El río de sangre que resbalaba por su entrepierna; el pánico con que comprendió que aquello no significaba nada bueno; el trayecto hasta el hospital, ella gimiendo en voz baja y Tim saltándose todos los semáforos; la entrada en urgencias, aquel hombre pidiéndole que rellenara un formulario, ella de pie frente al mostrador intentando recordar el nombre de su aseguradora y la sangre que iba formando un charquito rojo a sus pies; Tim que mientras tanto estaba buscando sitio para aparcar, y el sentimiento de profundo desamparo y desesperación, el convencimiento de que cualquier otra mujer sabría qué hacer en las urgencias de un hospital, por la noche, tras haber perdido a su bebé, y ella que no dejaba de hacerlo todo mal: ensuciaba el suelo y no sabía explicar a nadie lo crítico que era su estado y la ayuda inmediata que necesitaba; Tim que llegaba corriendo tras haber aparcado y se quedaba perplejo al verla de pie ante al mostrador, y ella que rompía a llorar y le decía: «No recuerdo el nombre de mi aseguradora», y la enfermera, al otro lado del mostrador, escribiendo alguna cosa en el ordenador.
Obviamente, Tim empezó a meter prisas a aquella panda de indolentes, montó un escándalo y ordenó a la enfermera que corriera por un médico y les indicase una cama para que Evelin pudiera tenderse de inmediato. De pronto el vestíbulo se llenó de enfermeras, incluso varios médicos y un anestesista que le preguntó cuánto hacía que había comido algo por última vez, pero ella tampoco pudo acordarse.
—Tengo que operarla —le dijo un médico de semblante pálido y aspecto simpático pero cansado.
Y ella le preguntó en un susurro:
—¿Y qué le pasará al bebé?
Él no respondió, pero ella vio en sus ojos que el pequeño no sobreviviría.
Ahora, en Sandbury House, oyó un gemido y tardó en comprender que provenía de su interior. Habían pasado muchos años desde aquella noche, pero el dolor continuaba exactamente igual. También recordó que Tim estaba a su lado cuando se despertó.
Lo primero que dijo fue:
—Tengo que ir al lavabo.
Y Tim le contestó:
—No, cielo, es sólo una sensación. Te han puesto un catéter en la vejiga y quizá te moleste la presión…
Casi se puso a llorar al ver que él no la creía.
—De verdad, tengo que ir al lavabo. Por favor, por favor, ayúdame.
Él había llamado a una enfermera y ella le había suplicado que le quitase el catéter. Al principio la mujer se negó, pero al final acabó cediendo, pues vio que Evelin iba a ponerse histérica. Era todo tan absurdo… Acababa de perder a su pequeño, su vida ya no tenía sentido, su futuro no era más que un agujero negro sin esperanza, y ella estaba volviéndose loca por culpa de un catéter que llevaba en la vejiga. Y cuando se lo sacaron se empeñó en ir al lavabo, y la pobre enfermera, agotada y crispada después de tanta discusión, acabó por acceder.
—Pero prométame que no se encerrará —le dijo—. O mejor que su marido la acompañe.
Así que cruzó trabajosamente la habitación, con sus puntos en la barriga, pasó junto a las camas de otras recién operadas que se limitaban a hacer lo que se les decía y dormían tranquilamente, y arrastró el soporte del suero con Tim a su lado, más solícito que nunca. Creyó que le molestaría tenerlo tan cerca mientras hacía pipí, pero no fue así; él estaba irreconocible: preocupado, interesado, casi cariñoso. Tiempo después pensó que aquellos días en el hospital fueron los mejores de su matrimonio.
Tenía la vejiga vacía, como era de esperar, y no pudo sacar ni una gota, así que se puso a llorar mientras Tim la acompañaba de nuevo a la cama sin recriminarle nada y la ayudaba a acostarse otra vez.
—¿Qué le ha pasado al bebé? —preguntó.
Él le apartó el pelo de la cara.
