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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Diecinueve minutos (56 page)

—Si no permito que me invites a una copa —dijo Alex—, ¿qué te hace pensar que aceptaré una botella de vino?

Patrick sonrió.

—No te la estoy dando. Voy a abrirla, y tú puedes beber si quieres.

Dicho eso entró en la casa, como si conociera el camino. Entró en la cocina, husmeó dos veces —todavía olía a cenizas de corteza de pizza y a leche quemada—, y empezó a abrir y cerrar cajones al azar hasta que encontró un sacacorchos.

Alex se cruzó de brazos, no porque tuviera frío sino porque no recordaba la última vez que había sentido esa luz interior, como si su cuerpo alojara un segundo sistema solar. Observó a Patrick sacar dos copas de vino de un armario y servirlo.

—Por ser una civil —dijo él brindando.

El vino era delicioso y tenía cuerpo. Era como el terciopelo. Como el otoño. Alex cerró los ojos. Le habría gustado aferrarse al momento, ensancharlo y completarlo hasta que cubriese todos los que había vivido antes.

—Y bien, ¿qué se siente al estar desempleada? —preguntó Patrick.

Ella permaneció pensativa un momento.

—Hoy he hecho un sándwich de queso gratinado sin quemar la sartén.

—Espero que lo hayas enmarcado.

Alex sonrió, sintiendo que se disolvía en la estela de sus pensamientos.

—¿Alguna vez te sientes culpable? —le preguntó a Patrick.

—¿Por qué?

—Por, durante un segundo, casi olvidar todo lo que sucedió.

Patrick dejó su copa.

—A veces, cuando repaso las pruebas y veo una huella, una foto o un zapato que pertenecieron a uno de los chicos que murieron, me tomo cierto tiempo para mirarlo. Parece una tontería, pero es como si alguien tuviera que hacerlo, de manera que se los recuerde uno o dos segundos más —dijo mirándola—. Cuando alguien muere, su vida no es la única que se detiene en ese momento, ¿sabes?

Alex vació de un trago su copa de vino.

—Dime cómo la encontraste.

—¿A quién?

—A Josie. Ese día.

Patrick la miró a los ojos, y Alex supo que él estaba sopesando su derecho a saber por lo que su hija había pasado, frente a su deseo de mantenerla al margen de una verdad que la heriría en lo más profundo.

—Ella estaba en los vestuarios —contestó en voz baja—. Y pensé… pensé que también estaba muerta, porque estaba cubierta de sangre, boca abajo, junto a Matt Royston. Pero entonces se movió y… —Se le quebró la voz—. Fue lo más bonito que he visto nunca.

—Sabes que eres un héroe, ¿verdad?

Patrick sacudió la cabeza.

—Soy un cobarde. El único motivo por el cual entré en ese edificio fue porque, de no hacerlo, sabía que tendría pesadillas el resto de mi vida.

Alex se estremeció.

—Yo tengo pesadillas, y ni siquiera estuve allí.

Él le quitó la copa y le tomó la mano, como si fuera a leerle la palma de la mano.

—Quizá deberías dormir menos —dijo entonces Patrick.

De cerca, la piel de él olía a menta. Alex sentía los latidos de su propio corazón a través de las puntas de los dedos. Imaginó que él también los sentiría.

Alex no sabía qué sucedería, qué era lo que tenía que suceder, pero sería azaroso, impredecible, incómodo. Estaba preparándose para apartarse de él cuando las manos de Patrick la sujetaron.

—Deja de actuar como jueza, Alex —susurró, y la besó.

Cuando él se apartó, ella estaba en medio de una tormenta de colores, excitación y sensaciones. Lo único que podía hacer era permanecer allí y esperar a que la tormenta amainase. Alex cerró los ojos y se preparó para lo peor, pero eso no llegó. Simplemente fue algo distinto. Más confuso, más complicado. Ella dudó, y luego le devolvió el beso a Patrick, deseando reconocer que tienes que perder el control antes de darte cuenta de lo que te has perdido.

