Diecinueve minutos (18 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Narrativa

Dos veces.

Lacy se quedó mirando el intrincado enladrillado bajo sus pies. Lewis se acordó de cuando había pavimentado aquel trozo del patio; de cuando había nivelado la arena y colocado los ladrillos él mismo. Peter había querido ayudarle, pero él no le había dejado. Los ladrillos pesaban demasiado. «Podrías hacerte daño», le había dicho.

Si Lewis no lo hubiera protegido tanto, si Peter hubiera experimentado dolor de verdad en sí mismo, ¿habría sido menos propenso a infligirlo a los demás?

—¿Cómo se llamaba la madre de Hitler? —preguntó Lacy.

Lewis la miró pestañeando.

—¿Cómo?

—¿Era mala?

Lewis rodeó a Lacy con el brazo.

—No te tortures —dijo en voz baja.

Ella hundió el rostro en el hombro de su marido.

—Los demás lo harán —dijo.

Por un breve instante, Lewis se permitió el pensamiento de creer que todo el mundo estaba en un error, que Peter no podía ser el autor de los disparos que acababan de producirse aquel mismo día. En cierto sentido era verdad. Aunque hubiera cientos de testigos: el chico al que habían visto no era el mismo muchacho con el que Lewis había hablado la noche anterior, al irse a la cama. Habían mantenido una conversación acerca del coche de Peter.

Ya sabes que tienes que pasarle la inspección antes de final de mes —le había dicho Lewis.

—Sí, ya —le había contestado Peter—. Ya me han dado hora.

¿Le había mentido también sobre eso?

—El abogado…

—Me ha dicho que nos llamará —repuso Lewis.

—¿Le has dicho que Peter es alérgico al marisco? Si le dan algo que…

—Se lo he dicho —la tranquilizó Lewis, aunque no lo había hecho. Se imaginó a Peter solo en una celda de la cárcel por delante de la cual pasaban todos los veranos, de camino hacia el parque de atracciones de Haverhill. Se acordó de cuando Peter llamaba la segunda noche que pasaba fuera de casa, durante las colonias, para suplicar que fueran a buscarlo. Pensó en su hijo, que seguía siendo su hijo, aunque hubiera hecho algo tan horrible que Lewis no podía cerrar los ojos sin imaginar lo peor, y entonces sintió tal opresión en las costillas que no pudo respirar.

—¿Lewis? —exclamó Lacy, apartándose al notar que él jadeaba—. ¿Estás bien?

Él asintió con la cabeza, sonrió, pero se ahogaba al enfrentarse a la verdad.

—¿Señor Houghton?

Ambos levantaron la mirada y se encontraron con un agente de pie ante ellos.

—Señor, ¿podría acompañarme un segundo?

Lacy se levantó con él, pero su marido le hizo un gesto para que esperara. No sabía adónde lo llevaba aquel policía, qué era lo que estaba a punto de ver. No quería que Lacy lo viera si no había necesidad.

Siguió al policía al interior de su propia casa, momentáneamente tomada por los agentes que, provistos de guantes de látex, registraban la cocina, el ropero. Nada más llegar a la puerta que conducía al sótano, empezó a sudar. Sabía adónde se dirigían, era algo en lo que cuidadosamente había evitado pensar desde que había recibido la llamada de Lacy.

En el sótano había otro agente esperando, que obstaculizaba la vista de Lewis. Allí abajo estaban a diez grados menos de temperatura, pero Lewis seguía sudando. Se secó la frente con la manga.

—Estos rifles —dijo el agente—, ¿son de su propiedad?

Lewis tragó saliva.

—Sí. Suelo ir a cazar.

—Señor Houghton, ¿puede decirnos si está aquí todo su armamento? —Entonces el agente se hizo a un lado para dejarle ver el armero con la puerta de cristal.

Lewis sintió que le flaqueaban las rodillas. Tres de sus cinco rifles de caza estaban allí bien guardados, como las chicas feas del baile. Pero dos faltaban.

Hasta aquel momento, Lewis se había permitido creer que aquello tan horroroso que había sucedido con Peter era algo que escapaba a todo lo esperable y predecible; que su hijo se había convertido en una persona que él no habría podido imaginar jamás. Hasta aquel momento, todo había sido un trágico accidente.

Ahora, Lewis empezaba a culparse a sí mismo.

Se volvió hacia el agente, mirándolo a los ojos sin revelar sus sentimientos. Una expresión, se dio cuenta, que había aprendido de su propio hijo.

—No —dijo—. Aquí no está todo.

La primera regla no escrita de la defensa legal es actuar como si se supiera todo, cuando en realidad no se sabe absolutamente nada. El abogado se encuentra cara a cara con un cliente al que no conoce, y que puede tener o no una remota posibilidad de salir absuelto; el truco consiste en permanecer tan impasible como firme. De inmediato hay que sentar los parámetros de la relación: «Aquí el jefe soy yo; tú dime sólo lo que yo necesito escuchar».

