—Pero ¿es que no han visto que lo adora? Esa chica come de la mano de Bowen, le lame los zapatos. Si él le pidió que lo ayude con la coartada ella no dudará en hacerlo. Y si él le pide que lo jure, ella cometerá perjurio sin vacilar. ¡Conozco esa clase de mujeres! Le aseguro, superintendente, que las palabras de la señorita Roselaugh carecen de todo valor.
—Señor Roth —respondió Norman con cierta acritud—, no puedo arrestar a una persona sin ninguna prueba incriminatoria, sólo porque usted se empeñe en asegurar que es culpable. No logrará convencerme de que lo haga.
—¡Pero estuvo en nuestro jardín poco antes de los asesinatos! ¡Y entró sin permiso en nuestra casa! ¡Y nos importunó continuamente con su presencia! Y…
—Leon —terció Jessica—, eso no es cierto y lo sabes. Puede que Phillip Bowen nos molestara en un par de ocasiones, pero en realidad nada de lo que dijo o hizo bastaría para incriminarlo.
Leon se volvió hacia ella y la fulminó con la mirada.
—¿Cómo te atreves a romper una lanza a favor de ese asesino? ¡También ha matado a tu marido, no lo olvides!
—¡Eso no lo sabemos! —exclamó ella; y luego, haciendo un esfuerzo por mantenerse firme, porque lo que iba a preguntar era tan horrible que temió que no fuera a salirle más que un graznido, añadió—: Superintendente, ¿podría decirme qué pruebas tienen contra Evelin Burkhard?
Norman pareció feliz de poder aparcar la discusión con Leon.
—Tampoco podemos estar completamente seguros de que ella sea culpable, pero contamos con indicios que la señalan muy claramente. En primer lugar, sus huellas son las únicas halladas en el arma homicida. En segundo lugar, del análisis de su ropa en el laboratorio ha resultado que en ella había sangre de todas las víctimas. Y…
—Pero… —empezó Jessica, pero Norman la interrumpió con un gesto de la mano.
—Ya sé lo que va a decirme. Para su información, señor Roth, le diré que la señora Burkhard admite haber tocado los cuerpos de la señora Roth, su marido Tim Burkhard y la pequeña Diane, pero no así al señor Wahlberg y Sophie Roth. Sin embargo, como les digo, también encontramos sangre de éstos en su ropa. Y aún hay más: las técnicas forenses permiten establecer una secuencia temporal y determinar el orden en que ha ido manchándose de sangre la ropa. Pues bien, la primera mancha pertenece a su marido y la segunda a la señora Roth, es decir, justo a la inversa de lo que ella afirmó.
El rostro agotado de Leon esbozó una mueca de verdadero desprecio por el policía.
—¿Cómo pueden acusar a una mujer tan traumatizada como Evelin y hacerla responsable de algo que ella misma admitió durante el interrogatorio a que la sometieron inmediatamente después de haber vivido semejante horror? Ella misma dijo que no podía recordarlo todo y que tenía lagunas en la memoria. ¿Cómo pretenden que recuerde exactamente el orden en que fue descubriendo los cadáveres? Quizá nunca consiga recordar que en algún momento salió al jardín, horrorizada y desesperada, y allí se tropezó con el cuerpo de Alexander, y que a su vuelta encontró a mi hija pequeña. ¿No cree que esto también es posible?
Norman iba a replicar, pero Jessica se apresuró a intervenir:
—Superintendente, yo encontré a Evelin en el baño de la buhardilla, y le aseguro que estaba en estado casi catatónico. No reaccionaba a los estímulos externos, gimoteaba como una cría y ni siquiera podía moverse. Se encontraba absolutamente conmocionada. Dijera lo que dijese en el interrogatorio, debería tenerse en cuenta que su mente estaba colapsada y era incapaz de coordinar…
—Y quizá encontró el arma homicida junto a algún cuerpo —añadió Leon—, la cogió y después la dejó sin darse cuenta de lo que hacía. Si de verdad hubiese sido la asesina se habría encargado de borrar sus huellas, ¿no cree?
