Después del silencio (61 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga

—Pero ¿por qué no lo comentaste a nadie? De acuerdo, quizá te resultaba muy difícil hablarlo con ese médico al que no conocías de nada, pero ¿y tus amigos? Patricia, Leon, Alexander… Por entonces también estaba Elena. ¿Por qué no lo hablaste con ellos?

La mirada ausente de Evelin se tiñó de incredulidad.

—¡Pero si lo sabían! —dijo.

Jessica se quedó tan perpleja y alucinada que hasta se olvidó del miedo.

—¿Se lo dijiste y ellos no hicieron nada?

—No, no hacía falta que se lo dijera. Después de la operación todos fueron a visitarme al hospital, y en sus rostros pude ver perfectamente que lo sabían todo. No dejaban de decir tonterías sobre la desgracia de mi accidente, pero no podían mirarme a los ojos. Estaban avergonzados… ¡Madre mía, formaban el grupo más avergonzado y culpable de la historia del mundo! Alexander se retorcía como un gusano, debatiéndose entre su sentido de la justicia y su cobardía, y como siempre se impuso la cobardía. Patricia hablaba como un loro, como si quisiera enterrar el problema bajo un torrente de palabras, y te aseguro que de su boca sólo salía bazofia nauseabunda. Leon me llevó el ramo de flores más grande que he visto en mi vida y me dijo que no me preocupase, que no tardaría en recuperarme, pero ni siquiera me miró a la cara; luego se puso a coquetear con la enfermera, y al marcharse me guiñó el ojo y dijo que prefería no volver a pasarse por allí, porque era un peligro con tantas chicas guapas en la misma planta. Elena ni siquiera fue a verme. Su matrimonio con Alexander estaba en plena crisis, y seguramente no quiso complicar las cosas metiéndose en mis asuntos. Y las hijas de Patricia, obligadas por su madre, me enviaron unos dibujos con cielos, flores y pájaros de colores con frases como «Que te mejores pronto, querida tía Evelin». Me dieron ganas de vomitar. Era otra vez lo de siempre, y lo de siempre era que no había pasado nada. Evelin había vuelto a tener mala suerte. Al fin y al cabo, yo no dejaba de tropezarme y me caía continuamente. La única diferencia era que esta vez mi torpeza había tenido peores consecuencias. Lo olvidaron y siguieron con su vida.

—Evelin… de verdad que lo siento. Te juro que no tenía ni idea. No sabía nada de tu calvario.

Evelin la miró con sarcasmo.

—¿Y cómo te lo explicabas todo? ¿Cómo justificabas mis morados y lesiones? ¿Recuerdas los últimos días en Stanbury, cuando un dolor en el tobillo apenas me dejaba caminar? ¿Qué creíste que era eso?

Jessica se encogió de hombros, agobiada.

—Creí lo que me dijiste: que te habías hecho daño corriendo.

—Sí, claro, porque la gorda Evelin es un desastre para cualquier tipo de ejercicio, ¿no? Te limitaste a pensar por qué demonios me empeñaba en correr si estaba como una foca, ¿no? ¿No? ¡Vamos, admítelo!

—No, jamás pensé despectivamente de ti. Me pareció que eras algo depresiva; quizá tuve que haber insistido más, intentar que confiaras en mí. No sé por qué no lo hice. El caso es que poco a poco empecé a comprender que en el grupo algo no iba bien, y eso me llevó a chocar con Alexander. Supongo que me centré demasiado en mis propios problemas. De todos modos —dijo, mirando a Evelin a los ojos y moviendo lentamente la cabeza, todavía sin dar crédito a su relato—, tú tampoco eres del todo inocente, Evelin. Tú tampoco dijiste nada. Te comportaste como los demás. Callaste igual que todos.

