Diecinueve minutos (25 page)

Read Diecinueve minutos Online

Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

—Fue cuando estalló la bomba del coche —murmuró Patrick.

Orestes giró el monitor para que Patrick pudiera verlo.

—Esto es lo que apareció a esa hora en todas y cada una de las pantallas de las computadoras del instituto.

Patrick miró el fondo morado, sobre el que se desplazaban unas letras de color rojo: PREPARADO O NO… ALLÁ VOY.

Jordan estaba sentado ya a la mesa de la sala de entrevistas de la prisión cuando uno de los funcionarios acompañó allí a Peter Houghton.

—Gracias —le dijo al guardián, con los ojos puestos en Peter, quien escudriñó al instante la estancia. Su mirada se detuvo en la única ventana. Era algo que Jordan había visto una y otra vez en los reclusos a los que había representado. Un ser humano podía convertirse muy fácilmente en un animal enjaulado. Era como la cuestión del huevo y la gallina: ¿se volvían animales porque estaban enjaulados… o estaban enjaulados porque eran animales?

—Siéntate —dijo, pero Peter permaneció de pie.

Jordan comenzó a hablar, haciendo caso omiso de ello.

—Quiero exponerte las normas básicas, Peter —dijo—. Todo lo que yo te diga es confidencial. Todo lo que tú me digas a mí también lo es. Yo no puedo decirle a nadie lo que tú me cuentes. Lo que yo te diga es sólo para ti, pero no para los medios de comunicación, la policía, o quien sea. Si alguien intenta ponerse en contacto contigo, llámame inmediatamente, puedes hacerlo a cobro revertido. Como abogado tuyo, soy yo el que habla por ti. De ahora en adelante, yo seré tu mejor amigo, tu madre, tu padre, tu sacerdote. ¿Ha quedado claro?

Peter lo miraba con expresión de ferocidad.

—Como el cristal.

—Muy bien. Entonces —Jordan sacó del maletín una libreta con membrete y un lápiz—, supongo que tendrás algunas preguntas que hacerme. Podemos empezar por ahí.

—No aguanto esto —espetó Peter—. No entiendo por qué tengo que estar aquí.

La mayoría de los clientes de Jordan iniciaban su estancia en la prisión silenciosos y aterrorizados, para muy pronto dar paso a la ira y la indignación. Sin embargo, en aquel momento Peter hablaba como cualquier otro muchacho normal de su edad, como Thomas lo había hecho cuando parecía que el mundo girase a su alrededor y Jordan simplemente daba la casualidad de que vivía en el mismo mundo que él. Sin embargo, el abogado triunfó sobre el padre que había en Jordan, y comenzó a preguntarse si era posible que Peter Houghton no supiera por qué estaba en la cárcel. Jordan era el primero en reconocer que las defensas basadas en alegaciones de demencia raramente salían bien y estaban en exceso sobrevaloradas, pero tal vez el caso de Peter fuera ése en realidad, y por tanto la clave para asegurarle la absolución.

—¿Qué quieres decir? —le instó a explicarse.

—Son ellos los que me hicieron daño a mí, y ahora me toca cargar con el castigo.

Jordan se recostó en el asiento y se cruzó de brazos. Peter no sentía remordimiento por lo que había hecho, eso estaba claro. En realidad, él se consideraba la víctima.

Y esto era lo más sorprendente de ser abogado defensor: a Jordan no le importaba. En su línea de trabajo no había lugar para los sentimientos personales. Había trabajado con la escoria de la sociedad, con asesinos y violadores que fantaseaban creyéndose mártires. Su trabajo no consistía en creerles o no, ni en juzgarlos. Simplemente, tenía que hacer y decir todo aquello que contribuyera a liberarlos. A pesar de lo que acababa de decirle a Peter, él no era un clérigo, ni un psiquiatra, ni un amigo para su cliente. Él no era nada más que un asesor político.

