Después del silencio (24 page)

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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga

Pero las cosas no eran así. La noche anterior había comprendido por fin lo que Elena había intentado explicarle en tantas ocasiones. Por primera vez en su vida se atrevió a pensar que su padre era débil, un juguete en manos de sus amigos. Y algo le dijo que Elena, la independiente, orgullosa e íntegra Elena, jamás querría volver a estar con un hombre así.

«Además —pensó con tristeza—, ahora había un bebé en camino».

—¡Eh, pequeña! —Keith le tocó el hombro—. Tienes cara de muy triste. ¿Qué te pasa?

—Nada. —Sacudió la cabeza para librarse de sus pensamientos e hizo un esfuerzo por sonreír—. Creo que tengo hambre. Y sed. ¿Podemos parar en algún sitio y tomar algo?

Keith asintió.

—Falta muy poco para un área de servicio. ¡Ey! —exclamó sonriendo—. ¡A partir de ahora desayunaremos juntos todos los días de nuestra vida!

24

Leon tenía el móvil en el regazo. Estaba muy tieso y observaba la soleada mañana por el parabrisas. Ante él se abría un valle precioso, rodeado de bosques por tres de sus lados y rebaños de ovejas paciendo; pero él no reparaba en la belleza de todo aquello. Tenía la sensación de que a su alrededor no había más que sombras y desesperación.

Se había alejado bastante de Stanbury House. Una tontería innecesaria, al fin y al cabo, pues le habría bastado con salir de sus terrenos para asegurarse de que nadie escucharía su conversación con el director del banco. Pero en cuanto empezó a conducir se vio incapaz de parar. Le parecía estar huyendo, aunque no sabía si de sí mismo, de los demás o de la vida en general. En cierto momento se metió por un camino de cabras y avanzó a trompicones entre árboles altísimos, hasta que el sendero acabó de pronto frente a aquel valle idílico que podía haber sido perfectamente el fin del mundo, por lo apartado y virgen que parecía. Leon paró por fin y por unos instantes se reclinó en el asiento y cerró los ojos. Volvía a sentir un ligero escozor en el pecho. Había momentos en que deseaba librarse de todos sus problemas mediante un infarto fulminante e indoloro.

Entonces marcó el número del director del banco y ex compañero de tenis, e hizo acopio de fuerzas. Se empeñó en sonar optimista y positivo, como si en el fondo sus problemas fueran menudencias. Si lograba convencerlo de que las cosas no le iban tan mal, quizá lograra un plazo de gracia para el pago de los intereses…

Fue en vano, por supuesto. El director se mostró frío, distante y profesional. Aunque Leon se esmeró en sacar a colación los viejos tiempos, los partidos de tenis y las tardes pasadas juntos en el club, su antiguo compañero de juego no cedió ni un ápice en sus observaciones. Era como si nunca hubiesen sido amigos. El banco no podía concederle ningún plazo más. Sus posibilidades se habían agotado; había abusado de los créditos y el banco ya no podía hacer más por él. Debía saber que llevaba muchos atrasos en sus intereses y amortizaciones, y que a esas alturas se veían obligados a exigirle el pago inmediato de todos los descubiertos. Conocía perfectamente las reglas y las había forzado en exceso. Lo sentía, pero así estaban las cosas.

Leon abandonó su tono despreocupado y acabó sencillamente suplicando. No podían cruzarse de brazos y dejar que se arruinara, tenía una familia que alimentar, debía haber algún modo de…

—Su error fue construir esa casa tan cara —le dijo el director—. Nadie puede permitirse el lujo de empezar a trabajar por cuenta propia (lo cual siempre supone un esfuerzo y una inevitable etapa de altibajos económicos) y al mismo tiempo construirse un palacio en la zona más cara de la ciudad. Tenía que haber visto que era una locura.

—¡Pues pagué la casa casi exclusivamente con créditos de su banco! —repuso Leon indignado. En otra época se habían tuteado, pero ya no quedaba nada de eso—. Y entonces ninguno de ustedes me dijo que asumía un riesgo demasiado elevado. Al contrario, me animaron a lanzarme y…

—No intente cargar sus culpas a los demás, amigo mío. Mi deber no es felicitar o regañar a mis clientes por sus proyectos, sino ayudarlos en la medida de mis posibilidades. Pero yo también tengo mis límites.