La mirada de Evelin volvió a quedarse vacía, eludiendo el reproche de Jessica. «¡No! —pensó con desesperación—, ¡no vuelvas a irte! ¡No te vayas!». Su instinto le dijo que sólo podría controlar a Evelin si la mantenía en la esfera de la realidad, si lograba que siguiera hablando, y que se volvería muy peligrosa si su mirada seguía perdida en el vacío. Se apresuró a añadir:

—Hiciste todo lo posible por proteger a Tim, y los demás quizá no tenían claro que tú querías su ayuda. Tú aceptabas todas aquellas mentiras: la torcedura corriendo, el accidente jugando al tenis, el golpe contra el armario, la caída por la escalera… Te ponías jerséis enormes de cuello alto en pleno verano para disimular los moratones que seguramente había en tu cuello, y eso daba a entender que no querías que los demás los viésemos. Fuiste cómplice de todo, Evelin… Tim tenía en ti a su mejor aliada. Se lo pusiste todo muy fácil, y a sus amigos muy difícil. No gritaste ni te defendiste.

La mirada de Evelin siguió vacía, y cuando habló su voz recuperó la monotonía inicial:

—Te equivocas. Sí me defendí. De todos vosotros. Al final me defendí.

Levantó lentamente la mano derecha. Para su desesperación, Jessica vio que empuñaba uno de los cuchillos de la cocina. Fino, curvado, afilado como una cuchilla de afeitar. Idéntico al que cinco semanas atrás había provocado una carnicería, empuñado por una mujer que había perdido la razón tras años de humillaciones físicas y psicológicas. Una mujer que ya no tenía control sobre sí misma. Una mujer en la que Jessica ya no reconocía a Evelin.

No dejes de hablar con ella, le dijo una voz interior, tráela de nuevo a la realidad. Es tu única oportunidad.

—¿Qué pasó, Evelin? —le preguntó—. ¿Qué pasó ese día?

Evelin emitió una risita que sonó hueca y falsa.

—¿Y qué pasó la noche anterior? —preguntó a su vez—. Eso es lo que deberías preguntar. ¿Acaso has olvidado el orgullo y la felicidad con que nos anunciaste que ibas a ser madre?

—No —la corrigió Jessica—. Yo no os dije nada. Fue Alexander. Y no se mostró orgulloso ni feliz al decirlo. Fue una situación horrible y embarazosa, provocada por la atroz ocurrencia de Patricia de leernos el diario de Ricarda. Cuando anunció mi embarazo, Alexander sólo intentaba arreglar aquella atrocidad.

Evelin continuó como si no la hubiera oído:

—Me fui llorando a la cama, completamente desesperada. Había cerca de mí una mujer que iba a tener un hijo. No podría evitar ir viendo día a día su evolución y al final tendría que soportar su felicidad con el nacimiento del bebé. Yo, que me he pasado años cruzando a la otra acera cuando veo acercarse a una mujer con un cochecito; yo, que me he escondido en los portales al ver de lejos a una embarazada porque no puedo soportar ese dolor… ¿Sabes lo que se siente al perder a un niño? Es como si te arrancaran un trozo de corazón. Y si no puedes volver a quedar encinta, no lo recuperas nunca. Tu corazón se convierte en una herida abierta y siempre sangrante. Te hundes en una eterna y terrible tristeza, y sabes que jamás te abandonará. Y de pronto las ves por todas partes: infinidad de mujeres hinchadas de felicidad, contoneando sus barrigas por la calle, burlándose de ti y haciendo alarde de su fecundidad. Ellas sí cumplen con su papel en el mundo. Son fértiles y darán a luz. Estarán a la altura de lo que se espera de ellas. Conservarán la especie. Realizarán su trabajo. Su absurdo y jodido trabajo. Y lo harán radiantes de alegría.

—Evelin —dijo Jessica con voz suplicante—, hay muchas más cosas que una mujer está llamada a hacer. ¡Por el amor de Dios, no reduzcas tu papel, y el del resto de las mujeres, sólo a eso! ¡No vivas anclada en el pasado! No te recluyas en aquella época oscura en que las madres enseñaban a sus hijas que su única función en la vida era satisfacer sexualmente a sus parejas y ofrecerles descendencia. Con eso estás negando todos los derechos por los que las mujeres han luchado durante siglos.

Los ojos de Evelin aparentaron cobrar algo de vida.

