Diecinueve minutos (16 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Alex la agarró por los hombros, lo bastante fuerte como para hacer que Josie se echara a llorar.

—Escúchame bien… —dijo en voz baja y acalorada, pero se interrumpió al oír un murmullo, y la palabra juez.

En el periódico local había aparecido un artículo sobre su reciente nombramiento para el tribunal del distrito, acompañado de una fotografía. Alex había sentido el calor del reconocimiento público al pasar junto a la gente que estaba en el pasillo de la panadería y los cereales: Oh, es ella. Pero ahora sentía igualmente sus miradas críticas y ponderativas al advertir el problema que había surgido con Josie y esperando que actuara… en fin, con buen juicio.

Soltó el apretón.

—Ya sé que estás cansada —dijo Alex, lo bastante alto para que la oyeran todos los que estaban allí—. Ya sé que quieres ir a casa. Pero tienes que aprender a comportarte cuando estamos en público.

Josie parpadeó en medio de las lágrimas, mientras escuchaba la Voz de la Razón y se preguntaba qué era lo que aquella criatura alienígena había hecho con su verdadera madre, que en otras circunstancias le habría gritado diciéndole que cerrara la boca.

Un juez, comprendía Alex de repente, no sólo tenía que serlo cuando estaba en el estrado. Ella seguía siendo una jueza, tanto cuando salía a comer a un restaurante, como cuando iba a bailar a una fiesta, o cuando quería estrangular a su hija en medio del pasillo de las verduras. A Alex le habían dado una ilustre capa con la que engalanarse, y ella no se había dado cuenta de que tenía una pega: que nunca iba a poder quitársela.

Si uno se pasaba la vida pendiente de lo que pudieran pensar los demás, ¿acababa olvidándose de quién era en realidad? ¿Y si el rostro que se enseñaba al mundo acababa convirtiéndose en una máscara… sin nada debajo?

Alex empujó el carrito en dirección a las filas para pagar. Para entonces, su hija enrabietada volvía a ser una niña arrepentida. Oía los hipidos de Josie, cada vez más espaciados.

—Vamos, vamos… —dijo, tratando de consolar a su hija tanto como a sí misma—. ¿No es mejor así?

El primer día de Alex en el estrado lo pasó en Keene. Nadie salvo su asistente sabía que se trataba de su primer día. Los abogados habían oído que era nueva, pero no sabían a ciencia cierta cuándo había comenzado en el puesto. Aun así, estaba aterrorizada. Se había cambiado de ropa tres veces, aunque nadie iba a saber cómo vestía por debajo de la toga. Vomitó dos veces antes de salir de casa hacia la sede del tribunal.

Ya conocía el camino a los despachos judiciales, no en vano había defendido cientos de casos allí mismo, al otro lado del banquillo. Su asistente era un hombrecillo delgado, llamado Ishmael, que recordaba a Alex de anteriores encuentros y al que ella no le había gustado particularmente: se le había escapado la risa cuando él se presentó diciendo «Puede llamarme Ishmael»
[5]
. Hoy, en cambio, el hombre se había lanzado prácticamente a sus pies, o a sus altos tacones por mejor decir.

—Bienvenida, Su Señoría —le dijo—. Aquí tiene la relación de casos pendientes. La acompañaré a su despacho, y ya le enviaremos a un ujier para avisarla cuando esté todo preparado. ¿Hay alguna cosa más que pueda hacer por usted?

—No —dijo Alex—. Estoy lista.

La dejó en su despacho, que estaba congelado. Alex ajustó el termostato y sacó la toga de la cartera para ponérsela. Había un baño anexo en el que entró para examinar su aspecto. Estaba impecable. Imponente.

Aunque al mismo tiempo parecía un poco una chica de coro, quizá.

Se sentó al escritorio y pensó de inmediato en su padre. «Mírame, papá», pensó, aunque él estaba ya en un lugar desde donde no podía oírla. Recordaba decenas de casos juzgados por su padre; cuando volvía a casa se los explicaba mientras cenaban. Lo que no recordaba eran momentos en los que dejara de ser juez para ser simplemente padre.

Alex examinó los expedientes que necesitaba para el total de actas de acusación de aquella mañana. Luego miró el reloj. Aún faltaban cuarenta y cinco minutos antes del comienzo de la sesión del tribunal; era sólo culpa suya estar tan nerviosa como para haber llegado tan temprano. Se levantó, se estiró. Hubiera podido hacer un doble mortal en aquel despacho, tan grande era.

Pero no lo haría, los jueces no hacían esas cosas.

Abrió con timidez la puerta que daba al vestíbulo, e Ishmael se presentó al instante.

—¿Su Señoría? ¿Qué puedo hacer por usted?

—Café —dijo Alex—. Sería fantástico.

Ishmael dio tal salto para ir a cumplir su petición, que Alex pensó que si le pedía que fuera a comprarle un regalo a Josie para su cumpleaños, antes del mediodía lo habría tenido encima del escritorio, envuelto y con lacito. Lo siguió a una sala de descanso, compartida por jueces y abogados, y se dirigió a la máquina de café. Una joven abogada le cedió el paso al instante.

