Lo dejaron así. Uno tras otro empezaron a bajar la escalerilla, en silencio y a toda prisa. Ésta llevaba a un estrecho pasillo que había en el último piso del edificio. Allí no dormía nadie y sólo había algunas habitaciones en las que se guardaban cosas. Un poco más allá, una escalera de caracol conducía al piso de los dormitorios.
—Tenemos que dejar la escalera puesta —susurró Leon.
—¿Y qué hacemos con las colillas, los ceniceros y las velas? —preguntó Alexander, por fin recuperando el habla.
No había más iluminación que la de la luna a través de las ventanas, pero aun así pudieron ver que el chico estaba pálido como un muerto.
—Dádmelo todo —dijo. Una vez más, volvía a hacerse con el papel de jefe del grupo, y se sentía responsable y encargado de hacer que todo funcionara—. Por la mañana iré a la ciudad y lo echaré todo en algún cubo de basura. Pero ahora tenemos que ir a la cama. Vamos, daos prisa.
Habían tomado una decisión y sabían que no había vuelta atrás. Durante unos segundos los tres se miraron a los ojos.
—Gracias —dijo Alexander en voz queda.
Después bajaron la escalera de caracol. La noche estaba tranquila. No se oía ni un ruido.
Nadie se despertó.
Sábado 24 de mayo - Martes 27 de mayo
Jessica abrió la puerta de su casa y oyó el teléfono sonando. Eran las cinco de la tarde y estaba agotada. Se había pasado el día en la consulta, limpiando y sacando el polvo, cambiando las flores secas por otras nuevas, que puso junto a las ventanas, y sustituyendo también las viejas revistas por los números recientes. Era sábado, y la consulta tenía ya otra cara. Parecía que nada fuera a impedir que el lunes abriera de nuevo.
Barney
la esperaba impaciente y se le lanzó encima en cuanto la vio. Luego salió disparado por el pasillo, con las orejas ondeando, volvió a toda prisa con un osito de peluche en la boca y se puso a saltar de nuevo a su alrededor. Ella se agachó y lo abrazó con fuerza.
—¡Pobrecito mío! ¿Tanto tiempo ha pasado? ¡Ahora mismo saldremos a dar un paseo bien largo!
Al oír «paseo»,
Barney
empezó a dar brincos excitados. El teléfono dejó de sonar. Jessica se levantó lentamente y se estiró. Le dolía la espalda. Se había cansado mucho limpiando. Sabía por qué no había contestado el teléfono: temía que fuera Leon.
Fue a la cocina, se sirvió un vaso de agua y la bebió lentamente, en pequeños sorbos.
Barney se
plantó delante de ella, observándola con la cabeza ladeada.
—Ya vamos —le dijo ella.
Hacía dos noches le había preguntado a Leon por qué le contaba la historia de Marc, y él respondió que pensó que ella tenía que saberlo.
—¿Nunca se lo dijisteis a nadie?
—Jamás. Juramos que no lo haríamos.
—¿Y por qué decides hacerlo justo ahora que Alexander ha muerto?
Leon se quedó desconcertado y temió haber metido la pata. Además, el té —del que tomó dos tazas— empezó a surtir efecto y a paliar los efectos del alcohol. Mejoró su capacidad oral.
—Bueno, tú fuiste a visitar al padre de Alexander para conocer mejor a tu marido; al menos eso me dijiste. Así que pensé que para ti era importante hacerte una idea clara acerca de su vida. Pensé que… bueno, que éste era tu modo de sobrellevar el dolor, de superarlo todo. Y creí que te haría un favor contándote la historia de Marc. Aquella noche en el desván, Alexander vivió el momento más determinante de su vida.
A ella le pareció que la cabeza iba a estallarle y tuvo la sensación de que se encontraba frente a un desconocido. ¿Era de verdad ella misma la que habló a continuación? ¿Con tanta claridad y precisión?
