Dinamita (27 page)

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Authors: Liza Marklund

Tags: #Intriga, Policiaco

—Claro que no —contestó Thomas y pasó la hoja.

—¡Pues toda la sociedad está construida sobre esos mitos!

—Tú antes criticabas mucho a tus jefes del periódico, ¿te has olvidado?

Annika dejó la revista sobre las rodillas y miró reprobadora a Thomas.

—¡Por Dios! No valían para sus puestos.

—¿Ves? —dijo Thomas y continuó leyendo.

Annika siguió sentada en silencio, reflexionando mientras John Pohlman hablaba del tiempo. Habría Navidades blancas en todo el país, por lo menos hasta el día veinticinco. Se acercaba un frente de lluvias por el oeste, que podría ocasionar aguaceros en Bohuslän la misma Nochebuena.

—Tú también lo pasaste mal en el sindicato antes de ascender, ¿o no? —continuó Annika.

Thomas dejó el periódico, apagó la televisión con el mando a distancia y alargó los brazos hacia Annika.

—Ven aquí, cariño —dijo él.

El silencio fue compacto al apagarse la televisión. Annika abandonó el sillón, trepó al sofá junto a Thomas, se acurrucó con la espalda contra su pecho y apoyó las piernas sobre la mesa. Thomas la abrazó y le acarició los hombros, le sopló en el cuello y besó el pequeño hoyuelo junto a la clavícula. Su vagina se estremeció; quizá tuviera fuerzas para hacer el amor.

Justo entonces sonó el móvil de Annika. Los débiles tonos intentaban salir de su bolso y llegar al salón.

—No respondas —susurró Thomas y mordió a Annika en el lóbulo, pero fue demasiado tarde. Annika había roto el sentimiento común y se sentó rígida y tensa en el sofá.

—Sólo voy a ver quién es —balbuceó y se levantó cansinamente.

—Tienes que cambiarle la señal al aparato ése. ¿Qué mierda de melodía es ésa que suena?

Annika no reconoció el número de teléfono que parpadeaba en la pantalla y decidió contestar.

—¿Annika Bengtzon? Hola, soy Beata Ekesjö. Nos conocimos hoy por la mañana en el pabellón de Sätra. Me dijiste que podía llamarte si tenía algo especial…

Annika resopló en su interior; «¡y tenía que llamar ahora!».

—Claro —dijo cortante—. ¿Qué pasa?

—Bueno, me pregunto qué vas a escribir sobre mí en el periódico de mañana.

La voz de la mujer sonaba suave y alegre.

—¿Cómo? —preguntó Annika y se sentó en el banco del recibidor.

—Sí, sólo me lo preguntaba, es importante que salga bien.

Annika suspiró.

—¿Puedes ser más precisa? —respondió y miró el reloj.

—Podría contar más sobre mí misma, cómo trabajo y cosas así. Tengo una casa muy bonita, puedes venir a ver cómo vivo.

Annika oyó que Thomas volvía a encender la televisión.

—Ahora no es el momento —dijo Annika—. Como comprenderás, nuestro espacio en el periódico es muy reducido. Ni siquiera vamos a mencionarte.

Hubo unos segundos de silencio.

—¿Qué quieres decir? ¿No vas a escribir sobre mí?

—Esta vez no.

—Pero… ¡hablaste conmigo! El fotógrafo también tomó una foto.

—Hablamos con muchas personas sobre las que no escribimos —informó Annika e intentó ser moderadamente agradable—. Quiero darte las gracias una vez más por atendernos esta mañana, pero no vamos a publicar nada sobre nuestra conversación.

El silencio creció en el teléfono.

—Quiero que escribas lo que te dije esta mañana —susurró la mujer.

—Lo siento —respondió Annika.

Beata Ekesjö suspiró.

—Bueno —dijo—. Gracias de todos modos.

—Por nada y adiós —contestó Annika y cortó la conexión.

Se deslizó junto a Thomas en el sofá, le quitó el mando a distancia y apagó la televisión.

—¿Dónde estábamos? —preguntó.

—¿Quién era? —preguntó a su vez Thomas.

—Una chica que conocí esta mañana; parecía algo loca. Es jefa de obra en el pabellón de Sätra.

—Entonces seguro que lo pasa mal, por lo menos estadísticamente —respondió Thomas—. Las mujeres jóvenes en lugares de trabajo dominados por hombres son las más puteadas de todas.

—¿Sí? ¿De verdad? —dijo Annika sorprendida.

—Sí. Eso dice un informe que nos acaba de llegar. Muchos estudios apuntan a que las mujeres que cogen trabajos de hombres son las que peor lo pasan en el mercado laboral. Son perseguidas, amenazadas y acosadas sexualmente con más frecuencia que los hombres. Una investigación en el departamento de náutica de la escuela técnica superior de Chalmers mostraba que cuatro de cada cinco marineras eran acosadas a causa de su sexo —informó Thomas.