—Sí, claro —respondió Norman—; eso suponiendo que estuviera en sus cabales cuando cometió los asesinatos. Porque también es posible que padeciera algún tipo de enajenación y que no pensara en detalles como el de las huellas digitales o la sangre en su ropa.
—¿De verdad cree posible que el autor de estos crímenes haya sido una mujer? —preguntó Jessica—. Es decir, ¿no tendría que ser alguien más fuerte? No olvide que entre las víctimas hay dos hombres altos y corpulentos, y no debió de resultar fácil acabar con ellos.
Norman meneó la cabeza.
—No se trata en absoluto de fuerza. Todas las víctimas fueron pilladas por sorpresa, y además por la espalda. Creemos que Tim Burkhard estaba cogiendo algo de la parte baja de la nevera, pues se encontraba tendido justo frente a su puerta abierta. La señora Roth estaba inclinada sobre las flores. El señor Wahlberg estaba sentado en un banco, probablemente dormitando. La pequeña Diane estaba acostada en la cama leyendo un libro. Sólo Sophie pudo haber estado atenta, y ella fue precisamente la única que forcejeó y opuso resistencia. Los demás ni siquiera advirtieron la presencia de Evelin y por tanto no pudieron defenderse.
—Su teoría me parece ridícula —dijo Leon—. Es decir, aunque no se necesite una gran fuerza física para degollar a alguien por detrás, sí hay que tener fortaleza psíquica para superar la barrera psicológica que ello conlleva. Cercenarle la garganta a una persona es algo… algo… —buscó alguna palabra que expresase lo absurda que le parecía la hipótesis de que Evelin fuera culpable, pero no encontró ninguna— terrible —optó por decir.
—Si fuera usted policía —repuso Norman—, comprendería que cualquier teoría relacionada con el comportamiento humano puede ser real, y desde luego nada ridícula. Mi experiencia me ha enseñado que, en determinadas circunstancias y bajo determinadas presiones, cualquiera sería capaz de realizar cualquier cosa.
—¿Y qué circunstancias o presiones habrían afectado a Evelin, según usted?
El superintendente suspiró.
—Bowen nos dio alguna pista interesante al respecto. Él…
—Seguro que les dará infinidad de pistas interesantes para desviar sus sospechas hacia otra persona —le espetó Leon.
Norman lo miró con tanta dureza que Jessica pensó que, pese a mostrarse amable y comprensivo, el superintendente era un duro contrincante que no debía ser infravalorado.
—La señora Burkhard es una mujer extremadamente depresiva —dijo—. Me parece que usted lo sabe muy bien y considero que no se trata de una información irrelevante. Cuando Bowen habló con ella en el jardín de Stanbury House tuvo la sensación de que estaba ensimismada, aislada del mundo, absorta en sus pensamientos. Quizá ni siquiera fuera consciente de estar manteniendo una conversación. Parecía inmersa en un mundo privado. En palabras del propio Bowen, «su desesperación era tan palpable como un muro de piedra».
«Tan palpable como un muro —pensó Jessica—. Exacto, eso es. Así me lo pareció muchas veces. Una desesperación hermética, densa, insuperable».
—Y entonces apareció su marido. Ella percibió su presencia antes incluso de que Bowen pudiera verlo u oírlo. Según él, ella pareció asustarse, como un animalillo aterrorizado ante la presencia de su peor enemigo. Y el tono con que él la llamó no dejaba lugar a dudas. Aunque Bowen no entendió ni una palabra del alemán, le resultó evidente que… —Norman hizo una pausa.
—¿Qué era evidente? —preguntó Jessica. No tenía ni idea de lo que pretendía decir el superintendente, pero entonces vio la cara de Leon y supo que él sí lo entendía—. Leon, ¿qué…? —dijo con un hilo de voz.
Norman lo miró con extrema dureza.
—Es cierto, ¿verdad, señor Roth? La señora Burkhard tenía pánico de su marido. Desde hacía años. Llevaba toda una vida soportando sus malos tratos, y es muy probable que sólo viese una manera de librarse de todo eso.
