—¿Permiso?
Selena se volvió y, en una rendija de la puerta entreabierta, vio la cara de Alex Cormier asomándose. Se puso en pie de inmediato.
—Su Señoría no puede entrar…
—Déjala —dijo Lacy.
Selena dio un paso atrás mientras la jueza se introducía en la sala y se sentaba al lado de Lacy. Colocó una taza de plástico en la mesa y se la acercó, con una ligera sonrisa, mientras Sam agarraba su rosado dedo y tiraba de él.
—El café de aquí es horrible, pero te lo he traído de todas formas.
—Gracias.
Selena se movió cautelosamente detrás de la pila de mapas hasta quedar tras las dos mujeres, a las que miraba con la misma perpleja curiosidad que hubiera mostrado si una leona acogiera a un impala, en lugar de comérselo.
—Lo has hecho bien allí dentro —la animó la jueza.
Lacy sacudió la cabeza.
—No lo suficiente.
—Ella no te preguntará mucho, por si eso te consuela.
Lacy levantó al bebé hasta su pecho y dio golpecitos en su espalda.
—No creo que pueda volver a entrar allí —dijo, con la voz ahogada.
—Puedes y lo harás —contestó Alex—. Porque Peter te necesita.
—Le odian. Me odian.
La jueza Cormier puso su mano sobre el hombro de Lacy.
—No todos —le dijo—. Cuando volvamos, me sentaré en la primera fila. No tendrás que mirar a la fiscal. Sólo mírame a mí.
Selena se quedó boquiabierta. A menudo, a los testigos frágiles o a los niños pequeños se les coloca una persona como punto de foco para hacer que declarar no les resulte tan difícil. Para hacerles sentir que, entre toda aquella gente, tienen por lo menos un amigo.
Sam encontró su pulgar y comenzó a chuparlo, quedándose dormido contra el pecho de Lacy. Selena observó a Alex estirar la mano y tocar los mechones oscuros del pelo de su hijo.
—Todo el mundo piensa que se cometen errores cuando se es joven —le dijo la jueza a Lacy—. Pero no creo que cometamos menos cuando somos adultos.
Jordan entró en la celda en la que estaba Peter, haciendo una evaluación de los daños.
—Lo que ha pasado no nos perjudicará —anunció—. El juez dará instrucciones al jurado para que desestimen todo ese exabrupto.
Peter estaba sentado en el banco de metal, con la cabeza en las manos.
—Peter —dijo Jordan—, ¿me has oído? Sé que ha sido desagradable, pero legalmente, no te afectará…
—Necesito decir por qué lo hice —lo interrumpió Peter.
—¿A tu madre? —preguntó Jordan—. No puedes. Ella todavía está aislada —dudó—. Mira, tan pronto como pueda ponerte en contacto con ella, yo…
—No. Quiero decir decírselo a todos.
Jordan miró a su cliente. Peter no tenía lágrimas en los ojos, y sus puños descansaban en el banco. Cuando levantó la mirada, ya no tenía el rostro aterrorizado del niño que se había sentado a su lado el primer día del juicio. Era alguien que había crecido de la noche a la mañana.
—Estamos presentando tu parte de la historia —dijo Jordan—. Sólo tienes que ser paciente. Sé que es difícil de creer, pero se arreglará. Estamos haciéndolo lo mejor que podemos.
—No lo estamos haciendo —atajó Peter—. Tú lo estás haciendo. —Se puso de pie, caminando hacia Jordan—. Lo prometiste. Dijiste que era nuestro turno. Pero cuando lo dijiste, querías decir tu turno, ¿no es así? Nunca has tenido la intención de que yo me levantara y les dijera a todos lo que pasó en realidad.
—¿Has visto lo que le han hecho a tu madre? —respondió Jordan—. ¿Tienes idea de lo que te ocurriría a ti si te sientas en ese estrado a declarar?
En ese instante, algo se rompió dentro de Peter: no fue su enojo ni su miedo oculto, sino la última telaraña de esperanza. Jordan pensó en la declaración de Michael Beach, acerca de cómo era cuando la vida abandonaba el rostro de una persona. No hace falta presenciar la muerte de alguien para ver eso.
—Jordan —dijo Peter—, si voy a pasar el resto de mi vida en la cárcel, quiero que escuchen mi versión de la historia.
Jordan abrió la boca con la intención de decirle a su cliente que de ninguna jodida manera, que no lo llamaría al estrado y arruinaría así el castillo de naipes que había creado con la esperanza de que lo absolvieran. Pero ¿a quién estaba engañando? Desde luego, no a Peter.
Respiró profundamente.
—De acuerdo —dijo—, dime qué es lo que vas a decir.
Diana Leven no tenía ninguna pregunta para Lacy Houghton, lo cual —Jordan lo sabía —era más bien una bendición. Además del hecho de que no había nada que la fiscal pudiera preguntarle que no hubiera sido cubierto por el padre de Maddie Shaw. Él no sabía cuánta tensión más podría resistir Lacy sin que su declaración se volviera incomprensible. Mientras era escoltada para salir del tribunal, el juez levantó la vista de su dossier.
