Diecinueve minutos (27 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

—¿Sabes si Peter… ? —dijo Alex.

—No lo sé. ¿Y Josie?

—Vengo a llevármela.

Llegaron juntas a la oficina principal, donde les indicaron que fueran hasta el final del pasillo, la sala de comunicaciones.

—No puedo creer que les estén dejando ver las noticias —dijo Lacy, corriendo junto a Alex.

—Son lo bastante mayores como para entender lo que está pasando —contestó ésta.

Lacy sacudió la cabeza en señal de negación.

—Yo misma no soy lo bastante mayor como para entender lo que está pasando.

La sala de comunicaciones estaba repleta de alumnos, unos sentados en sillas, otros en las mesas, otros diseminados por el suelo. Alex tardó unos segundos en comprender qué era lo que le parecía tan poco natural en todo aquel tropel: nadie hacía el menor ruido. Hasta las profesoras estaban de pie, tapándose la boca con la mano, como si temieran dejar escapar alguna emoción; porque si se abrían las compuertas, la inundación lo barrería todo a su paso.

En la parte delantera de la estancia había un único televisor, sobre el que estaban fijas todas las miradas. Alex distinguió a Josie porque ésta llevaba una de las cintas de Alex para el pelo, una con un diseño de piel de leopardo.

—Josie —llamó, y su hija se volvió en redondo, para acto seguido dirigirse hacia ella, pasando casi por encima de los demás chicos en su esfuerzo por llegar hasta su madre.

Josie se abalanzó sobre ella como un huracán de emoción y de furia, pero Alex sabía que dentro, en algún lugar, estaba el ojo de aquella tempestad, por lo que, como con cualquier otra fuerza de la naturaleza, habría que prepararse para otra arremetida antes de que las cosas volvieran a la normalidad.

—Mamá —sollozó—, ¿ya se ha acabado?

Alex no sabía qué decirle. Como madre, se suponía que debía tener todas las respuestas, pero no las tenía. Se suponía que era capaz de proteger a su hija y mantenerla a salvo, pero tampoco eso podía prometérselo. Tenía que poner al mal tiempo buena cara y decirle a Josie que todo iría bien, cuando ella ni siquiera sabía si eso era verdad. Incluso en el trayecto desde los juzgados hasta allí, había tomado conciencia de la fragilidad de las carreteras por las que transitaban; de la brecha que con tanta facilidad podía abrirse en la divisoria del cielo. Al pasar junto a varias fuentes había pensado en la posibilidad de una contaminación del agua potable; se había preguntado a qué distancia estaba la planta nuclear más cercana.

Y sin embargo se había pasado años siendo la jueza que otras personas esperaban que fuera: fría y sosegada, capaz de llegar a conclusiones sin ponerse histérica. Sin duda, podría adoptar aquella actitud también ante su hija.

—Aquí todos estamos bien —dijo Alex con calma—. Ya ha pasado.

No sabía que, mientras decía aquello, un cuarto avión se estrellaba en el campo, en Pennsylvania. No se dio cuenta de que la crispación con que agarraba el brazo de Josie contradecía sus palabras.

Alex hizo un gesto afirmativo con la cabeza por encima del hombro de Josie, dirigido a Lacy Houghton, que se marchaba llevándose consigo a Peter. No sin asombro, vio lo alto que estaba el chico, casi tan alto como un hombre.

¿Cuántos años habían pasado desde la última vez que lo había visto?

«En un abrir y cerrar de ojos le pierdes la pista a la gente», pensó Alex. Se prometió que no dejaría que eso sucediera entre ella y su hija. Porque, si se pensaba bien, ser juez no tenía la menor importancia en comparación con ser madre. Cuando el asistente de Alex le había dado la noticia de lo sucedido en el World Trade Center, su primer pensamiento no había sido para sus administrados… sino sólo para Josie.

Durante unas semanas, Alex se mantuvo fiel a su promesa. Reorganizó su agenda para estar en casa cuando llegara Josie; dejó los documentos legales en la oficina en lugar de llevárselos a casa para leerlos durante el fin de semana; todas las noches a la hora de la cena, hablaban, pero no una mera charla, sino que sostenían conversaciones de verdad, por ejemplo acerca de por qué
Matar a un ruiseñor
era posiblemente el mejor libro que se había escrito nunca, o acerca de cuándo una podía decir que se había enamorado, o incluso acerca del padre de Josie. Pero entonces, una semana, hubo un caso particularmente espinoso que la tuvo hasta tarde en la oficina. Y Josie empezó a ser capaz de dormir de nuevo toda la noche de un tirón en lugar de despertarse gritando. Volver a la normalidad significaba en parte borrar los límites de lo que era anormal, y al cabo de unos meses, las emociones suscitadas en Alex con motivo del 11-S habían ido quedando olvidadas poco a poco, como una marea que borrara un mensaje escrito en la arena.

