—Es increíble —repetía la chica una y otra vez—. ¡No puedo creer que esto haya pasado aquí! Y la policía aún no ha atrapado al asesino. ¡En el pueblo hay gente que no se atreve a salir sola a la calle!
Keith, que suponía que Ricarda había vuelto a casa el día anterior, empezó a sentir una angustia terrible ante la idea de que pudiera haberle sucedido algo. Por fin, al llegar la tarde no aguantó más y le dijo a su hermana que tenía que salir un momento.
—¿Te parece bonito dejar sola a mamá precisamente ahora? —repuso ella.
Pero él le respondió que ella también estaba allí para cuidarla, así que no iba a dejarla sola. Gloria seguía sentada en la cocina, sin mover un músculo ni articular palabra.
Keith fue primero a Stanbury House, aparcó a una distancia prudencial y anduvo el último trecho. Era una tarde de abril clara y cálida y en la zona reinaba una paz tan absoluta que parecía imposible que unas horas antes hubiera sido un escenario de horror.
Pero ya a cien metros de la puerta distinguió una multitud de curiosos delante de las cintas con que la policía había precintado la escena del crimen. Había numerosos coches, e incluso algunos perros rastreadores que olfateaban el jardín y sus alrededores en busca de pistas. Comprendió que iba a resultarle imposible llegar hasta la casa, y no se atrevió a preguntar por Ricarda a los policías, pues todos parecían nerviosos y alterados. Cada vez más angustiado, decidió ir hasta el granero abandonado, su segundo hogar y el único lugar en que tal vez podría encontrar a Ricarda.
Al llegar la vio sentada en el sofá, con las piernas dobladas, envuelta en una manta y el rostro anegado en lágrimas. Keith tuvo ganas de gritar de alegría. Se sentó a su lado, la rodeó con sus brazos y empezó a acunarla con suavidad. Le habló de su madre, del estado en que se encontraba y de lo mucho que lamentaba no haber podido empezar una nueva vida en Londres con ella.
—Pero eso no significa que no vayamos a hacerlo nunca, ¿me oyes? Algún día viviremos juntos, ya lo verás, es sólo que ahora debo ocuparme de mi madre y de la granja. No sabemos qué pasará ni cómo saldremos adelante. No creo que mi hermana pueda ocuparse de todo ella sola. Ha sido todo tan… tan repentino…
Ricarda asintió. Él le preguntó si había comido algo y ella negó con la cabeza. Se enfadó consigo mismo por no haber pensado en ello. ¡Al menos podría haberle traído algo de fruta! Pero entonces recordó que ni siquiera estaba seguro de que fuera a encontrarla con vida. Bueno, lo de la comida podía solucionarse fácilmente. El problema ahora era explicarle lo sucedido en Stanbury.
Cuando empezó a contárselo, lo hizo con tanto cuidado y tanto tacto que ella tardó en comprenderlo. Por fin, tras asimilar la información, el rostro obstinado y triste de la chica se mantuvo prácticamente impasible.
—¿Que un asesino ha entrado en Stanbury House? —repitió—. ¿Sabes si ha matado a Patricia? —No parecía que aquella posibilidad fuera a apenarla demasiado.
—Ni idea. La policía aún no ha emitido ningún comunicado de prensa. Y por el pueblo circulan mil rumores diferentes. Quizá sólo haya una persona muerta y lo demás no sean más que exageraciones. —Esta última frase le sonó absurda incluso a él.
—Bueno, pues espero que sea Patricia —respondió Ricarda.
Él la miró incrédulo. ¿Era consciente de lo que acababa de decir? ¿De verdad había comprendido lo que él le había contado? «Ha levantado una barrera protectora —pensó—, no quiere dejar que esto la afecte». Aquello era preocupante, sin duda, pero Keith no sabía qué hacer o cómo comportarse al respecto.
—Oye —dijo al cabo—, creo que no deberías quedarte aquí. No puedes volver a Stanbury porque la policía no deja entrar a nadie, pero podría enterarme de adónde han llevado a los demás y acompañarte hasta allí.
Ella negó con la cabeza.
—Seguro que tu padre está preocupadísimo por ti —intentó convencerla.
—Ni siquiera sabemos si mi padre sigue vivo —contestó ella.
Estaba claro que había comprendido perfectamente la historia, pero prefería mantenerse al margen y no dejarse afectar por la infinidad de posibilidades aún sin confirmar. Su rostro no cambió de expresión ni siquiera al hablar de su padre.
—Estoy seguro de que no le ha pasado nada —dijo Keith, aunque en realidad no lo estaba en absoluto—, y por eso creo que deberías…
—No. —Lo dijo con una firmeza que él no le conocía—. Jamás volveré con ellos. Jamás.
—Escucha —replicó él, empezando a perder la paciencia—, lo que ha sucedido es muy grave. Desconozco los detalles reales, pero al parecer un perturbado ha degollado a varios de tus conocidos y luego se ha dado a la fuga. No importa lo que tengas contra ellos: en estos momentos deberías estar a su lado.
—Te equivocas. Ya no tengo nada que ver con ellos.
