Algún día tendría que volver a trabajar. Había invertido mucho tiempo, dinero y esfuerzos en sacar su consulta adelante. Adoraba su profesión, que de hecho había sido siempre el motor de su vida. Costaba mucho conseguir una clientela, y en cambio era muy fácil perderla. Si dejaba pasar todo el verano sin hacer nada, a la vuelta se encontraría con la consulta vacía, y más teniendo en cuenta que a finales de septiembre tendría que volver a cerrar una temporada por el nacimiento del bebé. Quizá podría encontrar algún sustituto para esa época…
También tenía que decidir de una vez si quería seguir viviendo en la casa de Alexander. Siempre la llamaba así, «la casa de Alexander», como si ella fuese una invitada. La invitada de un muerto. El otro día había recomendado a Leon que hiciera borrón y cuenta nueva en su vida. Quizá ella debiera hacer lo propio.
—Su desayuno —dijo una voz, y ella abrió los ojos, sobresaltada. Una joven le sirvió la taza de café y una cestita con los cruasanes—. Estamos teniendo un mes de mayo maravilloso, ¿eh? —dijo la camarera.
—Maravilloso —asintió Jessica. Pero ¿qué iba a decir? ¿A quién le importaba cómo se sentía en realidad? «No te compadezcas, o conseguirás que las cosas vayan aún peor», se dijo.
Mientras daba los primeros sorbos de café, con cuidado porque estaba ardiendo, pensó que ya no podría hacer mucho más por Evelin. El doctor Wilbert, el único que conocía los secretos íntimos de su amiga, estaba obligado por el secreto profesional. En realidad quizá tampoco sabía nada relevante, porque en ese caso seguramente se lo habría dicho. «Quién sabe —pensó—, quizá ahora intente ponerse en contacto con Evelin y le pida permiso para facilitar alguna información. En tal caso, seguro que me llamará y podremos dar algún paso más».
«Tengo que pensar en mi propia vida —se recordó—. Quizá el doctor Wilbert tenía razón en lo de enfrentarme a los acontecimientos que han sacudido mi vida. Me dedico a pensar en Evelin para no tener que asumirme a mí misma. Creo a pies juntillas en la inocencia de Evelin y en que el asesino es un absoluto desconocido. Así pues, ¿por qué no confío en las investigaciones de la policía inglesa? Seguro que pronto dejarán libre a Evelin sin que yo tenga que hacer nada».
Tenía que aflojar el ritmo. No podía seguir jugando a los detectives. ¿De qué le serviría? Hasta el momento sólo había logrado una cosa: oír de boca de su suegro que Alexander nunca la había amado. Fantástico. Ahora tendría que vivir con la incertidumbre de que eso fuera cierto. No había conseguido demostrar que Evelin era inocente, y en cambio se sentía más insegura con respecto a la figura de su marido.
Bueno, al menos también había llegado a entenderlo un poco más. Ahora la pregunta era si valía la pena entenderlo todo… y a todos. Quizá sólo estaba intentando conocer mejor a Alexander, y a Evelin y los demás, porque en el fondo no quería tener que conocerse mejor a sí misma.
Se dio cuenta de que había perdido el apetito, claro indicio de la tensión que estaba acumulando en su interior. Apartó los cruasanes, como si al hacerlo pudiera librarse también de los pensamientos molestos. Decidió invertir sus energías en otra cosa. Era martes. Podía abrir su consulta la semana siguiente. Nada se lo impedía. Pero antes visitaría a Leon. Se lo había prometido. Tenía que ver su piso nuevo y apoyarlo en su nueva etapa. Recordó su encuentro del domingo anterior, cuando él se quedó hasta altas horas sentado en los escalones de la terraza, emborrachándose cada vez más. En cierto momento ella llamó a un taxi para que se lo llevaran, porque vio que Leon no podría conducir. Debió de levantarse pronto al día siguiente y llevarse el coche sin hacer ruido, mientras ella dormía, porque cuando salió de su casa a las nueve de la mañana para dar un paseo con
Barney
, el vehículo ya no estaba allá. También recordó haberle preguntado por aquel amigo del internado.
