de la hora que era.

Daba tanta pena verlo así que no pudo mostrarse enfadada.

—No importa —le dijo—, he estado contemplando la gente. ¿Una copa de vino?

—Sí —contestó él, y se sentó.

Jessica pidió una copa para Leon.

—¿Sabes algo de Evelin? —preguntó luego—. Ibas a llamar a su abogado, ¿no?

Leon ocultó la cara entre las manos y luego dijo:

—Lo olvidé. Ya ves cómo tengo la cabeza.

—Lleva ya dos semanas y media en la cárcel —dijo Jessica—. No podemos dejar que siga allí más tiempo.

—No, desde luego que no. El abogado que le busqué en Inglaterra es muy bueno, te lo aseguro. No deberías preocuparte por ella.

—Pues de momento ni siquiera ha logrado que le concedan la libertad condicional. La verdad, no lo entiendo.

—Supongo que temen que se escape —comentó él con aquella voz extraña e indiferente que venía utilizando desde el día de los asesinatos—. Es extranjera. Podría intentar fugarse a Alemania.

—Pero ya habíamos pensado si sería posible trasladarla a Alemania —dijo Jessica—. Es alemana. Las víctimas son alemanas. ¿No debería ocuparse de todo esto la justicia alemana?

—El crimen se cometió en Inglaterra. El primer sospechoso era inglés, y se dejó en libertad sólo porque contaba con una coartada más que sospechosa. Supongo que Scotland Yard querrá llegar al fondo del asunto.

—Pero tú me dijiste que harías lo posible por que la dejaran venir aquí…

—¡Jessica! —Su voz fue casi una súplica. Tenía los ojos enrojecidos de cansancio—. Jessica, no puedo más. No sé de dónde sacas fuerzas para preocuparte por Evelin. Te admiro por ello, y seguro que eres mejor persona que yo, pero es que no puedo más. De verdad. No me quedan fuerzas. Necesito mis últimas reservas para llegar al final de cada día sin derrumbarme. Lo siento.

Ella sabía que Leon estaba intentando organizar una mudanza para luego vender la casa. Debía de ser horrible pasarse el día revolviendo en las pequeñas y grandes cosas que se acumulan a lo largo de la vida de una familia: premios y certificados deportivos de las niñas, dibujos y figuritas que hicieron, sus primeros dientes, sus libros de colores y los vestiditos de sus muñecas. Las tazas en que cada mañana tomaban la leche del desayuno, las mochilas del colegio, los vestidos… Y las cosas de Patricia. Sus pantalones, jerséis y vestidos, sus chándales y sus zapatillas de deporte. Sus artículos de cosmética, los álbumes de fotos que evocaban la felicidad de la familia, las cartas de amor que se escribían en su época de novios. Su camisón preferido, el calendario en el que anotaba las citas más importantes, las visitas al ginecólogo y los cumpleaños, sus libros y CD, sus zapatos y bolsos. Y todos los cuadros, esculturas y vasijas con que tan ostentosa y ruinosamente había decorado la casa…

Nada de lo que Leon tocase dejaría de traerle algún recuerdo. Nada lo dejaría impasible. Era su pasado. Su vida. Su familia.

—Estoy tirándolo todo —le dijo, casi leyéndole el pensamiento—. ¿Qué puedo necesitar? Al principio pensé en llamar a una empresa de mudanzas, darles la llave de la casa, irme y volver cuando la hubieran vaciado. Habría sido lo más fácil…

El camarero trajo el vino y las cartas. Leon bebió un sorbo con un movimiento más bien mecánico.

—Pero no pude. No me vi capaz de dejar en manos de unos desconocidos lo único que me queda de ellas. Tuve la sensación de que se lo debía, de que tenía que tocarlo todo, mirarlo todo… despedirme de todo.

—Te entiendo —dijo Jessica.

Pensó que no tenía sentido volver a sacar el tema de Evelin. Leon estaba en un lamentable estado psicológico. Había supuesto que él seguiría furioso con Phillip Bowen y que sólo por eso haría todo lo posible por que liberasen a Evelin, pero la muerte de Sophie lo había cambiado. Ya no se trataba de saciar su sed de venganza o justicia, de meter entre rejas a quien había acabado con su familia. No, ahora era como él mismo había dicho: necesitaba de todas sus fuerzas para no tirar la toalla. Había sido un golpe demoledor. No podía ver más allá del atardecer de cada día. Sólo podía preocuparse por sí mismo. Todos sus esfuerzos estaban dirigidos a superar la pesadilla que le había tocado en suerte. De todos ellos, él era quien había recibido el golpe más duro.

—¿Has encontrado un comprador para la casa? —le preguntó, buscando cambiar el tono de la conversación.

Él asintió.

—Me han hecho algunas ofertas interesantes. No creo que tenga ningún problema.

—¿No has pensado en vender Stanbury en lugar de la casa de Múnich?

