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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (22 page)

Josie y su madre estaban sentadas en el fondo, pero a pesar de ello, Josie no podía sustraerse al sentimiento de que todo el mundo la miraba. No estaba segura si ello se debía a que todos sabían que había sido la novia de Matt, o a que intentaban ver qué sentía.

—Bienaventurados los que lloran —leía el sacerdote—, porque serán consolados.

Josie se estremeció. ¿Estaba ella llorando en su interior? ¿Llorar era notar un agujero por dentro que se hacía más grande cada vez que querías taparlo? ¿O acaso era incapaz de llorar, porque era incapaz de recordar?

Su madre se inclinó sobre ella.

—Podemos marcharnos si quieres. No tienes más que decirlo.

Josie no tenía ni idea de quién era ella misma, pero allí, en el funeral, le pareció que, además, no tenía ni idea de quién era nadie. Gente que la había ignorado durante toda la vida ahora la conocían por el nombre. Todos parecían enternecerse cuando la miraban. Y su madre le parecía la más extraña de todos, como una de esas adictas a los grupos de terapia que ha pasado por una experiencia próxima a la muerte y después ama a todo el mundo y se abraza a los árboles. Josie pensaba que tendría que discutir con su madre para que la dejara asistir al funeral de Matt, pero para su sorpresa, había sido ella quien se lo había propuesto. El estúpido psiquiatra al que Josie tenía que ir entonces, y probablemente durante el resto de su vida, no dejaba de hablar acerca de cerrar. Por lo visto, cerrar significaba que una pérdida podía calificarse de normal si la superabas, como cuando pierdes un partido de fútbol, o una camiseta. Cerrar también significaba que su madre se había transformado en una loca máquina de emotividad ultracompensadora que no paraba de preguntarle si necesitaba algo (¿cuántas tazas de infusión podía beber una persona sin licuarse?) y de intentar comportarse como una madre corriente, o al menos como lo que ella imaginaba que debía de ser una madre corriente. «Si de verdad quieres que me sienta mejor —le daban ganas de decir a Josie—, vuelve al trabajo». Entonces podrían fingir que todo iba como siempre. Después de todo, para empezar, era su madre la que la había enseñado a fingir.

En la parte delantera de la iglesia había un ataúd. Josie sabía que no estaba abierto. Habían circulado rumores. Era difícil de imaginar que Matt estuviera dentro de aquella caja negra barnizada. Que no respirara, que sus venas se hubieran quedado sin una gota de sangre y las hubieran rellenado con productos químicos.

—Amigos, mientras nos hallamos aquí reunidos para honrar la memoria de Matthew Carlton Royston, nos encontramos bajo el cobijo protector del amor sanador de Dios —decía el sacerdote—. Somos libres para dar rienda suelta a nuestro dolor, liberar nuestra rabia, enfrentarnos a nuestro vacío, sabiendo que a Dios le importa.

El año anterior, en historia universal antigua, habían estudiado el modo que tenían los egipcios de embalsamar a los muertos. Matt, que sólo estudiaba cuando Josie le obligaba, se había mostrado verdaderamente fascinado. Le había impresionado en particular la técnica de extraer el cerebro succionándolo por la nariz; las posesiones que acompañaban al faraón en su tumba; las mascotas que se enterraban con él. Josie había leído el capítulo del libro de texto en voz alta, con la cabeza apoyada en el regazo de Matt. Él la había interrumpido poniéndole la mano en la frente.

—Cuando yo me muera —le dijo—, pienso llevarte conmigo.

El sacerdote paseó la mirada por la multitud.

—La muerte de un ser querido es algo capaz de sacudir los fundamentos mismos sobre los que nos apoyamos. Cuando la persona es tan joven y tan llena de capacidades y proyectos, los sentimientos de dolor y desamparo son aún más abrumadores si cabe. En momentos así es cuando nos volvemos hacia nuestros amigos y familiares en busca de apoyo, de un hombro sobre el que llorar, de alguien que nos acompañe en este camino de dolor y de angustia. No podemos hacer que Matt vuelva, pero sí podemos sentirnos más confortados si sabemos que él ha encontrado en la muerte la paz que se le negó en la tierra.

Matt no iba a misa. Sus padres sí, e intentaban que él fuera, pero Josie sabía que era algo que él aborrecía. Opinaba que era una forma de perder el domingo, y que si Dios creía que valía la pena estar con él, podía encontrarlo conduciendo su jeep sin capota o jugando a hockey sobre hielo, y no sentado en una sala sofocante y leyendo sensiblerías.

El sacerdote se hizo a un lado, y el padre de Matt se puso en pie. Josie lo conocía, naturalmente, siempre contaba unos chistes de pena, hacía juegos de palabras sin ninguna gracia. Había sido jugador de hockey con el equipo de la Universidad de Vermont hasta que se destrozó la rodilla, y había puesto grandes esperanzas en Matt. De la noche a la mañana se había vuelto un hombre cargado de espaldas y hosco, como si se hubiera convertido sólo en una cáscara. Al dirigirse a la congregación, habló de la primera vez que había llevado a Matt a patinar; le había dado un palo de hockey, tirando él de la punta del mismo y arrastrando al chico sobre el hielo, para advertir al cabo de poco que ya patinaba sin agarrarse del palo. En la primera fila, la madre de Matt se echó a llorar. Los sollozos, fuertes y ruidosos, se derramaban por las paredes de la iglesia como pintura.