—¡Cenó usted dos veces en nuestra casa! Estuvo…

—No se desvíe usted del tema, se lo ruego. Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Por mucho que me duela, no puedo ayudarlo más. Y ahora discúlpeme. Tengo trabajo pendiente.

Y colgó.

Leon estuvo a punto de volver a llamar, pero al final se contuvo. No conseguiría nada. Seguro que alguna secretaria se encargaría de no pasarle la llamada.

Así que se quedó mirando sin ver aquel precioso valle. Poco a poco empezaba a darse cuenta de lo bonito que era. Observó el sol, las ovejas, los corderillos correteando de un lado a otro; los prados, de un verde intenso y brillante, y los árboles que se llenaban de hojas; los narcisos al margen del camino y la miríada de florecillas que crecían en el prado. No conocía sus nombres, pero parecían pequeñas estrellas que alguien hubiera ido dejando con elegancia y generosidad.

«Cuánta paz», pensó.

Llevaba un rato sintiendo una opresión en el pecho, una angustia sorda y agobiante. Como si tuviera el corazón prensado y no pudiera bombear la sangre con normalidad. Al menos en ese instante no le dolía. No sentía aquella terrible punzada que le recordaba que llevaba demasiado tiempo viviendo por encima de sus posibilidades. ¿Cómo sería la muerte por infarto? ¿Cuánto tiempo podría pasar una persona debatiéndose entre los dos mundos? ¿Cuánto dolor se sentiría al final?

Abrió la puerta del coche y sintió el aire cálido y suave de aquel día. Olía a primavera y a tierra húmeda. Oyó el balido de una oveja y el murmullo de un riachuelo.

Tumbarse en un prado. Contemplar el cielo azul. Respirar los aromas de la naturaleza. Escuchar sus sonidos. ¿Cuánto llevaba sin hacer algo así? Probablemente una eternidad. Salió del coche lentamente. Empezó a bajar por la pendiente. Las ovejas ni se inmutaron; de hecho apenas lo miraron.

Se quitó los zapatos y los calcetines. Sintió la hierba bajo sus pies desnudos. Jamás había sentido un olor tan intenso a naturaleza en pleno esplendor.

O quizá jamás le había prestado atención.

Se sentó en el prado y respiró hondo. Estaba en Inglaterra, en un valle situado en el fin del mundo. Y por primera vez en su vida se planteó romper con todo. Con sus problemas, con su infeliz matrimonio, con toda su vida hasta ese momento. Olvidarse del viejo Leon y convertirse en un hombre nuevo. Bajarse del carro y subirse a uno nuevo para volver a empezar.

Hacerse pastor, o campesino. Tener una casita humilde y sencilla en el campo. Casarse con una mujer amable. Acostarse por la noche con la sensación de que el día había tenido sentido. Vivir con lo justo, alimentarse de la tierra y del trabajo de sus manos. Tumbarse por las tardes en un prado como aquél y contemplar cómo pacían las ovejas.

No pudo evitar sonreír al darse cuenta de que en verdad cambiaría su vida por aquellas cursiladas.

Se echó hacia atrás y contempló el cielo azul.

Ricarda había creído que pararían para tomar un buen desayuno —al menos todo lo bueno que pudiera ser en uno de esos restaurantes de área de servicio—, pero Keith, que cada vez parecía más nervioso, le dijo que no tenían tiempo para eso.

—¡Tenemos que llegar a Londres y encontrar un alojamiento! ¡Quizá incluso debamos empezar ya a informarnos!

—¿A informarnos de qué?

—¡Caray, de nuestras posibilidades laborales! ¿O acaso crees que tu dinero durará mucho tiempo?

Le dolió que le hablase de ese modo. No le gustaba verlo tan preocupado, pero intentó consolarse pensando que una vez en Londres todo iría mejor. Necesitaban tiempo para acostumbrarse a su nueva vida…

—Voy a poner gasolina —dijo Keith—. Tú ve a comprar algo de comer y de beber, ¿vale? ¡Pero no gastes demasiado!

