Dinamita (31 page)

Read Dinamita Online

Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, Policiaco

El director se reclinó y suspiró. Pensaba que ya había cubierto el cupo de guardería, pero al parecer no era así.

Annika salió del taxi frente a Blekingegatan 40 y le sorprendió durante un segundo la elección de local por parte de la señorita Milander de Östermalm. El Pelikan era un bar clásico de altos vuelos en todos los sentidos: buena cocina casera y un alto nivel de ruido por las noches. Ahora el gran salón aún estaba bastante tranquilo, la gente estaba sentada a lo largo de las paredes, hablando, bebiendo una cerveza o comiendo un sándwich. Lena Milander acababa de llegar, se había sentado de espaldas a la pared del fondo y fumaba afanosamente un cigarrillo sin filtro liado a mano. Lena Milander, con su pelo corto, la ropa negra y la dura expresión en el rostro, entonaba perfectamente. Podía ser una cliente habitual del local. La teoría se confirmó cuando la camarera se acercó a tomar nota y dijo:

—¿Lo de siempre, Lena?

Annika pidió café y un sándwich de jamón y queso, Lena ordenó una cerveza y un
pytt.
La joven apagó el cigarrillo a la mitad y miró a Annika frunciendo el ceño.

—No, en realidad no fumo, pero me gusta encender cigarrillos —informó y observó atentamente a Annika mientras hablaba.

—Sé que te gusta el fuego —contestó Annika y sopló su café—. La casa de la juventud de Botkyrka, por ejemplo.

Lena no esbozó ni una mueca.

—¿Cuánto tiempo vais a pasar diciendo mentiras sobre mi madre?

—Hasta que sepamos algo más —respondió Annika.

Lena encendió de nuevo el cigarrillo y le echó el humo a Annika en la cara. Annika no parpadeó.

—¿Ya has comprado los regalos de Navidad? —preguntó Lena y se sacó una hebra de tabaco de la boca.

—Unos cuantos. ¿Tú le has comprado algo a Olof?

La mirada de Lena se petrificó, le dio una profunda calada al cigarrillo.

—Tu hermano —continuó Annika—. Podemos empezar por ahí ¿o no?

—No tenemos ningún contacto —dijo Lena y miró por la ventana.

Annika sintió un escalofrío en la espalda. ¡Olof vivía!

—¿Por qué no tenéis ningún contacto? —se interesó con tanta naturalidad como pudo.

—Nunca lo hemos tenido. Mamá no quería.

Annika sacó el bloc y el bolígrafo, pero también la copia en papel de la foto familiar, de cuando Olof tenía dos años y la dejó en la mesa frente a Lena. Ella se quedó mirándola un buen rato.

—Esta no la había visto nunca —dijo—. ¿De dónde sale?

—Del archivo del
Elfina Morgontidningen
. Te la puedes quedar si quieres.

Lena negó con la cabeza.

—No vale la pena, la acabaría quemando.

Annika la volvió a guardar en el bolso.

—¿Qué querías contarme sobre tu madre? —preguntó.

Lena jugaba con el cigarrillo.

—Todos escriben sobre lo maravillosa que era. Hoy en tu periódico era casi una santa. Pero mamá fue un personaje de tragedia. Fracasó en gran cantidad de cosas. Todas las meteduras de pata las ocultaba amenazando o defraudando a la gente. A veces pienso que no estaba bien del todo, era una cabrona.

La joven enmudeció de nuevo y miró por la ventana. Comenzaba a oscurecer y nevaba sin parar.

—¿Puedes precisar algo más? —preguntó Annika con tacto.

—Mira a Olle, por ejemplo —continuó Lena—. Ni siquiera sabía que existía hasta que la abuela me lo dijo. Entonces yo tenía once años.

Annika anotó y esperó en silencio.

—El abuelo murió cuando mamá era pequeña. La abuela la mandó con unos parientes cercanos que vivían en el alto Norrland. Allí creció; a los parientes no les gustaba pero la abuela pagaba. Al cumplir los doce años entró en un internado y vivió allí hasta que se casó con Carl. Sí, ése era el viejo de la foto. Él tenía casi cuarenta años más que mamá, pero era de buena familia.