Antes de darse cuenta de lo que hacía, Josie se puso de pie.

—¡Josie! —le susurró su madre, con irritación; una reacción instintiva propia de la madre que solía ser antes, siempre temerosa de ponerse en evidencia. Josie temblaba con tal fuerza que le parecía que sus pies no tocaban el suelo, mientras se dirigía por el pasillo, vestida de negro con ropa de su madre, en dirección al ataúd de Matt, como atraída por su magnetismo.

Sentía los ojos del padre de Matt clavados en ella, al tiempo que oía los murmullos de los asistentes. Llegó hasta el féretro, tan pulido y brillante que pudo ver su propio rostro reflejado en él, una impostora.

—Josie —dijo el señor Royston, bajando del altar para abrazarla—. ¿Estás bien?

Josie tenía la garganta apretada como el capullo de una rosa. ¿Cómo podía aquel hombre, cuyo hijo estaba muerto, preguntarle eso a ella? Se sentía como si se evaporara en el aire, y se preguntó si era posible volverse uno un fantasma sin haber muerto; y si esa parte del proceso no sería más que un tecnicismo.

—¿Querías decir algo? —la invitó el señor Royston—. ¿Algo sobre Matt?

Antes de darse cuenta siquiera de lo que sucedía, el padre de Matt la ayudó a subir al altar. Era levemente consciente de la presencia de su madre, que se había levantado de su lugar en el banco y avanzaba poco a poco hacia el frente de la iglesia. ¿Para qué? ¿Para evitar que cometiera otro error?

Josie tenía la mirada fija en un paisaje de rostros que reconocía sin conocerlos. «Cuánto le quería —pensaban todos—. Estaba con él cuando murió». Su respiración estaba aprisionada como una mariposa nocturna en la jaula de sus pulmones.

Pero ¿qué iba a decir ella ahora? ¿La verdad?

Josie sintió que se le retorcían los labios y que se le arrugaba la cara. Se echó a llorar tan fuerte que notó cómo vibraban las tablas de madera de la tarima de la iglesia; tanto, que estaba segura de que hasta Matt podía oírla desde el interior de aquel ataúd sellado.

—Lo siento —dijo con voz ahogada, dirigiéndose a él, al señor Royston, a cualquiera que quisiera escucharla—. Oh, Dios mío, cuánto lo siento.

No se dio cuenta de que su madre había subido los escalones del altar, le había pasado un brazo alrededor de los hombros y se la llevaba hacia la parte de atrás, hasta una pequeña antesala utilizada por el organista. No protestó cuando su madre le ofreció un Kleenex y le pasó la mano por la espalda. Ni siquiera le importó que su madre le colocara el pelo por detrás de las orejas, como hacía cuando Josie era pequeña, aunque apenas recordaba el gesto.

—Todos deben de pensar que soy una idiota —dijo Josie.

—Nada de eso. Lo que creen es que lloras la pérdida de Matt. —Su madre dudó unos segundos—. Sé que crees que tú tuviste la culpa.

El corazón de Josie latía con tal fuerza que movía la fina tela de gasa del vestido.

—Tesoro —le dijo su madre—, tú no podías salvarle.

Josie agarró otro pañuelo de papel, y fingió que su madre lo había entendido.

El régimen penitenciario de máxima seguridad suponía que Peter no tenía compañero de celda. Tampoco un tiempo de recreo porque no podía salir al patio. Le llevaban la comida a la celda tres veces al día. Sus lecturas pasaban la censura de los funcionarios. Y, dado que el personal de la prisión seguía considerándolo un potencial suicida, en el espacio de su celda había solamente un inodoro y un banco: ni sábanas, ni colchón, nada que pudiera servir para confeccionar algo con lo que liberarse de este mundo.

En la pared que ocupaba el fondo de su celda había cuatrocientos quince ladrillos; los había contado. Dos veces. Después había pasado el rato mirando fijamente a la cámara que lo vigilaba. Peter se preguntaba quién habría al otro lado de aquella cámara. Se imaginó un montón de guardianes arremolinados en torno a un miserable monitor de televisión, dándose codazos y desmontándose de risa cada vez que Peter tenía que ir al retrete. En otras palabras, una vez más, un grupo de gente que se reía a su costa.

La cámara tenía una luz roja, el indicador de encendido, y un simple objetivo que rielaba como el arco iris. El objetivo estaba ceñido por una circunferencia de plástico que parecía su párpado. A Peter le asaltó el pensamiento de que, aunque él no fuera un suicida, unas semanas más en aquellas condiciones y lo sería.

