Diecinueve minutos (19 page)

Read Diecinueve minutos Online

Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Gracias a los sedantes, gran parte de todo aquello le parecía irreal, como si caminara sobre el suelo esponjoso de un sueño, pero en el momento en que pensaba en Matt, todo se volvía real y crudo.

Nunca más volvería a besar a Matt.

Nunca más volvería a oírle reír.

Nunca más volvería a sentir la presión de su mano en su cintura, ni a leer una nota que él le hubiera colado por la rejilla de la casilla, ni a percibir los latidos de su propio corazón en su mano cuando él le desabrochaba la camisa.

Sólo recordaba la mitad de las cosas, como si aquellos disparos no sólo hubieran dividido su vida en un antes y un después, sino que la hubieran despojado también de ciertas facultades: la capacidad de estar una hora sin verter lágrimas; la capacidad de ver el color rojo sin que se le revolviera el estómago; la capacidad para formar un esqueleto completo de la verdad a partir de los huesos desnudos de la memoria. Después de lo sucedido, recordarlo todo sería casi una obscenidad.

Josie se sorprendió a sí misma pasando, como en un estado de ebriedad, de imágenes tiernas con Matt, a pensamientos macabros. No dejaba de recordar un verso de
Romeo y Julieta
que la había impresionado cuando habían estudiado la obra en noveno: «Con los gusanos que son tus doncellas». Lo había dicho Romeo ante el cuerpo de Julieta, que parecía muerta, en la cripta de los Capuleto. Polvo eres y en polvo te convertirás. Pero antes de eso había un montón de etapas intermedias de las que nadie hablaba nunca, y cuando las enfermeras se marcharon, Josie se encontró preguntándose en plena noche cuánto tiempo tardaba la carne en desaparecer por completo de los huesos pelados; qué pasaba con la materia gelatinosa del globo ocular; si Matt ya había dejado de parecerse a Matt. Luego se despertó gritando, rodeada de una docena de médicos y enfermeras que la sujetaban.

Si le das el corazón a alguien y luego se muere, ¿se lo lleva consigo? ¿Te pasas el resto de la vida con un agujero en el interior que no puede llenarse?

Se abrió la puerta de la habitación y entró su madre.

—Bueno —dijo, con una sonrisa postiza tan amplia que le dividía la cara en dos como una línea del ecuador—. ¿Preparada?

Eran sólo las siete de la mañana, pero a Josie ya le habían dado el alta. Asintió con la cabeza. En aquellos momentos, Josie casi la odiaba. Ella actuaba con gran entrega y preocupación, pero era demasiado tarde; como si hubieran hecho falta aquellos disparos para despertar a la realidad de que ya no tenían absolutamente ninguna relación. No dejaba de repetirle a Josie que si necesitaba hablar allí estaba ella, lo cual era ridículo. Aunque Josie hubiera querido, que no quería, su madre era la última persona en la tierra en la que habría confiado. Ella no lo entendería, nadie entendería, salvo quizá los demás chicos que estaban en cama en las diferentes habitaciones de aquel hospital. Aquello no había sido un asesinato en una calle cualquiera, que ya habría sido bastante malo. Aquello era lo peor que podía suceder: se había producido en un lugar al que Josie debería volver, lo quisiera o no.

Josie iba vestida con una ropa diferente a la que llevaba puesta al llegar allí, y que había desaparecido de forma misteriosa. Nadie estaba dispuesto a decirle nada, pero Josie supuso que estaba manchada con la sangre de Matt. Habían hecho bien en tirarla: por mucho blanqueador que usaran y por muchos lavados que le dieran, Josie sabía que siempre vería las manchas.

Aún le dolía la cabeza en el punto donde se la había golpeado contra el suelo al desmayarse. Se había hecho un corte, y por muy poco no había necesitado puntos de sutura, aunque los médicos habían preferido tenerla allí en observación durante toda la noche. «¿Para qué? —se había preguntado Josie—. ¿Un derrame? ¿Una embolia? ¿Por si me suicidaba?». Al hacer Josie el gesto de levantarse, su madre acudió a su lado de inmediato, pasándole el brazo alrededor de la cintura para ayudarla. Eso le hizo pensar a Josie en cuando ella y Matt caminaban a veces por la calle en verano, con la mano del uno metida en el bolsillo trasero de los vaqueros del otro.

—Oh, Josie —dijo su madre, y así fue como se dio cuenta de que había empezado a llorar de nuevo. Le pasaba de una manera tan continua, que había perdido la capacidad de percibir cuándo comenzaba y cuándo terminaba. Su madre le ofreció un pañuelo de papel—. ¿Sabes qué?, en cuanto llegues a casa empezarás a sentirte mejor. Ya lo verás.

Bueno… Desde luego peor seguro que no.

Consiguió esbozar una mueca, que podía considerarse una sonrisa si uno no se fijaba mucho, porque sabía que eso era lo que su madre necesitaba en aquellos momentos. Caminó los quince pasos que la separaban de la puerta de la habitación del hospital.

—Cuídate, tesoro —le dijo una enfermera a Josie al pasar ésta por delante de los mostradores.

