—No es mía. El hombre que la ha heredado perdió a toda su familia en el… en la tragedia, y de momento tiene bastante con esforzarse en retomar su vida. —Volvió a tener un mal presentimiento respecto a Leon y al hecho de que no contestara el teléfono. En las últimas semanas había tenido alguna que otra fase de euforia, pero muchas en las que se hundía del todo y recurría al alcohol. Estaba preocupada por él—. En fin, seguro que algún día decidirá lo que quiere hacer con la casa —añadió.
No hablaron más hasta llegar a la granja. Justo en el momento en que giraron para entrar en el patio, Keith estaba saliendo del granero. Y cuando vio quién acompañaba a su madre se quedó de una pieza.
Jessica bajó y se dirigió directamente hacia él.
—Keith —le dijo—, ya sé que está aquí. Sólo quiero hablar con ella. No te enfades con tu madre. Nadie hará nada que perjudique a Ricarda, pero no era justo dejar que siguiéramos muertas de preocupación por ella.
—Ella se quedará aquí —sentenció Keith, el nuevo hombre de la casa.
—Descuida, no me la llevaré —sonrió Jessica.
Se miraron a los ojos. Por fin el chico asintió y dijo:
—Está en la cocina.
—Gracias —dijo Jessica.
Gloria Mallory había desaparecido. Jessica avanzó por un estrecho pasillo y abrió una puerta hecha con tablones. Dos peldaños de piedra bajaban hasta la cocina, que era una estancia cómoda y agradable, con una enorme mesa de madera en el centro y varios ramos de flores en las ventanas de marcos blanco. Ricarda estaba frente a una enorme estufa sirviéndose café en un tazón. No pareció sorprendida de ver a su madrastra.
—Sabía que no te rendirías fácilmente —dijo—. Ya sé que estuviste aquí ayer. ¿Has venido a Inglaterra sólo por mi culpa?
—Lo habría hecho, sin duda; pero la verdad es que estoy aquí por Evelin. La han soltado y necesita apoyo moral.
—Vaya, ¿así que no fue ella?
—No. Eso ha quedado claro. Ahora el principal sospechoso es Phillip Bowen. Su coartada era falsa y están buscándolo.
—Phillip Bowen —repitió Ricarda pausadamente. Parecía lenta de reflejos, falta de emociones, como si estuviera en trance—. Sí, solía deambular por los alrededores de la casa, ¿verdad? ¿Te dije que lo vi la noche antes de que sucediera todo? Cuando me escapé para irme con Keith lo encontré en la verja de la entrada.
—¿Cómo? ¿En plena noche? —Jessica se quedó perpleja—. Vaya, no, no lo habías dicho. ¿Y qué estaba haciendo ahí?
Ricarda se encogió de hombros.
—Me dijo que estaba pensando.
—¿Se lo contaste a la policía?
—No; acabo de acordarme.
—Pues deberías…
Ricarda resopló con impaciencia.
—Es que me da igual. Todo me da igual. Ahora tengo otra vida.
—¿Con Keith?
—Sí, con Keith. Queremos estar juntos.
—Comprendo que en estos momento te parezca la solución perfecta a tus problemas, pero no olvides que eres muy joven, acabas de vivir una experiencia extrema y ni siquiera has acabado la escuela. Si te quedas aquí pasarás a depender totalmente de él y…
—Perdona —la interrumpió Ricarda—, pero resulta que no me apetece que me des una conferencia. Yo tengo mi vida y tú la tuya. Mi padre era nuestro único punto en común, y ahora está muerto. Así que no tenemos por qué tratarnos ni dirigirnos la palabra.
