—Sólo he intentado luchar por lo que considero mis derechos…
El abogado no lo dejó acabar.
—Pero es que ahora sus derechos, o lo que usted cree sus derechos, no le interesan a nadie. En estos momentos el interés general está puesto en descubrir qué sucedió en Stanbury aquella terrible mañana, y estoy seguro de que la policía se abalanzará sobre todo aquel que les parezca mínimamente sospechoso. Por eso le aconsejo que se mantenga lo más alejado posible de este asunto. —Se levantó, dando a entender que daba por terminada la visita—. Es sólo un consejo, por supuesto. Usted ha de decidir si seguirlo o no.
Phillip sabía que el hombre tenía razón y que le convenía seguir su consejo, lo cual implicaba relajarse, no hacer nada y echar tierra sobre el asunto —es decir, sobre los muertos—, hasta que todo se solucionara. Cuando por fin condenaran a Evelin, él podría ponerse de nuevo en marcha con sus reivindicaciones. Eso suponiendo que no fuera demasiado tarde. Porque a saber qué sucedería entonces con Stanbury. La mitad de sus inquilinos había muerto. Seguro que al final la propiedad se vendería a algún ricacho. Y si en un futuro lejano él lograba que se exhumara el cadáver de McGowan, sólo tendría derecho a la mitad de los beneficios de esa venta. Obtendría dinero pero jamás la casa, que era lo que en verdad le interesaba.
«Esto se me está escapando de las manos, como me pasa siempre», pensó.
En el metro el aire era insoportable y la gente viajaba apretujada como sardinas en lata. Olía a paraguas y abrigos húmedos, y por algún motivo parecía que en cada estación sólo bajaban unos pocos pasajeros y en cambio subían un montón. Phillip iba empotrado contra una mujer muy gruesa, una cabeza más baja que él y cuya permanente parecía haber enloquecido con la humedad, de modo que su pelo encrespado salía disparado hacia todas partes y Phillip tenía la sensación de que estaba tragándose todas sus canas.
«¿Por qué demonios vivo en Londres?», se preguntó. Recordó los campos y los pantanos que rodeaban Stanbury y se imaginó en una tarde como aquélla dando un paseo al atardecer, cruzando los campos con un perro y vestido con botas de goma, una Barbour y un sombrero de cuadros impermeable. Rodeado de paz, soledad y libertad. Oliendo a hierba húmeda, a tierra, a flores. Sabiendo que en casa le esperaba la chimenea encendida y un vaso de whisky.
¿Quién hubiese imaginado que algún día soñaría con todo eso? Si unos años atrás alguien le hubieran dicho que iba a desear una vida así, seguramente se habría reído. Y, en efecto, sintió ganas de reírse de sí mismo en ese momento, pero se contuvo para no aspirar una nueva mata de pelo gris. Además, no le hacía ninguna gracia tener que viajar apretujado en aquel maldito vagón hacia un piso minúsculo y miserable.
Respiró aliviado cuando por fin se apeó en la parada de Londres Este, aunque enseguida volvió a recibirlo la desagradable lluvia que cubría la ciudad. Las calles le parecieron oscuras y tristes. Polígonos industriales, edificios viejos y destartalados, pequeños jardines descuidados a la entrada de algunas casas y sombríos patios en la parte posterior, poblados de ruedas de coche, chapas de metal, maderas y electrodomésticos abandonados que se acumulaban con el paso del tiempo. En varios balcones colgaba ropa tendida pese a la lluvia. Frente a una casa había un cochecito de bebé olvidado y ahora empapado. De muchas ventanas salía el resplandor de los televisores. Los gritos de los niños se mezclaban con los de los padres, que discutían entre sí. En algún lugar ladró un perro. El aire olía a cebolla frita. Un tren elevado pasó haciendo temblar algunas ventanas y llenando las calles de un ruido ensordecedor.