—Bueno, no debió de serlo sólo para Alexander, ¿no? ¿Qué me dices de los demás? No creo que hayáis vivido un momento más difícil que ése.
Él acababa de sacar otra bolsita de té de la caja que Jessica había puesto en la mesa, había desenroscado la tapa del termo y vertido agua caliente en su taza. Parecía muy concentrado en el té.
—Claro. Desde luego. Pero Alexander fue quien lo provocó. Tim y yo habríamos ido a buscar ayuda. Nos habrían expulsado del colegio, sí, pero a nosotros no nos importaba. Habríamos ido a otro y punto. Nosotros lo veíamos así.
—Ya. Pero no pedisteis ayuda. —¿Adónde pretendo llegar?, se preguntó.
Leon se puso azúcar en el té y empezó a revolverlo como si le fuera la vida en ello.
—Supongo que no puedes entenderlo. Quizá nadie pueda, porque nadie lo vio. Alexander… era como si su vida dependiera de ello. Temblaba como una hoja y estaba blanco como la tiza. Estaba literalmente muerto de miedo. Nos suplicó que lo ayudáramos. Estaba… —Se encogió de hombros—. No nos dejó opción.
—Pero teníais a un amigo muriéndose en vuestras narices…
—Alexander no nos dejó opción —repitió él, y aquella frase se le clavó dentro a ella.
«Leon declina su responsabilidad —pensó con rabia—, y de paso también la de Tim. Qué bonito. Qué cómodo. ¿Y quién me asegura a mí que la historia es cierta?». Nadie. Sólo ella misma. Porque en el fondo, y con todo lo que sabía sobre Alexander, estaba segura de que aquella funesta noche las cosas habían sucedido como Leon las contaba. Coincidía con lo que ella sabía sobre su suegro, y explicaba las pesadillas nocturnas de su marido.
Era una historia totalmente cierta.
Le habría gustado no haberlo sabido nunca.
Iba a servirse otro vaso de agua cuando el teléfono volvió a sonar. Decidió no hacerle caso y al final acabó enmudeciendo, pero sólo para sonar de nuevo al cabo de un minuto. Parecía que alguien necesitaba hablar con ella urgentemente.
«Si es Leon, le cuelgo», se dijo mientras cogía el auricular.
—¿Sí? —preguntó con sequedad.
No era Leon, sino Evelin.
Hablar con Evelin no fue nada fácil. La pobre rompió a llorar y se pasó varios minutos sollozando sin parar.
—Vamos, cálmate —le repetía Jessica una y otra vez—. Todo está bien, vamos, no llores.
Cuando logró serenarse un poco, Evelin dijo:
—He pasado mucho miedo. Llevo toda la tarde intentando localizarte; pensé que te habías cambiado de número… —Le temblaba la voz.
—Bueno, sigo aquí. Es que acabo de volver a casa. Me he pasado el día en la consulta.
—¿Un sábado?
—El lunes vuelvo a abrir las puertas y hoy he ido a limpiar.
Evelin recuperó la compostura.
—Perdona, he perdido los nervios. Es sólo que… bueno, ya sé que no tengo derecho a pedirte nada, pero… ¿podrías venir a Inglaterra?
—¿A Inglaterra? ¿Ahora? ¿Qué ha pasado?
—No me dejan salir del país. Tienen mi pasaporte. Necesito dinero. No me veo capaz de aguantar esto sola. ¿No podrías arreglártelas para venir?
—Evelin, por favor, poco a poco. ¿Dónde estás exactamente?
—En Stanbury. Me han dado una habitación en el Fox and Lamb. He salido de la cárcel, pero tengo que seguir a su disposición, tal como ellos dicen. No tengo dinero y…
—Puedo enviarte un giro. Pero dime, ¿cómo es que te han…?
—No, por favor, tienes que venir o me volveré loca. De verdad, Jessica, ¡me volveré loca! —Volvía a esforzarse por no llorar.
