Diecinueve minutos (14 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Lacy bajó los ojos mirándose las manos, que parecían las de un gigante sobre la superficie del minúsculo pupitre.

—Gracias. Por su sinceridad al menos.

Se levantó con cuidado, porque es la mejor manera de conducirse en un mundo en el que ya no encajas, y salió de aquella clase del curso de preescolar.

Peter la esperaba sentado en un pequeño banco de madera del vestíbulo, debajo de los casilleros. Su trabajo como madre era apartar los obstáculos del camino de su hijo para que no tropezara con ellos. Pero ¿y si no podía estar todo el tiempo allanándole el sendero como una apisonadora? ¿Era eso lo que había querido decirle la maestra?

Se puso en cuclillas delante de Peter y le sostuvo las manitas.

—Tú sabes que yo te quiero mucho, ¿verdad? —dijo Lacy.

Peter asintió con la cabeza.

—Y sabes que sólo quiero lo mejor para ti.

—Sí —dijo Peter.

—Ya sé lo de las fiambreras. Sé lo que pasa con Drew. Me he enterado de que Josie le pegó. Sé las cosas que te dice ese… —Lacy notó que los ojos se le llenaban de lágrimas—. La próxima vez que pase, no dejes que te maltraten, tienes que arreglártelas tú solito. Tienes que hacerlo, Peter, o si no yo… yo… voy a tener que castigarte.

La vida no era justa. A Lacy siempre la habían dejado de lado para los ascensos, por muy duro que hubiera trabajado. Había visto a madres que habían tenido un cuidado escrupuloso durante los embarazos dar a luz niños muertos, y adictas al crack tener hijos sanos. Había visto a chicas de catorce años morir de cáncer de ovario antes de tener siquiera la oportunidad de vivir de verdad. No se puede luchar contra la injusticia del destino. Lo único que se puede hacer es sufrirla y esperar un mañana diferente. Pero por alguna razón, todo eso era más difícil de digerir cuando se trataba de un hijo. A Lacy la desgarraba tener que ser ella la que arrancara aquel velo de inocencia para que Peter pudiera ver que, por mucho que ella le quisiera, por mucho que quisiera un mundo perfecto para él, el mundo real siempre le defraudaría.

Tragó saliva sin dejar de mirar a Peter y sin dejar de pensar en qué podía hacer ella para espolear su autodefensa, cuál podía ser el castigo que le motivara a cambiar de actitud, aunque a ella misma le rompiera el corazón.

—Si esto vuelve a suceder… durante un mes no podrás quedar para jugar con Josie.

Cerró los ojos ante el ultimátum que acababa de darle. No era la forma en que a ella le gustaba llevar las cosas como madre, pero por lo que parecía, sus consejos habituales, ser amable, ser educado, comportarse como uno quisiera que los demás se comportaran, no le había hecho a Peter ningún bien. Si existía una amenaza que pudiera obligar a Peter a rugir, tan fuerte que Drew y todos esos otros niños espantosos salieran con el rabo entre las piernas, Lacy estaba dispuesta a utilizarla.

Le apartó a Peter el pelo de la cara, y vio sus rasgos ensombrecidos por la duda. Pero ¿cómo no? Su madre desde luego nunca le había dado hasta entonces instrucciones como aquéllas.

—Drew es un mequetrefe. Un matón de pacotilla. Y cuando crezca será un mequetrefe más grande aún, y cuando tú te hagas mayor, serás alguien increíble. —Lacy sonrió abiertamente a su hijo—. Algún día, Peter, todo el mundo conocerá tu nombre.

En el patio había dos columpios, y a veces había que esperar turno. Cuando eso sucedía, Peter cruzaba los dedos para que le tocara el columpio al que no le había dado una vuelta completa por encima de la barra de sujeción algún alumno de quinto, lo que hacía que el asiento quedara demasiado alto y que fuera muy difícil subirse. Tenía miedo de caerse del columpio o, lo que era más humillante, no poder siquiera subirse.

Si esperaba turno con Josie, era ella la que se subía al columpio alto, fingiendo que era porque le gustaba más. Pero Peter sabía que ella hacía como que no se daba cuenta de lo mucho que le disgustaba a él.

En el recreo de ese día, sin embargo, en vez de columpiarse, jugaban a girar los columpios una y otra vez, para que las cadenas se retorcieran y luego, al levantar los pies del suelo, los columpios comenzaron a girar sobre sí mismos. Entonces Peter echaba la cabeza hacia atrás y, mirando al cielo, imaginaba que volaba.

Al detenerse, su columpio y el de Josie chocaban, y ellos entrelazaban los pies. Ella se reía, y ambos apretaban los tobillos para quedar unidos, como eslabones humanos.

Él se volvió hacia Josie.

—Quiero gustar a los demás —dijo de repente.

Ella ladeó la cabeza.

—Pero si les gustas.

Peter separó los pies, deshaciendo la unión.

—Me refiero aparte de ti.

