—¡Mierda! —exclamó. Si Evelin oía ruidos raros en el sótano acabaría acordándose de la salida al jardín, si es que no lo había hecho ya.
Se quedó inmóvil un rato, a la escucha y sin volver a provocar ningún ruido sospechoso. Después continuó avanzando con más cautela. El sótano era grande y estaba lleno de rincones, trasteros y recovecos. Jessica no había estado ahí muchas veces. Solían bajar únicamente en busca de vino, y por lo general se ocupaban los hombres, así que no sabía muy bien cómo era y avanzaba bastante desorientada.
Por fin la encontró en lo que probablemente había sido el lavadero, antes de que la lavadora y la secadora fueran instaladas en la cocina. El suelo y las paredes eran de baldosa, había un par de grifos, una toma de agua y un tendedero que iba de pared a pared y del que colgaba una triste y solitaria pinza.
Lo importante era que ahí estaba la puerta, y de pronto Jessica lo tuvo muy claro. Cada segundo de vacilación le haría sentir más miedo. Cogió con ambas manos el bate, se acercó a la puerta, forcejeó con el oxidado cerrojo y al final logró correrlo. Abrió de golpe, salió a la escalera de piedra enmohecida y empezó a subir los resbalosos peldaños. Entonces alzó la cabeza, vio una figura en lo alto de la escalera y soltó un chillido de pánico.
Alzó el bate dispuesta a enfrentarse a Evelin y partirle un brazo o una pierna, pero no fue suficientemente rápida y unas manos le cogieron el bate y se lo arrebataron de un tirón. «Todo ha acabado», alcanzó a pensar confusamente, y arremetió contra Evelin en un postrero esfuerzo de mera supervivencia.
—¡Jessica, no! ¡Pare! ¡Soy yo, Phillip!
Ella parpadeó y trastabilló en un peldaño. Estaba algo mareada y ni siquiera lograba enfocar bien.
—¡Phillip! —Oyó su propia voz como si llegara de lejos, como si fuera otra persona quien hablaba por ella—. ¡Phillip! ¡Oh, Dios mío, tenga cuidado! ¡Está por aquí, en algún lugar! ¡Evelin está por aquí!
Subió los dos últimos escalones y dejó que él la atrajera hacia sí, pero antes de ceder al impulso de apoyar la cabeza sobre su hombro y librarse por fin de la horrible tensión acumulada durante las dos últimas horas, se recompuso y rechazó el gesto de consuelo que él le ofrecía.
—Fue ella —dijo jadeando—. ¡Lo hizo Evelin! Está completamente loca. Tiene un cuchillo y ha intentado matarme. Ha de estar por aquí…
—¡Chist! —le dijo Phillip—, calma, tranquila. Evelin está sentada en el césped, junto a la terraza, y el cuchillo lo tengo yo. —Se lo enseñó.
—Pero… —dijo ella, desconcertada.
—La vi dirigirse hacia la puerta del sótano empuñando este enorme cuchillo, y como sabía que usted también estaba por aquí, temí que se encontrase en un apuro.
Jessica miró más allá, hacia el jardín, y en efecto vio a Evelin sentada en la hierba. Miraba fijamente al frente, se mecía ligeramente y no les prestaba la menor atención. Igual que la otra vez, después de cometer los asesinatos, había caído en un estado de aislamiento total de la realidad.
Jessica fue hasta ella y se arrodilló a sus pies. Aquella mujer había matado a Alexander y a la mayoría de sus amigos y le había hecho pasar a ella varias horas de verdadero terror; sin embargo, ahora no pudo sentir por ella nada más que una inmensa compasión. Cogió su mano, que yacía inerte y húmeda sobre su regazo, y le dijo en voz queda:
—Evelin.
Ella no se movió. Ni siquiera alzó la mirada. Continuó mirando al frente fijamente, sin ninguna expresión y sin percibir nada de lo que veía. Un hilillo de saliva se escurría por la comisura de su boca y le llegaba hasta la barbilla. Desprendía un olor horrible, mezcla de sudor y de repugnantes restos de comida.