Peter odiaba el fútbol, aunque a pesar de ello formaba parte del equipo del instituto, donde seguían una política de «todo el mundo vale»; de modo que los chicos que en condiciones normales no hubieran entrado en el equipo como titulares, ni como de suplentes, ni ¿a quién pretendían engañar?, ni siquiera en el equipo, incluso éstos eran aceptados. Era este motivo, además de la convicción de su madre de que encajar pasaba por unirse a la multitud, el que lo había llevado a apuntarse a los entrenamientos que se hacían por la tarde, y en los que se vio practicando el pase de pelota, que Peter tenía que ir corriendo a buscar más veces de las que conseguía devolvérsela al compañero. Y también se encontró en los partidos, que tenían lugar dos veces por semana, calentando los banquillos de los campos de las escuelas de secundaria de todo el condado de Grafton.

Sólo había una cosa que Peter odiara más que jugar a fútbol, y era vestirse de futbolista. Después de clase, siempre encontraba algo que hacer en su casillero, o una pregunta que plantear a la maestra, de modo que, cuando él llegara al vestuario, sus compañeros estuvieran ya fuera calentando y haciendo estiramientos. Entonces, en un rincón, Peter se desnudaba sin necesidad de tener que oír a nadie burlándose de su pecho hundido, ni que nadie le estirara de la goma de los calzoncillos para darle un chasquido. Le llamaban Peter Homo, en lugar de Peter Houghton, e incluso cuando se quedaba último y no había nadie más en el vestuario, aún les seguía oyendo chocar las palmas de las manos, y sus risas llegaban hasta él como la mancha de una marea negra.

Cuando acababa el entrenamiento, por lo general solía encontrar algo que hacer y que le permitiera ser el último en el vestuario: recoger las pelotas utilizadas en el entrenamiento, hacerle al entrenador alguna pregunta relativa al siguiente partido, o volver a atarse las botas. Si tenía mucha suerte, para cuando llegaba a las duchas todos estaban ya camino de casa. Pero aquel día, nada más acabar el entrenamiento, se había desencadenado una tormenta. El entrenador se llevó a todos los chicos del campo de deportes y los hizo entrar en el vestuario.

Peter se dirigió a paso lento hacia el grupo de casilleros de su rincón. Había ya varios chicos camino de las duchas, con una toalla alrededor de la cintura. Drew, sin ir más lejos, junto con su amigo Matt Royston. Iban riéndose, dándose puñetazos el uno al otro a la altura del hombro para ver cuál de los dos era capaz de encajar el golpe más fuerte.

Peter se volvió de espaldas al resto de secciones del vestuario y se despojó del equipo, para taparse rápidamente con una toalla. El corazón le latía con fuerza. Podía imaginar lo que todos veían al mirarlo, entre otras cosas porque también él lo veía al observarse en el espejo: una piel blanca como el vientre de un pescado; los bultos nudosos que le sobresalían de la columna y de las clavículas. Unos brazos sin una fibra de músculo.

Lo último que hizo Peter fue quitarse los anteojos y dejarlos en el estante de su casillero abierto. Todo se volvió felizmente borroso.

Se fue hacia la ducha con la cabeza gacha, esperando al último segundo para desprenderse de la toalla. Matt y Drew ya se estaban enjabonando. Peter dejó que el chorro de agua le diera en la frente. Imaginó que era un aventurero en un río salvaje y espumoso, recibiendo el embate de una gran cascada mientras era succionado por un remolino.

Al quitarse el agua de los ojos y darse la vuelta, vio los contornos borrosos de dos cuerpos, eran Matt y Drew. Y la mancha oscura entre sus piernas: el vello púbico.

Peter aún no tenía.

Matt se volvió de lado con gesto brusco.

—Por Cristo, deja de mirarme la verga.

—Maricón de mierda —dijo Drew.

Peter se dio la vuelta de inmediato. ¿Y si resultaba que tenían razón? ¿Y si ésa era la razón de que su mirada se hubiera dirigido hacia allí en ese momento? Peor aún, ¿y si se le ponía dura justo entonces, cosa que últimamente le pasaba cada vez más a menudo?

Eso significaría que era gay, ¿o no?

—No te estaba mirando —soltó Peter—. No veo nada.

La risotada de Drew resonó contra las paredes embaldosadas de la ducha.

—A lo mejor es porque tienes la verga chiquita, Mattie.

De pronto Matt había agarrado a Peter por el cuello.

—No llevo anteojos —dijo Peter ahogándose—. Por eso…

Matt le soltó, empujando a Peter contra la pared, y luego salió de la ducha dando una zancada. Agarró la toalla de Peter que estaba colgada de un gancho, y la tiró bajo el chorro de agua. Fue a caer, completamente mojada, encima del desagüe central.

Peter la recogió y se la puso alrededor de la cintura. La tela de algodón estaba empapada, y él estaba llorando, pero pensó que a lo mejor los demás no se daban cuenta, pues todo él estaba chorreando. Todos lo miraban.

