Diecinueve minutos (24 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

—Perdona. Es que estaba ocupado.

—Ya me imagino. No se habla de otra cosa. ¿Cómo lo llevas?

—Bueno, ya sabes, como siempre —dijo, cuando lo que en realidad habría querido decir era que no podía dormir por las noches, que veía las caras de las víctimas cada vez que cerraba los ojos, que tenía en la punta de la lengua montones de preguntas que estaba seguro de que había olvidado formular.

—Patrick —dijo ella, porque era su mejor amiga y porque era la persona que mejor conocía, incluido él mismo—, no te culpes.

Él agachó la cabeza.

—Ha pasado en mi ciudad, ¿cómo quieres que no lo haga?

—Si tuvieras videoteléfono, podría saber si llevas un cilicio, o la capa y las botas —dijo Nina.

—No tiene gracia.

—No, no la tiene —convino ella—. Pero al menos sabes que el juicio será pan comido. ¿Cuántos testigos tienes? ¿Mil?

—Más o menos.

Nina se quedó callada. A una mujer que vivía con el remordimiento como compañero inseparable, Patrick no necesitaba explicarle que no bastaba con condenar a Peter Houghton. Patrick sólo se quedaría satisfecho si llegaba a entender por qué Peter había hecho aquello.

Para poder evitar que volviera a pasar.

De un informe del FBI, redactado por agentes especiales encargados de estudiar casos de tiroteos en centros escolares en todo el mundo:

Hemos apreciado semejanzas en la dinámica familiar de los asaltantes a escuelas con armas de fuego. Es frecuente que el agresor mantenga una relación turbulenta con sus padres, o que tenga unos padres que acepten su conducta patológica. En el seno de la familia hay una carencia de confianza. El transgresor no ha tenido límites en el uso de la televisión o de la computadora, y a veces ha tenido acceso a armas.

En cuanto al entorno escolar, encontramos, por parte de quien acabará cometiendo un asalto con disparos, una tendencia a distanciarse del proceso de aprendizaje. El propio centro escolar puede haber mostrado asimismo tendencia a aceptar conductas irrespetuosas, lo mismo que falta de equidad en la aplicación de la disciplina y una cultura muy rígida; algunos alumnos gozan de un gran prestigio, tanto por parte de los profesores como del personal.

Es muy posible que este tipo de agresores tengan acceso fácil a películas violentas, así como a programas de televisión y videojuegos del mismo género; al consumo de drogas y de alcohol; que frecuenten un grupo de personas afines, al margen del centro escolar, que dé apoyo a su comportamiento.

Cabe añadir que, con anterioridad a la perpetración del acto violento, suele haber filtraciones, indicios o pistas de que algo se avecina. Estos indicios pueden darse en forma de poemas, escritos, dibujos, mensajes vía Internet, o amenazas tanto en su presencia o como en su ausencia.

A pesar de los rasgos comunes aquí descritos, prevenimos del empleo de este informe para la confección de listas de control con la finalidad de predecir futuros casos similares. En manos de los medios de comunicación, eso podría dar como resultado calificar de peligrosos a muchos alumnos no violentos. De hecho, hay un gran número de adolescentes que jamás cometerán acto violento alguno y que en cambio muestran algunas de las características de la lista.

Lewis Houghton era un animal de costumbres. Todas las mañanas se despertaba a las cinco y treinta y cinco y bajaba al sótano a correr unos minutos en la cinta rodante. Se duchaba y desayunaba un tazón de cereales mientras repasaba los titulares del periódico. Llevaba siempre el mismo chaquetón, hiciera frío o calor, y estacionaba siempre en el mismo sitio en el parking de la facultad.

En una ocasión, había intentado realizar un cálculo matemático de los efectos de la rutina en la felicidad, pero había descubierto una variable muy interesante que afectaba al resultado final: la cantidad de felicidad aportada por los elementos con los que la persona estaba familiarizada podían verse aumentados o reducidos según fuera la resistencia del individuo a los cambios. O en lenguaje llano, como habría dicho Lacy: por cada persona a la que le gusta la rutina sin variaciones, hay otra que la encuentra sofocante. En tales casos, el coeficiente de rutina se convertía en un valor negativo, y hacer lo que dictaba la costumbre restaba valor a la felicidad.

Tal debía de ser el caso de Lacy, suponía, porque no dejaba de dar vueltas por toda la casa como si no la hubiera visto nunca, incapaz, según todos los indicios de volver a su trabajo.

—¿Cómo puedes esperar que en estos momentos piense en los hijos de las demás? —le había dicho a Lewis.

Ella seguía insistiendo en que tenían que hacer algo, pero a él no se le ocurría qué podía ser. Y como no podía consolar ni a su esposa ni a su hijo, Lewis decidió que sólo le quedaba la opción de consolarse a sí mismo. Tras la sesión del acta de acusación, y después de haber pasado cinco días sentado en su casa de brazos cruzados, una buena mañana se preparó el maletín, desayunó los cereales, leyó el periódico y se fue al trabajo.

