Diecinueve minutos (58 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Peter disponía de cinco minutos para ir de una clase a la otra, pero tenía que ser el primero en llegar al vestíbulo cuando sonara el timbre. Era un plan cuidadosamente calculado: si salía lo más pronto posible, estaría en los pasillos durante la mayor aglomeración de tráfico y así era menos probable que alguno de los chicos populares lo distinguiera. Caminaba con la cabeza gacha, con la mirada en el suelo, hasta que alcanzaba su casillero.

Estaba de rodillas frente a ésta, cambiando su libro de matemáticas por el de ciencias sociales, cuando un par de tacones de cuña negros se detuvieron a su lado. Echó un vistazo a las medias caladas hasta la minifalda de tweed, el suéter asimétrico y una larga cascada de cabello rubio. Courtney Ignatio estaba allí de pie, con los brazos cruzados, impaciente, como si Peter estuviera haciéndole perder el tiempo.

—Levántate —dijo ella—. No llegaré tarde a clase.

Peter se levantó y cerró su casillero. Él no quería que Courtney viera lo que había dentro, había pegado una imagen de él y Josie cuando eran pequeños. Había tenido que subir al desván, donde su madre guardaba los viejos álbumes de fotos, porque Peter hacía dos años que se había pasado al formato digital, y ahora todo lo que tenía estaba en CD. En la foto, él y Josie estaban sentados en el borde de un cajón de arena de la guardería de la escuela. La mano de Josie estaba en el hombro de Peter. Ésa era la parte que más le gustaba.

—Mira, lo último que quiero es estar aquí y que me vean hablando contigo, pero Josie es mi amiga, y por eso me ofrecí voluntaria para hacer esto. —Courtney miró el vestíbulo, para asegurarse de que no venía nadie—. Le gustas.

Peter la miraba fijamente.

—Quiero decir que le gustas, retrasado. Ella ya no quiere a Matt, pero no quiere abandonarle hasta que sepa con seguridad que tú vas en serio. —Courtney miró de reojo a Peter—. Le dije que es el suicidio social, pero supongo que eso es lo que la gente hace por amor.

Peter sentía que toda la sangre le subía a la cabeza, un océano en sus oídos:

—¿Por qué debería creerte?

Courtney se apartó el cabello:

—Me importa un bledo si lo haces o no. Sólo estoy diciéndote lo que ella ha dicho. Lo que hagas depende de ti.

Courtney se fue pasillo adelante y desapareció al doblar la esquina en el mismo instante en que sonaba el timbre. Peter iba a llegar tarde; odiaba llegar tarde, porque entonces sentía los ojos de todo el mundo sobre él cuando entraba en clase, como miles de cuervos picoteándole la piel.

Pero eso apenas importaba, no en el gran plan de las cosas.

El mejor producto de la cafetería eran las Tater Tots
[12]
, empapadas de aceite. Prácticamente podías sentir cómo la cintura de los tejanos te apretaba al instante y la cara te explotaba; y así y todo, cuando la señora de la cafetería extendía el brazo para servirlas, Josie no podía resistirse. A veces se preguntaba: si fueran tan nutritivas como el brócoli, ¿las desearía tanto? ¿Sabrían así de bien si no fueran tan malas para la salud?

La mayoría de las amigas de Josie sólo bebían gaseosa dietética con sus comidas; comer algo sustancioso y con hidratos de carbono te catalogaba prácticamente como una ballena o como una bulímica. Normalmente, Josie se limitaba a tres Tater Tots y después dejaba el resto para que lo devorasen los chicos. Pero ese día, ella había estado salivando durante las dos últimas clases sólo de pensar en las Tater Tots, y después de comerse una no podía parar. No tratándose de embutidos ni de helado, ¿podía calificarse igualmente de antojo?

Courtney se inclinó sobre la mesa y señaló con el dedo la grasa que cubría la bandeja con las Tater Tots:

—Asqueroso —dijo—. ¿Cómo puede la gasolina ser tan cara, cuando aquí hay aceite suficiente como para llenar el camión de Drew?

—Es un tipo diferente de aceite, Einstein —contestó Drew—. ¿Realmente creías que en la gasolinera cargabas grasa?

Josie se agachó para abrir el cierre de su mochila. Se había llevado una manzana; tenía que estar allí, en algún lado. Hurgaba entre papeles sueltos y maquillaje tan concentrada que no se dio cuenta de que las bromas entre Drew y Courtney —o cualquier otro —se habían silenciado.

Peter Houghton estaba de pie junto a su mesa, con una bolsa marrón en la mano y un cartón de leche abierto en la otra:

—Hola, Josie —dijo, como si ella estuviera escuchándolo, como si ella no estuviera muriéndose de miles de muertes en ese mismo segundo—. Pensé que quizá quisieras comer conmigo.

La palabra «humillada» quería decir convertirse en granito; no poder moverse aunque en ello fuese la vida. Josie imaginó que años más adelante, los estudiantes señalarían la gárgola congelada que sería ella, todavía sentada en la silla de plástico de la cafetería y dirían, «Oh, sí, he oído hablar de lo que le pasó a esta chica».