—¿Su próximo testigo, señor McAfee?
Jordan inspiró profundamente.
—La defensa llama a declarar a Peter Houghton.
Detrás de él, se produjo una oleada de actividad. Susurros, los periodistas sacando lápices nuevos de sus bolsillos y pasando las páginas de sus libretas. Rumor de voces, las familias de las víctimas mirando fijamente cómo Peter subía al estrado. Podía ver a Selena en uno de los laterales; con los ojos muy abiertos ante aquel inesperado giro.
Peter tomó asiento como Jordan le había dicho que lo hiciera.
«Buen chico», pensó.
—¿Eres Peter Houghton?
—Sí —contestó Peter, pero no estaba lo suficientemente cerca del micrófono como para que se le oyera. Se inclinó hacia adelante y repitió la palabra.
»Sí —dijo, y esta vez, salió un pitido del sistema de megafonía por los altavoces del tribunal.
—¿En qué curso estás, Peter?
—Era estudiante de último año cuando fui arrestado.
—¿Cuántos años tienes ahora?
—Dieciocho.
Jordan caminó hacia el cubículo del jurado.
—Peter, ¿eres tú la persona que fue al Instituto Sterling en la mañana del seis de marzo del dos mil siete y disparó a diez personas matándolas?
—Sí.
—¿Y heriste a otras diecinueve?
—Sí.
—¿Y el que causaste daño a incontables personas más y a una gran cantidad de bienes materiales?
—Así es —respondió Peter.
—No niegas nada de eso hoy, ¿o sí?
—No.
—¿Puedes decirle al jurado —preguntó Jordan —por qué lo hiciste?
Peter lo miró a los ojos.
—Ellos lo empezaron.
—¿Quiénes?
—Los matones. Los atletas. Los que me llamaron
freak
toda mi vida.
—¿Recuerdas sus nombres?
—Es que hay muchos —contestó Peter.
—¿Puedes decirnos por qué sentiste que tenías que recurrir a la violencia?
Jordan le había dicho a Peter que, pasara lo que pasase, no podía enojarse. Que tenía que permanecer tranquilo y sereno mientras hablara o su testimonio podría volverse contra él; incluso más de lo que Jordan ya esperaba que se volviese.
—Intenté hacer lo que mi madre quería que hiciera —explicó Peter—, intenté ser como ellos, pero no funcionó.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Intenté jugar a fútbol, pero nunca me sacaban al campo. Una vez, ayudé a unos chicos a gastarle una broma a una profesora, llevando su coche desde el estacionamiento hasta el gimnasio… a mí me sancionaron, pero a los otros chicos no, porque estaban en el equipo de baloncesto y tenían un partido el sábado.
—Pero, Peter —dijo Jordan—, ¿por qué hiciste lo que hiciste?
Peter se humedeció los labios.
—No se suponía que fuera a terminar de ese modo.
—¿Habías planeado asesinar a todas esas personas?
Lo habían ensayado en la celda. Lo único que Peter tenía que decir era lo que había dicho allí, cuando Jordan le adoctrinaba. «No. No lo había planeado».
Peter bajó la vista hacia sus manos.
—Cuando lo hice en el juego —contestó tranquilamente—, yo ganaba.
Jordan se quedó de piedra. Peter se había salido del guión y ahora Jordan no podía encontrar su línea. Sólo sabía que iban a bajar el telón antes de que él terminara. Confundido, repitió la respuesta de Peter en su mente: no era del todo mala. Hacía que sonara deprimido, como un solitario.
«Puedes salvar esto», pensó Jordan para sí.
Caminó hasta Peter intentando desesperadamente comunicarle que necesitaba que se concentrara en él; necesitaba que Peter jugara de su parte. Necesitaba mostrarle al jurado que aquel chico había querido declarar frente a ellos con el propósito de demostrar arrepentimiento.
—¿Entiendes ahora que no hubo ningún ganador ese día, Peter?
Jordan vio que algo brillaba en los ojos de Peter. Una llama minúscula, una que se reavivaba: optimismo. Jordan había hecho su trabajo demasiado bien: después de cinco meses de decirle a Peter que podía conseguir que lo absolvieran; de que tenía una estrategia; de que sabía lo que estaba haciendo… Peter, maldita sea, había elegido ese momento para creer finalmente en él.
—El juego no ha terminado todavía, ¿verdad? —respondió Peter y le sonrió a Jordan con confianza.
Mientras dos de los miembros del jurado se inquietaban, Jordan luchó por no perder la compostura. Caminó de vuelta hasta la mesa de la defensa, maldiciendo por lo bajo. Aquélla había sido siempre la perdición de Peter, ¿no era así? No tenía ni idea de cómo se lo veía o se lo escuchaba desde la perspectiva de un observador ordinario, desde la mente de una persona que no supiera que Peter no estaba intentando sonar como un asesino homicida sino, más bien, como alguien que intentaba compartir una broma privada con uno de sus únicos amigos.
—Señor McAfee —dijo el juez—, ¿tiene más preguntas?
