Dinamita (24 page)

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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, Policiaco

—Me parece que te has pasado de donde teníamos que girar —anunció Henriksson en el mismo momento en que el pabellón de Sätra flameaba entre el aguanieve, a la derecha del coche.

—¡Mierda! —exclamó Annika—. Tendremos que ir hasta el centro de Sätra y dar la vuelta.

Le dio un escalofrío al ver las grandes casas grises cuyos últimos pisos desaparecían tras la cortina de nieve. Una vez había estado dentro de uno de esos pisos; fue cuando Thomas quiso comprarle la primera bicicleta a Kalle. Había que comprar una de
Segunda mano
, opinaba Thomas, resultaba más barato y bueno para reciclar. Por eso compraron un ejemplar del
Segunda mano
y leyeron los anuncios. Cuando Thomas encontró una bicicleta asequible tuvo miedo a que fuera robada. No la pagó hasta ver con sus propios ojos el recibo de compra y al niño que la había usado. La familia vivía en una de estas casas.

Annika dejó tras de sí las barracas de alquiler y condujo por Eksätravägen. En Björksätravägen dobló a la izquierda. La explosión tuvo lugar en el vestuario 6, el de los arbitros, que estaba en la parte trasera, entre el pabellón de atletismo y la vieja pista de hielo.

—Acordonado —constató Henriksson.

Annika no respondió, sino que dio media vuelta con el coche. Regresó y aparcó entre los montones de nieve en un aparcamiento desierto, al otro lado de Eksätravägen.

Se detuvo a observar el edificio. Estaba cubierto de paneles de madera de color rojo. El frontispicio tenía forma de OVNI irregular; el tejado, muy plano a los lados, se transformaba en un arco inclinado que acababa en una cresta ligeramente sesgada.

—¿Has estado aquí antes? —le preguntó a Henriksson.

—Never
—respondió él.

—Coge las cámaras y vamos a ver si podemos entrar por otro sitio —dijo ella. Trotaron por la nieve y llegaron a la parte trasera del pabellón. Si Annika había calculado bien, debían encontrarse en el lado opuesto a la entrada principal.

—Esto parece ser una entrada de mercancías —dijo ella y anduvo a duras penas hacia el centro de la fachada. La puerta estaba cerrada. Se apresuraron por la nieve, doblaron la esquina y siguieron a lo largo del lateral del edificio. En el centro había dos pequeñas puertas que recordaban a las de los balcones: «salidas de emergencia», pensó Annika. La primera estaba cerrada pero la otra no tenía echado el cerrojo. No se veían cintas de acordonamiento. El estómago de Annika dio un vuelco de alegría.

—Bienvenidos —susurró y abrió la puerta.

—¿Se puede entrar así por las buenas? —inquirió Henriksson.

—Claro que se puede —respondió Annika—. Sólo hay que poner una pierna delante de la otra repetidamente, evitando caerse.

—Sí claro, pero ¿no es allanamiento o algo así? —argüyó Henriksson, nervioso.

—Ya veremos, pero no lo creo. Esto es un pabellón deportivo municipal, propiedad de la ciudad de Estocolmo. La puerta no está cerrada y está abierto al público. No debería haber ningún problema.

Henriksson entró con una expresión de escepticismo en el rostro, Annika cerró la puerta tras ellos.

Se encontraban en la parte de arriba de la gradería del pabellón. Annika miró a su alrededor: era un bonito edificio. Siete arcos de madera encolada sostenían toda la estructura. La extraña cresta del frontispicio tipo OVNI resultó ser una serie de cristaleras en lo alto del techo. Una pista de atletismo en declive dominaba la arena; al fondo a la derecha estaba el foso y las instalaciones para el salto con pértiga. Al otro lado de las pistas había una hilera de algo que parecían oficinas.

—Allí lejos hay luz —informó Henriksson y señaló hacia la secretaría, al fondo a la izquierda.