—Y dime, entonces ¿para qué sirve una mujer como yo? —preguntó con amargura—. ¿Para qué?

Era una pregunta de difícil respuesta, y más sabiendo que quien la formulaba era una asesina, pero en el fondo Jessica supo que contestaba con la verdad:

—Para empezar, eres Evelin. Eres única. Y vales mucho por ser quien eres. A partir de ahí, tienes infinidad de opciones para dar sentido a tu vida y a la de los demás. Tu problema es que hace seis años cerraste los ojos a esas opciones, porque te has obsesionado con tu bebé. Es lo único que te importa. Pero eso no significa que no haya nada más.

Evelin torció el gesto.

—Menuda tontería —masculló—. Es la misma cantinela de mi psicólogo, feliz padre, por cierto, de tres niños preciosos. Y tú también serás madre. Qué fácil es para vosotros explicar a la pobre Evelin que el futuro debe encararse positivamente, ¿eh? ¿Habéis pensado qué pasaría si fuerais vosotros los que no tuvierais hijos? ¿Os resultaría igual de fácil?

—No podemos saberlo —repuso Jessica, observando con horror que el velo de la locura volvía a la mirada de Evelin, y que su antigua amiga se alejaba una vez más. «Maldición», se dijo.

—Al final Tim regresó a nuestra habitación. —Por algún motivo, volvía a recordar aquella fatídica tarde de abril—. Yo estaba en la cama intentando leer un libro para no pensar en lo sucedido. Él se sentó al escritorio y se puso a trabajar en su «doctorado», como él decía. Fue entonces cuando apareció Leon, ambos se marcharon y yo leí parte de sus papeles. Ya te lo dije antes. Después volvió. Su cara tenía una expresión que yo conocía muy bien: tenía ganas de ensañarse conmigo. No pararía hasta destrozarme, hasta acabar conmigo. Estaba segura. Empezó a pasearse por la habitación como una fiera enjaulada, se desvistió y lanzó su ropa a un rincón. Fue al lavabo, se lavó los dientes, lo mojó todo con agua y se cargó el vaso del cepillo. Empezaba a perder el dominio, presa de la agresividad. Yo sabía que no me esperaba nada bueno, que iba a hacerme daño. Al final volvió al dormitorio, se sentó en un sillón, me miró con frialdad y dijo: «Qué suerte tiene Alexander. Va a volver a ser padre. Tiene suerte con las mujeres que escoge. ¿Sabes?, me siento cada vez más triste y agobiado ante la imposibilidad de tener hijos sólo porque tú no eres capaz de traerlos al mundo».

»Me quedé paralizada. Jamás había llegado tan lejos. Solía decirme que no era suficientemente buena, que no valía para nada, que era más fea y menos femenina que el resto de las mujeres… Pero el tema del bebé no había vuelto a tocarlo; era como un tabú y jamás lo utilizó como arma arrojadiza… No podía respirar, ni contestarle, ni hablar. Supe que estaba a punto de morirme. Tim se sacó las sandalias y añadió, sin mirarme a la cara: "No sé, quizá me busque a otra sólo para procrear. Una mujer que sea capaz de darme un hijo. Seguro que más de una estaría dispuesta a ofrecerse gustosamente. Luego el niño viviría con nosotros." Lo dijo con el mismo tono con que uno anuncia que va al supermercado o a cortar el césped. Con indiferencia, como quien no quiere la cosa. Pero en realidad sabía perfectamente el dolor que estaba provocándome.

—Pues claro que lo sabía —asintió Jessica—; por eso lo hacía. Sólo para machacarte. El niño le importaba un comino, y no creo que un ególatra narcisista como él fuera capaz de criar a un hijo. Evelin, no debiste tomarlo tan en serio. Habló del niño como podía haber hablado de cualquier cosa. De lo que fuera. Ya lo dice en sus horribles papeles: sólo pretendía torturarte. Para eso se casó contigo.