Tenía mil: «¿Cómo has podido hacerme esto? ¿Cómo has podido hacerte esto a ti mismo? ¿Cómo hago que este jurado entienda que no has querido decirlo como ha sonado?». Sacudió la cabeza, perplejo, ante el desmoronamiento de su plan de acción, y el juez tomó eso como una respuesta.
—¿Señora Leven? —dijo.
Jordan levantó la cabeza de golpe. «Un momento —quería decir—. Espere, todavía estoy pensando». Contuvo la respiración. Si Diana le preguntaba algo a Peter —incluso si sólo le preguntaba cuál era su segundo nombre—, luego tendría una oportunidad de recuperar el rumbo. Y, seguramente, entonces podría darle al jurado una impresión diferente de Peter.
Diana revolvió las notas que había ido tomando y luego las puso boca abajo en la mesa.
—El Estado no tiene preguntas, Su Señoría —dijo.
El juez Wagner llamó a un alguacil.
—Lleve al señor Houghton de vuelta a su asiento. Se levanta la sesión durante el fin de semana.
Tan pronto como el jurado se retiró, la sala entró en erupción con un rugido de preguntas. Los periodistas nadaron entre la marea de espectadores hacia la barra divisoria, con la esperanza de acorralar a Jordan para conseguir una declaración. Él tomó su maletín y apresuró el paso hacia la puerta trasera, la misma por la que los alguaciles se estaban llevando a Peter.
—Un momento —dijo. Se acercó a los hombres, que permanecieron quietos, con Peter, esposado, entre ellos—. Tengo que hablar con mi cliente acerca del lunes.
Los alguaciles se miraron entre sí y luego a Jordan.
—Dos minutos —contestó uno de ellos, pero no se alejaron ni un paso.
Si Jordan quería hablar con Peter, ésas eran las condiciones en que podría hacerlo.
La cara de Peter se sonrojó, con una sonrisa radiante.
—¿Lo he hecho bien?
Jordan dudó, intentando encontrar las palabras.
—¿Has dicho lo que querías decir?
—Sí.
—Entonces lo has hecho bien —le contestó Jordan.
Permaneció en el vestíbulo y observó a los alguaciles llevarse a Peter. Justo antes de que volviera la esquina, Peter levantó sus manos unidas y lo saludó. Jordan asintió con la cabeza, con las manos en los bolsillos.
Se escabulló de la cárcel por una puerta trasera y pasó junto a tres furgonetas de los medios de comunicación, con antenas parabólicas encima, como enormes pájaros blancos. A través de las ventanillas traseras de cada furgoneta, Jordan podía ver a los productores editando el vídeo para las noticias de la noche. Su rostro aparecía en cada uno de los monitores.
Al pasar junto a la tercera furgoneta, oyó a través de la ventanilla abierta, la voz de Peter. «El juego no ha terminado todavía».
Jordan se recolocó la correa del maletín en el hombro y caminó un poco más rápido.
—Sí, sí ha terminado —dijo.
Selena le había preparado a su esposo lo que él llamaba La Comida del Verdugo, lo que siempre le preparaba antes del cierre de un caso: ganso asado. Con Sam ya en la cama, ella deslizó un plato delante de Jordan y se sentó frente a él.
—Ni siquiera sé qué decir —admitió.
Jordan apartó el plato.
—Todavía no estoy listo para esto.
—¿De qué hablas?
—No puedo terminar el caso así.
—Cariño —le dijo Selena—, después de lo de hoy, no podrías salvar este caso ni con un escuadrón entero de bomberos.
—No puedo renunciar. Le dije a Peter que tenía una oportunidad. —Miró a Selena angustiado—. Yo fui el que permitió que subiera al estrado, incluso a sabiendas de que no era lo mejor. Tiene que haber algo que pueda hacer… algo que pueda decir para que el testimonio de Peter no sea con lo último que se quede el jurado.
Selena suspiró y tomó el plato de Jordan. Con su cuchillo y tenedor y se cortó un pedazo, untado en la salsa de cereza.
—Este ganso está buenísimo, Jordan —comentó—. No sabes lo que te pierdes.
—La lista de testigos —dijo Jordan de repente, levantándose y hurgando en la pila de papeles que había dejado en el otro extremo de la mesa del comedor—. Tiene que haber alguien a quien no hayamos llamado que pueda ayudarnos. —Examinó los nombres—. ¿Quién es Louise Herrman?
—La maestra de tercer grado de Peter —dijo Selena con la boca llena.
—¿Por qué demonios está en la lista de testigos?
—Ella nos llamó —explicó Selena—. Nos dijo que si la necesitábamos, estaría dispuesta a testificar que en tercer grado era un buen chico.
—Bueno, eso no va a funcionar. Necesito a alguien reciente —suspiró—. Aquí no hay nadie más… —Al dar vuelta a la segunda página, vio un solo nombre escrito a máquina—. Excepto Josie Cormier —dijo Jordan lentamente.
Selena bajó el tenedor.
—¿Vas a llamar a la hija de Alex?