—Entonces vamos ahí —dijo Annika.

Siguieron el camino y llegaron a lo que debía ser la entrada principal del pabellón. Oyeron llorar a alguien en un lugar contiguo. Henriksson se detuvo.

—¡No, joder! —exclamó—. ¡No quiero seguir!

Annika no le prestó atención sino que continuó hacia la oficina de donde provenían los llantos. La puerta estaba entreabierta, llamó con cuidado y esperó una respuesta. Al no recibir ninguna empujó la puerta y miró. El cuarto parecía estar en obras; de las paredes salían cables eléctricos, había un gran agujero en el suelo, tablones y una taladradora sobre una mesa de trabajo. Una mujer rubia joven estaba sentada en una silla en medio del desorden y lloraba.

—Disculpa —dijo Annika—. Soy del periódico
Kvällspressen
. ¿Te puedo ayudar en algo?

La mujer continuó llorando como si no hubiera oído a Annika.

—¿Quieres que llame a alguien para que te ayude? —preguntó Annika.

La mujer no la miró sino que siguió gimoteando con las manos en el rostro. Annika esperó en silencio un rato en el umbral, luego se dio la vuelta y se dispuso a cerrar la puerta.

—¿Cómo es posible que alguien sea tan malvado? —preguntó la mujer.

Annika se detuvo y volvió de nuevo hacia la mujer.

—No lo sé —contestó—. Es totalmente incomprensible.

—Me llamo Beata Ekesjö —dijo la mujer y se sonó con un trozo de papel higiénico. Se secó las dos manos con otro trozo y luego alargó la mano para saludar. Annika la tomó sin pestañear. ¡Qué importante es la forma de dar la mano! Todavía recordaba la primera vez que había saludado a una persona enferma de sida, una joven que había sido contagiada al nacer su segundo hijo. La madre había recibido sangre de la sanidad sueca y el virus mortal de regalo. Durante todo el camino de vuelta la mano le había quemado por su cálido y suave apretón. Otra vez le presentaron al presidente de un club de
Hell's Angels.
Annika había alargado la mano para saludar, pero el presidente la miró fijamente a los ojos mientras se chupaba lentamente la mano derecha desde la palma hasta las yemas.

—La gente está totalmente loca —dijo, y estiró la mano pringosa de baba. Annika la estrechó sin dudar ni un segundo. La imagen surgía ahora que le estrechaba la mano a la mujer que lloraba y sentía los restos de lágrimas y mocos entre los dedos.

—Me llamo Annika Bengtzon.

—Tú has escrito sobre Christina Furhage —contestó Beata Ekesjö—. Tú has escrito sobre Christina Furhage en el
Kvällspressen
.

—Sí, soy yo.

—Christina Furhage era la mujer más fantástica que existe —dijo Beata Ekesjö—. Por eso es una pena que ocurriera esto.

—Sí, por supuesto —contestó Annika y esperó.

La mujer se sonó y se colocó la larga melena rubia detrás de las orejas. Era rubia natural, advirtió Annika, nada de mechas de raíz negra como Anne Snapphane. Debía rondar los treinta, más o menos como Annika.

—Yo conocí a Christina —continuó Beata Ekesjö en voz baja y miró hacia el rollo de papel higiénico que reposaba en sus rodillas—. Trabajé con ella. Ella era mi modelo. Por eso pienso que lo ocurrido es terriblemente trágico.

Annika comenzó a impacientarse. Esto no aportaba nada.

—¿Crees en el destino? —preguntó de repente la mujer y miró a Annika.

Annika sintió que Henriksson había entrado y se había colocado justo detrás de ella.

—No —respondió Annika—. No, si te refieres a que todo está predeterminado. Yo creo que nosotros construimos nuestro propio destino.

—¿Cómo? —preguntó la mujer, interesada y se enderezó.