Phillip dejó atrás las casas adosadas y giró hacia una calle donde había edificios de muchos pisos, construidos después de la guerra y con aspecto de cuarteles. Aquí ni siquiera tenían la minúscula parcela de jardín que en las casas pareadas confería al menos la ilusión de un espacio verde y limpio en el barrio. Los alquileres eran tirados, pero nadie se iba a vivir voluntariamente a esa zona. El yeso de las paredes se desmoronaba, la mayoría de las farolas no funcionaba y casi todos los muros, puertas y portales estaban cubiertos de grafitis, en su mayoría obscenidades escritas con una ortografía terrible. Phillip alzó la vista hacia las ventanas de su piso-buhardilla («piso» era una acepción exagerada para referirse a la habitación en que vivía). Le habría gustado no ver ninguna luz encendida, pero por supuesto la vio, cosa que no le sorprendió. Ella estaba allí. Ahora siempre estaba allí, menos cuando iba a trabajar.
No es que se hubiera ido a vivir con él de manera oficial. En realidad ni siquiera habían hablado del asunto: ni de ellos ni de su relación ni de su futuro; no habían hablado de nada desde su vuelta de Yorkshire. Pero Geraldine se comportaba como si tampoco hubieran tenido ninguna de las discusiones que tuvieron allá. Él le había dicho que no quería seguir con la relación, pero ella actuaba como si no lo hubiera oído. No sólo habían retomado el ritmo de vida que llevaban antes de Stanbury, sino que lo habían intensificado. Ella nunca le devolvió la llave de su piso y ahora aparecía por allí siempre que estaba en Londres. Hacía la compra, pasaba el aspirador y limpiaba, ponía flores en un jarrón y hasta había comprado una alfombra y dos cuadros. No cabía duda de que había sacado el mayor partido a ese agujero, pero no era lo que Phillip quería. Además, Geraldine se había adjudicado la función de esposa amantísima y siempre al servicio de su marido, cosa que él detestaba, pero al final se había resignado y convivía con ello.
Por supuesto, sabía por qué lo hacía, y también por qué lo hacía Geraldine: la maldita coartada había vuelto a unir sus caminos. No habían vuelto a comentar nada sobre el tema, aunque era lo que lo había cambiado todo. Ella consolidaba su presencia en la vida de él, y él no tenía la libertad necesaria para enviarla a freír espárragos.
Abrió el portal del edificio, que tenía las bisagras flojas y hacía tiempo que ni siquiera cerraba bien, y se introdujo en la oscuridad de la escalera, que apestaba a infinidad de comidas diversas y productos de limpieza. Los escalones crujieron bajo su peso. En algunos rellanos había trozos de moqueta barata recortados de cualquier manera, de colores y dibujos horribles y cubiertos de suciedad. En otros había envases de cerveza, zapatos y periódicos viejos. Muchas luces (en realidad bombillas desnudas) estaban estropeadas, de modo que los inquilinos tenían que avanzar por la escalera a tientas y poniendo el mayor cuidado. Phillip estaba acostumbrado a todo aquello, y la verdad es que hasta entonces nunca se había parado a pensar en la fealdad y la miseria de su piso. Pero últimamente sentía una opresión en el pecho cada vez que regresaba de la ciudad, tras haber realizado alguno de sus trabajos para la BBC o simplemente haber dado una vuelta. Curiosamente, lo que más le afectaba no era la tristeza sino la estrechez, la falta de espacio que al atardecer, entre aquellas paredes oscuras y sucias, le quitaba el aliento. La estrechez de su edificio. La de su piso. Quizá incluso la estrechez de Londres: de sus calles, sus edificios y muchos de sus habitantes.
«Yo antes era diferente —pensó—; muy diferente. Antes de Stanbury».
Geraldine abrió la puerta antes de que él hubiera sacado la llave. Debía de haber oído sus pasos en la escalera.
—¡Por fin! Se te ha hecho tarde, ¿no? ¡Mira, ha venido Lucy!