Jessica observó el rostro pálido y alargado de la joven, sus ojos llenos de odio, y por alguna razón sintió un súbito e intenso cariño hacia ella. Hacia esa chiquilla testaruda y rebelde que había sido parte de Alexander y que no dejaba de complicarle la vida, y complicársela a sí misma, seguramente incapaz de encontrar una salida para el caos emocional en que estaba inmersa. Le habría encantado darle un abrazo, pero ella la habría rechazado con dureza, así que se limitó a decir:
—No tienes que enfrentarte a mí. No pienso sacarte de aquí ni obligarte a hacer nada que no quieras. Sólo deseo que sepas que puedes contar conmigo para lo que sea. Y con tu madre, por supuesto. Y también me gustaría darte un consejo (piénsalo un poco aunque venga de tu odiada madrastra): no pongas toda tu vida en manos de Keith; no dependas sólo de él. Interrumpe tus estudios y haz lo que quieras durante un año, quédate aquí con él, descubre cómo es vivir en una granja de Yorkshire, pero concédete la oportunidad de acabar tus estudios más adelante y de tener un trabajo propio. Luego cásate con Keith si quieres, forma una familia, pero no dejes de ser independiente. Algún día comprenderás qué importante es.
—¿Has acabado? —preguntó Ricarda.
Jessica suspiró.
—Sí. —Hizo un gesto de impotencia con las manos y añadió—: Creo que es todo lo que quería decirte.
Ricarda no abrió la boca. Jessica esperó unos segundos, pero la chica no dijo nada, así que supuso que lo único que quería era que su madrastra se largase y dejara de meterse en sus asuntos.
—Que te vaya bien —dijo.
Pero no obtuvo respuesta. Se dio la vuelta y se marchó. Cruzó deprisa el estrecho pasillo y respiró hondo cuando salió al aire libre. La indiferencia de Ricarda había sido tan grotesca que se había quedado helada. Intentó dejar de tiritar y librarse de aquella angustia indefinida, pero no lo consiguió.
«Me sentiré mejor en cuanto camine un poco», se dijo.
No vio a Keith ni a su madre, y ni siquiera intentó encontrarlos para despedirse. Llamó al despacho de Elena pero le dijeron que estaba reunida, así que pidió que le dieran el recado y le devolviera la llamada en cuanto pudiera. Parpadeó a la luz del sol. Estaba cansada y algo deprimida, y se reafirmó en que sólo caminando se liberaría de la desagradable sensación de derrota que la embargaba. Echó un vistazo al reloj y descubrió que aún no eran las nueve. A Evelin le había dicho que estaría de regreso a mediodía.
Tenía tiempo de sobra.
Se puso las gafas de sol y echó a andar.
No podía mover la losa. La empujó y tiró de ella con todas sus fuerzas, pero no consiguió desplazarla ni un centímetro. ¿Era posible que se hubiese vuelto más pesada durante los últimos días? ¿O acaso era que ella estaba más débil?
El lugar apestaba. Su estómago amenazó varias veces con revolverse y en un par de ocasiones estuvo a punto de vomitar. El calor de aquel día lo empeoraba todo. ¿Cómo había podido soportarlo la vez anterior?
Se incorporó suspirando y se puso las manos en la zona lumbar. Le dolía una barbaridad. La camisa tejana, empapada de sudor, se le pegaba al cuerpo. Por unos instantes creyó que iba a tener un ataque de pánico, que no lo conseguiría, que tendría que abandonar, que no lo lograría sola.
Pero la otra vez lo había hecho todo sola. Tenía que pensar cómo.
Se sentó en la hierba y respiró hondo para calmarse y aclararse las ideas. Necesitaba reflexionar. Debía encontrar el modo… Un airecillo suave y cálido la abanicó con dulzura y le llegó un intenso aroma de flores. ¿Era posible un día más maravilloso que aquél?
Cerró los ojos.
Jessica comprobó que no estaba en tan buena forma como creía. Tendría que haber tomado el camino que llevaba directo de la granja al pueblo, y aun así no descartaba haberse cansado. El embarazo la hacía ir más lenta, y además estaba resultando un día bastante caluroso. El sol ya brillaba con fuerza y la fresca brisa de primera hora de la mañana había desaparecido.
