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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (55 page)

—Asegúrense de compartir el pastel —dijo antes de irse.

Peter se sentó en la litera de abajo para que el chico entendiera quién mandaba. El otro seguía de pie, con los brazos cruzados, sosteniendo la manta que le habían dado y mirando al suelo. Levantó una mano para ponerse bien los anteojos, y entonces Peter se dio cuenta de que tenía algo raro. Tenía la mirada vidriosa y los labios caídos que tienen algunos retrasados mentales.

Se dio cuenta de por qué lo habían metido en su celda: habían pensado que a él no se le ocurriría cogérselo.

Peter apretó los puños.

—Eh, tú —dijo.

El chico levantó la cabeza hacia Peter.

—Tengo un perro —dijo—. ¿Tienes un perro?

Peter se imaginó a los funcionarios del correccional observando el numerito por el circuito cerrado de vídeo, para ver cómo se las apañaba.

Para ver algo, y punto.

Alargó la mano y le quitó los lentes de la nariz. Eran tan gruesos como el culo de una botella, con montura negra de plástico. El chico comenzó a chillar, tomándose la cara. Sus gritos parecían una sirena.

Peter tiró los anteojos al suelo y los pisoteó, pero con las chancletas de goma apenas les hizo nada. Así que los tomó y los golpeó contra los barrotes de la celda, hasta que el cristal se hizo añicos.

Entonces llegaron los guardias para alejar a Peter del chico, aunque en realidad ni lo había tocado. Lo esposaron mientras los otros reclusos lo animaban, y se lo llevaron a rastras a la oficina del superintendente.

Se sentó encorvado en una silla, respirando aceleradamente. Un guarda lo vigiló hasta que llegó el superintendente.

—¿Qué ha pasado, Peter?

—Es mi cumpleaños —dijo Peter—. Quería estar solo.

Se dio cuenta de que lo curioso era que, antes del tiroteo, creía que lo mejor del mundo era estar solo, para que nadie pudiera decirle que era un inadaptado. Pero como terminó por ver —y no iba a decírselo al superintendente —tampoco le gustaba mucho su propia compañía.

El superintendente empezó a hablar de una acción disciplinaria. De cómo lo afectaría algo así en caso de condena. De los pocos privilegios que aún le quedaban. Peter dejó de prestarle atención a propósito.

Pensó en cómo se irritarían todos cuando se hablara de ese incidente por televisión durante una semana.

Pensó en el síndrome de víctima acosada del cual le había hablado Jordan y se preguntó si se lo creía, si alguien se lo creería.

Pensó en por qué ninguno de los que lo habían visitado en la cárcel —ni su madre ni su abogado —había dicho lo que pensaban: que Peter estaría encerrado de por vida, que moriría en una celda.

Pensó en que lo mejor sería terminar su vida con una bala.

Pensó en que, de noche, se oían las alas de los murciélagos golpear las esquinas de cemento de la cárcel, y los gritos. Nadie era tan tonto como para llorar.

A las 9:00 de la mañana del sábado, cuando Jordan abrió la puerta, todavía llevaba los pantalones del pijama.

—Tiene que ser una broma —dijo.

La jueza Cormier esbozó una sonrisa.

—Siento que hayamos empezado con mal pie —replicó—, pero ya sabe cómo son las cosas cuando es un hijo el que tiene problemas… No se piensa con claridad.

Ella estaba en pie, con su mini-yo al lado. «Josie Cormier», pensó Jordan mientras miraba a la chica, que temblaba como una hoja. El pelo castaño le caía por los hombros, y sus ojos azules no se atrevían a mirarlo a la cara.

—Josie está muy asustada —dijo la jueza—. Me preguntaba si podríamos sentarnos un momento… quizá usted pueda tranquilizarla acerca de prestar testimonio. Escuche si lo que ella sabe puede servir siquiera para el caso.

—¿Jordan? ¿Quién es?

Él se dio la vuelta y vio a Selena en el recibidor, con Sam en los brazos. Ella llevaba un pijama de franela que no podría haber sido más formal.

—La jueza Cormier se preguntaba si podríamos hablar con Josie acerca de su testimonio —dijo él detenidamente, intentado telegrafiarle con desesperación que se encontraba en un apuro, ya que todos sabían, quizá con la excepción de Josie, que la única razón por la cual él había hecho pública la intención de llamarla era para sacar a Cormier del caso.

Jordan volvió a dirigirse a la juez.

—Mire, aún no me he planteado ese punto.

—Estoy segura de que es porque si la llama como testigo sabe lo que quiere de ella… de otro modo, no la habría incluido en la lista —señaló Alex.

—¿Por qué no llama a mi secretaria y acuerda una cita?

—Pensaba resolverlo ahora —dijo la jueza Cormier—. Por favor. No estoy aquí como juez. Sólo como madre.

Selena dio un paso al frente.

—Venga, entren —dijo usando el brazo libre para rodear a Josie por los hombros—. Tú debes de ser Josie, ¿verdad? Éste es Sam.

Josie sonrió al bebé con timidez.

—Hola, Sam.