«Ah, te refieres a Marc —dijo Leon—. Madre mía, hace siglos que no pensaba en él. ¡Marc! No estuvo mucho tiempo con nosotros. Repitió octavo dos veces y entonces tuvo que abandonar la escuela. Le perdimos el rastro». Había sido una explicación normal y razonable, nada rebuscada y fácil de creer. Sin embargo, antes incluso de que Leon abriese la boca, ella había tenido la sensación de que no le diría la verdad. Parpadeó al elevar la vista al sol y se preguntó por qué. Quizá se lo había imaginado. Aquel día estaba muy cansada, física y mentalmente, a raíz del desagradable encuentro con el padre de Alexander, y cuando estamos hechos polvo es muy fácil ver fantasmas.
Pero había algo en su expresión. Sólo había durado una fracción de segundo, pero ella le pareció un atisbo de horror, como si estuviera metiéndose en algo en lo que no debiera.
«¡Caray, acabo de decidir que no pensaría más en estas cosas y ya estoy otra vez!», se reprochó, y sacudió la cabeza.
Dejó el dinero del desayuno en la mesa y se marchó.
Iría a buscar a
Barney
y luego irían a la consulta, donde empezaría a ordenarlo todo. Si quería abrir la semana siguiente, tenía mucho que hacer. Demasiado para ponerse a hurgar en el pasado.
—No —dijo Phillip—. De ninguna manera. ¡No! ¿De verdad has creído que querría venir a vivir aquí?
Estaban en un bar a orillas del Támesis. Era una tarde calurosa y se habían sentado fuera, en una de las mesas de madera. Cuando llegaron no había aún mucha gente, pero cada vez eran más. Hombres de negocios con sus trajes oscuros, o familias con niños y el inevitable perro. El ambiente era plácido y reconfortante, y corría una leve brisa con olor a algas y salitre. Geraldine se dejó mecer por aquel momento, pero Phillip parecía haberse tragado una escoba y estaba sentado delante de ella tieso como un palo, tenso e incómodo. Ella había pedido pescado frito con patatas y cerveza para ambos, pero él ni siquiera tocó la comida. Sólo daba algún que otro trago a la cerveza. Parecía ansioso por salir corriendo de allí.
—¿Qué es lo que te molesta tanto? —le preguntó Geraldine—. ¿El ambiente?
—Es agobiante y cursi. Es…
—¿Agobiante esto? Entonces, ¿qué me dices de tu piso actual?
—Vale. Pero mi piso no es tan cursi ni aburguesado como esto.
Ella iba a llevarse unas patatas fritas a la boca, pero las dejó caer, súbitamente desanimada.
—¿Y qué es lo que quieres, pues? —le preguntó.
—Ya lo sabes.
—¡Por Dios! —exclamó ella—. ¡No me lo digas!
—Si no quieres que te lo diga, no me preguntes. Quiero Stanbury. Y te aseguro que mientras no haya explotado hasta la última posibilidad de conseguirlo no pienso mudarme a un barrio de casitas blancas con florecillas en el jardín. Esto no es para mí. ¡Esto no soy yo!
—¡Pero tampoco eres Stanbury! ¡Estás obsesionado!
Él le contestó en voz baja y calmada, pero sus ojos dejaban entrever lo enfadado que estaba:
—Te lo diré por última vez, Geraldine: esto no es cosa tuya. De hecho, nada de lo que me sucede es cosa tuya. Yo vivo mi vida, y tú, por motivos que no alcanzo a comprender, te has empeñado en andar a mi lado. Pero te aseguro que así no conseguirás nada. ¿Me acusas de estar obsesionado? ¿Y qué me dices de ti? ¡Llevas años engañándote con una ilusión que te has montado y te niegas a escuchar la voz de la realidad! A mí, por ejemplo, o a tu querida amiga Lucy. Ya sabes que no la soporto, pero tiene mucha razón cuando te dice que soy un cabrón y que nunca compartiremos el futuro con que sueñas. ¡Es así, pero tú te niegas a aceptarlo!