Otra, la que era la preferida de Josie, la que le llevaba el hielo picado, le sonrió.

—No se te ocurra volver por aquí, ¿me oyes?

Josie se dirigió a paso lento al ascensor, que cada vez que levantaba la vista parecía más lejos. Al pasar por delante de una de las habitaciones, se fijó en un nombre que le resultaba familiar en el rótulo del exterior: HALEY WEAVER.

Haley era alumna de último año, reina de la fiesta de final de curso de los últimos dos años. Ella y su novio Brady eran los Brad Pitt y Angelina Jolie del Instituto Sterling, papel que Josie había creído que ella y Matt tenían grandes posibilidades de heredar una vez que Haley y Brady se hubieran graduado. Hasta las ilusas que suspiraban por la etérea sonrisa y el escultural cuerpo de Brady se habían visto obligadas a reconocer que constituía un acto de justicia poética el hecho de que saliera con Haley, la chica más guapa del instituto. Con su rubia melena en cascada y sus claros ojos azules, a Josie siempre le había recordado a una hada mágica, la celestial y serena criatura que desciende flotando desde las alturas para conceder los deseos de alguien.

Circulaban todo tipo de historias sobre ellos: que Brady había renunciado a becas para jugar a fútbol en varias universidades que no ofrecían estudios artísticos para Haley; que Haley se había hecho un tatuaje con las iniciales de Brady en un sitio que nadie podía ver; que en su primera cita él había esparcido pétalos de rosa en el asiento del acompañante de su Honda. Josie, que se movía en los mismos círculos que Haley, sabía que la mayor parte de aquellas historias eran tonterías. La propia Haley había explicado que, en primer lugar, se trataba de un tatuaje provisional, y en segundo lugar, que no habían sido pétalos de rosa, sino un ramo de lilas que él había robado del jardín de un vecino.

—¿Josie? —llamó Haley en un susurro desde dentro de la habitación—. ¿Eres tú?

Josie notó la mano de su madre que la retenía por el brazo. Pero entonces los padres de Haley, que le tapaban la visión de la cama, se apartaron.

Haley tenía la mitad derecha del rostro cubierta de vendajes, y la parte correspondiente de la cabeza afeitada al cero. Tenía la nariz rota, y el ojo visible enrojecido. La madre de Josie respiró hondo, sin hacer ruido.

Josie entró en la habitación, forzándose a sonreír.

—Josie —dijo Haley—. Las mató a los dos. A Courtney y a Maddie. Y luego me apuntó a mí, pero Brady se puso delante. —Le cayó una lágrima por la mejilla que no estaba vendada—. Ya sabes, la gente siempre dice que haría eso por ti…

Josie se puso a temblar. Le quería hacer a Haley un montón de preguntas, pero le castañeteaban tanto los dientes, que no consiguió emitir una sola palabra. Haley la tomó de la mano, y Josie se sobresaltó. Quería que la soltara. Quería hacer como si nunca hubiera visto así a Haley Weaver.

—Si te pregunto una cosa —prosiguió Haley—, ¿me prometes que me dirás la verdad?

Josie asintió con la cabeza.

—Mi cara —susurró—. Está destrozada, ¿verdad?

Josie miró a Haley al ojo sano.

—No —dijo—. Está bien.

Ambas sabían que no estaba diciendo la verdad.

Josie dijo adiós a Haley y a sus padres, agarró la mano de su madre y salió a toda prisa hacia el ascensor, aunque cada paso que daba le retumbaba en el fondo de las retinas como un trueno. De repente se acordó de cuando habían estudiado el cerebro en clase de ciencias naturales. Les contaron que un hombre cuyo cerebro había sido atravesado por una barra de acero se había puesto a hablar en portugués, una lengua que no había estudiado jamás. Tal vez así sería en el caso de Josie a partir de aquel momento. Tal vez, a partir de entonces, su lengua materna sería una sarta de mentiras.

Cuando Patrick volvió al Instituto Sterling a la mañana siguiente, los detectives que se encargaban de examinar la escena del crimen habían convertido las paredes del centro en una enorme tela de araña. A partir del lugar en el que habían sido halladas las víctimas, un cúmulo de líneas irradiaban del punto en el que Peter Houghton había hecho un alto lo suficientemente prolongado como para disparar, antes de seguir adelante. Las cuerdas se entrecruzaban en determinados puntos: la cuadrícula del pánico, la gráfica del caos.

Se quedó unos momentos de pie, en el centro de toda aquella confusión, observando cómo los técnicos tejían la cuerda a través de los pasillos y entre bancos y casilleros, hasta entrar por diferentes puertas. Imaginó lo que debía de haber sido correr ante el sonido de los disparos, notar los empellones de los demás detrás de ti como una marea humana, saber que tú no corres más que una bala. Darte cuenta demasiado tarde de que estás atrapado, de que eres la presa de la araña.

Patrick se abrió paso con tiento a través de la tela, procurando no molestar a los técnicos en su trabajo. Después él utilizaría lo que ellos estaban haciendo para corroborar las versiones de los testigos. De los mil veintiséis testigos.