—Cariño, ¿por qué no traes un poco de café o jugo para la jueza?

Jordan se quedó mirando a su mujer, preguntándose qué demonios estaba haciendo.

—Vamos, entren.

Afortunadamente, la casa no tenía el mismo aspecto que la primera vez que Cormier se había presentado sin avisar. No había platos por lavar, las mesas no estaban llenas de papeles y los juguetes estaban misteriosamente desaparecidos. Jordan podía decir que su mujer era una obsesa del orden. Ofreció una de las sillas de la cocina a Josie, y luego le ofreció otra a la jueza.

—¿Cómo quiere el café? —preguntó él.

—No hace falta que nos prepare nada —dijo Alex tomando la mano de su hija por debajo de la mesa.

—Sam y yo nos vamos a jugar al salón —intervino Selena.

—¿Por qué no se quedan aquí? —preguntó Jordan con una mirada que suplicaba que no lo dejase solo para que lo destripasen.

—Es mejor que no te molestemos —insistió Selena llevándose al bebé.

Jordan se sentó con pesadez al otro lado de la mesa. Era bueno improvisando. Seguro que podría salir de aquello.

—Bueno —dijo—, no es nada de lo que tengas que asustarte. Sólo iba a hacerte unas preguntas básicas acerca de tu amistad con Peter.

—No somos amigos —dijo Josie.

—Sí, lo sé. Pero lo fueron. Me interesa la primera vez que se vieron.

Josie miró a Alex.

—En la guardería, o incluso antes.

—Bien. ¿Jugaban en tu casa? ¿En la suya?

—En las dos.

—¿Había otros amigos que salieran con ustedes?

—No —dijo Josie.

Alex escuchaba, pero no podía evitar prestar atención como abogada a las preguntas de McAfee. «No tiene nada —pensó—. Esto no es nada».

—¿Cuándo dejaron de verse?

—En sexto —contestó Josie—. Sencillamente, comenzamos a tener gustos distintos.

—¿Tuviste algún contacto con Peter tras eso?

Josie se acomodó en la silla.

—Sólo en los pasillos, cosas así.

—También trabajaste con él, ¿verdad?

Josie volvió a mirar a su madre.

—No mucho tiempo.

Tanto la madre como la hija se lo quedaron mirando, esperando, lo que era terriblemente divertido, porque Jordan estaba improvisándolo todo.

—¿Qué hay de la relación entre Matt y Peter?

—No tenían ninguna relación —dijo Josie ruborizándose.

—¿Matt le hizo algo a Peter que pudiese haberlo molestado?

—Quizá.

—¿Puedes ser más específica?

Sacudió la cabeza, apretando los labios con fuerza.

—¿Cuándo fue la última vez que viste a Matt y a Peter juntos?

—No me acuerdo —susurró Josie.

—¿Se pelearon?

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—No lo sé.

Miró a su madre, y entonces, se inclinó sobre la mesa lentamente, ocultando la cara en su propio brazo.

—Cariño, ¿por qué no me esperas en la otra habitación? —dijo la jueza con voz calma.

Observaron a Josie mientras se sentaba en una silla del salón, enjugándose los ojos e inclinándose hacia adelante, para ver jugar al bebé.

—Mire —dijo la jueza Cormier—, estoy fuera del caso. Sé que por eso la puso en la lista de testigos aun sin tener intención de llamarla a declarar. Pero ahora no le estoy hablando de eso. Le estoy hablando de madre a padre. Si le doy una declaración firmada por Josie, diciendo que no recuerda nada, ¿podría replantearse lo de llamarla a declarar?

Jordan echó un vistazo hacia el salón. Selena había hecho que Josie se sentara en el suelo, con ella. Estaba empujando un avión de juguete hacia los pies de Sam. Cuando él se echó a reír con ese sonido puro que sólo los bebés tienen, Josie también sonrió un poco. Selena miró a Jordan a los ojos y arqueó las cejas de forma interrogativa.

Él tenía lo que quería: la recusación de Cormier. Podía ser generoso con ella.

—De acuerdo —le dijo—. Déme esa declaración.

—Cuando te dicen que hiervas la leche —dijo Josie frotando con otro trapo el ennegrecido fondo del recipiente—, no creo que se refieran a esto.

Su madre agarró una servilleta.

—Bueno, ¿y cómo iba a saberlo?

—Quizá deberíamos empezar por algo más fácil que el budín —sugirió Josie.

—¿Como qué?

—¿Una tostada? —dijo sonriendo.

Con su madre en casa durante el día, Josie no tenía descanso. De momento, Alex se encargaba de la cocina, lo que era una buena idea sólo si se trabajaba para el departamento de bomberos y se quería un trabajo seguro. Ni siquiera cuando su madre seguía la receta el resultado era el esperado, de manera que Josie, inevitablemente, terminaba haciéndole confesar que había usado levadura en lugar de soda en polvo, o harina de trigo entero en lugar de harina de maíz; «No teníamos», se quejaba.