Ricarda fue al restaurante, buscó los aseos y se lavó la cara con agua fría y se cepilló el pelo. Le sorprendió ver la cara de susto que le devolvía el espejo.

Después cogió dos vasos grandes de café y dos bocadillos de tomate, huevos y mayonesa envueltos en plástico. No era lo que ella habría querido desayunar, pero era barato y Keith no se molestaría.

Al salir del restaurante lo vio junto al surtidor de gasolina, hablando por el móvil. Él también la vio y le hizo señas de que se acercara. Parecía muy nervioso. Cuando llegó a su lado, Keith acababa de colgar. Estaba pálido como la cera.

—Era mi madre —dijo—. Mi padre ha sufrido un ataque. Parece algo muy serio.

—¿Un ataque? ¿A qué te refieres?

—Una apoplejía o algo así. El médico de urgencias ya está en casa. ¡Papá está inconsciente! ¡Joder! —Se pasó la mano por el pelo, histérico—. ¡Precisamente ahora! Tenemos que volver, Ricarda.

—¡Aunque vuelvas no podrás ayudarlo!

—No, pero podré hacer compañía a mi madre. Está destrozada. Cree que mi padre no saldrá de esta y… ¡No puedo desaparecer justo ahora!

Ella le tendió el café.

—Ten, bebe un poco y cálmate.

Él tomó un par de sorbos, hizo un gesto de dolor porque el café estaba demasiado caliente, y meneó la cabeza cuando vio los bocadillos.

—¡Odio los bocadillos con huevo! Vamos, sube al coche. ¡Tengo que volver a casa!

—Primero tienes que pagar la gasolina.

Keith se dirigió hacia la caja maldiciendo en voz baja.

Ella lo miró alejarse. Tenía frío y unas ganas terribles de llorar. Estaba muy decepcionada. El miedo por su aventura londinense no era nada comparado con la angustia de tener que volver a Stanbury House. Y ellos ya no volverían a intentar escaparse. Lo presentía.

Arrojó los bocadillos a un cubo de basura. Había perdido el apetito.

—Si le parece bien, ya me marcho —dijo Steve. Mientras hablaba, y como siempre, iba trasladando su peso de un pie al otro—. ¿O quiere que le ayude con algo más?

Patricia levantó la vista hacia él. Estaba en la terraza, sacando las plantas secas de las macetas, rellenándolas con tierra fresca y plantando en su lugar geranios, fucsias y margaritas. Estaba muy concentrada y trabajaba con el afán de perfección con que lo hacía todo.

—No, gracias, Steve, del resto me ocupo yo. Gracias por tu trabajo. ¡Es increíble el efecto que produce un césped bien segado! ¡Cómo cambia el jardín!

—El día que ustedes llegaron vine por la mañana a pasar la máquina —le dijo Steve—, pero estos días todo crece muy rápido. En abril y mayo los jardineros no dan abasto.

Patricia se levantó, se sacudió la tierra de los pantalones y, seguida por Steve, entró en la casa en busca de su cartera para pagarle. En el salón se encontró con Tim, que estaba de un humor de perros.

—¡No logro encontrar mis documentos! —refunfuñó—. ¡Y no creo que un montón de papeles pueda desaparecer por arte de magia! Además, tampoco encuentro a Evelin, que es la única que podría decirme dónde están. ¡Vaya mierda de día!

—¿La has buscado en la cocina?

Tim sonrió torcidamente.

—Por supuesto. Es lo primero que he hecho. Pero no está.

—Pensaba que escribías en el ordenador.

—Sí, pero imprimí algunas páginas para leerlas con más comodidad y… bien, no quisiera que cayeran en malas manos.

—Bueno, aquí sólo estamos los de siempre. Claro que quizá también nosotros podemos ser «malas manos».

Tim pasó por alto aquella agudeza.

—¿A quién le toca preparar la comida? —preguntó sin que viniese a cuento—. Parece que Evelin ha desaparecido, Jessica está paseando, para variar, y tú estás muy ocupada con tus plantas.

—Entonces propongo que cocine el que pregunta —repuso Patricia—. Mira, tienes tiempo de sobra. No son más que las once.