—¿Cómo puedes acordarte de todo?

Thomas sonrió.

—Es lo mismo que cuando tú te acuerdas de los detalles de los artículos de Berit Hamrin. Hay más ejemplos, el militar es sólo uno de ellos. Muchas mujeres abandonan el servicio militar, a pesar de ser voluntarias. Los problemas con los compañeros masculinos son la causa principal. Las mujeres jefas corren verdaderos riesgos personales, en especial si son intensamente presionadas por sus colegas.

—Esa es una buena historia, deberíamos escribir sobre ella —dijo Annika e intentó levantarse.

—Sí, deberíais. Pero ahora no; ahora te voy a dar un masaje en los hombros. Quítate el jersey, así. Y ahora desabrochamos estos corchetes… lo quitamos…

Annika protestó un poco cuando le quitó el sujetador.

—Los vecinos nos van a ver…

Thomas se levantó y apagó la luz. La única claridad que entraba en la habitación era la del farol que se balanceaba abajo en la calle. Todavía seguía nevando, copos grandes como bolas. Annika alargó las manos hacia su marido y lo atrajo hacia sí. Al principio se comportaron con tranquilidad, juntos en el sofá acariciándose, besándose y desnudándose.

—Me vuelves loco —susurró Thomas.

Pasaron al suelo y empezaron a hacer el amor, al comienzo con infinita lentitud, luego de forma impetuosa y sonora. Annika chilló al correrse, Thomas se controló algo más. Después Thomas fue a buscar una manta, se apretaron el uno contra el otro y se acostaron de nuevo en el sofá. Rendidos y relajados, yacieron escuchando en la oscuridad el ruido nocturno de la gran ciudad. Debajo de ellos el 48 se detenía con un chirrido de frenos, había un televisor encendido en casa de los vecinos, alguien gritaba y maldecía en la calle.

—¡Caray! Sería una maravilla estar de vacaciones —exclamó Annika.

Thomas la besó.

—Eres la mejor del mundo —dijo él.

Mentiras

Mi convicción me acompañó desde el comienzo. El mundo era un teatro ideado para engañarme, todas las personas a mi alrededor eran actores del drama. La intención era hacerme creer que todo era auténtico: la tierra, el bosque, los prados, el tractor de Nyman, la aldea, la tienda y el cartero. El mundo tras el Furuberget era un bastidor difuso. Escuchaba sin descanso para descubrir los tonos falsos, esperaba con paciencia a que alguien metiera la pata. Cuando salía de una habitación me daba la vuelta rápidamente en el umbral para poder ver a las personas de dentro como verdaderamente eran. Siempre fracasaba. Durante los inviernos trepaba al montículo de nieve fuera, junto a la ventana del salón, para mirar adentro. Cuando yo no estaba presente la gente se quitaba las máscaras, apoyaban sus cansadas cabezas en sus manos y descansaban. Charlaban en voz baja, por fin en serio, naturales, íntimos, auténticos y verdaderos. Cuando yo entraba todos estaban obligados a regresar a sus incómodos cuerpos, moradas que les desagradaban, con el rostro amargado y lenguas engañosas.

Estaba completamente segura de que todo se me revelaría cuando cumpliera diez años. Entonces todas las personas vendrían a mí por la mañana con sus cuerpos claros y verdaderos y me vestirían de blanco. Sus rostros estarían tranquilos y serían auténticos. Me llevarían en procesión hasta el granero junto al monte bajo, al otro lado del sendero. Ahí el Director esperaría en la entrada, tomaría mi mano en la suya y me conduciría al Reino.

Me contaría cómo era todo en realidad.

A veces yo buscaba el viejo granero. No puedo decir cuántos años tenía, pero mis piernas eran cortas, los pantalones de lana me picaban, el mono de plástico hacía que mis pasos fueran rígidos. Una vez me quedé atrapada en la nieve, enterrada hasta la cintura.

El granero estaba en las profundidades de un bosque de maleza, junto a los restos de un riachuelo seco. El techo se había hundido, las grises paredes de madera destacaban entre el matorral. Un pedazo de la fachada se levantaba, como una señal, hacia el cielo.

La entrada cuadrada se encontraba en la otra fachada; yo me arañaba con las asperezas de la pared al ir hacia ella. El hueco se encontraba un poco alto y me costaba subir.

Dentro, el tiempo se detenía: el polvo en el aire, los oblicuos rayos de luz. La doble sensación de paredes abrigadas y cielo abierto era embriagadora. La luz se filtraba entre las copas del bosque de maleza y los restos del tejado. El suelo también había comenzado a resquebrajarse; debía tener cuidado cuando entraba.