Jessica pensó en el anuncio que acababa de poner en el diario y en la circular que había enviado a sus vecinos. ¡Vaya suerte!
—¿Cómo es que te han soltado? ¿Acaso han… —el corazón empezó a latirle deprisa— han encontrado al culpable?
—¿Vendrás?
—Sí, tranquilízate, iré. Pero dime si…
—Ayer mi abogado tenía otra cita para hablar de mi situación. —Tras escuchar que Jessica iría pareció tranquilizarse—. Me dijo que acabarían soltándome porque los indicios que me inculpan no son suficientemente determinantes y aún no han podido demostrar nada. Y al final resultó más fácil de lo que creíamos. Desde el jueves había una orden de busca y captura contra Phillip Bowen. Resulta que su coartada era falsa. No sé cómo lo descubrieron. Parece casi seguro que el culpable es él.
Tal como había dicho Leon. Desde el principio. A Jessica se le secó la boca y empezó a marearse. Una coartada falsa. Podía oír las palabras del superintendente Norman: «Estuvo toda la tarde con Geraldine Roselaugh», y la respuesta de Leon: «¡La chica vendería su alma al diablo si él se lo pidiera!». Por lo visto, tenía razón.
—Sea como fuere —continuó Evelin—, ya no me consideran tan sospechosa, aunque todavía no quieren devolverme el pasaporte. Prefieren que me quede aquí hasta que las cosas se aclaren del todo. Pero estoy mal, Jessica, de verdad. Estoy desesperada, y me siento muy sola. La cárcel fue… fue una pesadilla, un infierno. Ya no sé qué hacer…
—Ya te he dicho que iré. Mira, intentaré conseguir un billete para mañana mismo, ¿vale? Por la tarde estaré en Stanbury. Podrás aguantar hasta entonces, ¿no?
Evelin se encontraba en un estado anímico desastroso, lo cual, pensó Jessica, tampoco era tan extraño teniendo en cuenta que acababa de pasar más de un mes en la cárcel acusada de asesinato.
—Sí, pero ven lo más rápido posible, ¿vale? ¡Por favor!
Tras prometérselo una vez más y dar por finalizada la conversación, salió a dar un paseo con
Barney
. Su amiga no podía haberla llamado en un momento más inoportuno. Por unos instantes se planteó incluso la posibilidad de pedir a Leon que fuera a Inglaterra en su lugar; al fin y al cabo, por ahora no tenía nada importante que hacer y estaba tan en deuda con la mujer de su amigo muerto como ella misma. Pero supuso que Evelin lo consideraría una especie de traición. Necesitaba una amiga, no un amigo, y menos aún uno como Leon.
Cuando volvió a casa se encontró con que el teléfono sonaba de nuevo. Esta vez corrió a cogerlo. Tampoco era Leon, sino Elena, y su voz sonaba al menos tan desesperada como la de Evelin.
—¡Jessica! ¡Ricarda ha desaparecido! Estoy llamando a toda la gente que conozco. No estará contigo por casualidad, ¿no?
—Estaba segura de que acabarías alejándote de él, al menos por un tiempo —le dijo Lucy—. La suerte es que esta vez no podrás echarte atrás. Lo has acusado y…
—¡No lo he acusado! —saltó Geraldine—. Sólo llamé al superintendente Norman para decirle que la coartada de Phillip no era cierta. ¡Eso no es acusarlo!
—De acuerdo, pero al final nos lleva al mismo punto: Phillip jamás te lo perdonará, y te aseguro que doy gracias a Dios de que sea así. ¡Caray, Geraldine, no irás a decirme que aún sigues enamorada de él!
Estaban en el bonito piso que Geraldine tenía en Chelsea. Era una agradable tarde de primavera, casi veraniega, y habían abierto las ventanas de par en par para que corriera el aire. Estaban tomando una copa de champán, y Lucy propuso dar un paseo por el parque, o bien coger el coche y dar una vuelta por la campiña.