—No pudieron salvarlo —le dijo él.
Cuando Tim se marchó a dormir, ella se quedó desvelada, sin pegar ojo en toda la noche, escuchando la respiración acompasada de las demás enfermas y con la mirada fija en la oscuridad apenas rota por una suave luz de emergencia. De vez en cuando pasaba una enfermera a controlar su tensión, y cada vez se sorprendía de encontrarla aún despierta.
—Debería estar al menos adormilada por los sedantes —le decía—. Vamos, intente relajarse un poco.
Pero no pudo.
¿Cómo iba a poder dormir si no sabía cómo sobreviviría?
El final fue tan repentino y doloroso que necesitó mucho tiempo para hacerse a la idea. Recordó entonces que, con el tiempo, el dolor fue volviéndose peor; mucho más agudo que el de aquella noche. Con la aburrida y siempre monótona rutina, con cada una de las horas que necesitaba un día para llegar por fin a la noche, con cada una de las absurdas y vanas actividades que emprendía para olvidarse de ello —aunque en el fondo no consiguiera sacárselo ni un solo segundo de la cabeza—, el dolor renacía de sus cenizas y volvía a destrozarle el alma. La atacaba desde cada cochecito que veía en la calle —y que últimamente, por algún extraño y perverso conjuro divino, parecían multiplicarse y estar por todas partes—, desde cada mujer con barriga de embarazada, desde cada conversación sobre bebés, y desde cada invitación a un bautizo que recibiera.
Además, por supuesto, las atenciones de Tim apenas duraron dos días, y su relación había vuelto a caer irremediablemente en las continuas disputas a que estaban acostumbrados.
«¡No pienses en eso! —se ordenó—. ¡Basta ya!»
Cerró de golpe la puerta del armario, aunque todavía quedaban colgados muchos de sus poco agraciados vestidos. Quizá debiera dejarlos todos. Al fin y al cabo, se proponía convertirse en una de esas delgadas y atractivas treintañeras que las revistas de moda presentaban como el ideal de la feminidad. El problema era que ellas resultaban fascinantes no sólo porque eran bonitas, sino también porque se dedicaban con entusiasmo a sacar adelante una familia, o bien tenían una carrera maravillosa por delante, o incluso ambas cosas, mientras que ella, Evelin, no tenía ni familia ni carrera ni relación alguna. Por lo menos tenía dinero, y en ciertos círculos sociales eso era tan importante como una carrera: cerrar un buen acuerdo de separación o enviudar de un hombre rico. De modo que, visto con ese enfoque, no había fracasado en todo.
Miró por la ventana y vio a Jessica, que se alejaba apresuradamente de la casa.
Eso la sorprendió. ¿No habían dicho que volverían juntas en el coche? Además, aunque a Jessica le hubiera entrado otro de sus ataques de salir a caminar y hubiese preferido volver al hotel a pie, podría haberle informado, ¿no? Aquella reacción no era propia de ella.
Evelin se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación. Realmente, había adelgazado bastante durante las semanas que pasó en la cárcel. Lo comprobó al notar la ligereza y agilidad con que bajó la escalera, cruzó el vestíbulo y salió fuera. La recibieron el calor y la luz del día y un fantástico aroma a flores. Un abejorro zumbó cerca de su cabeza.
Iría a buscar a Jessica.
Desde la ventana había visto que su amiga no se movía con la decisión de siempre. Parecía más pesada, cansada… La asaltó el recuerdo de la tarde previa a la tragedia. La reunión frente a la chimenea. Alexander les había anunciado que…
¿Cómo era posible que Jessica no le hubiera dicho nada de su embarazo?
Reprimió un gemido. El dolor fue casi insoportable.
Jessica rogaba que Evelin hubiera dejado la llave puesta en el contacto. Había rodeado la casa y, frente a la puerta principal, había visto su pequeño coche inglés alquilado. Echó un nuevo vistazo a la casa; seguía sin verse u oírse nada. Ni el menor movimiento.