Alex necesitó dos días para cumplimentar la solicitud para optar a la plaza de juez, y, cuando acabó, sucedió algo notable: se dio cuenta que quería ser jueza. A pesar de lo que le había dicho a Whit, a pesar de sus reservas anteriores, estaba tomando la decisión correcta de acuerdo con los motivos adecuados.

Cuando la comisión de selección judicial la llamó para una entrevista, le dejaron claro que ese trámite no era general para todos los solicitantes. Que si entrevistaban a Alex era porque se la consideraba seriamente para el cargo.

El cometido de la comisión era proporcionar a la gobernadora una lista final de candidatos preseleccionados. Las entrevistas de la comisión judicial tenían lugar en Bridges House, la antigua residencia de la gobernadora en East Concord. Seguían un orden escalonado, de modo que los candidatos entraran por una puerta y salieran por otra, presumiblemente con el fin de que ninguno supiera quiénes eran los demás postulantes.

Los doce miembros de la comisión eran abogados, policías, directores ejecutivos de organizaciones de defensa de víctimas. Se quedaron mirando a Alex con tal fijeza que ella esperaba que la cara se le encendiera en llamas de un momento a otro. Tampoco la ayudaba demasiado haberse pasado media noche levantada por Josie, que, después de tener una pesadilla sobre una boa constrictora, había tenido miedo de volverse a la cama. Alex no sabía quiénes eran los demás candidatos al puesto, pero habría apostado a que no eran madres solteras que se hubieran visto obligadas a hurgar en los conductos del radiador con una varilla a las tres de la madrugada para demostrarle a su hija que no había serpientes escondidas en las oscuras tuberías.

—Me gusta el ritmo de trabajo —dijo con tiento, en respuesta a una de las preguntas. Sabía que había respuestas que eran las que esperaban que diera. La habilidad consistía quizá en revestir los tópicos y las contestaciones previsibles con una muestra de su personalidad—. Me gusta la presión que supone tomar una decisión rápida. Conozco muy bien cuáles son las reglas que hay que aplicar a las pruebas presentadas. He participado en juicios cuyos jueces no habían hecho el trabajo previo que les correspondía, y yo sé que ésa no sería mi manera de actuar.

Vaciló unos segundos, mientras miraba a los hombres y mujeres a su alrededor, preguntándose si debía crearse un personaje, como la mayoría de las demás personas que optaban a cargos judiciales (y que procedían de las venerables filas de las fiscalías), o si por el contrario debía ser ella misma y permitir que se le viera el forro de su toga de abogada estatal.

Oh, demonios.

—Supongo que el motivo principal por el que quiero ser jueza es porque me gusta que un tribunal sea un marco en el que prevalezca la igualdad de oportunidades. Cuando alguien tiene que acudir a un juicio, durante el breve período de tiempo que permanece en él, su caso es lo más importante que existe en el mundo para todos los allí presentes. El sistema está trabajando para ti. No importa quién eres, ni de dónde vienes… El trato que recibas dependerá de lo que diga la ley, no de las variables socioeconómicas.

Uno de los miembros de la comisión consultó sus notas.

—¿Qué es para usted un buen juez, señora Cormier?

Alex sintió cómo le bajaba un hilo de sudor entre los omoplatos.

—El que sabe ser paciente pero firme. No pierde el control, sin ser arrogante. Atiende a lo que dicen las pruebas y los testigos, pero también a las reglas del tribunal. —Hizo una pausa—. Es probable que esto no sea lo que están acostumbrados a escuchar, pero yo pienso que un buen juez sea probablemente un as del tangram.

Una mujer de edad, perteneciente a un grupo en defensa de víctimas, la miró parpadeando.

—Perdón, ¿cómo ha dicho?

—El tangram. Verá, yo soy madre. Tengo una hija de cinco años. Se trata de un juego en el que te dan la silueta geométrica de una figura: un barco, un tren, un pájaro. Y tú tienes una serie de piezas geométricas sueltas, triángulos, paralelogramos, unas más grandes que otras, con las que tienes que formar la figura inicial. Es un juego sencillo para quien sabe disponer y relacionar espacios, porque hay que ser capaz de ver lo que conllevan una serie de piezas geométricas regulares. Ser juez es algo parecido. Se te presentan un montón de factores en conflicto, las partes involucradas, las víctimas, la aplicación de la ley, la sociedad, incluso los precedentes… Y de algún modo tienes que saber resolver el problema dentro de un marco dado.

Durante el incómodo silencio que siguió, Alex volvió la cabeza y captó a través de una ventana la imagen fugaz del siguiente entrevistado, que atravesaba el vestíbulo principal. Pestañeó, segura de haber visto mal, aunque no se olvidan tan fácilmente los rizos plateados que una vez se acariciaron; no se borra de un plumazo la geografía de las mejillas y el mentón que otrora se recorriera con los propios labios. Logan Rourke, su profesor de derecho procesal, su antiguo amante, el padre de su hija, acababa de entrar en el edificio y de cerrar la puerta.