—No dormí en toda la noche —prosiguió Evelin—; tenía taquicardia y en una ocasión tuve que ir al lavabo a vomitar. Tim dormía a mi lado y roncaba plácidamente. A la mañana siguiente me sentía como afiebrada. Tiritaba de frío pero por dentro estaba ardiendo. Entonces cogí los papeles con la intención de que los leyerais y abrierais los ojos. Los escondí en el sumidero, ya sabes, y rogué que Tim no se enfureciera demasiado. No obstante, como recordarás, se puso hecho un energúmeno. Así pues, no tardé en comprender que tendría que pagar amargamente por mi impulsivo acto, aunque en principio él jamás habría sospechado de mí. Fui al bosquecillo y busqué un lugar desde el que vigilar la casa, para controlar si Tim aparecía hecho una fiera y así tener tiempo de escapar.

Jessica la observaba atentamente, dispuesta a intervenir en cuanto viese cualquier cosa extraña en su expresión.

—Entonces apareció Bowen —dijo Evelin, y esbozó una sonrisa que en realidad fue un gesto de locura—, y él me mostró el camino.

—¿Que él te mostró el camino? —repitió Jessica, ansiosa, y se preguntó qué hacer para ponerse a salvo.

Evelin estaba a punto de perder por completo los estribos, y ya no iba a poder calmarla sólo hablando. ¿A partir de qué momento empezaría a ver en ella a una enemiga? ¿Cuándo la consideraría tan terrible como al resto? Estaban apenas a dos metros de distancia, separadas sólo por el banco, con el que desde luego no podría protegerse, y si echaba a correr tendría que meterse en el bosque, un lugar en el que no había una casa ni una granja en varias millas a la redonda. Y en caso de que optara por echar a correr, tampoco estaba segura de cuánto aguantaría, ni de si sería más rápida que Evelin. Ella estaba embarazada y agotada, mientras que Evelin no parecía nada cansada, y desde luego no estaba embarazada. Pero sí gorda. Y era una pésima deportista. Y no estaba acostumbrada a correr. No obstante, la movía el resorte de la locura, que podría darle una fuerza insospechada. Además, tenía un cuchillo.

«Santo Dios —pensó mientras las lágrimas pugnaban por aflorar a sus ojos—. ¡Dios, ayúdame! Ayúdanos a mí y a mi hijo. Permite que logre calmarla. Si recupera una pizca de cordura podré hablar con ella. Pero ¿qué puedo decirle? ¿Qué puedo hacer para recuperarla?»

Casi sin darse cuenta, retrocedió un paso. Evelin no se movió. La sonrisa se le había congelado en el rostro. Estaba como en trance.

—Tim siguió buscando sus documentos —dijo—, enloquecido de rabia. Cruzó el jardín y me llamó. Sentí miedo, verdadero pavor. Empecé a sudar y temblar. Creo que Bowen se dio cuenta. Me puso la mano en el brazo y me miró de un modo muy extraño, con cierta compasión y simpatía. Era más de lo que cualquiera de vosotros me dio en la infinidad de años que compartimos. Y entonces me dijo: «No permita que le hable en ese tono. Nadie tiene derecho a tratarla así, y menos aún su marido». Fueron unas palabras sencillas, mucho más claras y comprensibles que las del doctor Wilbert. Entonces fue como si alguien accionara un interruptor en mi interior, y se hizo la luz, y comprendí lo que tenía que hacer. No se lo permitiría. Tim no volvería a tratarme así nunca más.

—Lo mataste —dijo Jessica, y retrocedió otro paso.

Evelin asintió. En su sonrisa apareció algo de amor propio y un asomo de orgullo.

—Me acerqué y le pregunté qué pasaba. Él me dijo que debería ayudarlo a encontrar sus papeles en lugar de estar tomando el sol como una foca perezosa. Entramos en la casa. Al llegar al vestíbulo recordó que aún no había buscado en la cocina. Yo le dije: «¿Y para qué ibas a querer llevar tus papeles a la cocina?». Y él me gritó: «Ahora buscaremos por toda la cocina, y después pondremos la casa patas arriba, si es necesario, ¿me oyes? No pararemos hasta encontrar mis documentos».

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