A Jessica empezaron a zumbarle los oídos. No podía ser. Era imposible que aquello fuera cierto, que hubiese sucedido en medio de todos ellos y que nadie se hubiera percatado de nada.
—Pero… —dijo, y se notó la boca tan seca como si la tuviera llena de algodón—. Pero ¿por qué los otros? Mi… mi marido, y Patricia y… —Le pareció ver un destello de desprecio en los ojos del superintendente.
—Quizá porque en su opinión todos eran culpables: le dieron la espalda y no hicieron nada. ¿No le parece posible, señor Roth? Usted lo sabía, y los demás también. Pero nadie dijo nada ni movió un dedo por ayudarla.
Leon pareció sentirse muy incómodo.
—Bueno… —empezó.
—¡Leon! —Jessica no daba crédito a lo que veía y oía—. ¿Es eso cierto? ¿Lo sabíais? ¿Alexander lo sabía?
Leon evitó sus ojos. Se quedó mirando a
Barney
fijamente, como si fuera la primera vez que veía un perro durmiendo.
—¡Dios mío! —dijo al fin, en un tono a la vez de indignación y desespero—. Lo sabíamos, sí. ¿Pretendes decirme que tú no?
Ella tragó saliva y negó con la cabeza.
Leon levantó los brazos.
—¿Y qué esperabais que hiciéramos? —preguntó retóricamente.
Ni el superintendente Norman ni Jessica respondieron.
Sophie murió en la madrugada de aquel 25 de abril. No recuperó el conocimiento. Fue imposible interrogarla.
JESSICA. DOCUMENTO V
DE TIMOTHEUS BURKHARD
¿Qué puede provocar que una mujer como Jessica se case con un hombre como Alexander?
Ya me hice esta pregunta en otro contexto muy parecido: ¿Qué puede provocar que una mujer como Elena se case con un hombre como Alexander?
Jessica y Elena son muy diferentes físicamente, pero su personalidad presenta semejanzas sorprendentes. Ambas son independientes, autónomas, emprendedoras y dueñas de sus actos. Son mujeres a las que les gusta vivir en pareja, pero que no necesitan una pareja para vivir. Eso es lo que más las diferencia de Patricia y Evelin. Para la primera, el matrimonio es un símbolo de nivel social al que hay que aferrarse a toda costa aunque en privado ni siquiera roce la imagen que pretende dar al exterior, y Evelin, simplemente, no podría sobrevivir sola. Sin un hombre a su lado, sin alguien que le diga en todo momento lo que debe y no debe hacer; es como un barco a la deriva.
Jessica. La conocí cuando vino a casa a sacrificar al perro. Era medianoche y Evelin no pudo encontrar a nuestro veterinario. El estado del animal era crítico y seguro que no habría llegado vivo a la clínica. Además, el trayecto lo habría estresado sin necesidad. De pronto mi mujer se acordó de la joven veterinaria que vivía unas casas más allá de la nuestra, y, por amor a su perro, se lanzó a la calle y llamó a su puerta en plena noche, un comportamiento absolutamente audaz, sorprendente y nada propio de ella, sobre todo teniendo en cuenta que nunca había estado en su consulta.
En fin, el caso es que vino a casa, sacrificó al perro y se pasó un buen rato consolando a Evelin, que volvía a sufrir por los sinsabores que le deparaba el destino. Hacia las tres de la mañana entré en el salón y las encontré con una botella de cava casi vacía. Evelin contaba historias de la vida del perro, que yacía muerto envuelto en una manta, junto al sofá. Yo pasaba cada día por delante de la casa de Jessica y alguna vez la había visto trabajando en el jardín, pero nunca había hablado con ella. Aun así me había llamado la atención, y ahora que la tenía ahí sentada me pregunté a qué podía deberse.