—¡Pero no puedes quedarte en el granero para siempre!
Ella no respondió.
—No puedo llevarte a casa conmigo —continuó Keith—. Mi madre está hecha polvo y no es el momento de presentarle a nadie. Me entiendes, ¿no?
Ricarda sonrió con aspereza.
—Claro. Claro que te entiendo. Ya ni siquiera te acuerdas de la historia que íbamos a vivir juntos.
—No digas tonterías. Pero, caray, mi padre ha caído en una especie de coma del que nadie sabe cómo ni cuándo saldrá. ¡No puedo actuar como si nada hubiera sucedido!
La miró a los ojos y tuvo la sensación de que ella pensaba que sí podía hacerlo. En ese momento comprendió que Ricarda era la más radical de los dos. Había decidido cortar con su familia, o al menos con su padre y su madrastra, y nada iba a hacerla cambiar de opinión. Estaba siendo consecuente, y con una firmeza que le impedía dar ni un paso atrás pese a la difícil encrucijada en que se encontraba. Él, en cambio, no había dudado ni un segundo en cambiar de planes al enterarse de los problemas de su familia.
—Tienes que tomar algo —le dijo con toda la suavidad que pudo—. Ducharte. Cambiarte de ropa. Necesitas todas esas cosas. ¿Cómo pretendes sobrevivir en este granero?
—No pienso volver.
—Pero yo no puedo quedarme contigo.
—Ya lo sé.
Él suspiró. Así no iba a conseguir nada. Ricarda no parecía dispuesta a entrar en razones.
Debían de ser las nueve. Podía quedarse media hora más pero luego tendría que volver a casa. Seguro que su hermana ya estaría enfadada con él. Se habría pasado la tarde sentada con Gloria, quien se encontraba en un estado muy parecido al de Ricarda, es decir indiferente y apático, y habría estado maldiciéndolo, segura de que él andaría dando vueltas por ahí con la única intención de evadirse de sus obligaciones. Keith quería mucho a Ricarda, pero en ese momento lo habría dado todo por no tener que sentirse responsable también de ella. ¡Joder, aquel día venía cargado de desgracias!
Se quedó con ella media hora más, arrullándola entre sus brazos mientras fuera empezaba a oscurecer.
Cayó la noche, y fue negra y sin estrellas.
Al día siguiente, después del mediodía dos policías llevaron a Evelin al hotelito. Poco antes, el superintendente Norman había estado en la habitación de Jessica para preguntarle por Phillip Bowen.
—Ayer por la tarde el señor Roth nos facilitó una información muy interesante —le dijo—. La verdad, me sorprende que no mencionara usted al señor Bowen y a sus, por lo visto, impulsivas apariciones en Stanbury House.
Jessica no había pegado ojo en toda la noche y su dolor de cabeza no había remitido un ápice. En lugar de desayunar se había tomado dos aspirinas. Estaba algo mareada y le parecía que Norman se mostraba innecesariamente agresivo, desagradable e insistente.
—Leon tampoco lo recordó hasta más tarde —se defendió.
Norman asintió, aunque por alguna razón parecía que, en su opinión, fuera diferente que hubiese sido ella o Leon quien no había mencionado el tema durante su primera declaración.
—Por cierto, el señor Bowen también se aloja en este hotel —dijo el policía—. Ya he ido a verlo a su habitación, pero estaba durmiendo. En estos momentos está arreglándose para hablar conmigo, y tengo muchas preguntas que hacerle.
—No creo que el señor Bowen pueda aportarle demasiada información —observó Jessica.
Norman la miró con interés.
—¿Ah, no? ¿Y qué la lleva a creerlo así?
—En primer lugar, no sabe nada de las relaciones internas de nuestro grupo, las cuales según usted, si ayer no le entendí mal, esconden los verdaderos motivos del crimen. Y en segundo lugar, no tenía ningún motivo para matar a ninguno de nosotros. Ni siquiera encaja con la opción del loco asesino, pues no me cabe duda de que Phillip Bowen está perfectamente cuerdo.
—Es sorprendente cuánto pueden variar las opiniones de las personas —dijo Norman—. El señor Roth opina que Phillip Bowen es precisamente eso: un loco asesino. Dice que está obsesionado con que es hijo de Kevin McGowan y le pertenece parte de Stanbury House. También dice que importunó y acosó repetidamente no sólo a la señora Roth, sino también a otros miembros del grupo, y que antes de que ustedes llegaran se coló en la casa y estuvo inspeccionándolo todo.
—Colarse no es la palabra adecuada —lo corrigió Jessica—. La señora de la limpieza, la señora Collins, lo dejó entrar.
—Pero para que ella lo dejara pasar él tuvo que contarle algún cuento chino, ¿no?
Jessica calló.
—En mi opinión —añadió Norman—, si el señor Bowen no está loco, al menos tiene suelto algún tornillo. Pero eso no significa que coincida con el señor Roth, a quien no le cabe duda de que Bowen es el culpable. Debo reconocer que aún estamos muy al principio de las investigaciones.