—Por el momento no. Aquí no quería seguir viviendo de ningún modo, así que pensé que lo lógico era vender esta casa y de paso saldar mis deudas más acuciantes. Stanbury es un apoyo.

—Pero mantenerla también cuesta dinero.

Leon no dejaba de remover su copa. En el dedo anular de su mano derecha aún llevaba el anillo de bodas.

—Ya lo sé. Pero si la vendiera ahora tendría la sensación de que todo va demasiado rápido. Stanbury era muy importante para Patricia. Para todos nosotros. Quizá necesite mantener esa sensación durante un tiempo.

Ambos callaron y se sumieron en sus respectivos pensamientos. Fuera comenzaba a oscurecer. Había sido un cálido día de mayo y el verano empezaba a irrumpir con fuerza, pero esta vez sería diferente. Ya no volvería a haber otro verano como los de antes. El camarero se acercó a la mesa.

—¿Qué tomarán? —preguntó.

—Yo no tengo hambre, gracias —dijo Leon.

Jessica tampoco tenía nada de hambre, pero pidió una ensalada. El camarero arqueó las cejas, anotó el pedido y se marchó.

—Lamento no haber asistido al entierro de Alexander —dijo Leon—. Hacía días que quería decírtelo. No me vi con fuerzas.

—No te preocupes; mis padres me acompañaron. Ricarda tampoco asistió, pero Elena llamó para disculparla. Sigue sin abrir la boca y se pasa la mayor parte del tiempo acostada. No cabe duda de que está traumatizada.

Él sonrió con amargura.

—Mejor una hija traumatizada que ninguna. Dios sabe que en mi familia las cosas no iban del todo bien, pero aun así estábamos unidos… —Hizo una pausa y luego preguntó—: ¿No te parece una locura? Tras una tragedia como ésta surgen los remordimientos. ¿Será porque hemos sobrevivido? ¿Porque no siempre estuvimos al lado de aquellos a los que hemos perdido y no fuimos capaces de confortarlos y ayudarlos? ¿A ti también te pasa? —Pero no esperó a que ella respondiera, sino que continuó—: Yo no quería reprocharme nada, no quería tener que pasar también por este absurdo martirio añadido, pero no dejo de evocar imágenes… Fragmentos del pasado, ¿sabes? De cuando Patricia se quedó embarazada de Diane sin que lo esperáramos. Por Dios, sólo tenía dieciocho años. Yo tenía veintisiete y estaba haciendo las prácticas para licenciarme en derecho. Tuvimos que casarnos…

—Os habríais casado de todos modos, sólo que un poco más tarde.

Él la miró a los ojos y meneó la cabeza.

—No. Jamás me habría casado con Patricia. Por entonces era… era preciosa. Muy joven. Irresistible por su energía y sus ganas de vivir, pero también agotadora. No dejaba de exigirme cosas. Siempre me decía lo que debía hacer y lo que no, lo que podía hacer y lo que no, lo que debía pensar, lo que debía vigilar, hacia dónde debía avanzar, la fortaleza y autoconfianza que debía mostrar… Me taladraba cada día con su credo personal, y yo corría detrás de ella, con la lengua fuera, esforzándome por satisfacerla y teniendo siempre la sensación de que no acababa de hacerlo bien. De que no estaba a la altura de lo que ella esperaba de mí. Incluso porque un domingo por la mañana me quedara un rato más en la cama mientras ella se levantaba a primera hora y salía a correr o a hacer ejercicio. Cuando yo quería adelgazar me pasaba semanas sufriendo como un condenado por una dieta que ni siquiera seguía al pie de la letra, y al final, con un poco de suerte, lograba bajar medio kilo; pero cuando ella quería adelgazar se fijaba un severo organigrama alimentario y lo cumplía a rajatabla, y perdía exactamente los tres kilos que quería y justo en el tiempo previsto. Era despiadadamente disciplinada. Muy fuerte. Sin duda se exigía tanto a sí misma como a los demás, pero a mí… —levantó las manos en un gesto de desesperación—, a mí me dejaba hecho polvo. Ella era siempre mejor que yo, iba siempre un paso por delante. Siempre.

El camarero les llevó la ensalada y unos panecillos. Leon pidió otra copa de vino. Jessica empezó a picar, sin el menor apetito, los tomates y champiñones.