Hacía semanas que no le hablaba en aquel tono, y la fuerza de sus palabras le dolió como una bofetada. No esperaba que Phillip rompiera con tanta brusquedad el acuerdo alcanzado tras los asesinatos de Stanbury. De pronto volvía a ser el Phillip de Yorkshire: nervioso, rudo, hiriente. Tardó unos segundos en reaccionar.
—¿Quieres que te deje en paz? —replicó—. ¿Quieres que me aleje de tu lado y vuelva sólo cuando necesites alguna otra coartada para un crimen?
—Pero ¡qué dices! No me vengas con ésas —saltó él. Los dos habían elevado el tono, y los demás parroquianos comenzaban a mirarlos—. ¡Sabes muy bien que no tuve nada que ver! —exclamó en un susurro.
—¿Que yo lo sé? ¿Cómo podría saberlo? Además, ésa no es la cuestión. Seguramente acabas de pasar uno de los peores momentos de tu vida, y sólo por tu neurótico comportamiento respecto a Stanbury. Sin mi ayuda estarías en la cárcel bajo sospecha de asesinato.
—No lo creas. Probablemente haría tiempo que se habría confirmado mi inocencia.
—¿Quieres que lo comprobemos? —Lo miró directamente a los ojos, pero él le sostuvo la mirada hasta que ella se rindió—. Vale ya —dijo con voz cansada—. ¿Por qué tenemos que hablarnos así?
—¿Por qué tenemos que estar aquí? —repuso él—. ¿Qué pretendías conseguir con todo esto? ¿Que me viniera a vivir contigo? ¿Que nos casáramos? ¿Que formáramos una familia?
—¿Qué hay de malo en eso?
—Pues que yo me imagino otro futuro para mí.
—¿Qué futuro? ¡Si ni siquiera sabes lo que quieres! ¡No puedes pasarte la vida a salto de mata y viviendo en un agujero!
—¿Y por qué no? Si eso es lo que quiero, ¿qué derecho tienes de intentar convencerme de lo contrario?
—¡Por favor, pero si odias tu vida! —Hizo un esfuerzo por reunir en su voz la escasa fuerza que le quedaba—. Tú mismo me lo dijiste; me dijiste que no soportas tu vida, ni a ti mismo, y que por eso necesitas concentrarte en Stanbury y en la figura de tu padre. Estás desesperado, estás…
—Pero eso no es cosa tuya. Son mis problemas, mis asuntos. Es posible que en estos momentos no esté del todo satisfecho con mi vida, pero contigo lo estoy menos. —Apartó con repugnancia el plato de patatas y pescado rebozado y se levantó—. Olvídalo, Geraldine. No vuelvas a intentar algo así nunca más. No servirá de nada. No puedes cambiarme.
—Podría hacerte feliz.
Él sonrió, con más desesperación que sarcasmo.
—Hay cientos de hombres que darían un brazo por tenerte. ¿Por qué has escogido precisamente uno con el que no funcionará?
—Porque te quiero, Phillip. Y seguiría queriéndote aunque… —se detuvo y él enarcó las cejas— aunque lo hubieras hecho.
Leon se había ido a vivir a uno de esos horribles bloques de pisos con aspecto de colmena en los que es imposible conseguir algo de intimidad y prácticamente imposible recibir un poco de sol. El edificio tenía una zona verde en el frente, pero con señales de prohibido pisar el césped, y los niños jugaban sobre el asfalto, justo delante del aparcamiento, lo cual no parecía estar prohibido. Jessica, que se encontraba en el sendero de losas que conducía a la entrada, tuvo que apoyar la cabeza en la nuca para lograr ver hasta el último piso. Sobre el tejado plano, el cielo se veía muy azul, lo cual aportaba una pizca de encanto a la anodina y seca construcción de hormigón. Cuando hiciera mal tiempo debía de resultar de lo más desalentadora.