A la hora del desayuno, la programación de las tres emisoras locales de noticias estaba dedicada a la lectura del acta de acusación de Peter Houghton que tenía lugar aquella mañana. Alex estaba de pie delante del televisor de su dormitorio, con una taza de café entre las manos, observando la imagen de fondo que aparecía por detrás de los ansiosos reporteros: su antiguo lugar de trabajo, la sala del tribunal del distrito.

Josie estaba durmiendo el sueño sin interrupciones ni sueños de los sedados. Para ser del todo sincera, Alex también necesitaba un espacio de tiempo a solas consigo misma. ¿Quién habría podido imaginar que una mujer que había adquirido tal maestría en el arte de adoptar un rostro público encontraría tan agotador, desde un punto de vista emocional, mantener la compostura tanto rato delante de su propia hija?

Tenía ganas de sentarse y beber hasta emborracharse. De cubrirse la cara con las manos y echarse a llorar por su buena suerte: tenía a su hija allí mismo, a dos puertas de distancia. Al cabo de un rato podrían desayunar juntas. ¿Cuántos padres en aquella ciudad, al despertar aquella mañana, comprenderían que eso ya no iba a ser posible para ellos?

Alex apagó el televisor. No quería poner en riesgo su objetividad como futura jueza del caso escuchando lo que dijeran los medios de comunicación.

Sabía que habría críticas, personas que dirían que, dado que su hija iba al Instituto Sterling, Alex debía ser apartada del caso. Si Josie hubiera recibido algún disparo, habría sido del mismo parecer. Si Josie hubiera seguido siendo amiga de Peter Houghton, Alex habría sido la primera en recusarse a sí misma. Pero tal como estaban las cosas, el juicio de Alex no era menos objetivo que el de cualquier otro juez que viviera en la zona, o que conociera a algún alumno del centro, o que tuviera un hijo adolescente. Era algo que sucedía de continuo con los letrados de la región: al final, siempre había algún conocido que acababa en el tribunal donde trabajaban. Cuando Alex era jueza de tribunal de distrito y la ubicación física de su trabajo era rotatoria, se veía frente a frente con personas a las que había conocido en su vida personal: el cartero al que habían sorprendido con marihuana en el coche; un altercado doméstico entre su mecánico y su esposa. Siempre que la disputa no involucrara a Alex de una forma personal, era perfectamente legal, e incluso preceptivo, que fuera ella la que llevara el caso. Lo único que había que hacer en tales circunstancias era mantenerse al margen. Se era el juez, y nada más. Tal como lo veía Alex, el caso de los disparos en el instituto pertenecía a la misma categoría, sólo que elevada un grado. Es más, hubiera argumentado Alex, en un caso con una cobertura mediática como aquélla, para garantizar una máxima imparcialidad con respecto al agresor, lo mejor era alguien con un pasado de abogada defensora como el suyo. Y cuanto más lo pensaba, con mayor firmeza se convencía Alex de que no podría hacerse justicia sin su participación, y más absurdo le parecía que alguien pudiera sugerir que ella no era la mejor jueza posible para el caso.

Dio otro sorbo de café y fue de puntillas desde su dormitorio hasta el de Josie. Pero la puerta estaba abierta, y su hija no estaba en la cama.

—¿Josie? —llamó Alex, presa del pánico—. Josie, ¿dónde estás?

—Aquí abajo —respondió Josie, y Alex notó que se deshacía el nudo que se había hecho en su interior. Bajó la escalera y encontró a Josie sentada a la mesa de la cocina.

Llevaba falda, panties y un suéter negro. Tenía el pelo aún mojado de la ducha, y había intentado protegerse el vendaje de la frente con una cinta para el flequillo. Levantó la vista hacia Alex.

—¿Tengo buen aspecto?

—¿Para qué? —preguntó Alex, atónita. ¿No pretendería ir a clase? Los médicos le habían dicho a Alex que era posible que Josie no llegara a recuperar la memoria de los minutos en que se habían producido los disparos, pero ¿era posible que hubiese borrado también de su mente el hecho de que hubieran sucedido?

—Para la sesión en el juzgado —dijo Josie.

—Cielo, ni hablar siquiera de acercarte hoy por allí.

—Tengo que ir.

—No vas a ir —dijo Alex de modo terminante.

Josie murmuró en voz baja:.

—¿Por qué no?

Alex abrió la boca para contestar, pero no pudo decir nada. No era una cuestión de lógica, era puro instinto visceral: no quería que su hija volviera a revivir toda aquella experiencia.

—Porque lo digo yo —replicó por fin.

—Eso no es ninguna respuesta —la acusó Josie.

—Sé muy bien lo que harán los medios de comunicación si te ven hoy por los juzgados —dijo Alex—. Durante la lectura del acta de acusación no va a suceder nada que vaya a suponer una sorpresa para nadie, y en estos momentos no quiero perderte de vista.

Other books

Daemon by Daniel Suarez
Told by an Idiot by Rose Macaulay
The Prodigal Girl by Grace Livingston Hill
Love on the Mend by Karen Witemeyer
The Last Full Measure by Ann Rinaldi
Lord Byron's Novel by John Crowley
Soft Focus by Jayne Ann Krentz