Al parecer, él también era candidato al cargo.

Alex respiró hondo, más decidida que nunca a ganar aquel puesto.

—¿Señora Cormier? —repitió la mujer mayor, y Alex comprendió que no había escuchado la pregunta que acababan de hacerle.

—Sí, ¿perdón?

—Le preguntaba si tiene usted mucho éxito jugando al tangram.

Alex la miró a los ojos.

—Señora —dijo, esbozando una amplia sonrisa—. Soy la campeona del estado de New Hampshire.

Al principio los números parecían más chatos y nada más. Pero con el tiempo empezaron a emborronarse un poco, y Peter tenía que entornar los ojos o bien acercarse más para ver si era un 3 o un 8. La maestra lo envió a la enfermera, que olía a bolsitas de té usadas y a pies, y que le hizo mirar un gráfico colgado de la pared.

Sus anteojos nuevos eran ligeros como una pluma y tenían unos cristales especiales que no se rayaban aunque se cayeran al suelo y al cajón de arena del patio. La montura era de metal, demasiado fino, en su opinión, para aguantar las curvadas piezas transparentes que hacían que sus ojos parecieran los de una lechuza: enormes, brillantes, azules.

Cuando le pusieron los anteojos, Peter se quedó pasmado. De pronto, la masa confusa del horizonte se concretó formando una granja, con graneros y campos y grupos de vacas. Las letras de la señal roja decían STOP. Y descubrió líneas diminutas, como las arrugas de sus nudillos, o las comisuras de los ojos de su madre. Todos los superhéroes tenían accesorios, como el cinturón de Batman, o la capa de Superman; las gafas eran el suyo, y le proporcionaban visión de rayos X. Estaba tan ilusionado con sus lentes nuevos que durmió con ellos puestos.

Sólo cuando fue al colegio al día siguiente comprendió que a la par que veía más, también oía más cosas: «cuatro-ojos, topo-ciego». Sus lentes habían dejado de ser una marca distintiva, para pasar a ser una lacra, otra cosa más que le hacía ser diferente del resto. Y eso no era lo peor.

A medida que el mundo ganaba nitidez, Peter distinguía la expresión con que los demás lo miraban. Como si fuera motivo de chiste.

Y Peter, con su visión recuperada, bajaba los ojos para no tener que ver.

—Somos unas madres muy subversivas —le dijo Alex en voz baja a Lacy, sentadas las dos con las rodillas en alto, como saltamontes, en uno de los diminutos pupitres durante el día de puertas abiertas de la escuela. Tomó las varillas de colores agrupadas en diferentes unidades, utilizadas para enseñar matemáticas, y las dispuso de modo que formaron una imprecación.

—Todo es muy gracioso y muy divertido hasta que viene alguien y se erige en juez —bromeó Lacy, deshaciendo la palabra con la mano.

—¿Tienes miedo de que te eche de la escuela? —rió Alex—. En cuanto a lo de ser juez, me parece que, en mi caso, tengo tantas probabilidades como de que me toque la lotería.

—Ya veremos —contestó Lacy.

La maestra se inclinó entre las dos mujeres y entregó a cada una un pedazo de papel.

—Estoy proponiendo a todos los padres que escriban la palabra que crean que mejor describe a su hijo. Luego haremos un collage de amor con todas.

Alex miró a Lacy.

—¿Un collage de amor?

—No seas tan antijardín.

—No lo soy. En realidad soy de la opinión de que todo lo que uno necesita saber acerca de la ley lo aprende en el jardín de infantes. Ya sabes: no se pega, no se toma lo que no es tuyo… No se mata, no se viola…

—Ah, sí, ya me acuerdo de esa lección. Justo después del almuerzo —dijo Lacy.

—Ya me entiendes lo que quiero decir. Todo es un contrato social.

—¿Y qué pasa si acabas sentada en un estrado y tienes que defender una ley en la que no crees?

—En primer lugar, eso es mucho suponer —contestó Alex—. En segundo lugar, yo lo haría. Me sentiría terrible, pero lo haría. La gente no quiere jueces con programas de actuación propios, créeme.

Lacy desgarraba el borde del papel formando flecos.

—Si tanto te identificas con tu trabajo, entonces, ¿cuándo puedes ser tú misma?

Alex sonrió y formó otra palabra malsonante con las varillas de colores.

—En los días de puertas abiertas de los colegios, supongo.

De pronto apareció Josie, con las mejillas sonrosadas y sofocada, procedente de la clase de gimnasia.

—Mami —dijo, tirando de la mano de Alex mientras Peter se subía al regazo de Lacy—, ya hemos acabado.

Lacy y Alex estaban en el rincón de construcción, montando una Gran Sorpresa. Ahora se levantaron, dejándose conducir más allá de la estantería de libros y las pilas de diminutas carpetas, de la mesa de ciencias naturales, con su experimento de descomposición de una calabaza, cuyas piel picada y carne pulposa le recordaron a Alex el rostro de un fiscal al que conocía.

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