Jessica sacó un pañuelo de papel del bolsillo de su pantalón y le limpió la cara con delicadeza. Mientras lo hacía siguió sosteniéndole la mano, con la esperanza de transmitir algo de calidez y compasión a aquella mujer vejada y maltratada. Sin embargo, sabía que no conseguiría conectar con ella.
—La sorprendí por detrás y no me costó nada quitarle el cuchillo —comentó Phillip, que se había acercado—. Entonces se sumió en este estado casi instantáneamente. Se sentó en la hierba y ni siquiera pude hablar con ella.
—¿Ha estado usted aquí todo el rato? —preguntó Jessica.
Él asintió con la cabeza.
—Vine para despedirme, de Stanbury y de mi padre. Después tenía pensado entregarme a la policía. Soy inocente y no me apetece seguir huyendo. Pero entonces vi llegar a Evelin, y después a usted, y temí que al marcharme me vieran. Habrían llamado a la policía, y para mí es importante entregarme por propia voluntad. Así que me escondí en el hueco de esa escalera. Poco después la vi a usted leyendo, sentada en un banco.
—Vi sus trenzas de hierba y supe que había estado aquí.
—¡Las trenzas! —dijo él, sonriendo—. Créame, ni siquiera me doy cuenta de que las hago. ¡Vaya pistas que dejo!
—Bueno, hay que conocerlo para interpretarlas.
—Estuve a punto de acercarme a usted, pero cuando iba a hacerlo volvió a aparecer Evelin y me escondí. Luego asomé la cabeza de nuevo y habían desaparecido las dos. Pero usted se había dejado el bolso en el banco y el coche seguía ahí, así que supe que aún andaban por aquí. Finalmente decidí que me daba igual que me descubrieran: crucé el jardín en dirección al bosque y enfilé el camino hacia el pueblo. Una vez allí pensaba ir directamente a la policía. Pero poco antes de llegar… bueno, di media vuelta y volví aquí. ¿Por qué? No lo sé. Llevaba toda la mañana con un sentimiento muy extraño. Quizá era una intuición, una corazonada… El día de los asesinatos estuve hablando con Evelin en el jardín y pude ver lo desesperada y desconsolada que estaba. No sé, aquel día tuve un presentimiento que no supe explicarme, pero hace un rato de pronto lo vi claro: noté que Evelin estaba enferma, y que su enfermedad llegaba mucho más lejos que una simple depresión. O sea, noté que estaba loca. Sentí una angustia terrible al imaginarla a usted sola con ella en esta casa tan apartada. Corrí todo el camino de vuelta y creo que llegué justo a tiempo. Vi a Evelin yendo hacia la escalera que lleva al sótano, empuñando el cuchillo… Supongo que pretendía esperarla a la salida.
Jessica sintió un escalofrío que le recorría la espalda. Si Phillip no hubiera regresado, Evelin habría estado esperándola justo al otro lado de la puerta. Su locura no le había impedido prever los pasos que ella iba a dar…
—Quizá ahora estaría muerta —murmuró con voz queda.
Evelin no dejaba de emitir unos sonidos extraños e ininteligibles. Parecía estar cantando algo. «Quizá una canción de cuna —pensó Jessica—. Quizá está cantando a su bebé, tan brutalmente truncado».
Soltó las manos de Evelin, que cayeron inertes sobre su regazo, y se levantó.
—¿Puede quedarse un minuto más con ella? —pidió a Phillip—. Voy por mi teléfono. Llamaré al superintendente Norman y después al psicólogo de Evelin.
—Vaya tranquila —dijo Phillip—. No me moveré de aquí.
Lentamente se dirigió hacia el banco. Se le había pasado el hambre, pero habría dado lo que fuera por una ducha. Añoraba su casa, a
Barney
, su consulta. La normalidad. ¿Algún día lograría recuperarla?
