Dinamita (28 page)

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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, Policiaco

Justo cuando iba a buscar otra taza de café sonó el teléfono.

—Venga aquí —gimoteó una voz de hombre al teléfono—. Se lo contaré todo.

Era Evert Danielsson.

Annika guardó el bloc y el bolígrafo en el bolso y llamó a un taxi.

Helena Starke se despertó en el suelo de la cocina. Al principio no sabía muy bien dónde estaba. Tenía la boca seca como papel de lija, se había quedado helada y le dolía la cadera. La piel de la cara estaba tirante a causa de tanto llorar.

Se incorporó a duras penas y se sentó con la espalda apoyada en el armario del fregadero. Miró a través de la ventana sucia y vio caer los copos de nieve. Respiró lenta y profundamente, obligándose a que entrase aire en sus pulmones. Le raspaba en la garganta como papel de lija del cinco; no estaba acostumbrada a fumar. «Es extraño —pensó—. La vida parece totalmente nueva. El cerebro está vacío, el cielo es blanco, el corazón está tranquilo. He tocado fondo.»

Una suave paz la invadió. Estaba sentada en el suelo de la cocina, y veía el aguanieve ensuciar la ventana. Los recuerdos de los últimos días navegaban como grises fantasmas en lo profundo de su conciencia. Pensó que debería tener mucha hambre. Por lo que podía recordar, hacía una eternidad que no había comido, sólo había bebido agua y cerveza.

La conversación, el lunes anterior, con la periodista había roto todos los diques. Por primera vez en su vida, Helena Starke había sentido una pena grande y verdadera. Las horas que habían pasado desde entonces le habían hecho comprender que había amado de verdad, por única vez en su vida hasta el momento. Ayer, durante las horas nocturnas, descubrió poco a poco que realmente era capaz de amar, lo que le hizo afligirse aún más. La confusión y la ausencia de Christina se habían trocado en una intensa lástima por sí misma, que comprendió que tendría que aprender a aceptar. Era la clásica viuda desconsolada, pero la diferencia estaba en que nunca recibiría el apoyo y el consuelo de la gente. Eso estaba reservado a los modelos de relación establecidos y a la institución del amor heterosexual.

Helena se puso de pie con dificultad: tenía las articulaciones increíblemente rígidas. Había estado sentada durante mucho tiempo en la silla de la cocina, fumando sin parar un cigarrillo tras otro; los encendía con la colilla del anterior. A altas horas de la noche no aguantó más seguir sentada en la silla y se sentó en el suelo. Al final debió de dormirse.

Cogió un vaso sucio del fregadero, lo enjuagó bajo el grifo, bebió y sintió como se le hacía un nudo en el estómago. Recordó lo que Christina solía decir. Hasta casi pudo oír la voz en su cabeza:

«Tienes que comer, Helena, tienes que cuidarte».

Sabía que ella había sido importante para Christina, quizá la persona más importante en la vida de la jefa de los Juegos. Pero conocer el lado oscuro de Christina hacía que Helena no se hiciera ilusiones sobre lo que realmente significaba para ella. Simplemente, las personas no eran importantes para Christina.

Abrió la nevera y se sorprendió al encontrar una pequeña tarrina de yogur Delikatess que había caducado hacía sólo dos días. Cogió una cucharilla, se sentó a la mesa y comenzó a comer… vainilla, su favorito. Miró el aguanieve; era verdaderamente desconsolador. El tráfico resonaba, como siempre en Ringvägen; se preguntó por qué aguantaba. De repente comprendió que no tenía por qué hacerlo. Se merecía algo mejor. Tenía suficiente dinero en el banco y podía irse a cualquier parte del mundo que quisiera. Dejó la cucharilla sobre la mesa y rebañó los últimos restos de yogur con el dedo meñique.

Era hora de irse.

El restaurante Sorbet estaba en el octavo piso de Lumahuset, en Södra Hammarbyhamnen, y servía comida casera, tanto sueca como india. Los hombres que regentaban el local no eran demasiado minuciosos con el horario de apertura. Evert Danielsson pudo entrar a tomarse una taza de café, a pesar de que faltaban casi cincuenta minutos para que comenzaran a servir el almuerzo.

Annika encontró al director detrás de una espaldera, a la derecha del local. Tenía el rostro extremadamente pálido.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Annika y se sentó en la silla de enfrente. Se quitó la bufanda, los guantes, el abrigo y dejó la ropa en el respaldo de la silla de al lado.

Evert Danielsson suspiró y miró sus manos. Como de costumbre las había colocado en el borde y sujetaban la tabla de la mesa con fuerza.

—Me mintieron —anunció sofocado.

—¿Quiénes?

El hombre levantó la mirada.

—El Adorno —respondió.

—¿Y qué pasa? —preguntó Annika.

El hombre sollozó.

—Y la dirección, y Hans Bjällra. Todos mintieron. Dijeron que me asignarían otras funciones, que yo tendría que encargarme de cantidad de detalles técnicos después de la muerte de Christina. ¡Pero me engañaron!