Jordan se había visto en una situación como aquélla cientos de veces, en una sala de visitas privadas de aquella misma prisión dispuesto a escuchar lo que le contara su cliente, y estaba convencido de haberlo visto todo. Por eso se quedó pasmado al darse cuenta de que Peter Houghton lo había sorprendido. Dada la magnitud de la matanza, el mal causado y las caras de terror que Jordan acababa de ver en la pantalla del televisor, aquel cuatro ojos, aquel muchacho flaco y pecoso, le pareció completamente incapaz de ser el responsable de una cosa como aquélla.

Ése fue su primer pensamiento. El segundo fue: «Eso me favorecerá en la defensa».

—Peter —dijo—, me llamo Jordan McAfee, y soy abogado. Tus padres me han contratado para que te represente.

Esperó oír alguna respuesta. Nada.

—Siéntate —prosiguió, pero el chico seguía de pie—. O no —añadió Jordan. Se colocó la máscara profesional y miró a Peter—. Mañana te leerán el acta de acusación. No tendrás opción a fianza. Intentaré averiguar los cargos que se van a presentar contra ti por la mañana, antes de que tengas que presentarte en el tribunal. —Le dio unos segundos a Peter para que asimilara la información—. A partir de ese momento, ya no estarás solo. Me tendrás a mí.

¿Era cosa de la imaginación de Jordan, o por los ojos de Peter había cruzado algo al escuchar aquellas palabras? Tan rápido como había aparecido se había esfumado. Peter miraba fijamente al suelo, sin expresión.

—Bien —dijo Jordan, poniéndose en pie—. ¿Tienes alguna pregunta?

Tal como esperaba, no obtuvo respuesta alguna. Demonios, a juzgar por la actitud de Peter durante aquella breve entrevista, Jordan podría haber estado hablando con alguna de las infortunadas víctimas de los disparos.

«A lo mejor lo es», pensó; y la voz sonó en su cabeza muy parecida a la de su mujer.

—De acuerdo, entonces. Nos veremos mañana.

Golpeó en la puerta con los nudillos, y estaba esperando que acudiera el guardián que había de acompañar a Peter de regreso a la celda, cuando de pronto el chico habló.

—¿A cuántos acerté?

Jordan dudó unos segundos, con la mano en el pomo. No se volvió a mirar a su cliente.

—Nos veremos mañana —repitió.

El doctor Ervin Peabody vivía al otro lado del río, en Norwich, Vermont, y colaboraba con la facultad de psicología de la Universidad de Sterling. Seis años atrás había escrito, junto con otros seis autores, un artículo sobre la violencia escolar; un trabajo académico que casi había olvidado. Ahora había sido requerido por la agencia filial de la NBC en Burlington, para un programa de noticias matutino que él mismo había visto a veces, mientras se tomaba un tazón de cereales, por la mera diversión de ver la ineptitud de los locutores.

—Buscamos a alguien que pueda hablar del suceso del Instituto Sterling desde un punto de vista psicológico —le había dicho el productor.

Y Ervin le había contestado:

—Yo soy el que buscan.

—¿Señales de advertencia? —dijo, en respuesta a la pregunta del presentador—. Bien, estos jóvenes suelen apartarse de los demás. Tienden a ser solitarios. Hablan de lastimarse a sí mismos, o a los demás. Son incapaces de integrarse en la escuela o reciben frecuentes castigos. Les falta estar en comunicación con alguien, quienquiera que sea, que les haga sentirse importantes.

Ervin sabía que la cadena no había ido a buscarle por sus conocimientos, sino para procurar consuelo. El resto de Sterling, el resto del mundo, quería saber que los chicos como Peter Houghton son reconocibles; como si la capacidad para convertirse en un asesino de la noche a la mañana fuese una marca de nacimiento.

—Entonces podríamos decir que existe un perfil general que define a un asesino escolar —instó el presentador.

Ervin Peabody miró a la cámara. Él sabía la verdad: que decir que tales chicos visten de negro, o les gusta escuchar música extravagante, o que se irritan con facilidad, era aplicable a la mayor parte de la población adolescente masculina, al menos durante un período de tiempo de la adolescencia. Sabía que si un individuo profundamente perturbado tenía intención de causar daño, era muy probable que lo consiguiera. Pero también sabía que todos los ojos del valle de Connecticut estaban puestos en él, tal vez todos los ojos del nordeste del país, y que él era profesor en Sterling. Un pequeño prestigio, una etiqueta de experto, no podía hacer daño.

—Podría decirse, sí —corroboró.

Lewis se encargaba de las últimas tareas domésticas antes de acostarse. Empezaba por la cocina, poniendo el lavavajillas, y terminaba cerrando con llave la puerta principal y apagando las luces. Luego subía al piso de arriba, donde Lacy solía estar ya metida en la cama, leyendo (si es que no la habían llamado para asistir a algún parto), y se detenía unos momentos en la habitación de su hijo, al que le decía que apagara la computadora y se fuera a dormir.