Cogió su bolso y sacó el móvil. Tenía un montón de llamadas perdidas. Seguramente del doctor Wilbert. Sonrió con amargura. Seguro que el pobre estaba pasando un mal momento, pero tal vez se lo merecía. En su opinión, el psicólogo se había escudado indebidamente en el secreto profesional. Seguro que jamás había imaginado que su paciente pudiese perpetrar un crimen tan espantoso, pero, una vez cometidos los asesinatos, conocía lo suficiente a Evelin para suponer que ella podía haber sido la autora de aquel horror. Wilbert tenía que haber hablado antes. Y la excusa de que ella estaba en prisión no era suficiente: desde el principio se sabía que las pruebas en su contra eran muy endebles y que podían soltarla en cualquier momento. Un profesional como Wilbert tenía que haber contado con esa posibilidad.
Encontró la tarjeta de Norman y entró en la casa. Cruzó el vestíbulo, bastante más fresco que el exterior, y al pasar junto a la cocina echó un vistazo en su interior.
La puerta de la nevera estaba abierta, aunque no importaba, ya que alguien la había desenchufado. Quizá Leon antes de irse al hotel, o algún policía. En la encimera y la mesa había restos de la mucha comida sobrante tras la brusca interrupción de las vacaciones: cajas de leche abiertas, yogures, pepinillos en vinagre… también un bol con pasta hervida, recubierta de una pelusilla de moho azulado, con una cuchara que revelaba que Evelin había comido de ahí, igual que de los restos de un budín de chocolate que parecía a punto de echar a andar pues no era más que un revoltijo de gusanos. El batido de chocolate, la bebida preferida de Diane y Sophie, estaba cubierto de hongos, y lo mismo sucedía con los restos de mermelada y mantequilla. Había también un enmohecido trozo de pan reseco que al parecer Evelin había mojado en la leche ácida y cortada. Jessica contempló aquel panorama reprimiendo las ganas de vomitar, y a la vez con una profunda tristeza. Aquella imagen representaba a la perfección la miseria, el vacío y la desesperanza interior de la pobre Evelin. Se la imaginó allí sentada, llevándose a la boca todo lo que encontraba, sin reparar en que había gusanos y moho y hongos por todas partes, porque lo único que la movía era el ansia de llenar su vacío interior para poder soportar su pasado. Y junto a la tristeza la asaltó también la culpa. La culpa de todos los que habían pasado tantos años con Evelin sin prestarle la menor atención.
«Yo también —se dijo Jessica—; yo también he fracasado Quizá me preocupé por ella más que los demás, pero nunca llegué a decírselo. No hice nada. Y eso que la realidad era clara como el agua. Pero no me atreví a afrontarla».
Se acercó al teléfono y titubeó. ¿Estaría fallando a Evelin por segunda vez al entregarla al superintendente? Al final decidió que no tenía opción. Por un lado estaba en juego la vida de Phillip y, por otro, Evelin necesitaba una ayuda que sólo podrían ofrecerle en una clínica especializada de alta seguridad. No creía que fueran a meterla en una prisión común. Al final acabaría en un manicomio, como su madre. Una víctima más de la violencia doméstica y la indiferencia de la sociedad.
Cogió el auricular y marcó el número de Norman.
Justo cuando Leon entraba en su casa el teléfono empezó a sonar. Era muy temprano por la mañana y se preguntó quién podría llamarlo a horas tan intempestivas. Para mantenerse en forma, como siempre, había subido la escalera a paso ligero en lugar de coger el ascensor, de modo que estaba casi sin aliento cuando descolgó el auricular.