—Llevas encerrada en casa desde el jueves y no haces otra cosa que llorar y comerte el coco. Eso no es bueno. Vamos, salgamos a calentarnos bajo el sol.
—Ni hablar. ¡Mira qué pinta tengo!
La melena larga y brillante de Geraldine se había convertido en una maraña de pelo apagado y mal cortado que desde aquella noche aciaga no había vuelto a lavarse ni peinarse. Ni siquiera había querido darse una ducha o ponerse ropa limpia. Llevaba un camisón sudado y lleno de manchas (parecía que la escasa comida que se hubiese preparado aquellos días se le hubiera caído toda sobre la prenda de algodón claro), tenía los ojos hinchados y la piel enrojecida e irritada de tanto llorar. El día después de la pelea —«pelea» quizá no bastaba para describir lo que realmente había sucedido—, Geraldine había llamado a Lucy tras haber hablado con el superintendente. Norman le había pedido que se acercara a una comisaría londinense —él mismo le facilitó la dirección, así como el nombre de un sargento— para firmar su nueva declaración. También le había dicho que él se ocuparía de todo y se encargaría de que estuvieran esperándola.
La chica, incapaz de enfrentarse sola a todo aquello, había pedido a Lucy que la acompañase; y cuando ésta llegó a su piso no pudo reprimir un grito de horror al ver el estropicio que tenía en el pelo la que fuera una de sus mejores modelos.
—¡Dios Santo! ¿Qué te has hecho?
No le fue fácil entender la historia confusa y entrecortada que Geraldine le explicó entre sollozos, pero al final fue presa de un arrebato de rabia incontrolable.
—¡Es un asesino! ¡Un criminal! Por Dios, Geraldine, ¿se te ha ocurrido pensar en el peligro que has corrido todo este tiempo? Siempre te he dicho que ese tío no es normal, pero… joder, jamás habría pensado que…
Geraldine la interrumpió.
—No sé si… no creo que haya sido él. Me ha jurado mil veces que es inocente, y…
—Y entonces, ¿para qué necesitaba una coartada falsa? ¡Venga ya, una persona con la conciencia tranquila no necesita inventar tantas historias! No entiendo cómo pudiste acceder a ayudarlo. ¿No comprendes que ahora pueden pensar que fuiste su cómplice? Y peor aún: ¿cómo pudiste pensar seriamente en tener un futuro con alguien que se ha cargado a cinco personas? ¿En tener hijos con él? ¿Cómo…?
Geraldine había ido empequeñeciéndose bajo la avalancha de reproches con que Lucy la ametrallaba, hasta que de pronto se recompuso y le preguntó:
—¿Me acompañarás a la policía?
—Por supuesto. ¡Aunque sólo sea para asegurarme de que no te echas atrás en el último minuto! Te conozco, y no me sorprendería. ¡Por Dios! ¡Cuando pienso que yo también estuve en casa de ese monstruo!
Geraldine parecía estar en trance mientras hacía constar en acta su nueva declaración. El trámite se alargó bastante, pero ella rehusó el agua y el café que le ofrecieron. Estaba tan mareada que no se veía capaz de tomar nada.
Al menos nadie le hizo el menor reproche ni se comentó la posibilidad de que su comportamiento pudiera acarrearle problemas en el futuro. Eso sí, cuando la enviaron de vuelta a casa le dijeron que estuviese siempre localizable y dispuesta a cooperar. Lucy comprendió que aquello supondría un problema para su trabajo, aunque también estaba claro que la chica no iba a poder exhibirse durante una temporada, más que por su nuevo corte de pelo por la depresión que la embargaba y la desesperación que se escondía en sus ojos. Cuando por fin salieron de la comisaría, Lucy propuso ir a algún sitio a tomar un café y luego a la peluquería.
—Tenemos que hacer algo con tu pelo. No puede quedarse así; pero seguro que Bruno sabrá arreglarlo de algún modo.