Annika miró a su alrededor apurada; no tenía tiempo para ejercer de mamá de burócrata.

—Cuénteme lo que ha pasado —espetó con brusquedad, y tuvo la reacción esperada.

El hombre se recompuso.

—Hans Bjällra, el presidente de la junta directiva, me prometió que la definición de mis nuevas funciones laborales se realizaría con mi participación, pero no será así en absoluto. Hoy por la mañana cuando llegué al trabajo había una carta esperándome. La habían enviado por mensajero por la mañana temprano…

Se quedó en silencio y miró sus blancos nudillos.

—¿Y? —indagó Annika.

—Decía que tenía que limpiar mi despacho antes del almuerzo. El comité no tenía intención de usar mis servicios en adelante. Por lo tanto no tenía que estar a disposición de la organización y podía buscarme otro empleo. Me pagarán la indemnización el veintisiete de diciembre.

—¿Cuánto es?

—Cinco pagas anuales.

—Pobrecito —dijo Annika con acritud.

—Sí, ¿no es terrible? —continuó Evert Danielsson—. Y mientras leía la carta llegó un chico de secretaría; ni siquiera llamó a la puerta, simplemente entró. Me dijo que venía a buscar las llaves.

—¿Pero no le habían dicho que tenía hasta el mediodía?

—Las llaves del coche, se llevaron mi coche de empresa.

El hombre se inclinó sobre la mesa y comenzó a sollozar. Annika observó en silencio el pelo gris intenso. Parecía algo rígido, como si lo secara con secador y usara laca. Notó que comenzaba a clarear en la coronilla.

—Puede comprarse uno nuevo. —En el mismo momento en que lo dijo se dio cuenta de que no valía la pena. No se le puede decir a una persona a la cual se le acaba de morir su mascota que se compre otra igual.

El hombre se sonó y carraspeó.

—Ya no hay ninguna razón por la que tenga que ser leal —anunció Evert Danielsson—. Christina ha muerto, a ella ya no la puedo herir.

Annika sacó el bloc y el bolígrafo del bolso.

—¿Qué quiere contar? —preguntó.

Evert Danielsson la miró cansado.

—Lo sé casi todo —informó—. Christina no era la única candidata a directora del comité, ni siquiera de la campaña para conseguir los Juegos para Estocolmo. Había multitud de personas, casi todos hombres, que se consideraban más capacitados.

—¿Cómo conoció a Christina?

—Ella venía de las finanzas y la banca, como sabrá. La conocí hace once años más o menos; yo trabajaba como jefe del departamento administrativo de un banco en el que ella era subdirectora. Christina era muy odiada por la gente de abajo. Se la consideraba muy dura e injusta. Lo primero era verdad, pero lo otro no. Christina era increíblemente consecuente, nunca acababa con nadie que no lo mereciera. Sin embargo le gustaba ajusticiar a la gente en público, lo que significaba que todos estaban muy asustados y procuraban no fallar. Es posible que influyera de una forma positiva en las ganancias, pero era pésima para la moral del banco. El sindicato propuso una votación contra ella, y eso, como sabrá, no suele ocurrir en la banca. Pero Christina lo paralizó. Los responsables sindicales que estaban detrás de la protesta renunciaron y abandonaron el banco el mismo día. No sé qué hizo para quitárselos de encima, pero no volvió a plantearse ninguna votación.

Uno de los dueños del restaurante se acercó con una taza de café para Annika y volvió a llenar la taza de Evert Danielsson. Annika dio las gracias y creyó reconocer al hombre de un anuncio de tarjetas de crédito. Tenía buena memoria para las caras, y con ésta seguramente tenía razón. El canal de televisión que había en el edificio usaba con frecuencia los figurantes que tenía a mano.

—¿Cómo es posible que continuara si era tan odiada? —preguntó Annika cuando el hombre del anuncio desapareció.

—Bueno, yo también me lo pregunté. Christina llevaba de subdirectora del banco casi diez años cuando yo llegué. Durante ese tiempo habían cambiado de director hasta dos veces, y Christina nunca fue candidata a sustituirle. Estaba segura en su posición, pero no subía más.

—¿Por qué? —inquirió Annika.

—No lo sé. La directiva quizá tuviera miedo de lo que haría si tenía todo el poder. Debieron descubrir de qué material estaba hecha —dijo Evert Danielsson y cogió un terrón de azúcar.

Annika esperó mientras él removía el café.

—Al final Christina comprendió que no llegaría más lejos. Cuando la ciudad de Estocolmo decidió que presentaría la candidatura a los Juegos Olímpicos de verano, se encargó de que el banco fuera uno de los grandes patrocinadores. Yo creo que entonces ya había concebido su plan.

—¿Que era…?