—Leon Roth —dijo, y al punto esbozó un gesto de enorme sorpresa—. ¡Jessica! ¡Qué alegría oírte!… ¿Qué?… ¿Los últimos días? No he estado en casa. De hecho acabo de llegar. —Escuchó y su alegría fue trocándose en una mueca de incredulidad—. ¿Cómo dices? ¿Evelin? ¡Imposible! ¿Estás segura? ¿Y ese… Phillip Bowen? —Alargó la mano para acercar una silla y se sentó. La noticia casi le había hecho perder el equilibrio—. Sí, sí, vale, te creo, pero es que… Dios mío, ¿quién lo iba a suponer? La buenaza de Evelin, con su mirada triste… ¿Qué? ¡Vamos, ahora no te pongas a repartir culpas! ¿Qué podíamos hacer? ¿Acaso somos responsables de la vida de los demás? —Empezó a acalorarse. ¿Cómo era posible que le reprocharan nada? ¡Sólo le faltaba eso! Su mujer y sus hijas habían sido asesinadas, así que él era víctima, no culpable—. Escucha, Jessica, ése era un asunto entre Tim y Evelin, caray. Ella tendría que haber ido a la policía. ¿Qué querías que hiciéramos nosotros, si nos venía con una sarta de mentiras para justificar sus heridas y lesiones?… Sí, claro que lo sabíamos, ¡pero es que ella no quería que la ayudáramos! ¿Cómo puede ayudarse a alguien que no quiere ayuda? Vamos, por favor, tú tampoco llevas tanto tiempo con nosotros y hay muchas cosas que no sabes. Ella siempre estaba a favor de Tim siempre lo defendía… ¿Enferma? No, no sabía que estuviera enferma. De todos modos, no sé si lo creerás pero no me pasaba las veinticuatro horas del día pensando en Evelin, la verdad. Si necesitaba ayuda bien podía haber confiado en nosotros y habérnoslo dicho. Pero no lo hizo, ya ves. ¿Qué más quieres que te diga? —Escucho y luego añadió, en tono conciliador—: Vamos, Jessica, tampoco sirve de nada arrancarnos los ojos ahora, ¿no crees? Me alegro de que hayan atrapado al culpable, eso es todo. ¿Cuánto tiempo te quedarás en Inglaterra?… Ah, así que mañana mismo. Muy bien, pues llámame entonces, ¿vale? ¡Cuídate!
Colgó, se levantó y empezó a pasearse por la habitación. Desde luego, Jessica podría tener un poco más de tacto con sus inculpaciones. ¿Qué diantre habría podido hacer él por Evelin? ¡Como si no tuviera suficiente con sus problemas! Sus deudas, su taquicardia, su farsa de matrimonio… ¿Y quién se había preocupado por él? ¡Bastante había hecho con enfrentarse a lo suyo! Cada cual tenía que aguantar su vela. Así era la vida.
Fue a la cocina, puso agua en la cafetera y cogió del armario la lata del café. Había desayunado en casa de Nadja, pero de pronto necesitaba meterse algo más en el cuerpo para recuperar ánimos. La llamada de Jessica lo había puesto de mal humor. Con Nadja lo había pasado muy bien: estuvo con ella todo el fin de semana y el lunes, y eso que cuando la llamó no parecía muy receptiva.
—¡No, Leon, ni lo sueñes, no pienso volver a trabajar contigo! —le había dicho—. ¡Ahora necesito ganar dinero!
Pero él le respondió:
—Tranquila, he cerrado el bufete; a partir del verano empiezo con un trabajo nuevo. Sólo tengo ganas de verte.
Al final ella accedió a que fuera a verla. Durante toda la tarde Leon le estuvo contando de sí mismo y de su vida. Nadja se había enterado de los asesinatos por la prensa, pero, como no mencionaban ningún nombre, ni en sueños hubiese relacionado la tragedia con algún conocido. Al oírlo se quedó de una pieza.
Se mostró comprensiva, interesada y compasiva, y acabaron acostándose juntos, y los dos se sintieron tan a gusto y tan dichosos como antes, cuando mantenían una relación clandestina. Leon pudo imaginarse un futuro con ella, y le pareció que a Nadja le pasaba lo mismo. Su vida adquiría una nueva perspectiva: tenía piso nuevo, trabajo nuevo, una mujer a la que parecía gustarle de verdad… El futuro se presentaba esperanzador.
Pero de pronto aparecía Jessica, lo acusaba de fallarle a Evelin y le fastidiaba aquella soleada mañana.