El mes anterior

Cuando se ama a alguien, hay un patrón en el modo en que uno se acerca al otro. Puede que ni siquiera se sea consciente de ello, pero los cuerpos ejecutan una coreografía: un toque en la cadera, un movimiento del cabello. Un beso en staccato, separación, un beso más largo, la mano que se desliza bajo la camisa. Es una rutina, pero no en el sentido aburrido de la palabra. Es la forma en que se ha aprendido a encajar mutuamente, y ésa es la razón por la que, cuando se ha estado con un chico mucho tiempo, los dientes no chocan en el beso, ni las narices ni los codos.

Matt y Josie tenían un patrón. Cuando comenzaron a salir, él se inclinó hacia ella y la miró como si no fuera capaz de ver ninguna otra cosa en el mundo. Era hipnotismo, Josie se dio cuenta, porque al cabo de un momento también ella se sintió así. Luego, él la besó, tan lentamente que ella apenas sintió presión en la boca, hasta que fue la propia Josie la que presionó contra él pidiendo más. Él la acarició, desde la boca hasta el cuello, del cuello a los pechos y luego sus dedos llevarían a cabo una incursión por debajo de la cintura de sus tejanos. Esa primera vez todo el asunto duró alrededor de diez minutos; luego Matt se dio la vuelta para agarrar el condón de su cartera para que pudieran tener sexo.

Las veces posteriores habían seguido un esquema muy parecido. No es que a Josie le molestase. Para ser franca, el patrón le gustaba. Se sentía como en una montaña rusa, subiendo, consciente de qué era lo que venía a continuación, la bajada; y sabiendo también que no podría hacer nada para detenerlo.

Estaban en el salón, a oscuras, con la televisión encendida para que hiciera ruido de fondo. Matt ya le había quitado la ropa, y ahora se inclinaba sobre ella como una ola marina, bajándose los calzoncillos. Se liberó de ellos y se metió entre las piernas de Josie.

—Eh —dijo ella, mientras él intentaba penetrarla—, ¿no estás olvidándote de algo?

—Oh, Jo. Sólo por una vez quiero que no haya nada entre nosotros.

Sus palabras podían hacer que ella se derritiese, casi tanto como cuando la besaba o la tocaba; a esas alturas lo sabía perfectamente. Por otra parte, odiaba el olor a goma que impregnaba el aire desde el momento en que él rasgaba el envoltorio del preservativo, y que permanecía en sus manos hasta que terminaban. Y, Dios, ¿había algo mejor que sentir a Matt dentro de ella? Josie se levantó sólo un poco, sintió su cuerpo adaptarse al de él y sus piernas temblaron.

Cuando Josie tuvo su primera regla, a los doce, su madre no le dio la típica charla íntima entre madre e hija. En lugar de eso, le entregó a Josie un libro sobre probabilidades y estadísticas.

—Cada vez que tienes sexo, puedes quedarte embarazada o puedes no quedarte embarazada —dijo su madre—. Eso es cincuenta y cincuenta. Así que no te engañes pensando que si lo haces una vez sin protección las probabilidades están a tu favor.

Josie empujó a Matt.

—Creo que no debemos hacer esto —susurró ella.

—¿Tener sexo?

—Tener sexo sin… ya sabes, nada.

Él estaba decepcionado, Josie lo sabía por el modo en que su cara se paralizó por un solo instante. Pero salió de ella y rebuscó en su cartera; encontró un condón. Josie se lo quitó de las manos, abrió el paquete y ayudó a que él se lo pusiera.

—Un día… —comenzó, luego él la besó y ella olvidó qué era lo que iba a decirle.