—Bien —dijo Jordan con voz inalterable—, es preciso que entiendas la postura de las autoridades de la prisión. Para ellos, eres un asesino.

—Pues entonces son todos unos hipócritas —dijo Peter—. Si vieran una cucaracha, la aplastarían, ¿no es verdad?

—¿Es así como definirías lo sucedido en el instituto?

Peter desvió la mirada.

—¿Sabe que no me dejan leer revistas? —dijo—. Ni siquiera puedo salir al patio exterior como los demás.

—No estoy aquí para que me des cuenta de tus quejas.

—¿Para qué está aquí?

—Para ayudarte a salir —dijo Jordan—. Y si quieres que eso suceda, tienes que hablar conmigo.

Peter se cruzó de brazos y pasó la vista de la camisa de Jordan a su corbata y a sus lustrosos zapatos negros.

—¿Por qué? En realidad le importo un carajo.

Jordan se levantó y guardó la libreta de notas en el maletín.

—¿Sabes una cosa?, tienes razón. En realidad me importas un carajo. Lo único que intento es hacer mi trabajo, porque, a diferencia de a ti, a mí el Estado no me va a pagar el alojamiento ni la comida todo el resto de mi vida.

Dio un paso en dirección a la puerta, pero lo retuvo el sonido de la voz de Peter.

—¿Por qué a todo el mundo le afecta tanto que esos imbéciles estén muertos?

Jordan se volvió lentamente, tomando buena nota de que la amabilidad no había servido de mucho con Peter; ni tampoco la voz de la autoridad. Lo único que lo había hecho reaccionar había sido la pura y simple rabia.

—Lo que quiero decir es que todo el mundo les llora… y eran unos imbéciles. Ahora todos dicen que les he arruinado la vida, pero a nadie parecía importarle cuando era mi vida la que estaban arruinando.

Jordan se sentó en el borde de la mesa.

—¿Cómo te arruinaban la vida?

—¿Por dónde quiere que empiece? —replicó Peter con amargura—. ¿Por el jardín de infantes, cuando la maestra nos traía el desayuno, y alguno de ellos me apartaba la silla para que me cayera al suelo y los demás se partieran de risa? ¿O en segundo curso, cuando me metían la cabeza en el inodoro y tiraban de la cadena una y otra vez, porque sabían que podían hacerlo sin que les dijeran nada? ¿O aquella vez que me dieron una paliza cuando volvía a casa del colegio y tuvieron que darme puntos?

Jordan tomó la libreta y anotó: PUNTOS.

—¿A quiénes te refieres cuando dices ellos?

—A un montón de chicos —dijo Peter.

«¿Esos a los que querías matar?», pensó Jordan, pero no lo preguntó.

—¿Por qué crees que la tomaban contigo?

—¿Porque son unos imbéciles? Yo qué sé. Son como una jauría de perros. Tienen que hacer que otro se sienta una mierda para poder sentirse ellos bien.

—¿Qué hacías tú para intentar cambiar las cosas?

Peter resopló.

—Por si no se ha dado cuenta, Sterling no es precisamente una metrópolis. Aquí todo el mundo se conoce. En el instituto te acabas encontrando a los mismos chicos que te encontrabas en los columpios del patio cuando ibas a preescolar.

—¿Y no podías apartarte de su camino?

—Yo tenía que ir al colegio —dijo Peter—. Le sorprendería lo pequeño que es un instituto cuando pasas allí dentro ocho horas al día.

—Entonces, ¿se metían contigo también fuera de la escuela?

—Cuando me encontraban —dijo Peter—. Si estaba solo.

—¿Te hostigaban? —le preguntó Jordan—. Me refiero a llamadas telefónicas, cartas, amenazas…

—Sí, a través de la computadora —dijo Peter—. Me mandaban mensajes instantáneos, diciéndome que no era nadie, cosas así. Interceptaron un correo electrónico que yo había mandado y lo reenviaron a todo el instituto… burlándose… —Miró hacia otro lado y guardó silencio.

—¿Por qué?