Cuando estaba con Josie no sentía nunca nada; no le entraban ganas de darle un beso, ni de tomarla de la mano, ni cosas así. Pero le parecía que tampoco sentía nada de eso por los chicos. Aunque no había duda de que tenías que ser o gay, o hetero. No podías no ser ninguna de las dos cosas.

Se apresuró a volver al grupo de casilleros del rincón y se encontró a Matt de pie delante de la suya. Peter entornó los ojos, intentando ver qué era lo que Matt sostenía en la mano, y entonces lo oyó: Matt tomó sus anteojos y cerró de golpe la puerta del casillero aplastándolos. Luego dejó caer al suelo la montura retorcida.

—Ahora ya no puedes mirarme —dijo, y se marchó.

Peter se arrodilló en el suelo, intentando recoger los fragmentos rotos de cristal. Como no veía bien, se cortó la mano. Se quedó sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y la toalla ahuecada en el regazo. Se acercó la palma de la mano al rostro, hasta que lo vio todo claro.

Alex soñó que caminaba por la calle Mayor completamente desnuda. Entraba en el banco y depositaba un cheque.

—Su Señoría —le dijo el cajero, sonriente—, ¿verdad que hace un día radiante?

Al cabo de cinco minutos, entró en la cafetería y pidió un café con leche descremada. La camarera era una chica con el cabello de un improbable color púrpura y un piercing que le atravesaba el puente de la nariz a la altura de las cejas. Cuando Josie era pequeña y entraban en aquella cafetería, Alex le decía que no se quedara mirando.

—¿Tomará también
biscotti
, Su Señoría? —le preguntó la camarera.

Fue a la librería, a la farmacia y a la gasolinera, y en todas partes notó que la gente la miraba. Ella sabía que iba desnuda, ellos sabían que ella iba desnuda, pero nadie le dijo nada hasta que fue a la oficina de correos. El empleado de la oficina era un viejo que trabajaba allí probablemente desde que abandonaron el Pony Express. Al darle a Alex una tira de sellos, puso furtivamente la mano sobre la suya.

—Señora, puede que yo no sea la persona indicada para decírselo…

Alex lo miró a los ojos, a la expectativa.

Las arrugas de preocupación de la frente del empleado se suavizaron.

—… pero lleva usted un vestido precioso —concluyó.

Era su paciente la que gritaba. Lacy podía oír su llanto desde el otro extremo del pasillo. Corrió todo lo aprisa que pudo, hasta que dobló la esquina y se metió en la habitación.

Kelly Gamboni tenía veintiún años, era huérfana y tenía un coeficiente intelectual de 79. La habían violado en grupo, uno tras otro, tres alumnos del instituto que ahora esperaban ser juzgados en el centro de detención de menores de Concord. Kelly vivía en una residencia católica, donde, como era natural, no se contemplaba la posibilidad de abortar. Pero ahora el médico de guardia del servicio de urgencias había considerado necesario, por motivos médicos, provocar un aborto en la trigésimo sexta semana de embarazo. Kelly estaba tumbada en la cama del hospital, con una enfermera al lado que trataba en vano de consolarla, mientras ella se abrazaba a un osito de peluche.

—¡Papá! —gritaba, a un padre que hacía años que había muerto—. ¡Llévame a casa, papá! ¡Me duele mucho!

El médico entró en la habitación, y Lacy se le encaró.

—¿Cómo se atreve? —dijo—. ¡Es mi paciente!

—Bueno, la han traído a urgencias estando yo de guardia, así que ahora es mi paciente —replicó el médico.

Lacy miró a Kelly y salió al pasillo. A Kelly no le haría ningún bien que los dos se pelearan delante de ella.

—Ha ingresado quejándose de que llevaba dos días mojando la ropa interior. Se le ha hecho una exploración y, según todas las apariencias, ha sufrido una ruptura prematura de membranas —dijo el médico—. No tiene fiebre, y la traza del monitor fetal es reactiva. Un aborto inducido es totalmente razonable. Y además ella ha firmado la hoja dando su consentimiento.

—Puede que sea razonable, pero no es aconsejable. Es retrasada mental. Ahora mismo no entiende lo que le está pasando, está aterrorizada. Y, por descontado, no tiene capacidad para dar su consentimiento. —Lacy giró en redondo—. Voy a llamar al psiquiatra.

—Eso ya lo veremos —dijo el médico, agarrándola por el brazo.

—¡Suélteme!

Aún seguían increpándose mutuamente cuando, al cabo de cinco minutos, se presentó un médico del servicio de psiquiatría. El joven que se plantó delante de Lacy aparentaba la edad aproximada de Joey.

—Debe de ser una broma —dijo el médico; era el primer comentario que hacía con el que Lacy estaba de acuerdo.

Ambos siguieron al psiquiatra a la habitación de Kelly. Para entonces, la joven se abrazaba el vientre, hecha un ovillo, sin dejar de gemir.

—Necesita que le pongan la epidural —murmuró Lacy.

—No es seguro ponerla con dos centímetros —replicó el médico.

—Me da igual, necesita que se la pongan.

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