—Al principio creí que abortaría —dijo Leon—. No le exigí que lo hiciera, pero mencioné la opción en un par de ocasiones. Patricia no tenía previsto tener hijos tan joven, pero quería ser madre y pensó que un aborto podría afectar futuros embarazos. Así que decidió tener el bebé. Tim y Alexander me dijeron que debía casarme con ella, que era lo correcto. Así que nos casamos. El día de mi boda me levanté temprano y empecé a beber. Cuando Tim y Alexander pasaron a recogerme por casa ya estaba bastante borracho. Me metieron bajo la ducha y abrieron el chorro de agua fría, me dieron una aspirina, me hicieron el nudo de la corbata y me dieron caramelos para disimular el aliento a alcohol. Sólo así fui capaz de reunir el valor necesario para dar el sí-quiero sin balbucear. Evidentemente, Patricia notó que estaba un poco abotargado y lento de reflejos, pero aguantó el tipo todo el día. Sonrió, estuvo pendiente de todos los invitados y se comportó como la novia perfecta, hasta que nos quedamos solos. Entonces tuvimos una terrible discusión. Me habló con dureza y brusquedad, pero yo tenía demasiado alcohol en el cuerpo y un terrible dolor de cabeza, así que no di la talla. En un momento dado no pude soportarlo más y me largué. Cogí un taxi y fui a ver a Tim, que por entonces aún vivía solo. Alexander estaba con él, tomándose una copa y charlando un rato. Elena y la pequeña Ricarda ya se habían marchado a casa. Me uní a ellos y creo que… que lloré como un niño. Estaba desesperado. Sí —dijo, respirando hondo y evitando cruzar su mirada con la de Jessica—, así fue nuestra noche de bodas. Patricia sola en casa y yo con mis mejores amigos, primero llorando y después bebiendo. Retomé la borrachera donde la había dejado aquella mañana, y al final los tres acabamos como cubas, diciendo tonterías y riendo como idiotas…

Por fin se atrevió a mirar a Jessica. Ella descubrió una mirada en la que sólo había desesperación, vacío, desconsuelo, y la convicción de que nada se arreglaría ni mejoraría jamás.

—Estaba muerto de miedo. Acababa de casarme y estaba a punto de ser padre, y eso justo en el momento en que más quería (y necesitaba) sentirme libre como el viento. Tenía la sensación de haber caído en una trampa de la que ya no escaparía. Y aquella noche salió a relucir el tema de Stanbury.

—¿El tema de Stanbury? —repitió Jessica.

Leon esbozó de nuevo aquella sonrisa torcida y respondió:

—Sí. Ya te he dicho que estábamos borrachos y no dejábamos de decir tonterías. Ellos intentaban consolarme. A Tim se le ocurrió hacer una lista y escribir todo lo bueno que tenía mi nueva situación. A mí no se me ocurrió qué podía tener de bueno, y a ellos tampoco, pero de pronto Alexander mencionó Stanbury, y Tim y él empezaron a hablar de la casa sin parar. Por aquella época Kevin McGowan estaba ya enfermo de cáncer y todo parecía indicar que Stanbury pasaría a manos de Patricia en un futuro muy cercano. Así que ambos llegaron a la conclusión de que, en cierto modo, me había casado con una joven de la nobleza rural inglesa, poseedora de una mansión y unos terrenos envidiables. Que había pasado a formar parte de la alta sociedad británica y que pronto acabaría siendo vecino de la reina de Inglaterra. Dijimos infinidad de tonterías, pero poco a poco fuimos entusiasmándonos con la idea de Stanbury. Aquella noche decidimos que cuando Patricia recibiera su herencia nos iríamos todos a pasar allí las vacaciones. Stanbury pasaría a ser nuestro Stanbury. De Tim, Alexander y mío. Sería el lugar donde nos reuniríamos y olvidaríamos nuestros problemas cotidianos, donde podríamos ser nosotros mismos. El lugar que sellaría aún más nuestra amistad. Así pues, entre la borrachera y el cansancio, pensé que al fin y al cabo todo iba a salir bien. Por la mañana volví a casa y pensé que podría aguantarlo todo gracias a la existencia de Stanbury House. —Meneó tristemente la cabeza al recordarlo—. Yo nunca amé a Patricia. Ni entonces ni después. Sólo amé Stanbury, y eso fue lo que me dio fuerzas para soportar mi situación.

—Alexander nunca me habló de esto —dijo Jessica.

Leon pasó por alto la observación.

—Y ahora resulta que Stanbury se ha convertido en la tumba de mi mujer. Y de mis hijas. Es todo tan… tan trágico. Parece un castigo. Estoy siendo castigado porque no amé a Patricia ni a las niñas. Porque mi vida no ha sido más que una mentira.

Estaba claro que en ese momento no tenía sentido hablar con Leon sobre lo que a ella le preocupaba, es decir, sobre cómo ayudar a Evelin. También quería hablar con él sobre la inconcebible afirmación del superintendente Norman respecto a que Tim llevaba años maltratando física y psicológicamente a Evelin. Aunque en su día pareció que Leon daba la razón al policía («Lo sabíamos, sí. ¿Pretendes decirme que tú no?»), a ella le parecía imposible que fuera cierto, y en algún rincón de su mente continuaba creyendo que no era más que un malentendido. El caso es que ahora no podía hablar del tema con aquel hombre abatido y desconsolado. Quizá más adelante, al cabo de unas semanas o unos meses… Jessica le tocó el brazo con cariño.

—No mires atrás —le aconsejó—, no te servirá de nada. Mira sólo al frente.

—¿Tú puedes? ¿Puedes mirar al frente?

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