—Era… —Sacudió la cabeza en señal de negación—. No quiero hablar de eso.

Jordan anotó algo en la libreta.

—¿Le contaste alguna vez a alguien lo que pasaba? ¿A tus padres? ¿A los profesores?

—A nadie le importaba una mierda —dijo Peter—. Te dicen que no hagas caso. Te dicen que estarán vigilando para que no vuelva a suceder, pero luego no vigilaban. —Fue hasta la ventana y colocó las palmas de las manos contra el cristal—. En primer curso había una chica que tenía esa cosa, esa enfermedad que se te sale la columna por fuera del cuerpo…

—¿Espina bífida?

—Eso. Iba en silla de ruedas y no podía levantarse ni hacer nada, y antes de que entrara en clase, el profesor nos dijo que teníamos que tratarla como si fuera como el resto de nosotros. Pero no era como el resto de nosotros, y todos lo sabíamos, y ella lo sabía. ¿Teníamos que mentirle a la cara, entonces? —Peter sacudió la cabeza—. Todo el mundo dice que está muy bien ser diferente, y se supone que Estados Unidos tiene que ser esa mezcla de todo, pero eso ¿qué cuernos significa? Si tiene que ser una mezcla de todo, entonces es que todo el mundo tiene que acabar siendo igual, ¿no?

Jordan se sorprendió pensando en su hijo Thomas, en su adaptación a la escuela secundaria. Ellos se habían trasladado de Bainbridge a Salem Falls, donde había una población escolar lo bastante reducida como para que las camarillas hubieran desarrollado ya sus gruesas paredes celulares a prueba de intrusos. Durante un tiempo, Thomas se convirtió en un camaleón. Cuando volvía del instituto se refugiaba en su habitación, y salía de allí convertido en jugador de fútbol, en actor o en loco por las mates. Tardó varias mudas de su piel de adolescente en encontrar un grupo de amigos que le dejara ser la persona que él era. A partir de entonces, el resto del paso de Thomas por la enseñanza secundaria fue bastante tranquilo. Pero ¿y si no hubiera encontrado a aquel grupo de amigos? ¿Y si hubiera seguido desprendiéndose de capas de sí mismo hasta quedarse sin nada dentro?

Como si le hubiera leído el pensamiento, Peter se quedó mirándolo fijamente:

—¿Tiene hijos?

Jordan no hablaba de su vida personal con los clientes. Su relación con ellos se reducía a los límites de los tribunales, y nada más. En las contadas ocasiones en que, durante su carrera, había roto esta regla no escrita, había estado a punto de hundirse, tanto personal como profesionalmente. Sin embargo, miró a Peter a los ojos y dijo:

—Dos. Un bebé de seis meses y el mayor, que está en Yale.

—Entonces lo ha conseguido —dijo Peter—. Todo el mundo quiere que su hijo vaya a Harvard, o que sea
quarterback
de los Patriots. No hay nadie que mire a su bebé y piense: «Oh, cuánto me gustaría que cuando mi hijo se haga mayor sea un
freak
. Que entre cada día en el instituto rezando para que nadie se fije en él». Pero ¿sabe una cosa?, todos los días hay chicos a los que les pasa eso.

Jordan se encontró sin respuesta. Una línea muy delgada separaba ser único de ser raro, en aquello que hacía que un niño, al crecer, fuera adaptándose, como Thomas, o se convirtiera en una persona inestable, como Peter. ¿Todo adolescente caía inevitablemente a uno u otro lado de esta cuerda floja; y era posible darse cuenta antes de que perdiera el equilibrio?

Pensó de pronto en Sam, cuando Jordan le había cambiado el pañal aquella misma mañana. El bebé se había agarrado los dedos del pie, fascinado de haberlos encontrado, y al instante se había metido el pie en la boca.

—Míralo —había bromeado Selena por encima de su hombro—, de tal palo tal astilla.