Lena comenzó a liar otro cigarrillo. Lo hacía a mano y era bastante torpe, derramaba tabaco en su plato depyttsin tocar.

—Mamá apenas tenía veinte años cuando nació Olle. Al viejo verde de Carl le gustaba enseñar a su flamante familia. Pero la empresa de Carl se fue a pique y el dinero se acabó. Entonces ya no fue divertido estar con una joven esposa sin dinero. El cerdo de Carl abandonó a mamá y se casó con una riquísima vieja arpía.

—Dorotea Adelcrona —apuntó Annika y Lena asintió.

—Dorotea era viuda de un maderero de las afueras de Sundsvall. Nadaba en dinero, y Carl se encargó bien de éste. La vieja se murió después de sólo unos años y Calle se convirtió en el viudo más rico de Norrland. Fundó un gran premio para algún tipo de estúpida proeza en el mundo de la silvicultura.

Annika asintió.

—En efecto. Todavía se otorga cada año.

—De cualquier manera, mamá no recibió ni un céntimo. Socialmente, por supuesto, fue totalmente despreciada. Una madre sin marido, pobre y separada no era bien vista en la sociedad de los años cincuenta, y eso era muy importante para mamá. Tenía algunos estudios de economía que había adquirido en el internado, así que se trasladó a Malmö y comenzó a trabajar como secretaria privada de un director del ramo de la chatarra. A Olle lo dejó con una pareja mayor en Tungelsta.

Annika levantó la vista de sus notas.

—¿Abandonó al niño?

—Sí. Tenía cinco años. No sé si después lo volvió a ver.

—¿Pero por qué? —preguntó Annika algo conmocionada. Sólo pensar en tener que abandonar a su Kalle le producía malestar.

—Era muy problemático, eso decía ella. Pero la verdadera razón era que quería trabajar y no quería cargar con un niño de mierda. Quería hacer carrera.

—Sí, y la hizo de verdad —tuvo que admitir Annika.

—Al parecer al principio lo tuvo difícil. El primer jefe se aprovechaba de ella y la dejó embarazada, por lo menos eso es lo que ella decía. Se fue a Polonia a abortar y para colmo enfermó gravemente. Los médicos pensaron que no podría volver a tener hijos. Fue despedida, por supuesto, pero consiguió trabajo en un banco de Skara. Ahí trabajó duro, y al poco tiempo obtuvo una plaza en las oficinas centrales en Estocolmo. Subió rápidamente en el escalafón, y en algún lugar del camino conoció a papá y él se enamoró perdidamente de ella. Se casaron un par de años después, y entonces papá comenzó a insistir en que quería un niño. Mamá dijo no, pero dejó de tomar la píldora para no desilusionarlo. Ella pensaba que probablemente no podría quedarse embarazada de nuevo.

—Pero se quedó —dijo Annika.Lena asintió.

—Ya había cumplido cuarenta años. Te puedes imaginar lo jodidamente sorprendida que se quedó. El aborto ya era legal, pero por una vez en la vida papá se enfrentó a ella y la amenazó con abandonarla. Ella tuvo que aceptar el trago amargo y tenerme.

La joven hizo una mueca y bebió de su cerveza.

—¿Quién te ha contado todo esto? —preguntó Annika.

—Mamá, por supuesto. Ella no ocultaba lo que sentía por mí. Siempre decía que me odiaba. El primer recuerdo que tengo de mamá es de ella empujándome y yo cayéndome y golpeándome. Papá me quería, pero nunca se atrevía a mostrarlo del todo. Le tenía mucho miedo a mamá.

Pensó un instante sobre esto y continuó:

—Creo que la mayoría de la gente le tenía miedo a mamá. Tenía la habilidad de asustar a la gente. Todos los que llegaban a estar cerca de ella tenían que firmar un papel con la obligación de guardar silencio total. Nunca podían hablar en público sobre Christina sin su permiso.