Jessica es una mujer atractiva, pero no tanto como para que los hombres se den la vuelta para mirarla. Tiene una media melena castaña, un rostro pálido y delgado y unos bonitos ojos verdes. Tiene una figura especialmente atractiva, delgada, de piernas largas y bien torneadas. Suele vestir tejanos, zapatillas de deporte y sudaderas. No es ni demasiado refinada ni demasiado vulgar, y nunca ríe sin motivo ni coquetea con los hombres que se le acercan, como hacen tantas mujeres. Da la sensación de tratarse de una persona práctica y con los pies en el suelo. Es fácil imaginársela metiendo la mano en las fauces de un rotweiler para ver cómo tiene los dientes o ayudando a parir a una vaca. Parece cualquier cosa menos remilgada, lo cual no quiere decir que no sea femenina; al contrario, a mí me lo parece extraordinariamente.
¿Dónde radica, pues, su encanto? Es difícil expresarlo en palabras. Quizá se deba a las cualidades que acabo de describir: su independencia, su autosuficiencia. Basta verla caminar por la calle para comprender que posee ambas cualidades. O ver cómo yergue la cabeza. O cómo habla, cómo se ríe. Yo jamás podría vivir con una mujer como ella, eso es evidente, pero se trata sin duda del tipo que más me gusta observar. También me gustaba observar a Elena.
No tanto por su belleza cuanto por lo interesante de su carácter.
Evelin cree que Alexander y Jessica se casaron gracias a ella, pero en realidad fui yo quien movió los hilos. Un día mi mujer me propuso invitar a Jessica a comer para agradecerle lo del perro y yo le dije que muy bien, pero que deberíamos invitar a alguien más para animar la velada. Entonces empecé a guiarla hasta que se le ocurrió invitar a Alexander, quien por entonces estaba en vías de separación y necesitaba distraerse un poco. Elena se había mudado al campo con Ricarda y lo habían dejado solo en casa, donde pasaba las noches en vela, mirando fijamente la pared y torturándose por los errores cometidos en su vida. Evelin pensó que sería una buena acción endulzarle una de sus agrias tardes de sábado, y yo tenía curiosidad por ver si se confirmaría mi teoría de que Jessica es una segunda Elena. Tenía que pasar algo entre ellos.
Por supuesto, no me equivoqué. No obstante, debo admitir que jamás creí que las cosas entre ellos irían tan rápido. Era como si Alexander hubiera estado esperándola, y ella parecía amarlo sinceramente. Tanto es así, que se casaron poco después de la separación de Alexander. Y aquello me hizo volver a mi pregunta inicial: ¿por qué las mujeres como Jessica y Elena se casan con hombres como Alexander?
Es blando, indeciso, miedoso, se amolda a las circunstancias hasta el punto de renunciar a sí mismo; es un camaleón que adopta los colores de su entorno para no llamar la atención. Antes de dar su opinión intenta descubrir lo que piensa la mayoría, y luego afirma estar de acuerdo. No se puede discutir con él, ni pelearse. Es como una goma blanda y elástica. Ni siquiera provocándolo encuentras resistencia. La goma se adapta a los movimientos de los demás.
Es muy atractivo, de eso no cabe duda. Alto y delgado, con el pelo canoso y unos ojos bonitos y claros que siempre miran con cansancio y melancolía. Su rostro parece muy sensible. Supongo que el problema está en que se necesita cierto tiempo para descubrir que es un blando. Al principio tiende a pensarse que es sensible, lo cual no tiene nada que ver con la debilidad, pero son dos atributos difíciles de diferenciar. Las mujeres fuertes —y no me cabe duda de que tanto Elena como Jessica lo son— suelen desarrollar un instinto de protección ante este tipo de hombres. Se despierta en ellas una vena maternal que las hace preocuparse por las causas de su melancolía y los secretos que esconden sus ojos cansinos. Se sienten atraídas por la comprensión y profundidad que parecen rezumar de su interior. Pero entonces, un buen día descubren que lo que tienen en realidad es una simple masa de goma dúctil y maleable. A partir de ahí luchan contra ello durante un tiempo, pero al final se rinden. Como Elena. Amaba a Alexander con toda su alma, pero ya no lo soportaba.