Dicho aquello hizo un gesto a Steve para que la siguiera y salió del salón dejando a Tim con un palmo de narices.

—Me indigna que todavía haya ciertos trabajos que se atribuyen automáticamente a las mujeres —comentó Patricia mientras le pagaba a Steve.

Pero Steve, que provenía de una familia de campesinos del norte de Inglaterra y ni siquiera había oído hablar sobre la emancipación femenina, se encogió de hombros y dijo:

—En casa cocina mi madre.

El pueblo se llamaba Bradham Heights y se encontraba al final de una vieja carretera, tras una colina y en medio de un bello paisaje natural. Desde lejos parecía formado por casitas de juguete construidas con el típico granito gris de la zona; había también una gran iglesia, rodeada por un bonito y antiquísimo cementerio plagado de manzanos en flor. En los prados de los alrededores, todos en pendiente y con muretes de piedra por doquier, pastaban las ovejas y alguna que otra vaca.

«¿Habrá en este pueblo también algo de la basura que nos ahoga en la gran ciudad?», se preguntó Phillip. ¿Drogas, alcohol, videojuegos cargados de violencia, películas porno y todo lo demás? Por su aspecto parecía que nada de eso había llegado hasta allí.

Encontró un bar en la calle principal, bien cuidado y muy agradable, donde le sirvieron un suculento y sabroso desayuno: un café delicioso, zumo de naranjas frescas, huevos de granja revueltos, tostadas con mantequilla casera y la mejor tortilla con champiñones que había probado en su vida. Comió hasta quedar ahíto, pidió un Sherry para cerrar el banquete y luego se asombró de lo barato que le salió todo, comparado con lo que solía pagar. También se quedó extrañado de sí mismo, pues se sentía bien en aquel lugar, a salvo y en paz. No recordaba haberse sentido así desde que, siendo aún niño, se quedaba dormido en brazos de su madre. Pero ¡cómo! ¿Él, entusiasmado por la vida campestre? ¡Y nada menos que en Yorkshire, el condado de las Brontë! ¡Quién se lo iba a decir! Un lugar impregnado de una soledad agreste y melancólica, tristeza y sencillez, donde podías encontrarte de pronto un pequeño pueblo paradisíaco, árboles en flor y jardines de mil colores, y pequeños estanques rodeados de inclinados y viejos sauces llorones. No entendía por qué le conmovía tanto aquello, teniendo en cuenta que hasta entonces jamás había soportado la vida lejos de las grandes, cambiantes y efervescentes ciudades, como Londres, por supuesto. En el fondo siempre se había considerado un neoyorquino de alma, un habitante de la ciudad que nunca duerme, pues de hecho ésa era la única forma de vida que concebía para sí: ¡siempre en movimiento!, ¡sin dormir jamás!, Ajetreo, ruido, movimiento, como si la calma fuera el preludio de la muerte.

Y ahora, de repente le gustaba ver ovejas en un prado. Apreciaba el silencio de un pueblecito apacible. Contemplaba con sereno regocijo los árboles en flor de un cementerio. ¡Un cementerio! Después del desayuno había decidido dar un paseo por el camposanto, escuchar el zumbido de las primeras abejas y observar las envejecidas lápidas, y ahora, en frío, ese gesto le parecía casi un milagro. Exceptuando la visita a la tumba de Kevin McGowan, en su vida sólo había estado dos veces en un cementerio: una durante el entierro de su madre, obviamente, y la otra muchos años antes, cuando él tenía quince y sepultaron a su abuela. Se acordaba perfectamente de que aquella vez había hecho lo posible por no ir, pero su madre lo obligó. Fueron en tren hasta Devon, el pueblo de su abuela, y tuvo que ponerse un traje y una corbata negra. El cementerio se parecía al de Bradham Heights: lleno de árboles y flores. Fue a finales de agosto; hacía calor y soplaba un viento suave, anuncio del cercano otoño, mientras las flores se teñían con los colores fuertes e intensos de las postrimerías del verano. Sin embargo, él había sentido frío todo el rato, y miedo, y desasosiego, y unas ganas terribles de marcharse de allí. Jamás habría imaginado que algún día llegaría a encontrarse tan a gusto en un cementerio, a sentirse tan en paz.

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