—Nuestro futuro se construye según las decisiones que tomamos. Cada día tomamos resoluciones de vital importancia. ¿Cruzo o espero a que pase el coche? Si la decisión es errónea quizá perdamos la vida. Todo depende de nosotros.

—¿Así que no crees que haya alguien protegiéndonos? —dijo Beata con los ojos abiertos de par en par.

—¿Un Dios o algo así? Creo que nuestro tiempo en la tierra tiene un significado, si es a eso a lo que te refieres. Pero cualquiera que sea, no nos incumbe, ¿no crees?

La mujer se levantó y pareció reflexionar. Era baja, no más de un metro sesenta, tierna como una quinceañera.

—¿Qué haces aquí ahora, en este cuarto? —preguntó Annika por fin.

—Yo trabajo aquí —respondió y parpadeó con los ojos arrasados de lágrimas.

—¿Trabajabas con Stefan?

Asintió y las lágrimas comenzaron a caer.

—Maldad, maldad, maldad —murmuró mientras se bamboleaba de un lado a otro con las manos en el rostro. Annika cogió el papel higiénico que la mujer había dejado en el suelo y cortó un gran trozo.

—Toma.

La mujer se volvió repentinamente de forma que Annika dio un paso hacia atrás y le pisó un pie a Henriksson.

—Si el destino no existe, ¿quién decidió entonces que Christina y Stefan tuvieran que morir? —preguntó y le centellearon los ojos.

—Fue una persona —respondió Annika, tranquila—. Alguien los mató. No me extrañaría que fuera la misma persona.

—Yo estaba aquí cuando explotó —anunció Beata y se volvió a dar la vuelta—. Fui yo quien le pidió que se quedara y controlara el vestuario. ¿Qué culpa me corresponde?

Annika no respondió sino que estudió a la mujer con más detenimiento. No encajaba en este lugar. En realidad ¿qué quería decir? ¿Qué hacía aquí?

—¿Por qué crees que la culpa es tuya? —dijo Annika, y en ese mismo momento oyó voces a su espalda. Era un policía uniformado que entraba por la puerta principal junto a ocho o nueve obreros.

—¿Te puedo sacar una foto? —preguntó Henriksson apresuradamente a la mujer.

Beata Ekesjö se arregló el pelo.

—Sí —contestó—. Quiero que escribáis sobre esto. Es importante que se sepa. Escribe lo que he dicho.

Miró fijamente al fotógrafo y éste tomó un par de fotos sin
flash
.

—Muchas gracias por hablar con nosotros —dijo Annika con rapidez, le dio la mano a Beata y se apresuró hacia el policía. El policía podría aportar algo, a diferencia de la pobre y desconcertada Beata.

El grupo de hombres se encaminaba hacia la pista cuando Annika los alcanzó. Se presentó a sí misma y a Henriksson y el policía se sorprendió.

—¿Cómo coño han entrado aquí?, ¿saltando el acordonamiento?

Annika le miró sosegada a los ojos.

—Usted hizo un mal trabajo ayer noche, agente. Ni acordonó el fondo sur, ni cerró las salidas de emergencia.

—¡A la mierda!, ¡ahora mismo se van de aquí! —exclamó el policía y agarró a Annika.

En ese instante Henriksson sacó una foto, esta vezcon
flash
. El policía comprendió y soltó a Annika.

—¿Ahora qué pasa? —preguntó Annika y sacó el bloc y el bolígrafo del bolso—. ¿Interrogatorio, investigación técnica?

—Sí, y se tienen que marchar.

Annika suspiró y dejó que las manos con el bloc y el bolígrafo cayeran sobre sus muslos.

—Venga. Nos necesitamos. Déjenos hablar con los muchachos cinco minutos y tomar una foto de grupo en la pista y nos daremos por satisfechos.

El policía apretó los dientes, se dio la vuelta, pasó entre el grupo de obreros y se dirigió hacia la entrada principal. Seguramente iba en busca de sus colegas. Annika comprendió que tenía que actuar con rapidez.