Al acabar de vestir a Sam, Jordan se había quedado maravillado al pensar en el misterio que debía de constituir la vida para alguien tan pequeño. Se imaginó un mundo enormemente grande en comparación consigo mismo. Se imaginó despertándose una mañana y descubriendo una parte de él que ni siquiera sabía que existía.

Cuando no encajas, te vuelves sobrehumano. Puedes sentir los ojos de todos los demás clavados en ti, como el Velcro. Eres capaz de oír una murmuración sobre ti a un kilómetro de distancia. Eres capaz de desaparecer, aun cuando parezca que sigues ahí. Eres capaz de gritar, sin que nadie oiga nada.

Eres el mutante caído en el barril de ácido, el bufón que ya no puede quitarse la máscara, el hombre biónico que ha perdido todos sus miembros y nada de su corazón.

Eres esa criatura que una vez fue normal, pero que de eso hace tanto tiempo, que ya no recuerdas cómo era.

Seis años antes

Peter comprendió que estaba sentenciado el primer día de clase de sexto, cuando su madre le dio un regalo mientras estaba desayunando.

—Sabía cuánto lo deseabas —le dijo, y esperó a que él lo desenvolviera.

Dentro del paquete había una carpeta de tres anillas con un dibujo de Superman en la tapa. Era verdad que él había deseado una carpeta así. Hacía tres años, cuando estaba de moda tener una.

Consiguió esbozar una sonrisa.

—Gracias, mamá —dijo, y ella le sonrió de oreja a oreja, mientras él pensaba ya en todas las consecuencias que podía acarrearle presentarse en clase con una estúpida carpeta como aquélla.

Josie, como de costumbre, acudió en su ayuda. Le dijo al vigilante de la escuela que se le habían roto las asas del manubrio de la bici y que necesitaba cinta aislante para poder hacer un apaño hasta volver a casa. En realidad no iba en bici a la escuela, iba caminando con Peter, que vivía un poco más a las afueras de la ciudad y que pasaba a recogerla de camino hacia el colegio. Aunque ya nunca quedaban fuera del horario escolar —de hecho, hacía años que no quedaban por culpa de una acalorada discusión entre sus respectivas madres cuyos detalles ninguno de los dos recordaba con exactitud—, Josie seguía juntándose con Peter. Gracias a Dios, por cierto, porque era la única. Se sentaban juntos a la hora de comer, se leían el uno al otro los borradores de las redacciones de lengua, siempre formaban pareja en el laboratorio. Los veranos solían ser una época difícil. Podían comunicarse por correo electrónico y, de vez en cuando, se encontraban en el estanque del parque de la ciudad, pero eso era todo. Luego, cuando llegaba septiembre, volvían a ponerse al día como la cosa más normal del mundo. Aquello debía de ser lo que se entendía por mejor amiga, suponía Peter.

Aquel día, gracias a la carpeta de Superman, el curso empezaba con una situación crítica. Con la ayuda de Josie, Peter se confeccionó una especie de funda de quita y pon con la cinta adhesiva y un periódico viejo que habían sustraído del laboratorio de ciencias naturales. Así podría quitarla al llegar a casa, argumentó ella, para que su madre no se sintiera ofendida.

Los alumnos de sexto tenían el cuarto turno del almuerzo poco antes de las once de la mañana, pero parecía que llevaran meses sin comer. Josie no se llevaba el almuerzo de casa, sino que se lo compraba en la cafetería, y es que, como decía ella, las dotes culinarias de su madre se limitaban a extender un cheque para el comedor. Peter estaba con ella en la cola, esperando para agarrar un envase de leche. Su madre le ponía un sándwich sin las puntas del pan, una bolsa de zanahoria rallada y una fruta orgánica.

Other books

Under His Hand by Anne Calhoun
Lay Me Down by Kellison, Erin
The Ghost Rider by Ismail Kadare
The Devil's Disciple by Shiro Hamao
A Woman Named Damaris by Janette Oke
The Opal Quest by Gill Vickery, Mike Love