—Que ella se encargara de los Juegos. Se metió de lleno en ellos; después de algunos trámites consiguió la excedencia en el banco y se encargó de los trabajos preparatorios como directora interina de los Juegos. No fue raro que la nombraran, a pesar de ser una total desconocida en un puesto de ese tipo. El trabajo estaba bastante mal pagado, mucho peor que en el banco. Por eso los altos cargos de las finanzas no estaban demasiado interesados en la tarea. Además la misión apenas era una senda directa al éxito; quizá recuerde el descontento y los debates del principio. Los Juegos Olímpicos no eran populares entre el público. Fue Christina la que hizo que la opinión cambiara.

—Todos dicen que hizo un trabajo sensacional —apuntó Annika.

—Sí —dijo Evert Danielsson con una mueca—. Era muy buena peloteando y ocultando diferentes gastos para presionar en diversos presupuestos. La del cambio de opinión de los suecos en relación con los Juegos Olímpicos ha sido la campaña más cara realizada en este país.

—Nunca leí nada sobre eso —respondió Annika escéptica.

—No, por supuesto que no. Christina nunca hubiera permitido la filtración.

Annika anotó y recapacitó.

—¿Cuándo comenzó a trabajar para los Juegos Olímpicos? —preguntó.

Evert Danielsson sonrió.

—¿Así que se pregunta cuánta mierda tengo en los zapatos y cuánta he tenido que limpiar? Bastante. Yo continué en el banco cuando Christina se fue a los Juegos, y tuve que encargarme de una parte de su trabajo. Eran sobre todo algunos encarguitos de naturaleza puramente administrativa. Fue una casualidad que yo empezara a trabajar para los Juegos.

El hombre se reclinó en la silla; parecía estar de mejor humor.

—Cuando Christina consiguió los juegos la situación cambió por completo. El trabajo como director general del comité era un puesto de prestigio. Todos estaban de acuerdo en que debía ser una persona competente con una larga experiencia en el ámbito económico.

—Había muchos candidatos, todos hombres, ¿verdad? —preguntó Annika.

—Sí, sobre todo un hombre que entonces era director general de la empresa estatal más importante.

Annika rebuscó en sus recuerdos y vio el rostro amable del hombre frente a ella.

—Justo, él se retiró por razones personales y fue nombrado gobernador provincial, ¿o no?

Evert Danielsson sonrió.

—Sí, exacto. Pero las razones personales en realidad eran una factura de una casa de putas de Berlín, que llegó a mi despacho del banco justo después de que Estocolmo hubiera conseguido los Juegos.

Annika se sorprendió. Ahora el ex director parecía disfrutar.

—No sé cómo lo consiguió, pero Christina, de alguna manera, se enteró de que el hombre había estado con otros tipos en un club porno aprovechando un gran foro socialista en Alemania. Desenterró la factura de la tarjeta de crédito, que por supuesto había sido pagada con el dinero de los contribuyentes, y entonces la cosa quedó clara.

—¿Cómo? Y ¿cómo consiguió la factura?

Evert Danielsson apartó la taza de café y se inclinó sobre la mesa.

—La idea era que cuando se obtuvieran los Juegos, Christina volviera al banco. El Comité Olímpico sueco se apresuró a enviarnos todo su correo, y como yo me había encargado de parte de sus tareas me pareció natural atender las facturas que llegaban.

—¿Era realmente parte de sus tareas abrir su correo? —inquirió Annika suavemente.

La sonrisa en el rostro del hombre se endureció.

—No digo que yo fuera Blancanieves —dijo—. Yo le envié la factura original a Christina sin comentarla, pero me ocupé de sacar antes una fotocopia. A la mañana siguiente el director general informó que no tenía intención de aceptar la oferta de ser el director general del comité de los Juegos. Sin embargo recomendó a Christina Furhage para el puesto. Eso fue lo que ocurrió.

—¿Dónde entra usted en la historia?

Evert Danielsson se reclinó y suspiró.

—A estas alturas yo estaba muy cansado del banco. El que me encargaran una docena de las funciones de Christina mostraba lo que la dirección pensaba de mí. Allí no tenía ningún futuro. Así que le enseñé a Christina la copia de la factura y le dije que quería un buen trabajo en las oficinas de los Juegos Olímpicos. Sólo un mes más tarde tomé posesión del puesto de jefe de las oficinas del comité.

Annika bajó la cabeza y meditó. Podía ser verdad. Si el director general había estado en un burdel con «unos cuantos tíos» después del foro internacional socialista, no era solamente su cabeza la que estaba sobre el cadalso. Los otros hombres debían de ser influyentes socialistas; sus carreras y sus reputaciones estaban en juego. Podían ser políticos regionales o nacionales, funcionarios de alto rango o representantes sindicales. De cualquier manera era seguro que tenían mucho que perder si los denunciaban como puteros. Con toda seguridad perderían sus cargos públicos o les despedirían de sus puestos de trabajo y serían demandados por fraude o abuso de confianza. Sus familias sufrirían, quizá sus matrimonios se romperían. Para el director general debió de ser una elección sencilla. Renunciar al puesto de jefe de los Juegos o que su vida y la de sus colegas fuera destrozada.

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