Jessica había dado un rodeo enorme, buscando el lugar donde había encontrado a
Barney
y lo sacó del agua con ayuda de Phillip. Elena ya le había devuelto la llamada y se había quedado más tranquila al saber que Ricarda estaba con los Mallory y se encontraba bien. «Tienes razón —había dicho—, lo mejor será no hacer nada por un tiempo. Quizá pueda hablar con ella de vez en cuando, o incluso ir a visitarla. ¡Oh, qué alivio saber que se encuentra bien! ¡Te estaré eternamente agradecida, Jessica!»
Ahora estaba sentada en una colina, sobre la hierba, y contemplaba el valle que quedaba a sus pies y el pequeño riachuelo que lo cruzaba, murmurando infinidad de secretos a su paso. El aire traía un aroma dulce y veraniego.
«Adoro este paisaje —se dijo—, me encanta. Los verdes prados, la serenidad de los pantanos, la exuberancia de los valles; las ovejas, los muretes de piedra que tachonan los campos, los caminos de carro con sus márgenes en flor, las aldeas de casas de piedra gris…». Pese a todo lo ocurrido, en ese lugar se sentía plenamente feliz.
Sintió una punzada de envidia al pensar en que Ricarda iba a quedarse a vivir allá. Crecería en aquel ambiente, pasaría a formar parte de él. Se enfrentaría a los inviernos largos, fríos y casi siempre nevados, y recibiría con júbilo las primaveras. En verano andaría descalza por los valles verdes y luminosos, y en otoño se prepararía para recibir los gélidos vientos que asolaban aquellos parajes. Envidió la decisión con que la joven había escogido su camino. La instintiva seguridad con que había sabido lo que necesitaba y dónde.
«Me gustaría tener tan claro lo que tengo que hacer», pensó.
Echó un vistazo al reloj: casi las once. Iba siendo hora de volver. De pronto sintió cierta inquietud, porque en el fondo no quería marcharse sin haber pasado por Stanbury House. Si había llegado hasta allí dando rodeos era porque en realidad quería ir a la casa, pero no acababa de atreverse. Le habría resultado imposible ir directamente.
Volvió a mirar el reloj. Si no se entretenía demasiado, a la una estaría de vuelta en el Fox and Lamb. Además, ¿qué podía pasarle? Si la imagen de la casa la sobrecogía demasiado, siempre podía darse la vuelta.
Tensó los hombros y empezó a recorrer el conocido trayecto.
Llegó media hora después. Se acercó por detrás, cruzó el bosquecillo que delimitaba la parcela y, cuando los árboles empezaron a espaciarse, vio la fachada de la casa, brillando a la luz del sol como si formara parte de una preciosa postal de otra época. La terraza, que por la mañana siempre quedaba a la sombra, estaba inundada de sol. Era uno de esos días en que le habría gustado tenderse en una tumbona bajo una sombrilla y pasarse horas leyendo un buen libro. Parecía un decorado casi mediterráneo, algo muy inusual en el norte de Inglaterra y, quizá por eso mismo, de un extraordinario encanto.
Jessica salió del bosquecillo vacilando. La hierba estaba alta; le llegaba casi hasta las rodillas. De hecho, si se observaba con atención, podía verse que la belleza del lugar empezaba a rezumar un aire de decadencia, a mostrar las primeras huellas de un lastimoso abandono. Ojalá Leon tomara pronto una decisión respecto a Stanbury. No podían permitir que la casa fuera estropeándose poco a poco, que se rompieran los cristales de las ventanas, se desmoronaran los muros y todo empezara a llenarse de hierbas y matorrales. Se lo imaginó y sintió una punzada de desazón.