Tuvo la sensación de que con su precipitación buscaba advertirle que no se pusiera a hablar de su cita con el abogado. Seguramente, y por una vez en la vida, no había contado nada de aquello a su amiga del alma. Quizá le diera vergüenza. («¿Puedes creer que después de todo lo ocurrido ha ido visitar a un abogado para hablarle de su absurda idea de la exhumación? ¡Está obsesionado con el tema!»)
Entró en la habitación de paredes torcidas que hacía las veces de cocina, comedor y dormitorio. El techo tenía varias goteras y la humedad despegaba el empapelado de las paredes, lo cual en su opinión tampoco era tan malo, porque era feísimo. Siempre le había desagradado su dibujo verde-dorado sobre fondo amarillo insípido.
Lucy Corley estaba sentada a la pequeña mesa frente a lo que se suponía era la cocina, entre un armario de madera y la cocina eléctrica con dos placas. Estaba fumando un cigarrillo, y el cenicero repleto de colillas que tenía delante revelaba que llevaba ya un buen rato en el piso. En opinión de Phillip, Lucy era una de las mujeres menos atractivas del mundo: baja, cuadrada, sin pecho, de pies enormes, absolutamente desproporcionados con el resto de su pequeño cuerpo, y manos que parecían palas de excavadora. Llevaba una media melena por encima de los hombros; pese a que su color natural era castaño claro, ella lo llevaba teñido de negro azabache, lo cual provocaba un contraste demasiado acentuado con la extrema palidez de su rostro. Dirigía su agencia de modelos con mano dura y gran empeño, y su rostro reflejaba la decisión con que había logrado el éxito profesional. Tenía unos rasgos exageradamente afilados para su edad. Nunca había intentado disimular su antipatía hacia Phillip. Él sabía que lo consideraba un perdedor sin escrúpulos que se aprovechaba económicamente de Geraldine y encima le destrozaba el corazón. Como en el fondo Lucy le importaba un pimiento, no le preocupaba lo que pudiera pensar de él, pero le molestaba que Geraldine la hubiera llevado a su piso y ahora tuviese que soportarla a ella también.
—Hola, Phillip —dijo Lucy. Tenía una voz profunda y ronca, sin duda por lo mucho que fumaba—. He oído que estás trabajando, ¿no? —Lo dijo como si se refiriese a un fenómeno paranormal.
Él prefirió fingir no haberla oído.
—Hola, Lucy. ¿Qué te trae por aquí?
—Nos hemos tomado un café y hemos perdido la noción del tiempo —intervino Geraldine—, de modo que aún no he preparado la cena. Pero ahora mismo…
—Por mí no te preocupes —le dijo Phillip, malhumorado, mientras se sacaba la chaqueta húmeda, se soltaba la corbata y se quitaba los zapatos empapados—. Nunca espero tener la cena preparada cuando llego a casa. —«Y tampoco espero tenerte a ti», pensó.
Lucy apagó su cigarrillo y se levantó.
—Ya va siendo hora de que me vaya —anunció.
—¿No quieres quedarte a cenar? —le preguntó Geraldine.
Lucy negó con la cabeza.
—No, gracias.
Resultaba evidente que se marchaba para no tener que soportar a Phillip. Cogió su abrigo. Phillip no hizo ni siquiera amago de ayudarla a ponérselo; se limitó a mirarla mientras ella luchaba con la estrechez de sus mangas.
—Piensa en lo que te he dicho —le dijo a Geraldine y le dio un beso en la mejilla.
Dedicó a Phillip un gesto seco con la cabeza, a modo de saludo, y se marchó. Mientras bajaba la escalera se oyeron crujidos y sonidos de lo más variados.
—Lamento que hayáis tenido que veros —dijo Geraldine—, pero no podía echarla.
—Claro.