Lacy había comenzado a echar maíz en el patio trasero en noviembre, para ayudar a los ciervos durante el invierno. Había muchos vecinos que fruncían el cejo ante la actitud de echar una mano artificialmente durante el invierno —la mayoría era la misma gente cuyos jardines eran destrozados en verano por los ciervos que sobrevivían—, pero para Lacy, tenía que ver con el karma. Mientras Lewis insistiera en cazar, ella haría lo mínimo que pudiera para compensar sus acciones.

Se puso las pesadas botas —todavía había mucha nieve en el suelo, aunque ya hacía suficiente calor como para que la savia comenzara a fluir, lo que quería decir que, al menos en teoría, la primavera estaba llegando. Tan pronto como Lacy salió, pudo oler el jarabe de arce refinándose en la cabaña en la que lo hacían sus vecinos, como cristales de dulce en el aire. Cargó el cubo de maíz hacia el columpio que había en el patio de atrás; una estructura de madera en la que los muchachos se habían balanceado cuando eran pequeños y que Lewis nunca se había molestado en quitar.

—Eh, mamá.

Lacy se volvió y se encontró con Peter de pie, cerca de ella, con las manos metidas profundamente en los bolsillos de sus tejanos. Llevaba puesta una camiseta y otra debajo, y ella supuso que tenía que estar congelándose.

—Hola, cariño —dijo Lacy—, ¿qué sucede?

Se podrían contar con los dedos de una mano el número de veces que Peter había salido de su habitación últimamente, y mucho menos al exterior. Sabía que eso formaba parte de la pubertad; que los adolescentes se escondían en sus madrigueras y hacían lo que fuera que hicieran, con la puerta cerrada. En el caso de Peter, eso incluía la computadora. Estaba constantemente conectada —no tanto para navegar por la Red como para programar—, y ¿cómo podría criticar ella ese tipo de pasión?

—Nada. ¿Qué haces?

—Lo mismo que he hecho todo el invierno.

—¿En serio?

Ella lo miró. En la belleza del refrescante exterior, Peter parecía sumamente fuera de lugar. Sus rasgos eran demasiado delicados como para encajar con la escarpada línea de las montañas que había tras él como un de telón de fondo; su piel parecía tan blanca como la nieve. No encajaba, y Lacy se dio cuenta de que la mayor parte de las veces en que veía a Peter, fuera donde fuese, podría haber hecho la misma observación.

—Ven —dijo Lacy, pasándole el cubo—, ayúdame.

Peter tomó el cubo y comenzó a echar puñados de maíz en el suelo.

—¿Puedo preguntarte una cosa?

—Claro.

—¿Es verdad que fuiste tú quien invitó a salir a papá?

Lacy sonrió ampliamente.

—Bueno, si no lo hubiera hecho yo, probablemente habría tenido que esperar más o menos toda la vida. Tu padre es muchas cosas, pero perceptivo no es una de ellas.

Lacy había conocido a Lewis en un mitin a favor del aborto. Aunque Lacy hubiera sido la primera en decir que no había regalo más maravilloso que tener un bebé, era realista; había mandado a casa a suficientes madres demasiado jóvenes o demasiado pobres o demasiado sobrecargadas como para saber que las probabilidades de que esos niños tuvieran una buena vida eran escasas. Había ido con una amiga a manifestarse frente al ayuntamiento, en Concord, y estaba desfilando con un grupo de mujeres que portaban pancartas que decían: ESTOY A FAVOR DEL ABORTO Y VOTO SÍ. ¿ESTÁS EN CONTRA? NO ABORTES. Miró alrededor, a la multitud, y se dio cuenta de que había un solo hombre; bien vestido, con traje y corbata, exactamente en el lugar donde había más manifestantes. Lacy se quedó fascinada. Como manifestante, era completamente atípico.

—Guau —había dicho Lacy, dirigiéndose a él—, qué día.

—Dímelo…

—¿Habías estado aquí antes? —preguntó Lacy.

—Es mi primera vez —contestó Lewis.