Josie oyó un crujido detrás, pero en ese momento era por completo incapaz de moverse. Levantó la mirada hacia Peter, deseando que hubiera algún tipo de lenguaje secreto mediante el cual lo que dijeras no fuera lo que querías decir y el que te escuchara automáticamente pudiera saber que tú estabas hablando esa lengua.

—Em… —comenzó Josie —Yo…

—Le encantaría —dijo Courtney—, cuando el infierno se congele.

Toda la mesa se disolvió en carcajadas, una reacción que Peter no entendió:

—¿Qué hay en la bolsa? —preguntó Drew—. ¿Mantequilla de cacahuete y jalea?

—¿Sal y pimienta? —intervino Courtney.

—¿Pan y mantequilla? —añadió Emma.

La sonrisa en el rostro de Peter se marchitaba a medida que se daba cuenta de cuán profundo era el foso en el que había caído, y cuánta gente lo había cavado. Desvió su mirada desde Drew a Courtney, a Emma y luego otra vez a Josie. Cuando lo hizo, ella tuvo que mirar hacia otro lado, de modo que nadie —ni siquiera Peter —pudiera ver cuánto le dolía lastimarle; y así se diera cuenta de que, en lugar de lo que él había creído, ella no era diferente del resto.

—Creo que Josie debería obtener por lo menos una muestra de la mercancía —dijo Matt y, al oírlo, Josie se dio cuenta de que él ya no estaba sentado a su lado, sino de pie; de hecho, detrás de Peter, y con un suave gesto enganchó los pulgares en las presillas de los pantalones de Peter y se los bajó hasta los tobillos.

La piel de Peter era blanca como la luna debajo de las chillonas lámparas fluorescentes de la cafetería; su pene, una minúscula espiral en un ralo nido de vello púbico. Él se cubrió inmediatamente los genitales con la bolsa de la comida y, al hacerlo, dejó caer el cartón de leche. El contenido se desparramó en el suelo, entre sus pies.

—Eh, mira eso —dijo Drew—, eyaculación precoz.

Toda la cafetería comenzó a dar vueltas como un tiovivo: luces brillantes y colores de arlequín. Josie podía oír las carcajadas, e intentaba hacer coincidir las suyas con las del resto. El señor Isles, el profesor de español, que no tenía cuello, se acercó presuroso a Peter mientras éste se subía los pantalones. Agarró a Matt con una mano y a Peter con la otra.

—Ustedes dos, ya está bien —ladró—. ¿O es que hace falta que vayamos a ver al director?

Peter escapó, pero, para ese momento, todos en la cafetería estaban ya reviviendo el glorioso momento en que le habían bajado los pantalones. Drew chocó los cinco con Matt:

—Óyeme, éste ha sido el maldito mejor entretenimiento que he visto nunca en un almuerzo.

Josie volvió a dedicarse a su mochila; hacía como si buscara aquella manzana, pero no tenía más hambre. Lo único que quería era no ver a todos los que la rodeaban en ese momento; no quería dejar que ellos la vieran.

La bolsa con la comida de Peter Houghton estaba junto a su pie, donde él la había dejado caer cuando huyó. Ella miró dentro. Un emparedado, quizá de pavo. Una bolsa de pretzels. Zanahorias, peladas y cortadas por alguien a quien él le importaba.

Josie deslizó la bolsa marrón dentro de su mochila, pensando si debería buscar a Peter y devolvérsela o dejársela cerca de su casillero, aun sabiendo que no haría ninguna de las dos cosas. Lo que haría, en cambio, sería llevarla por ahí hasta que comenzara a heder, hasta que tuviera que tirarla y pudiera fingir que le era fácil deshacerse de ella.

Peter salió disparado de la cafetería y corrió accidentadamente por los pasillos, como la bola de una máquina del millón, hasta que al final llegó a su casillero. Cayó de rodillas y reposó su cabeza contra el metal frío. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido para confiar en Courtney, para creer que a Josie podía importarle lo más mínimo, para pensar que él era alguien de quien ella podía enamorarse?

Se golpeó la cabeza hasta que le dolió, luego marcó ciegamente los números de su casillero. La abrió y sacó la foto de él y de Josie. La hizo una pelota en su palma y caminó por el pasillo otra vez.

En el camino, lo detuvo un profesor. El señor McCabe frunció el cejo, con una mano en su hombro, cuando seguramente pudo ver que Peter no toleraba que le tocasen, que reaccionaba como si un millón de agujas se le clavaran en la piel:

—Peter —dijo el señor McCabe—, ¿te encuentras bien?

—Baño —rechinaron los dientes de Peter, y empujó al profesor apurando el paso por el pasillo.

Se encerró dentro de un retrete y lanzó la imagen de él y Josie a la taza del inodoro. Luego se bajó el cierre y le orinó encima:

—Púdrete —susurró, y entonces dijo lo suficientemente fuerte como para sacudir las paredes del compartimiento—: ¡Que se pudran todos!