—Pase usted delante, Su Señoría —dijo, haciéndose a un lado.

Alex agarró un vaso de cartón. Tenía que acordarse de llevarse un termo de casa para tenerlo en su despacho. Aunque, puesto que se trataba de un puesto rotatorio que, según el día de la semana, la haría pasar por Laconia, Concord, Keene, Nashua, Rochester, Milford, Jaffrey, Peterborough, Grafton y Coos, tendría que proveerse de una buena cantidad de termos. Apretó el botón de la máquina de café, pero sólo para oír el silbido del vapor al salir: estaba vacía. Sin pensarlo siquiera, decidió prescindir de la máquina y preparar una cafetera, para lo cual buscó un filtro.

—Su Señoría, no hace falta que lo haga usted —dijo la abogada, cuyo embarazo ante el comportamiento de Alex era evidente. Le sacó el filtro de las manos y se puso a preparar ella el café.

Alex se quedó mirando a la abogada. Se preguntaba si alguien volvería a llamarla Alex alguna vez, o si, por el contrario, su nombre había quedado transformado de forma oficial y para siempre en el de Su Señoría. Se preguntaba si alguien tendría valor para avisarla de que se le había quedado un pedazo de papel higiénico enganchado en el zapato o un trocito de espinaca entre los dientes. Era una sensación extraña: que, por un lado, todo el mundo te escrutara con tal detenimiento y, por otro, nadie fuera a atreverse a decirte a la cara si algo estaba mal.

La abogada le ofreció una taza de café recién hecho.

—No sabía cómo le gusta, Su Señoría —dijo, pasándole el azúcar y los potecitos de nata líquida.

—Así está bien —dijo Alex, pero al alargar la mano para tomar el vaso, la ancha manga de la toga se le enganchó en el borde del vaso de polietileno derramando el café.

«Tranquilidad, Alex», pensó.

—Oh, cielos —dijo la abogada—. ¡Lo siento!

«¿Por qué habrías de sentirlo tú —le preguntó Alex mentalmente—, si ha sido culpa mía?». La joven se había puesto en seguida a limpiar el desaguisado con ayuda de unas servilletas de papel, así que Alex se dedicó a limpiar su toga. Se despojó de ella y, en un momento de debilidad, pensó en no parar ahí y seguir desnudándose hasta quedarse en bragas y sostén, y entrar de esa forma a la sala del tribunal como el emperador del cuento. «¿Verdad que es hermosa mi toga?», preguntaría, y oiría a todos los presentes responder: «Oh, sí, Su Señoría».

Lavó la manga en el baño y la escurrió bien. Luego, con la toga en las manos, se encaminó a su despacho. Pero la idea de permanecer media hora sentada allí sola, sin hacer nada, le pareció tan deprimente que en lugar de eso decidió pasear por los pasillos del juzgado de Keene. Se metió por rincones por los que nunca antes había estado, y fue a parar a la puerta de un sótano que daba a una zona de carga.

Fuera se encontró con una mujer vestida con el traje verde de los empleados de mantenimiento fumando un cigarrillo. En el aire se respiraba el invierno y la escarcha brillaba en el asfalto como cristales rotos. Alex se abrazó a sí misma, era muy posible que allí fuera hiciera más frío aún que en su despacho, y le hizo un gesto con la cabeza a la desconocida.

—Hola —saludó.

—Eh. —La mujer dejó escapar una bocanada de humo—. No te había visto nunca por aquí. ¿Cómo te llamas?

—Alex.

—Yo Liz, y soy el departamento de mantenimiento del edificio al completo. —Sonrió—. ¿Y tú en qué sección trabajas?

Alex se metió la mano en el bolsillo buscando una cajita de Tic-Tacs, no porque necesitara una bolita de menta, sino porque quería ganar un poco más de tiempo antes de que aquella conversación diera un brusco frenazo.

—Bueno —dijo—, yo soy la jueza.

Al instante, el rostro de Liz se tornó serio, y ella retrocedió, incómoda.

—Vaya, es un fastidio habértelo dicho, porque me ha encantado que hayas entablado conversación conmigo, así tan fácil y tan amable. No creo que haya nadie más por aquí dispuesto a hacerlo y… bueno, eso hace que te sientas un poco sola. —Alex dudó unos segundos—. ¿Crees que serías capaz de olvidar que soy la jueza?

Liz aplastó la colilla de su cigarrillo con la bota.

—Depende.

Alex asintió con la cabeza. Hizo girar la pequeña caja de plástico de bolitas de menta en la palma de la mano. Hicieron un ruido de sonajero.

—¿Quieres una?

Tras pensárselo un segundo, Liz alargó la mano con la palma hacia arriba.

—Gracias, Alex —dijo, y sonrió.

Peter había tomado la costumbre de merodear como un fantasma por su propia casa. Estaba allí, enclaustrado, lo cual tenía algo que ver con el hecho de que Josie ya no fuese nunca, cuando antes solían quedar tres o cuatro veces por semana después del colegio. Joey no quería jugar con él, pues su hermano siempre estaba ocupado, o bien entrenando a fútbol, o bien jugando con un juego de computadora en el que tenías que conducir como una exhalación por una pista de carreras con unas curvas retorcidas como un clip de sujetar papeles. Todo ello significaba que, a la práctica, Peter no tenía nada que hacer.