Se dejó caer en el sofá que por las noches le servía de cama. Muchas veces, para fastidiar a Geraldine, lo dejaba abierto todo el día, con las sábanas revueltas y la manta arrugada por encima—. Aunque, que yo sepa —añadió—, tú tienes tu propio piso en Londres y podrías recibirla allí.
Geraldine se estremeció y empezó a ordenar ceniceros y tazas de café con movimientos bruscos y rápidos.
—Es que no me gusta estar allí. Quiero decir… en mi piso. Me siento muy sola.
—Pues podrías aceptar más trabajos. Así no pasarías tanto tiempo en tu piso, y cuando lo hicieras disfrutarías del silencio. —La miró con dureza—. Apuesto a que la buena de Lucy te ha dicho exactamente eso, que deberías comprometerte más con tu trabajo, ¿no?
—Lucy tiene su propia visión de las cosas. Y no tiene por qué coincidir con la mía.
—Pero a veces tiene razón, y ya sabes que no me gusta decir estas cosas de mi querida amiga Lucy. Eres modelo, tienes una imagen perfecta y podrías dedicarte plenamente a tu profesión durante unos años más. Pero en cambio te encierras en mi piso —acentuó especialmente el
mi
— y malgastas tu tiempo comprando, cocinando o dedicándote a cualquier absurdo proyecto de decoración para hacer que parezca más acogedor. —Señaló los cuadros y las flores—. ¡No me extraña que Lucy pareciera aún más huraña de lo normal! Seguro que ella también está dejando de ganar mucho dinero por tu culpa.
—No estoy en este mundo sólo para hacer feliz a Lucy. De hecho no lo estoy para hacer feliz a nadie. ¡Es mi vida y yo escojo lo que quiero hacer con ella!
Aquella agresividad no era propia de Geraldine, y después de aquel día terrible Phillip no tenía ganas de pelea.
—Pues claro que es tu vida —le dijo—. Pero estarás de acuerdo conmigo en que nunca te he pedido que sacrifiques tu carrera, tu tiempo o lo que sea para dedicarte a mí, ¿verdad?
—Estar contigo no me supone ningún sacrificio —contestó Geraldine.
Le habían salido unas manchitas rojas en la cara. Aquella conversación empezaba a afectarla incluso físicamente. Había vaciado el cenicero y puesto todas las tazas de café en el fregadero. Ahora estaba sacando una lechuga y unos tomates de la nevera. Haría una ensalada y quizá pondría una baguette en el horno. Seguro que también había comprado queso y uvas. Si hubiera estado solo, seguramente no habría tenido nada que llevarse a la boca. Habría ido al supermercado de la esquina por una sopa de sobre. Se preguntó cómo era posible que las atenciones de Geraldine lo sacaran tanto de sus casillas. La verdad, ni él lo entendía.
¿Y qué esperaba ella de su propia actitud? La observó escoger las hojas de lechuga y cortar tomates y cebollas. ¿Qué le aportaba? Bueno, tenía ya un pie en su piso, quizá incluso más, pero en el fondo sabía —tenía que saberlo— que estaba aprovechándose del tema de la coartada, el único motivo por el que él permitía su presencia. No tenía opción. Pero ¿era posible que, aun así, Geraldine se sintiese bien?
El recuerdo de la coartada le hizo incorporarse en el sofá.
—No le habrás contado nada a Lucy, ¿verdad? —le preguntó con recelo. La experiencia le decía que las mujeres tienen una irrefrenable tendencia a compartir sus secretos con sus mejores amigas, aunque eso suponga un suicidio—. Ya sabes a lo que me refiero… La coartada…
—Claro que no —respondió ella. Pero no parecía demasiado enfadada. Phillip pensó que, como mínimo, había barajado la idea de contárselo.
—Ya sabes que eso debe quedar entre nosotros —le recordó—. Nadie más puede enterarse, y menos ella: le faltaría tiempo para ir a chivarse a la poli, sólo para arruinar nuestra relación y tener de nuevo todo el poder sobre ti.