Aquella noche se quedó delante de la habitación de Peter, contemplando el desorden que había dejado tras de sí el registro policial. Su primera intención fue volver a colocar en las estanterías los libros que habían dejado, y guardar en su sitio el contenido de los cajones del escritorio, desparramado por la alfombra. Pero después de pensarlo mejor, cerró la puerta con suavidad.

Lacy no estaba en el dormitorio, ni cepillándose los dientes. Dudó unos segundos mientras aguzaba el oído. Se oía el bisbiseo de una charla, como si fuera una conversación furtiva, procedente de la estancia que tenía justo debajo.

Volvió sobre sus pasos en dirección a las voces. ¿Con quién estaría hablando Lacy, casi a medianoche?

En la oscuridad del estudio, el resplandor verdoso de la pantalla del televisor tenía un destello sobrenatural. Lewis había olvidado que allí hubiera un aparato, tan poco uso se hacía de él. Vio el logotipo de la CNN y la familiar franja inferior con los teletipos de última hora desplazándose hacia la izquierda. Pensó que aquella forma de dar las últimas noticias, aquella franja móvil, se utilizó por primera vez cuando el 11-S; cuando la gente empezó a tener tanto miedo que necesitaba saber sin demora los hechos que acontecían en el mundo que habitaban.

Lacy estaba de rodillas sobre la alfombra, mirando la pantalla.


Aún no se sabe a ciencia cierta cómo obtuvo el autor de los disparos las armas que llevaba encima, ni cuáles eran éstas con exactitud…

—Lacy —dijo, tragando saliva—. Lacy, ven a la cama.

Lacy no se movió ni dio señales de haberle oído. Lewis le posó la mano en el hombro al pasar junto a ella y apagó el televisor.


Las primeras informaciones barajan la posibilidad de que llevara dos pistolas
—estaba diciendo el presentador justo antes de que la imagen desapareciera.

Lacy se volvió hacia él. Sus ojos le hicieron pensar a Lewis en el cielo que se ve desde un avión: un gris ilimitado que podría estar en todas partes y en ninguna, todo a la vez.

—Todo el rato dicen que es un hombre —comentó ella—, y no es más que un muchacho.

—Lacy —repitió él. Ella se levantó y se dejó tomar entre sus brazos, como si la hubiese invitado a bailar.

Si se escucha con atención cuanto se dice en un hospital, es posible enterarse de la verdad. Las enfermeras cuchichean entre sí mientras tú finges dormir; los policías intercambian secretos en los pasillos; los médicos entran en tu habitación hablando todavía del estado de salud del paciente al que acaban de visitar.

Josie se había ido haciendo mentalmente una lista de los heridos. La había ido confeccionando haciendo un esfuerzo por recordar cuándo los había visto por última vez; cuándo se habían cruzado con ellos por el pasillo; cuán cerca o lejos estaban de ella en el momento de recibir el disparo. Estaba Drew Girard, que había tomado del brazo a Matt y a Josie para decirles que Peter Houghton estaba disparando dentro del instituto. Emma, que estaba sentada a unas sillas de distancia de Josie en el comedor. Y Trey MacKenzie, un jugador de fútbol conocido por las fiestas que montaba en su casa. John Eberhard, que había comido de las patatas fritas de Josie aquella mañana. Min Horuka, de Tokio, un alumno de un programa de intercambio estudiantil, que el año pasado se había emborrachado en la zona de actividades al aire libre, detrás de la pista de atletismo, y luego había vomitado dentro del coche del director metiendo la cabeza por la ventanilla abierta. Natalie Zlenko, que estaba delante de Josie en la cola del comedor. El entrenador Spears y la señorita Ritolli, ex profesores ambos de Josie. Brady Pryce y Haley Weaver, la parejita del año de los de último curso.

Había otros a los que Josie sólo conocía de nombre: Michael Beach, Steve Babourias, Natalie Phlug, Austin Prokiov, Alyssa Carr, Jared Weiner, Richard Hicks, Jada Knight, Zoe Patterson… extraños con los que a partir de ahora iba a estar vinculada para siempre.

Más difícil era averiguar el nombre de los que habían muerto, pronunciados en voz aún más baja, como si su estado fuera contagioso para todas las almas que ocupaban los lechos del hospital. Josie había oído rumores: que el señor McCabe había resultado muerto, y también Topher McPhee, el traficante de marihuana del instituto. Con el fin de ir almacenando retazos de información, Josie intentaba ver la televisión, que cubría durante las veinticuatro horas el suceso del Instituto Sterling, pero al final siempre aparecía su madre y la apagaba. Lo único que había podido entresacar de sus incursiones prohibidas en la información de los medios de comunicación era que había habido diez víctimas mortales.

Matt era una.

Cada vez que Josie pensaba en ello, su cuerpo experimentaba algún tipo de reacción. Se le cortaba la respiración. Todas las palabras que conocía se le quedaban petrificadas en el fondo de la garganta, como una roca que tapara la salida de una gruta.

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