Antes de marcharse, Norman se detuvo en la puerta y se dio la vuelta para observarla.
—Ayer por la tarde, o más bien por la noche, volví a pasarme por el hospital de Leeds y visité a la señora Burkhard. A Evelin Burkhard. Allí obtuve algo más de información, por cierto muy interesante.
Jessica lo miró.
—La señora Burkhard estuvo ayer por la mañana con Bowen en el jardín de Stanbury House —continuó el superintendente—. Al parecer estaba dando otro paseo por el terreno. Según dijo la señora Burkhard, su encuentro tuvo lugar hacia las doce del mediodía. Veinte minutos después, aproximadamente, ella volvió a la casa porque su marido la llamó. Bowen se quedó donde estaba. Según los datos de que disponemos, los asesinatos debieron de cometerse entre las doce y media y las dos y media. Si Bowen no cuenta con una buena coartada para ese lapso de tiempo, me temo que las cosas se le complicarán considerablemente. —Dicho aquello, la saludó con la cabeza y añadió—: Es posible que después tenga que hacerle más preguntas. ¿Se quedará en el hotel?
En cuanto el policía cerró la puerta, Jessica se preguntó si su última frase había sido una pregunta o más bien una orden.
Una hora después Evelin entró en su habitación.
Tomaron el té. Como en la habitación de cualquier hotel inglés que se precie, en el Fox and Lamb había también una tetera, una cestita de mimbre con diversas variedades de té, sobres de azúcar y leche en polvo. A Jessica le gustaba esta costumbre, pero nunca la había agradecido tanto como aquel día. Así no tenía que bajar al bar para beber algo y se ahorraba el toparse con los periodistas.
Evelin llevaba uno de sus amplios vestidos estilo saco y una llamativa bufanda rodeándole el cuello. Estaba muy pálida, aunque su aspecto no era muy distinto del habitual: parecía un caniche asustado. Al menos no mostraba ya aquel entumecimiento en los gestos, aquella rigidez y vacuidad en la mirada con que la encontró Jessica en el minúsculo lavabo de la buhardilla.
Aunque no hacía nada de frío, Evelin mantuvo las manos alrededor de la taza de té como si necesitara calentárselas.
—Todos los policías fueron muy amables conmigo —dijo—, y también la psicóloga y el médico del hospital. Me cuesta mucho responder correctamente a todos. Tengo una laguna mental y hay cosas que no recuerdo. Veo sangre y muchos muertos, luego un vacío enorme, y de pronto estoy en el comedor, con un médico y una policía, y después una psicóloga. Todos son encantadores conmigo… He tardado mucho en enterarme de la magnitud de la tragedia.
—Antes de que llegara la policía estabas en el lavabo de las niñas, arriba en la buhardilla. Allí fue donde te encontré después de… —No consiguió acabar la frase, pero Evelin la miró y dijo:
—¿Sí?
—… después de haber visto a Patricia, y… y a Tim. Y a Diane…
Ambas callaron. Jessica bebió un sorbo de té. Estaba caliente y tenía un sabor dulce y reconfortante. Evelin se pasó la mano por la frente y comentó:
—¿A ti también te parece que todo es una pesadilla y que vas a despertarte en cualquier momento?
—Sí. Me resulta inconcebible que todo esto haya pasado de verdad. Es todo demasiado… irreal.
—Primero encontré a Patricia —dijo Evelin de pronto—. Su cuerpo estaba en una postura extraña, pero al principio no me di cuenta. Mientras me acercaba le pregunté si no tenía demasiado calor para trabajar a pleno sol, y como no me contestó pensé que no me había oído. Le repetí la pregunta pero tampoco obtuve respuesta, y entonces me pareció sospechoso que ella no se moviese y… y entonces vi que tenía la cara apoyada en la tierra y que… bueno, ya sabes. Tú también la viste.
—Sí, yo también la vi.
—Entré corriendo en la casa. Creo que ni siquiera pensé en llamar a la policía o una ambulancia. Lo único que quería era alejarme de allí. No quería ver a Patricia. Corrí hacia la cocina… —Se detuvo y esbozó una sonrisa forzada—. ¿Qué típico, no? Hasta en una situación como ésa lo primero que hago es meterme en la cocina. —Su sonrisa desapareció con la misma rapidez con que había aparecido—. Allí me encontré con Tim, y nada más verlo supe que estaba muerto. Tenía sangre por todas partes. Caí de rodillas a su lado y lo abracé. No sé cuánto rato estuve así. Tal vez una eternidad o sólo un minuto. El caso es que salí de la cocina y subí la escalera… —Arrugó el entrecejo—. Quería ver cómo estaban las niñas. De pronto sentí un miedo atroz por ellas, por si también les había pasado algo. Sí… creo que fue así. En la buhardilla me encontré con Diane. Estaba muerta. Es la última imagen que tengo. Diane en su cama, de bruces sobre un libro, seguro que uno de esos de caballos que siempre leía… Pobrecilla… era tan pequeña… Y a partir de ahí ya no recuerdo nada más.
—Has bloqueado tu memoria. Es normal en estas situaciones.