Me gustará ver cuánto tarda Jessica en cansarse de él. Por ahora he ido acertando en todas mis previsiones. Se enamoró de él y se casó. Aceptó sus circunstancias —es decir, nos aceptó a todos nosotros y a Stanbury— de buen talante; curiosa y abierta por naturaleza, pensó que el grupo era interesante y quería conocer mejor a Alexander. Hasta el momento no se ha mostrado descontenta con la vida que lleva, que desde luego no está determinada por su voluntad y la de su marido, sino por la de los amigos de éste. Todavía no se ha dado cuenta de lo que pasa; no ha entendido aún que se casó con un muñeco de goma que sólo puede vivir en simbiosis con todos nosotros. En cuanto lo comprenda intentará separar a Alexander del grupo. Fracasará. Y se marchará.
En estas vacaciones ha empezado a sospechar algo. Lo noto. No es feliz. Algo la confunde y la molesta. Tiende a separarse cada vez más del grupo. Como era de esperar, mete la pata con Patricia, que la critica y ataca, y Jessica tiene que justificarse. Cada vez le apetece menos tener que dar explicaciones por todo lo que hace. El tono que adopta al dirigirse a Alexander es cada vez más duro, y éste sufre lo indecible al ver que su esposa se niega a que Patricia organice y dirija su vida. De pronto Jessica comprende que en una discusión su marido nunca estará de su parte y siempre de la nuestra, y eso la hiere profundamente. Pero no quiere admitir su dolor, todavía no, e intenta justificar la realidad.
Sin embargo, se trata de una mujer demasiado inteligente: no mantendrá los ojos cerrados mucho tiempo y pronto mirará de frente a la realidad. Es demasiado sincera para mentirse a sí misma. Poco a poco irá comprendiendo las reglas del juego y las consecuencias que suponen.
A veces tengo la sensación de que los tengo a todos en el microscopio. Los observo, calculo sus próximos movimientos y disfruto de los maravillosos momentos de triunfo, cuando todas mis hipótesis acaban confirmadas por la realidad. Es todo tan predecible… El ser humano no deja de seguir a su propio y único modelo. Siempre al mismo. Así, por ejemplo, también estaba claro que Leon se sentiría atraído por Jessica. En realidad, Leon se siente atraído por todas las mujeres, salvo que sean tan feas o depresivas como Evelin. Leon es todo un calzonazos, y el único modo que conoce para recuperar parte de su autoestima es buscarla en los brazos de otras mujeres. Cuando consigue llevarse a la cama a alguna atractiva jovencita recupera por un tiempo la fuerza necesaria para seguir permitiendo que Patricia le organice la vida. Daría lo que fuera por acostarse con Jessica, no me cabe duda. La devora con la mirada. Ella también se daría cuenta si no estuviera tan absorta en sus propios asuntos.
Jessica. Me odia. Conmigo se muestra reservada, insolente y maleducada. Me acerco demasiado a su intimidad. Sin ser del todo consciente, tiene la sensación de que estoy diseccionándola. Prefiere evitarme. Quizá hasta haya comprendido que me odia, lo cual le provoca un terrible desasosiego. Pero no le resulta fácil odiar a uno de los mejores amigos de Alexander. Intuye que esto podría provocar muchos problemas en su matrimonio. No sabe qué hacer. También odia a Patricia, aunque no debería. Se ha convertido en un hermoso y brillante escarabajo enredado en una telaraña, cuyos hilos la ciñen más y más. Le falta espacio y necesita aire para respirar. Sabe que tarde o temprano tendrá que liberarse. Incluso sabe que puede hacerlo, pero para ello deberá romper la telaraña.
El problema es que Alexander forma parte de la telaraña. Es uno de sus hilos. Y si quiere liberarse de la opresión que siente deberá romperlo como a los demás. No es posible romper todos los hilos menos el suyo: la forma de la telaraña no lo permite. Si se libera acabará perdiéndolo, y ésa es una opción que de momento prefiere no contemplar. Busca otra salida, y yo disfruto mucho observando cómo lo hace.
Disfruto mucho porque sé que al final fracasará.