—¿Y eso era legal? —preguntó Annika.

Lena Milander se encogió de hombros.

—No importa, la gente lo creía y les asustaba para que guardaran silencio.

—No es de extrañar que en el periódico no hayamos podido sacar mucho —comentó Annika.

—Mamá sólo le tenía miedo a dos personas, a mí y a Olle.

«Qué triste», pensó Annika.

—Estaba siempre preocupada de que le prendiera fuego —dijo Lena y sonrió torvamente—. Desde aquella vez que quemé el parqué del salón de Tyresö andaba siempre obsesionada conmigo y las cerillas. Me envió a una casa de tratamiento para jóvenes con problemas, pero después de que le prendiera fuego me dieron permiso para volver a casa; eso es lo que pasa con los niños a los que nadie quiere. Cuando Asuntos Sociales no puede más con ellos, los padres tienen que ocuparse de sus pequeños diablos.

Encendió su nuevo y rugoso cigarrillo.

—Una vez experimenté en el garaje con una bomba casera. Explotó antes de tiempo y la puerta del garaje voló por los aires; la metralla me alcanzó en una pierna. Mamá creyó que la haría volar en pedazos con una bomba en el coche; después de eso los coches bomba la volvían histérica.

Rió sin alegría.

—¿Dónde aprendiste a hacer bombas? —preguntó Annika.

—Había recetas circulando incluso antes de Internet, no es difícil. ¿Quieres que te enseñe?

—No gracias, no lo necesito. ¿Por qué le tenía miedo a Olof?

—En realidad no lo sé, nunca me lo contó. Sólo me dijo que tuviera cuidado con Olle, que era peligroso. Debió de amenazarla de alguna manera.

—¿Has llegado a conocerlo?

La joven agitó la cabeza y sus ojos quedaron en blanco. Expulsó el humo y se desprendió de la inexistente ceniza en el cenicero.

—No sé dónde está —contestó.

—¿Pero crees que sigue vivo?

Lena dio una calada profunda y miró a Annika.

—Si no, ¿por qué tenía mamá tanto miedo? —respondió—. Si Olle estuviera muerto no necesitaríamos protección.

«Cierto», pensó Annika. Dudó un instante, pero luego hizo la pregunta desagradable.

—¿Crees que tu madre conoció a alguien de quien estuviera enamorada?

Lena se encogió de hombros.

—No me importa —respondió—. Pero no lo creo. Mamá odiaba a los hombres. A veces pienso que también odiaba a papá.

Annika abandonó el tema.

—Como ves, no es que fuese una «mujer ideal» —dijo Lena.

—No, no lo era —contestó Annika.

—¿Vais a escribir eso más veces?

—Espero que podamos evitarlo —replicó Annika—. Pero a mí me suena como si tu madre también fuera una víctima.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Lena, rápidamente a la defensiva.

—También fue abandonada, igual que Olof.

—Hay una diferencia. La abuela no se podía ocupar de ella, el mundo estaba en guerra, y la abuela la quería de verdad. La pena más grande en la vida de la abuela era que Christina no pudiera crecer a su lado.

—¿Vive tu abuela?

—No, murió el año pasado. Mamá fue al entierro, lo contrario hubiera sido extraño —respondió—. Pero la abuela y mamá se veían todas las fiestas mayores y por vacaciones cuando mamá era pequeña; siempre celebraban el cumpleaños de mamá juntas.

—Suena como si pudieras perdonar a tu abuela pero no a tu madre —dijo Annika.

—¿Y tú desde cuándo eres una jodida psicóloga?

Annika levantó las manos.

—Perdona —contestó.

Lena la observó expectante.

—Okey—dijo al cabo y le dio el último trago a la cerveza—. Pienso quedarme aquí y emborracharme. ¿Tienes ganas de acompañarme, entrar en la niebla río abajo?

Annika esbozó una sonrisa.

—Lo siento —respondió y comenzó a juntar sus cosas. Se puso el abrigo y se pasó la correa del bolso por el hombro.