Un minuto después de que su madre saliera de la habitación, Josie se sacó el termómetro de la boca y lo acercó a la lámpara de su mesilla de noche. Miró con los ojos entrecerrados para leer los diminutos números y luego, al oír los pasos de su madre, volvió a metérselo en la boca.

—Uh —dijo su madre, sosteniendo el termómetro contra la ventana para poder leer mejor—: Creo que estás enferma.

Josie soltó un gemido que esperaba fuera convincente y se volvió.

—¿Estás segura de que estarás bien aquí, sola?

—Sí.

—Puedes llamarme si me necesitas. Puedo suspender la sesión del juzgado y volver a casa.

—Está bien.

Se sentó en la cama y la besó en la frente:

—¿Quieres jugo? ¿Sopa?

Josie sacudió la cabeza:

—Creo que sólo necesito dormir un poco más. —Cerró los ojos para que su madre entendiera el mensaje.

Esperó hasta que oyó que el coche se alejaba, e incluso se quedó diez minutos más en la cama para asegurarse de que realmente estaba sola. Entonces salió de la cama y encendió la computadora. Buscó en Google «abortivo», la palabra que había buscado ya el día anterior, y que significaba «algo que interrumpe el embarazo».

Josie había estado pensando en ello. No era que no quisiera un bebé; ni tampoco que no quisiera un bebé de Matt. Lo único que sabía con certeza era que aún no quería tener que tomar esa decisión.

Si se lo dijera a su madre, ésta proferiría maldiciones y gritaría y luego encontraría la forma de llevarla a un programa de planificación familiar o a la consulta del médico. A decir verdad, no eran las maldiciones ni los gritos lo que preocupaba a Josie, sino darse cuenta de que si su propia madre hubiera hecho eso hacía diecisiete años, Josie ni siquiera estaría viva como para estar teniendo ese problema.

Incluso había contemplado la idea de ponerse en contacto con su padre otra vez, lo cual hubiera supuesto una enorme cuota de humildad. Él no había querido que Josie naciera, así que, en teoría, probablemente se tomaría la molestia de ayudarla a abortar.

Pero.

Había algo en el hecho de ir a un médico, o a una clínica, o siquiera acudir a uno de sus padres, con lo que no podía. Parecía tan… deliberado.

Así, antes de llegar a ese punto, Josie había decidido hacer un poquito de investigación. No podía arriesgarse a ser descubierta en una computadora de la escuela mirando esas cosas, de modo que decidió faltar a clase. Se hundió en la silla del escritorio, con una pierna doblada debajo de sí, y se maravilló de haber encontrado casi 99.000 resultados.

Algunos ya los conocía: meterse una aguja de tejer dentro, como en el viejo cuento de la esposa; tomar laxantes o aceite de castor. Pero otros nunca los hubiera imaginado: una ducha de potasio, tragar raíces de jengibre, comer piña verde. Y luego estaban los de hierbas: infusiones aceitosas de cálamo aromático, artemisa, salvia, gaulteria; cócteles hechos de cemicifuga racemosa y menta poleo. Josie se preguntaba dónde se comprarían, no eran cosas que estuvieran en el pasillo donde se encontraban las aspirinas.

Los remedios a base de hierbas, decía el sitio de Internet, funcionaban entre el 40 y el 45% de las veces. Lo cual, supuso ella, era al menos un comienzo.

Se acercó más, mientras leía.

No comenzar el tratamiento a base de hierbas después de la sexta semana de embarazo.

Tener en cuenta que éstos no son métodos seguros para interrumpir el embarazo.

Beber los tés de día y de noche, para que no se interrumpa el progreso logrado durante el día.

Recoger la sangre que salga y agregarle agua para diluirla, mirar bien los coágulos y tejidos para asegurarse de que la placenta ha sido expulsada.

Josie hizo una mueca.

Usar entre media y una cucharada de té de la hierba seca por cada taza de agua, tres o cuatro veces al día. No confundir tanaceto con hierba cana, que crecen juntas, lo cual ha resultado ser fatal para las vacas que lo habían comido.

Entonces encontró algo que parecía menos, bueno, medieval: vitamina C. Eso no podía ser demasiado malo para ella, ¿verdad? Josie tecleó en el vínculo. «Ácido ascórbico, ocho miligramos, durante cinco días. La menstruación debe comenzar en el sexto o séptimo día».

Josie se levantó de la computadora y fue al botiquín de medicinas de su madre. Había una gran botella blanca de vitamina C, junto con otras más pequeñas de antiácidos, vitamina B12 y suplementos de calcio.

Abrió la botella y dudó. La otra precaución que todos los sitios de Internet recomendaban era que te aseguraras de que tenías motivos para someter tu cuerpo a esas hierbas, antes de comenzar.

Josie caminó cansinamente de regreso a su habitación y abrió su mochila. Dentro, todavía en la bolsa de plástico de la farmacia, estaba la prueba de embarazo que había comprado el día anterior antes de volver a casa. Leyó las instrucciones dos veces. ¿Cómo puede alguien hacer pis en una tirita durante tanto tiempo? Con el cejo fruncido, se sentó y orinó, sosteniendo la varita entre sus piernas. Después la colocó en su pequeño receptáculo y se lavó las manos.

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