Camino de su despacho, iba pensando en la ecuación de la felicidad. Uno de los principios de su gran aportación (F=R/E o, lo que es lo mismo, Felicidad es igual a Realidad dividido por Expectativas), se basaba en el hecho, aceptado como una verdad universal, de que siempre se tiene alguna expectativa en relación con el porvenir. En otras palabras, E siempre era un número real, puesto que la división entre cero no es posible. Pero últimamente se preguntaba acerca de la veracidad de este supuesto. Las matemáticas no daban más de sí. En plena noche, mientras permanecía acostado, completamente despierto y mirando al techo, y sabiendo que su mujer, a su lado, fingía dormir pero estaba haciendo exactamente lo mismo que él, Lewis había llegado a creer que uno se puede ver condicionado a no esperar absolutamente nada de la vida. De esta forma, al perder a tu hijo mayor no tenías por qué sentir pesadumbre. Y cuando encerraban a tu segundo hijo en la cárcel por haber cometido una masacre, no te quedabas destrozado. Sí se podía dividir entre cero. Era como si tuvieras un agujero donde antes tenías el corazón.

Nada más poner los pies en el campus, Lewis se sintió mejor. Allí no era el padre del joven asesino de sus compañeros de instituto ni nunca lo había sido. Allí era Lewis Houghton, profesor de economía. Allí, sus escritos no habían perdido un ápice de su valor; no tenía por qué contemplar el corpus de sus investigaciones, preguntándose en qué punto fallaban.

Lewis acababa de sacar unos papeles del maletín, cuando el catedrático del departamento de economía asomó la cabeza por la puerta entreabierta. Hugh Macquarie era un hombre grandullón (los estudiantes le llamaban Huge Andhairy a sus espaldas)
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, que había asumido el puesto con entusiasmo.

—¿Houghton? ¿Qué haces aquí?

—La última vez que lo comprobé, la universidad seguía pagándome por mi trabajo —dijo Lewis, intentando responder con una broma. Él no sabía hacer bromas, nunca había sabido. Decía cosas fuera de lugar, daba palos de ciego.

Hugh entró en el despacho.

—Cielo santo, Lewis, no sé qué decir. —Dudó unos segundos.

Lewis no se lo reprochaba. Él tampoco sabía qué decir. Podía haber fórmulas verbales para expresar el pésame, o la pérdida de una mascota adorada, o para la pérdida de un trabajo, pero nadie parecía conocer las palabras apropiadas para consolar a alguien cuyo hijo había matado a diez personas.

—Pensé en llamarte a casa. Lisa hasta quería llevarles algo de comer, o cualquier cosa. ¿Cómo está Lacy?

Lewis se subió los anteojos sobre la nariz.

—Oh —dijo—. En fin, intentamos que todo siga con la mayor normalidad posible.

Al decirlo, se imaginó su vida como una gráfica. La normalidad era una raya que se prolongaba y se prolongaba, acercándose cada vez más al eje, pero sin llegar a alcanzarlo nunca.

Hugh se sentó en la silla situada delante del escritorio de Lewis. La misma silla en la que solía sentarse de vez en cuando algún estudiante que necesitaba una aclaración sobre microeconomía.

—Lewis, tómate un tiempo prudencial —le dijo.

—Gracias, Hugh. Te lo agradezco de veras. —Lewis echó una ojeada a una ecuación escrita en la pizarra, que había tratado de descifrar—. Pero lo que más necesito en este momento es estar aquí. Es una manera de sustraerme a todo aquello. —Tomó una tiza y se puso a escribir una larga serie de números que le tranquilizaran.

Sabía que no era lo mismo algo que te hiciera feliz o algo que no te hiciera desgraciado. El truco estaba en autoconvencerse de que eran una sola cosa.

Hugh le puso la mano en el brazo, interrumpiéndolo en mitad de la ecuación.

—Quizá no me he expresado bien. Necesitamos un tiempo prudencial.

Lewis se quedó mirándolo.

—Oh. Vaya, ya veo —balbuceó, aunque no lo veía. Si Lewis estaba dispuesto a separar su trabajo de su vida personal, ¿por qué no hacía lo mismo la Universidad de Sterling?

A menos que…

¿Había habido un error de base? Si uno no estaba seguro en las decisiones que tomaba como padre, ¿podía tapar sus inseguridades con la confianza demostrada como profesional? ¿O lo que uno daba por seguro siempre sería algo inconsistente, como una pared de papel sobre la que no podía colgarse ningún peso?

—Es sólo por un tiempo —dijo Hugh—. Es lo mejor.

«¿Para quién?», pensó Lewis, pero guardó silencio hasta que oyó que Hugh cerraba la puerta tras él al salir.