—También para mí.

Fueron separados por un nuevo flujo de personas que marchaban y que habían bajado de los escalones de piedra. Un papel salió volando de la pila que llevaba Lewis pero, para cuando Lacy tuvo tiempo de recogerlo, él ya había sido tragado por la multitud. Era la primera página de un trabajo, Lacy lo supo por los agujeros de la grapa en el extremo, y tenía un título que casi la hizo dormir: «La asignación de los recursos de educación pública en New Hampshire: un análisis crítico». Pero figuraba también el nombre del autor: Lewis Houghton, Departamento de Ciencias Económicas de la Universidad de Sterling.

Cuando ella llamó a la universidad para decirle a Lewis que tenía un papel que le pertenecía, él dijo que no lo necesitaba. Podía imprimir otra copia.

—Sí —había dicho Lacy—, pero yo necesito devolverte éste.

—¿Por qué?

—Para que puedas explicármelo durante la cena.

Hasta que salieron a cenar sushi, Lacy no supo que la razón por la que Lewis había estado en la manifestación no tenía nada que ver con asistir a un mitin a favor del aborto, sino que tenía una cita concertada con el gobernador.

—Pero ¿cómo le dijiste —preguntó Peter —que te gustaba, ya sabes, de ese modo?

—Según recuerdo, después de nuestra tercera cita, me acerqué a él y lo besé. Luego otra vez, que debió de ser para hacerle callar, porque él estaba dale que te pego con el libre comercio. —Lacy echó un vistazo a su hijo por encima del hombro y de repente todas sus preguntas cobraron sentido—. Peter —dijo ella, con una sonrisa incipiente—, ¿hay alguien que te guste?

Peter ni siquiera necesitó contestar, su rostro se había vuelto carmesí.

—¿Puedo saber su nombre?

—No —contestó él categóricamente.

—Bueno, no importa. —Ella enganchó su brazo alrededor del brazo de Peter—. ¡Vaya por Dios! Te envidio. No hay nada comparable con esos pocos primeros meses en los que en lo único que piensas es en el otro. Quiero decir, el amor en cualquiera de sus formas es fabuloso… pero enamorarse… bueno…

—No es así —dijo Peter—, quiero decir, no es mutuo.

—Apuesto a que ella está tan nerviosa como lo estás tú.

Él hizo una mueca:

—Mamá, ella apenas sabe que existo. No soy… no ando con el tipo de gente con el que anda ella.

Lacy miró a su hijo:

—Bueno —dijo—, entonces lo primero que tienes que hacer es cambiar eso.

—¿Cómo?

—Encuentra formas de conectar con ella. Quizá en los lugares en los que sabes que sus amigos no estarán. E intentar mostrarle el lado de las cosas que ella no ve normalmente.

—¿Como qué?

—El interior. —Lacy dio un golpecito en el pecho de Peter—. Si le dijeras cómo te sientes, creo que podrías sorprenderte con su reacción.

Peter agachó la cabeza y pateó una pila de nieve. Luego levantó la vista hacia ella, tímidamente:

—¿En serio?

Lacy asintió con la cabeza:

—A mí me funcionó.

—Bueno —dijo Peter—, gracias.

Ella lo miró caminar pesadamente de regreso hacia la casa, y luego volvió a concentrar su atención en los ciervos. Lacy tendría que alimentarlos hasta que la nieve se derritiera. Una vez que comienzas a ocuparte de ellos, debes seguir adelante, o ellos solos no lo logran.

Estaban en el suelo del salón y estaban casi desnudos. Josie podía notar la cerveza en el aliento de Matt, pero ella también debía de tener ese sabor. Ambos habían bebido algunas en casa de Drew; no tanto como para emborracharse pero sí para estar un poco alegres. Lo suficiente como para que las manos de Matt parecieran estar por todo su cuerpo, de modo que la piel de él encendiera la de ella.

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