Una noche, después de cenar, oyó ruidos en el sótano. No había vuelto a bajar allí desde la tarde en que su madre lo había encontrado con Josie con el rifle en las manos, pero en aquellos momentos se sintió atraído hacia el banco de trabajo de su padre como una mariposa hacia la luz. Bajó y vio a su padre sentado en una silla, delante de la mesa y sosteniendo la mismísima arma que tantos problemas le había ocasionado a él.

—¿No tendrías que estar preparándote para irte a la cama? —le preguntó su padre.

—No tengo sueño. —Observaba cómo las manos de su padre acariciaban el largo cañón del rifle.

—Es precioso, ¿verdad? Es un Remington 721. Un 30-06. —El padre de Peter se volvió hacia él—. ¿Quieres ayudarme a limpiarlo?

Peter miró instintivamente hacia la escalera que subía a la planta baja, donde su madre estaba fregando los platos de la cena.

—Si te gustan las armas como me imagino, Peter, lo primero que tienes que hacer es aprender a respetarlas. Es mejor prevenir que lamentar, ¿estamos? Esto sí que no lo discute ni tu madre. —Acunaba el arma en el regazo—. Un arma de fuego es una cosa muy, muy peligrosa, pero lo que la hace tan peligrosa es que la mayoría de la gente no entiende su funcionamiento. Sin embargo, una vez que sabes cómo se maneja, no lo es más que cualquier otra herramienta, como un martillo, o un destornillador, y no funcionará a menos que sepas cómo sostenerla y utilizarla correctamente. ¿Lo has entendido?

Peter no lo había entendido, pero no iba a decírselo a su padre. ¡Lo que quería era aprender a usar un rifle de verdad! Ninguno de aquellos idiotas de su clase, aquellos auténticos imbéciles, podía decir lo mismo.

—Lo primero que hay que hacer es abrirla, así, para asegurarnos de que no han quedado balas en el interior. Hay que mirar en la recámara, aquí abajo. ¿Ves alguna? —Peter sacudió la cabeza—. Pues vuelve a comprobarlo. Nunca lo habrás comprobado demasiadas veces. Fíjate bien en este botoncito de debajo del cajón del mecanismo, justo delante del guardamontes. Apretándolo, se abre del todo.

Peter observó cómo su padre quitaba el gran trinquete plateado que unía la culata al cañón del rifle, con toda facilidad. Luego agarró una botella de disolvente de la mesa de trabajo, «Hoppes #9», leyó Peter, y derramó un poco del mismo en un trapo.

—No hay nada como ir a cazar, Peter —le dijo su padre—. Ir al bosque mientras el resto del mundo está durmiendo… ver ese venado que levanta la vista y te mira directamente a los ojos… —Sostuvo unos segundos el trapo en alto, y Peter sintió que la cabeza le daba vueltas debido al olor; luego se puso a frotar el metal con el trapo empapado de disolvente—. Ven, ¿por qué no lo haces tú?

Peter se quedó boquiabierto. ¿Le estaba pidiendo que tomara el rifle, después de lo que había pasado con Josie? Puede que fuera porque su padre estaba delante, vigilando, pero también podía ser una trampa para castigarlo por querer tomarlo de nuevo. Lo hizo con timidez, y una vez más le sorprendió su increíble peso. En un videojuego de Joey llamado Big Buck Hunter, los personajes manejaban sus rifles como si fueran ligeros como una pluma.

No era ninguna trampa. Su padre quería que lo ayudara de verdad. Peter vio cómo levantaba otra pequeña lata, con un aceite para engrasar armas, y vertía unas gotas de su contenido en un trapo limpio.

—Ahora lo secamos bien y echamos una gota en el martillo percutor… ¿Quieres saber cómo funciona un arma de fuego, Peter? Ven aquí. —Le señaló el martillo percutor, un diminuto círculo dentro de otro círculo mayor—. Aquí dentro, donde no puedes verlo, hay un resorte muy grande en forma de muelle. Cuando aprietas el gatillo, ese resorte se suelta, lo que hace que el martillo percutor avance con fuerza… —Apuntó una fracción de segundo con el índice y el pulgar extendidos, a modo de ilustración—. La punta del martillo percutor golpea en el centro de la chapa de la bala… haciendo mella en un pequeño botón plateado llamado iniciador. Al producirse la muesca en la chapa, se incendia la carga de pólvora que hay dentro del casquillo de metal, que es el cartucho de la bala. Tú ya has visto cómo es, ¿verdad? Cuando la pólvora prende y explota, crea una presión tal dentro del cartucho que la bala que hay dentro de éste sale disparada.

El padre de Peter le quitó la pieza desmontada de las manos, la engrasó con el paño y la dejó a un lado.

—Y ahora fíjate en el cañón. —Apuntó con el rifle como si fuera a dispararle a una bombilla que colgaba del techo—. ¿Qué ves?

Peter miró dentro del tubo del cañón, desde la parte de detrás.

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