«En fin, quizá sea lo que Leon necesita —pensó—. Una incursión en el anonimato, la reducción del concepto "hogar" a un lugar para dormir y un techo que proteja de la lluvia. La reducción de la vida a su punto cero para así empezar de nuevo».
Eran las seis y media de la tarde. El aire era suave y había mucha luz. Tras pasarse todo el día en la consulta, ordenando papeles y preparando la apertura de la semana siguiente, Jessica habría preferido estar ahora en su jardín. Pero había prometido a Leon pasar a ver su piso, y no tenía sentido seguir aplazando la visita. De todos modos, había dejado a
Barney
en casa. Así tendría una excusa para marcharse cuando fuese hora de sacarlo a dar su paseo.
Leon contestó al timbre de inmediato, como si hubiese estado esperándola junto al interfono. Estaba solo. Había perdido a su familia.
—Estoy en el cuarto piso —dijo—. Te aconsejo que cojas el ascensor.
Cuando llegó al cuarto lo encontró esperando en el rellano. Se había afeitado, por fin, e incluso parecía haber ido a la peluquería. Llevaba tejanos, camisa blanca y zapatillas blancas. No parecía haber estado bebiendo, y tenía tan buen aspecto que Jessica pensó que no seguiría solo mucho tiempo. «Las mujeres se volverán locas por él —se dijo—, y en cuanto haya superado el luto encontrará a alguien».
Él la abrazó y le dijo cuánto se alegraba de verla. Parecía feliz, la verdad, y Jessica sintió algo de vergüenza al recordar la pereza con que había acudido a la cita. «Leon era uno de los mejores amigos de Alexander. Mi marido habría querido que me ocupara de él», pensó.
La hizo pasar y ella le dio la botella de vino que había traído.
—No es muy original, pero me he pasado todo el día en la consulta y no he tenido tiempo para…
—No importa, me encanta este vino. Y sobre todo me encanta que estés aquí. ¿Has vuelto a trabajar? ¡Me parece perfecto! —Tomó aire y continuó—: Bueno, aquí tienes mi nuevo imperio.
El piso debía de ser idéntico al resto de pisos de una habitación del edificio, con la diferencia de que éste estaba lleno de cajas por abrir y desempaquetar. Había una sala separada de la cocina por una pequeña barra americana, y una minúscula y oscura habitación con ventana encarada al norte y en la que se intuía el espacio justo para una cama y un armario.
—Aquí es donde duermo —dijo Leon—, y… bueno, en el resto de la casa es donde vivo.
Se había deshecho de casi todos sus antiguos muebles. En la sala había una mesa recién comprada en Ikea, con las sillas a juego («Nuestra antigua mesa habría ocupado casi toda la habitación», comentó Leon), y en la esquina dos sillones que se habían salvado de la quema y una mesilla que Jessica también recordaba de la otra casa, como complemento del mobiliario que Patricia había escogido para el precioso invernadero. Reconoció asimismo una lámpara de pie, dos cuadros en las paredes y un jarrón en el alféizar de la ventana. En la barra de la cocina había unas figuritas de plastilina, probablemente modeladas por Diane y Sophie en el colegio, la única muestra física de que aquel hombre había tenido una vez una familia.
A un lado de la barra había una puerta que daba al balcón. En él, una pequeña mesa lacada de blanco, dos sillas de plástico y una maceta con una extraña planta enredadera. El sol no se ponía por aquel lado, pero la vista de la ciudad no estaba mal y ya olía a brisa veraniega.
—Sudoeste —dijo Leon—. Durante el día tengo algo de sol, pero da igual porque casi no salgo al balcón. Siéntate. ¿Champán? —Trajo copas y una botella muy fría—. Tenemos algo por lo que brindar. He encontrado trabajo en un bufete. Empiezo el primero de agosto, y eso me dará un respiro económico.