En la cárcel no llegaba a hacerse nunca la completa oscuridad, tan sólo una penumbra. Tampoco le importaba mucho, de todos modos, poca cosa había que hacer salvo dormir. Peter se tumbaba en el banco, preguntándose si la capacidad auditiva se perdería al no usarla; si la facultad de hablar seguiría su mismo camino. Recordaba haber estudiado en clase de ciencias sociales que en el antiguo Oeste, cuando encerraban en la cárcel a los nativos americanos, a veces caían fulminados, muertos. Como explicación se había impuesto la teoría de que una persona tan acostumbrada a la libertad de los espacios al aire libre no podía soportar el confinamiento. Pero Peter tenía otra. Cuando la única compañía que tenías eras tú mismo, y no querías entablar relaciones sociales, sólo había una forma de salir de allí.

Acababa de pasar por delante de la celda uno de los guardianes que realizaba la ronda de seguridad, consistente en darse una vuelta por las celdas pisando fuerte con sus pesadas botas, cuando Peter oyó:

—Sé lo que hiciste.

«Mierda —pensó—. Ya he empezado a volverme loco».

Y luego:

—Todo el mundo lo sabe.

Peter bajó los pies hasta tocar el suelo de cemento, se sentó y miró a la cámara, pero ésta no le reveló secreto alguno.

La voz sonaba como el viento que pasa rozando la nieve: un susurro lúgubre.

—A tu derecha —dijo, y Peter se puso lentamente en pie y se acercó a un rincón de la celda.

—¿Quién… quién está ahí? —preguntó.

—Maldición, ya era hora. Creí que nunca ibas a dejar de gimotear.

Peter intentó mirar por entre los barrotes, pero no pudo ver nada.

—¿Me has oído llorar?

—Puto bebé —dijo la voz—. A ver si creces de una puta vez.

—¿Quién eres?

—Puedes llamarme Carnívoro, como todos.

Peter tragó saliva.

—¿Por qué estás aquí?

—Por nada de lo que ellos dicen —replicó Carnívoro—. ¿Cuánto tiempo?

—¿Cuánto tiempo qué?

—¿Cuánto tiempo te falta para el juicio?

Peter no lo sabía. Era la pregunta que había olvidado hacerle a Jordan McAfee, seguramente porque tenía miedo de oír la respuesta.

—El mío es la semana que viene —dijo Carnívoro, sin darle tiempo a Peter a contestar.

La puerta metálica de la celda le parecía de hielo al contacto de la sien.

—¿Cuánto llevas aquí? —preguntó Peter.

—Diez meses —repuso Carnívoro.

Peter se imaginó sentado allí, en aquella celda, diez meses seguidos. Pensó en todas las veces que había contado aquellos estúpidos ladrillos, en todas las veces que los guardias, a través de su pequeño aparato de televisión, lo verían orinar.

—Tú has matado a niños, ¿verdad? ¿Sabes lo que les pasa en la cárcel a los tipos que han matado a niños?

Peter no respondió. Él era más o menos de la misma edad que todos los demás alumnos del Instituto Sterling. No se había puesto a disparar en una guardería. Y no le habían faltado sus razones.

No quiso seguir hablando sobre aquel tema.

—¿Cómo es que no estás fuera bajo fianza?

Carnívoro se mofó:

—Porque dicen que violé a no sé qué camarera, y que luego la apuñalé.

¿Todos los que estaban en aquella prisión se considerarían inocentes? Peter se había pasado todo el tiempo que había estado tumbado en el banco convenciéndose de que él era totalmente diferente a todos los demás presos que pudiera haber en la prisión del condado de Grafton… y ahora resultaba que era mentira.

¿Lo mismo le habría parecido a Jordan?

—¿Sigues ahí? —preguntó Carnívoro.

Peter volvió a tumbarse en el banco sin decir nada más. Volvió la cara hacia la pared, e hizo como que no oía nada mientras el tipo de la celda de al lado intentaba una y otra vez reanudar la comunicación.

Lo que más sorprendió a Patrick era lo joven que parecía la jueza Cormier cuando no estaba en el estrado. Abrió la puerta en vaqueros, con el pelo recogido en forma de coleta y secándose las manos en un paño de cocina. Josie apareció tras ella con el mismo rostro inexpresivo y la mirada fija que había visto en todas las demás víctimas a las que había entrevistado. Josie era una pieza vital del rompecabezas, la única testigo que había visto a Peter matar a Matthew Royston. Pero a diferencia de todas aquellas otras víctimas, Josie tenía una madre que conocía todos los entresijos del sistema judicial.

—Jueza Cormier —dijo Patrick—. Josie. Gracias por permitirme venir a su casa.

La jueza le miró a los ojos.

—Pierde el tiempo. Josie no recuerda nada.

—Con el debido respeto, señora jueza, mi trabajo es pedirle a Josie que me lo diga ella misma.

Se preparó para una discusión, pero ella retrocedió invitándole a entrar. Los ojos de Patrick recorrieron el vestíbulo de arriba abajo: la mesa de anticuario con una planta cuyas largas hojas caían sobre la superficie, los paisajes de buen gusto colgados de las paredes. De modo que así era como vivía un juez. Su casa, en cambio, era un sitio de paso, un refugio en el que se amontonaba ropa sucia, periódicos viejos y comida con fecha de caducidad más que cumplida, donde ponía los pies apenas unas horas entre turno y turno en la oficina.

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