—Okey,¿podemos tomar una foto de grupo? —preguntó y los hombres, dudando, se encaminaron cabizbajos hacia la pequeña grada.

—Disculpad si somos un poco atrevidos, pero intentamos hacer nuestro trabajo lo mejor posible. Es importantísimo que el asesino de Stefan sea detenido, y quizá los medios podamos ayudar —dijo Annika mientras Henriksson hacía fotos sin parar—. Ante todo os quiero acompañar en el sentimiento por la pérdida de un camarada de trabajo. Tiene que ser horrible perder a un colega de esta manera.

Los hombres no respondieron.

—¿Hay algo que queráis contar de Stefan?

El fotógrafo había colocado al grupo sentado en la grada; todos estaban vueltos hacia él y la sala entera flotaba detrás de ellos. Sería una fotografía sugestiva.

Los hombres dudaron; ninguno quería responder. Todos estaban turbados, serios, con los ojos secos. Seguramente se encontraban bajo alguna forma de conmoción.

—Stefan era nuestro jefe —dijo un hombre con mono azul gastado—. Era un tío legal.

Los otros murmuraron asintiendo.

—¿Qué tipo de trabajo hacéis aquí? —preguntó Annika.

—Controlamos todo el edificio y hacemos algunos arreglos para los Juegos Olímpicos. Seguridad, electricidad, estado de las cañerías… Se hace en todas las instalaciones que tienen relación con los Juegos.

—¿Y Stefan era vuestro jefe superior?

El grupo comenzó a murmurar de nuevo, hasta que el hombre volvió a tomar la palabra.

—Bueno, él era nuestro jefe —dijo el hombre del mono azul—. Pero ella, la rubia, es la jefa de proyecto.

Annika arqueó las cejas.

—¿Beata Ekesjö? —respondió sorprendida—. ¿Ella es la jefa aquí?

Los hombres esbozaron una sonrisa y se miraron unos a otros en connivencia, sí, Beata era la jefa. No eran risitas alegres y recordaban más a resoplidos.

«Pobre diablo —pensó Annika—. No lo tendría fácil con un grupo como éste.»

Al no saber qué hacer, Annika preguntó si conocían a Christina Furhage, y todos los hombres asintieron.

—Era una mujer de verdad —argüyó el del mono azul—. Sólo ella podía llevar a cabo todo esto.

—¿Por qué piensas eso? —preguntó Annika.

—Iba a todos los lugares de trabajo y hablaba con los obreros. Nadie entendía cómo tenía tiempo para eso, pero ella quería conocerlos a todos personalmente y oír cómo iban las cosas.

El hombre calló, Annika golpeó, pensativa, el bolígrafo contra el bloc.

—¿Vais a trabajar hoy?

—Vamos a hablar con la policía, luego nos iremos a casa. Y guardaremos un minuto de silencio por Stefan —añadió el hombre del mono azul.

En ese momento regresó el policía con dos colegas. Parecían bastante serios y se dirigieron directamente hacia el grupo.

—Muchas gracias —dijo Annika en voz baja y levantó la bolsa de la cámara de Henriksson, ya que estaba a su lado. Luego se dio la vuelta y comenzó a dirigirse a lo largo del lateral hacia la salida de emergencia. Oyó cómo el fotógrafo corría tras ella.

—¡Oiga! —gritó el policía.

—¡Gracias, ya no molestamos más! —respondió chillando Annika y agitó la mano sin aminorar el paso.

Sujetó la puerta del balcón a Henriksson y dejó que ésta se cerrara de un portazo.

El fotógrafo permaneció sentado en silencio mientras Annika condujo de vuelta al periódico. La nieve continuaba cayendo, pero ahora había luz diurna. El tráfico era mucho más denso: aparte del normal, había comenzado el tráfico de Navidad. Ya sólo faltaban tres días.

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