El coche estaba abierto, pero no tenía la llave puesta. Evelin se la había llevado.
A toda prisa, y sin dejar de lanzar miradas hacia la puerta de la casa, rebuscó en la guantera, en los bolsillos laterales y en la bandeja entre los asientos delanteros, pero no la encontró. Quedaba la posibilidad de que Evelin la hubiera dejado en la mesita del vestíbulo, o incluso en su sitio, el gancho de la cocina, antes de subir al piso de arriba. Barajó la posibilidad de entrar en la casa en busca de la llave, pero decidió que sería demasiado arriesgado y que las posibilidades de encontrarla eran mínimas: lo primero que había hecho Evelin al llegar fue recuperar los papeles de Tim, de modo que debió de meterse la llave en un bolsillo, donde sin duda seguiría.
Los papeles de Tim.
Aún llevaba la carpeta verde en la mano, pero ya no necesitaba todas esas barbaridades escritas por Tim con malsano placer, y tampoco quería cargar con ese peso durante el trayecto hasta el pueblo. Dejó pues la carpeta sobre el asiento del pasajero y bajó del coche. Se movía como sumida en una especie de trance, el corazón le latía más rápido y tenía las palmas empapadas de sudor. Estaba muerta de miedo, sí, pero de momento había logrado sofocar cada oleada de histeria que amenazaba con inundarla. No podía perder la cordura ni permitirse un solo paso en falso.
Claro, le habría gustado salir corriendo de allí, pero sabía por experiencia que los movimientos rápidos suelen llamar la atención, y, además, aquel día se sentía más embarazada que nunca. No sabía si por el calor, por los nervios o por ambas cosas a la vez. Sea como fuere, el pueblo quedaba lejos y tenía que dosificar sus fuerzas.
Con la mayor serenidad posible, cruzó el adoquinado patio frontal y enfiló el camino hacia la verja de entrada. Cuando perdiera de vista la casa apretaría el paso. Si al menos sus piernas no estuvieran tan hinchadas, si no le costara un esfuerzo sobrehumano cada movimiento y no sintiera que le faltaba el aire… ¡Si al menos no hiciera tanto calor! Si, si, si… Se detuvo un segundo y se apartó el pelo húmedo de la frente. Si pudiera salir de una vez de aquella horrible pesadilla… Siguió caminando, pero en cuanto oyó pasos a su espalda, supo que había perdido.
—Podrías haberme avisado —le dijo Evelin—. Habíamos dicho que regresaríamos juntas al pueblo, ¿no? Entonces ¿por qué te vas?
—Oh, bueno, ya sabes cómo soy —respondió Jessica, intentando restarle importancia—. De repente me entraron ganas de caminar, y pensé que si te lo decía te sentirías obligada a acompañarme, así que…
Volvieron juntas a la casa. El sol del mediodía brillaba con más fuerza aún. Jessica volvió a enjugarse la frente. Tenía todo el cuerpo empapado en sudor.
Evelin la miró de reojo.
—No tienes buen aspecto. ¿Te encuentras mal?
—Es que hace un calor insoportable. Parece que estemos en julio o agosto.
—A mí no me molesta —respondió Evelin.
—Hoy he caminado mucho —le comentó Jessica—: Quizá sea eso.
—¿Ves? ¡He aquí otro motivo para que vuelvas en coche conmigo! —Parecía preocupada.
Jessica se preguntó si realmente podía tratarse de una peligrosa enferma mental. Quizá el doctor Wilbert se equivocaba. No tenía ninguna prueba que respaldara su teoría. ¿O sí?
—Tú espérame aquí —dijo Evelin—. Subo un momento a coger mi maleta y enseguida vuelvo, ¿vale?
—Vale —respondió ella. Estaba muy cerca del sitio donde había encontrado a Patricia arrodillada y… Empezó a sentirse mareada y apartó aquel recuerdo espantoso.
Evelin estaba a punto de entrar en la casa, cuando se giró y le dijo, titubeando:
—¿Y los papeles de Tim? ¿Los has leído?