Una vez se hubo marchado el catedrático, Lewis levantó de nuevo la tiza. Se quedó mirando las ecuaciones hasta que se le superpusieron unas sobre otras en la visión, y entonces empezó a hacer garabatos con furia, como un compositor ante una sinfonía que avanzara demasiado de prisa para sus dedos. ¿Cómo era que no se había dado cuenta antes? Todo el mundo sabía que si divides la realidad entre las expectativas, obtienes el coeficiente de felicidad. Pero que cuando inviertes la ecuación, las expectativas divididas entre la realidad, no obtienes lo opuesto a la felicidad. El resultado obtenido, comprendió Lewis, era esperanza.

Pura lógica: tomando la realidad como una constante, las expectativas tenían que ser mayores que la realidad para generar optimismo. Por otra parte, un pesimista era una persona cuyas expectativas estaban por debajo de la realidad, una fracción de resultado cada vez más pequeño. De acuerdo con la condición humana, este número se aproximaba a cero sin llegar a alcanzarlo nunca: nunca se renunciaba por completo a la esperanza, que podía volver a subir como la marea a la menor provocación.

Lewis se retiró unos pasos de la pizarra, repasando su obra. Alguien que fuera feliz tendría poca necesidad de esperar un cambio. Pero a la inversa, una persona optimista lo era porque quería creer en algo que fuera mejor de lo que era su realidad.

Se preguntó si habría excepciones a la regla: si las personas felices podían ser personas esperanzadas; si la gente desgraciada habría renunciado a toda expectativa de que las cosas pudieran ser mejores.

Y ello llevó a Lewis a pensar en su hijo.

Allí, de pie delante de la pizarra, se echó a llorar, con las manos y las mangas cubiertas del fino polvo blanco de la tiza, como si se hubiera convertido en un fantasma.

Las oficinas de la Brigada de Locos Informáticos, como Patrick llamaba en tono afectuoso a los técnicos que se introducían en la Red en busca de pornografía o temas relacionados con la actitud antisistema, estaban llenas de computadoras. No sólo el que habían incautado de la habitación de Peter Houghton, sino de unos cuantos más del Instituto Sterling, incluido el de la secretaría general y una remesa de la biblioteca.

—Es un hacha —dijo Orestes, un técnico informático al que Patrick no le habría echado edad suficiente como para haberse acabado la secundaria—. Y no hablamos sólo de programación HTML. El tipo conocía la mierda que tocaba.

Extrajo algunos archivos de las tripas de la computadora de Peter, unos ficheros gráficos que no tenían mucho sentido para Patrick, hasta que el informático pulsó varias combinaciones de teclas y de repente en la pantalla apareció un dragón en tres dimensiones, exhalando fuego.

—¡Vaya! —exclamó Patrick.

—Ya te digo… Por lo que se ve, el tipo hasta ideó él solito algún que otro videojuego, y los colgó en un par de páginas de Internet, de donde pueden bajárselos otros usuarios e intercambiar opiniones.

—¿Y en esas páginas no hay registro de mensajes enviados?

—Un respiro, amigo, confía y verás —dijo Orestes, que buscó una de las páginas que tenía ya archivada en Favoritos—. Peter entraba con el alias de Death Wish. Se trata de un…

—… de un grupo de música —concluyó Patrick la frase—. Ya sé cómo es el asunto.

—No son sólo un grupo de música —dijo Orestes con tono reverencial, mientras sus dedos volaban sobre el teclado—. Son la voz actual de la conciencia colectiva humana moderna.

—Eso díselo a Tipper Gore.

—¿A quién?

Patrick se rió.

—Supongo que ya no es de tu época.

—¿Tú qué solías escuchar cuando eras pequeño?

—A los trogloditas haciendo entrechocar las piedras —contestó Patrick con sarcasmo.

La pantalla se llenó de mensajes de Death Wish. La mayoría de ellos eran opiniones acerca de cómo mejorar determinado diseño, o bien opiniones sobre otros juegos que habían sido subidos a la página. Dos eran citas de letras de canciones de Death Wish.

—Éste es mi favorito —dijo Orestes, que seleccionó el mensaje.

De: Death Wish

A: Hades 1991

Esta ciudad está a punto de reventar. Este fin de semana hay una muestra de artesanía. Esto se va a llenar de viejas brujas que vendrán a enseñar las mamarrachadas que han hecho.

Una muestra de mierdería, tendrían que decir. Pienso esconderme entre los arbustos de los jardines de fuera de la iglesia: prácticas de tiro al blanco mientras crucen la calle… ¡Diez puntos por cada vieja! ¡Yu-huuu!

Patrick se recostó en el respaldo de la silla.

—Bueno, eso no prueba nada.

—Ya —dijo Orestes—. Las muestras de artesanía son una angustia, la verdad. Pero mira esto. —Se desplazó sin levantarse de la silla hasta otra terminal, instalada en una mesa—. Se coló en el sistema de seguridad de la red informática del instituto.

—¿Con qué objeto? ¿Falsificar sus notas?

—Qué va. El programa que configuró atravesó la protección del sistema informático del instituto a las nueve y cincuenta y ocho de la mañana.

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