Entonces se detuvo y dijo:

—¿Quién crees que la mató?

Los ojos de Lena se empequeñecieron.

—Yo por lo menos no fui.

—¿Conocía a un tal Stefan Bjurling?

—¿La nueva víctima? No tengo ni idea. Ahora no escribáis más mierda —añadió Lena Milander y volvió ostensiblemente la cabeza.

Annika entendió la señal, se fue hacia la camarera, pagó su cuenta y la de Lena y abandonó el local.

La mujer se introdujo en la entrada hipermoderna del
Kvällspressen
e intentó aparentar que formaba parte del lugar. Vestía un abrigo de lana de tres cuartos recto que oscilaba entre azul y lila dependiendo de la luz, con el pelo oculto bajo una boina marrón. Del hombro izquierdo colgaba un bolso imitación de Chanel y en la mano derecha llevaba un maletín de cuero rojo oscuro. Usaba guantes. Cuando la puerta de entrada volvió a cerrarse detrás de ella, se detuvo y miró a su alrededor; su mirada cayó sobre la recepción acristalada del fondo, en la esquina izquierda. Arregló la delgada correa sobre el hombro y se encaminó hacía la garita de cristal. Ahí dentro estaba sentado el botones Tore Brand, que había reemplazado al recepcionista ordinario, que se había ido a tomar un café y a fumar.

Tore Brand apretó el botón que regulaba el mecanismo de la ventanilla de la garita cuando la mujer casi estaba encima. Puso una mueca oficial y preguntó secamente:

—¿Sí?

La mujer levantó de nuevo el bolso del hombro y carraspeó un poco.

—Yo… busco a una reportera, se llama Annika Bengtzon. Trabaja en…

—Sí, lo sé —cortó Tore Brand—. No está.

El botones tenía el dedo listo sobre el botón para cerrar la ventanilla. La mujer manoseó desconcertada el asa del maletín.

—Vaya, no está. ¿Cuándo vuelve?

—Nunca se sabe —respondió Tore Brand—. Está trabajando y entonces no se sabe lo que puede ocurrir o cuánto tiempo se tomará.

Se inclinó hacia adelante y dijo confidencialmente.

—Esto es un periódico, ¿sabe?

La mujer rió azorada.

—Sí, gracias, lo sé. Pero necesitaría ver a Annika Bengtzon. Quiero darle algo.

—Sí, ¿qué? —preguntó el botones curioso—. ¿Es algo que yo le pueda entregar?

La mujer dio un paso atrás.

—Es sólo para Annika, es ella quien debe tenerlo. Hablamos ayer, es muy importante.

—Si quiere, puede dejar papeles u otra cosa; yo me encargo de que se los den y que los lea.

—Gracias, pero creo que volveré más tarde.

—Aquí vienen muchos chiflados con cajas llenas de papeles todos los días, fanáticos, víctimas de las compañías de seguros y locos, pero los cogemos todos. Déjeme lo que tenga y yo me encargaré del asunto.

La mujer se dio la vuelta y salió apresuradamente por la puerta. Tore Brand cerró la ventanilla y sintió que necesitaba un cigarrillo con auténtico desespero.

Annika se abría paso a empellones en Götgatan entre la gente acelerada de Navidad cuando de pronto se dio cuenta de que estaba a un par de manzanas del piso de Helena Starke. En lugar de ir contra la corriente que venía del metro de Skanstull, se dio la vuelta y la siguió. Fue dejándose llevar por Ringvägen; aquí, como en Kungsholmen, apenas se retiraba la nieve. Su memoria matemática no le falló; recordó las cifras del código de la puerta número 139. Esta vez Helena Starke abrió después de la primera corta señal.

Other books

Slow No Wake by Madison, Dakota
Fat Pat by Rex Bromfield
Nobody Girl by Leslie Dubois
The Isis Knot by Hanna Martine
The Uncommon Reader by Bennett, Alan
Larcenous Lady by Joan Smith
The Pretty App by Katie Sise
The Edge of Justice by Clinton McKinzie