Jessica asintió.
—Sí. Está claro que Tim nos tomó el pelo con la historia de su doctorado. Lo que he leído no son más que absurdos estudios de personalidad realizados por un narcisista perturbado que sólo busca humillar a los demás para sentirse más poderoso. Según mi parecer, todos esos papeles podrían considerarse un mero gesto de masturbación. Ni más ni menos.
Evelin se quedó esperando, pero, al ver que Jessica no añadía nada más, asintió lenta y pensativamente, y luego entró en la casa. Dejó la puerta abierta pero desapareció en la oscuridad del recibidor.
Jessica no se atrevió a intentar escapar por segunda vez. Evelin podía tardar menos de un minuto en bajar. Parecía inofensiva, como siempre. Quizá todo estuviera bien. Subirían al coche y en menos de diez minutos volverían a estar en el pueblo.
La pesadilla acabaría por fin.
Se paseó brevemente arriba y abajo, manteniendo a raya la angustia y tratando de tranquilizarse y convencerse de que no tenía nada que temer. Pero tenía el vello de los brazos erizado y la nuca helada pese al calor. Todavía podía escuchar la angustiada voz del doctor Wilbert.
«Aléjese de Stanbury. ¡Márchese lo antes posible!»
Agotada, se sentó en el banco que quedaba entre el patio y el jardín, desde el que se veía perfectamente el bosquecillo y la colina que se elevaba detrás de él. Se puso una mano en la barriga. ¿Cuándo empezaría a notar las pataditas del pequeño? ¡Debía de ser una sensación maravillosa! Se inclinó para darse un masaje en los hinchados tobillos y, sin querer, sus ojos se posaron en la hierba junto a los pies. Se quedó quieta de golpe y entornó los ojos.
Había una trenza. Una trenza de hierba aún fresca y húmeda. Es decir, no hacía mucho que la habían arrancado.
Sólo conocía a una persona que hiciera trenzas de hierba.
Se incorporó y miró asustada alrededor. Todo estaba en calma. Él había estado allí. Hacía unas horas, como mucho. Quizá aún no se había ido. Quizá el enemigo era él, no Evelin. Quizá.
Llevaba dos horas agazapado en aquel estrecho y oscuro agujero que conducía al garaje, y con cada minuto que pasaba se indignaba más consigo mismo por no haberse presentado desde el principio, con naturalidad. Si ahora irrumpía en la casa daría la sensación de ser un pervertido recién salido de los matorrales, y eso no haría más que complicar su ya de por sí comprometida situación. Al menos eso había creído. Una vez más lo habrían descubierto deambulando por Stanbury House y… Claro que, bien mirado, quedaban pocas cosas que pudieran empeorar su situación.
Estaba en la terraza, contemplando el jardín, cuando había visto llegar el coche. Le pareció que no tendría tiempo de cruzar corriendo el espacio abierto de césped para ocultarse en el bosquecillo, así que saltó la barandilla de la terraza y bajó por la escalera que llevaba al sótano, al que se entraba por una puerta de acero que obviamente estaba cerrada. La escalera estaba fría y húmeda, el musgo crecía en los resquicios de los peldaños y muros y olía a moho. Se había quedado ahí unos minutos, conteniendo el aliento, y por fin se había atrevido a subir y mirar fuera. Vio a Evelin dirigirse hacia el cobertizo y medio desaparecer entre los manzanos y las zarzamoras. Ése habría sido el momento perfecto para largarse, pero le pudo la curiosidad de saber qué se proponía Evelin. De modo que la siguió, y la vio esforzarse en mover la losa que cubría el sumidero. Observó sus movimientos con la fascinación del entomólogo y se preguntó qué diablos querría hacer precisamente en aquel sitio. En el momento en que la vio sacar la carpeta de plástico verde de la parte inferior de la losa, a la que parecía estar adherida, comprendió que había utilizado el sumidero como escondite.