Al principio, Josie le sugirió clases de cocina nocturnas por motivos de supervivencia. Cuando su madre depositaba en la mesa un ladrillo de carne carbonizada con la misma reverencia sagrada que le habría dedicado al Santo Grial, ella se quedaba sin palabras. Aunque al final resultó divertido. Cuando su madre no actuaba como si lo supiera todo —porque de cocina no tenía ni idea—, era francamente divertido estar con ella. Josie se lo pasaba bien sintiendo que controlaba la situación. Cualquier situación, aunque estuvieran haciendo un budín de chocolate, o fregando los restos del fondo de la cacerola.

Esa noche hicieron pizza, y Josie lo consideró un éxito, hasta que su madre intentó sacarla del horno y, a medio camino, se le dobló sobre la rejilla, lo que quería decir que esa noche cenarían queso gratinado. Tomaron además ensalada preparada, algo que su madre no podía arruinar por más que lo intentase. Pero a causa del desastre con el budín se quedarían sin postre.

—¿Cómo conseguiste ser Julia Child? —preguntó su madre.

—Julia Child está muerta.

—Nigella Lawson, entonces. Emeril. Lo que sea.

Josie se encogió de hombros, cerró el grifo y se quitó los guantes amarillos de plástico.

—Estaba harta de sopa —dijo.

—¿No te dije que no encendieras el horno cuando no estuviera en casa?

—Sí, pero no te hice caso.

Una vez, cuando Josie estaba en quinto, los alumnos tuvieron que hacer un puente con palos de polos. La idea era elaborar un diseño que pudiera resistir mucha presión. Josie recordaba haber ido hasta el puente del río Connecticut para estudiar los arcos, las riostras y los soportes de los puentes reales, intentando reproducirlos luego lo mejor posible. Al final de la asignatura, vinieron dos miembros del Cuerpo de Ingenieros del Ejército con una máquina especialmente diseñada para someter los puentes a peso y presión, y dilucidar cuál era el más fuerte.

Los padres estaban invitados a la prueba. La madre de Josie estaba en el juzgado, la única madre que no estaba presente ese día. O eso era lo que había recordado Josie hasta ese momento, porque luego se acordó de que su madre sí había estado allí… durante los últimos diez minutos. Se había perdido la prueba de Josie, durante la cual los palos se astillaron y chirriaron antes de reventar de una manera catastrófica, pero había llegado a tiempo para ayudarla a recoger los pedazos.

La cacerola plateada brillaba. La botella de leche estaba medio llena.

—Podríamos comenzar de nuevo —sugirió Josie.

Al no obtener respuesta, Josie se dio la vuelta.

—Me gustaría —contestó su madre en voz baja, pero en ese momento ninguna de las dos estaba hablando ya de cocinar.

Alguien llamó a la puerta, y la conexión entre ellas, frágil como una mariposa que se posa en la mano, se rompió.

—¿Esperas a alguien? —preguntó la madre de Josie.

No esperaba a nadie, pero fue a ver de todos modos. Cuando Josie abrió la puerta, se encontró allí al detective que la había entrevistado.

¿No es cierto que los detectives se presentan sólo cuando tienes problemas serios?

«Respira, Josie», se dijo a sí misma. Pero cuando su madre se acercó a ver quién era, se dio cuenta de que él llevaba una botella de vino.

—Oh —dijo su madre—, Patrick.

«¿Patrick?»

Josie se dio la vuelta y vio que su madre se había ruborizado.

Él le dio la botella de vino.

—Ya que parece haber un muro de contención entre nosotros…

—Bueno —dijo Josie, incómoda—, voy a… estudiar arriba.

Dejó a su madre preguntándose cómo iba a hacerlo, dado que había terminado los deberes antes de la hora de cenar.

Subió la escalera de prisa, pisando con fuerza para no oír lo que su madre estaba diciendo. En su habitación, subió la música del reproductor de CD al máximo, se tumbó en la cama y se quedó mirando el techo.

El toque de queda de Josie era a medianoche, aunque en esos momentos ni siquiera saliese. Antes, el trato era así: Matt dejaba a Josie en casa a medianoche. En contrapartida, la madre de Josie desaparecía a partir del momento en que entraban en casa. Se iba al piso de arriba para que ella y Matt pudieran estar a sus anchas en el salón. Josie no tenía ni idea de cuál era el razonamiento de su madre para comportarse así, a menos que considerase que era más seguro para Josie hacer lo que fuera en su propio salón en lugar de en el coche o bajo las gradas. Recordaba cómo Matt y ella se habían abrazado en la oscuridad, con sus cuerpos fundiéndose mientras medían el silencio. Saber que, en cualquier momento, su madre podría bajar por un vaso de agua o una aspirina sólo lo hacía mucho más excitante.

A las tres o las cuatro de la madrugada, con los ojos vidriosos y la barbilla enrojecida por el roce de la incipiente barba de él, Josie daba un beso de buenas noches a Matt en la puerta delantera. Se quedaba mirando las luces traseras del coche mientras desaparecían, como el brillo de un cigarro que se apaga. Subía de puntillas al piso de arriba y pasaba por delante de la habitación de su madre, pensando: «No tienes ni idea de lo que hago».

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