Cruzó el jardín trasero con lentitud y se acercó a la terraza. Junto a la baranda seguían las grandes macetas en que, el último día, Patricia había plantado fucsias, geranios y margaritas. Todas tenían las hojas y corolas tristemente dobladas hacia abajo, y la tierra más seca que arena del desierto. Hacía días que no llovía y ya nadie las cuidaba. Jessica tuvo de pronto una idea: se dio media vuelta y se dirigió hacia el cobertizo, en el ala oeste de la casa. Allí había una enorme regadera, y junto a la entrada del sótano había un grifo de agua. Seguro que nadie había cortado el agua. Regaría abundantemente las pobres flores, y quizá en verano lloviese más a menudo y al final sobrevivirían hasta el otoño. Por algún motivo, aquello le pareció de vital importancia.
Cuando giró en la esquina de la casa vio a alguien sentado en la hierba, no muy lejos del cobertizo. Tras el pánico inicial, Jessica reconoció a Evelin. Arrugó la frente. ¿Habría tenido también la necesidad de ver Stanbury por última vez?
—¿Evelin? —llamó a media voz.
Evelin volvió la cabeza. No pareció asustarse, ni siquiera sorprenderse.
—Ah, Jessica. Tú también has querido despedirte, ¿verdad?
Jessica se acercó. Su imagen componía una escena de lo más bucólica, sentada en medio de la hierba, a la sombra de unos viejos manzanos. En el regazo tenía un fajo de papeles en una carpeta de plástico verde. Algo se removió vagamente en la memoria de Jessica al ver aquellos papeles, pero no supo qué.
—¿Tú también has venido caminando? —le preguntó.
Evelin negó con la cabeza.
—No; he cogido el coche que alquilaste. Espero que no te moleste. Encontré la llave en tu habitación, sobre la mesa. Entré para ver si habías vuelto, pero como no estabas…
—No importa, no pasa nada. Puedes cogerlo siempre que quieras. En el fondo me has hecho un favor, porque ahora no tendré que volver caminando. —Se sentó a su lado en la hierba y estiró las piernas, suspirando—. ¡Qué calor! Estoy hecha polvo. He vuelto a dar un paseo interminable, y creo que ya no estoy para estos trotes.
—¿Encontraste a Ricarda?
—La madre de su novio fue a verme esta mañana y me contó que estaba con ellos en la granja. Esta vez la vi antes de que pudiera esconderse. Hablamos un poco (mejor dicho, yo hablé un poco), pero mantuvo las distancias que ha marcado entre nosotras. No obstante, ahora estoy tranquila. Allí estará bien. Ha encontrado un lugar donde podrá asumir y superar su dolor, y creo que debemos respetar su decisión.
—Me alegro por ella —dijo Evelin—. Siempre me ha caído bien.
—Y el chico tiene buenos modales. Un buen requisito para empezar una vida feliz.
Evelin sonrió.
—Desde luego, eso es muy importante.
Jessica levantó la cara hacia el cielo, de un azul inmaculado, y vio las hojas verde claro de los manzanos. Apenas un mes antes estaban llenos de florecillas blancas que parecían espuma. «Pese a todo, la vida es bella —pensó—. Me alegro de haber sobrevivido».
—Lo conseguiremos —dijo entonces—. Ricarda, Leon, tú y yo. Los cuatro supervivientes. Lo conseguiremos. Saldremos adelante.
—¿Crees que tendremos otra oportunidad? —preguntó Evelin.
—Claro que sí. Siempre hay otra oportunidad; sólo hay que querer encontrarla. No hay que dejarse doblegar. —Miró a su amiga—. ¿Ya has decidido qué vas a hacer?
Evelin vaciló un poco.
—No sé si Tim lo aprobaría, pero me gustaría vender la casa de Múnich. Allí nunca estuve a mis anchas. Yo quería una casita antigua, llena de rincones y recovecos, en fin, poco práctica pero con encanto, y con un jardín decimonónico rebosante de vegetación y flores. Y también me gustaría volver a tener un perro, o dos.