Bajo el suelo estaba la entrada al escenario. Yo lo sabía. En algún lugar debajo de los suaves tablones estaba esperándome la Verdad. Una vez me armé de valor y bajé a ese lugar, investigué el suelo para encontrar el sendero a la luz. Pero sólo encontré paja y ratas muertas.

Miércoles 22 de diciembre

Le tocaba a Annika llevar a los niños a la guardería, así que podía quedarse remoloneando en la cama un rato después de que Thomas se fuera. Sólo faltaban dos días para Nochebuena, estaban en el esprint final. Era extraordinario lo poco que necesitaba para recuperar las ganas de vivir. Después de unas horas en casa, unas galletas de especias y un auténtico polvo estaba de nuevo preparada para los buitres. Por una vez pudo dormir toda la noche sin niños en la cama, pero ahora se habían despertado y entraron corriendo en el dormitorio. Los abrazó y juguetearon tanto tiempo en la cama que estuvieron a punto de llegar tarde. Ellen se había inventado un juego que se llamaba el Juego de la Albóndiga: tenían que hacerse cosquillas en los dedos de los pies y gritar «albóndigas, albóndigas» constantemente. A Kalle le gustaba el juego del avión, en el que Annika se tumbaba boca arriba y le sostenía con los pies bien en alto. De vez en cuando el avión se estrellaba para júbilo de todos. Acabaron construyendo una tienda con las almohadas, la manta y el pijama grande de Thomas. Tomaron un desayuno rápido de yogur de fresa y cereales, hicieron unos bocadillos para el almuerzo y llegaron a la guardería con el tiempo justo. Ella no se quedó, sino que se fue en cuanto dejó a los niños con el personal.

Todavía nevaba. La sucia masa yacía en montones a lo largo de las aceras. Desde que el ayuntamiento de Estocolmo creara las juntas de distrito ya no se retiraba la nieve de las calles. Le gustaría haber tenido fuerzas para implicarse políticamente.

Tuvo suerte con el 56, cogió el periódico en la entrada, tomó el ascensor y saludó al botones que se dirigía hacia la puerta de la redacción. Envió un pensamiento de gratitud al director Schyman cuando vio al botones cargando con la segunda remesa de correo del día. Todo iba mejor desde que Eva-Britt Qvist se había vuelto a encargar del mismo.

Cogió un ejemplar delKonkurrenteny de los periódicos de la mañana en la mesa de redacción y una taza en la máquina de café automática camino a su oficina. Eva-Britt estaba sentada en su sitio habitual y saludó enfadada. Todo seguía, por decirlo con otras palabras, como siempre.

Berit había hecho un trabajo fantástico con la mujer del asesinado Stefan Bjurling. El artículo estaba en las páginas centrales, acompañado por una gran foto de la mujer y sus tres hijos, sentados en el sofá familiar de cuero en el adosado de Farsta. «La vida tiene que continuar», era el titular. La mujer, tenía treinta y siete años y se llamaba Eva, parecía serena y seria. Los hijos, once, ocho y seis años, miraban con los ojos muy abiertos a la cámara.

«La maldad existe en el mundo de muchas formas —decía Eva en el artículo—. Es una tontería pensar que aquí en Suecia estamos a salvo, sólo porque no hemos tenido ninguna guerra desde 1809. La violencia y la crueldad están donde una menos se lo espera.»

Eva estaba haciendo
crepés
cuando la policía llamó para notificarle la muerte de su marido.

«Una no puede derrumbarse cuando tiene tres hijos —comentaba Eva en el texto—. Ahora tenemos que hacer lo que podamos y continuar viviendo.»

Annika observó la fotografía durante un buen rato. La ligera sensación de que algo no encajaba le llegó solapadamente. ¿No estaba la mujer demasiado serena? ¿Por qué no mostraba ningún sentimiento de pena o desesperación en el artículo? De cualquier forma, el texto estaba bien, la foto funcionaba y el conjunto le gustaba. Alejó la sensación de desagrado.

Patrik había hecho, como de costumbre, un generoso trabajo con el análisis técnico y la persecución policial del Dinamitero. La teoría de que el asesino era el mismo en las dos explosiones se mantenía, a pesar de que se constataba que el explosivo utilizado era ligeramente distinto.

«El poder del explosivo era mucho menor esta vez —dijo el portavoz de la policía—. El análisis preliminar indica que o bien el explosivo ha sido otro, o que se ha utilizado otra composición.»

En la siguiente reunión de la directiva, Annika recomendaría que Patrik fuera contratado como fijo.

Su artículo con la foto de los obreros del pabellón de Sätra de Johan Henriksson ocupaba toda una página. Estaba bastante bien.

Pasó las hojas del periódico, dejó atrás al Dinamitero y llegó a la sección M&C, es decir Mujeres y Cultura. Internamente a estas páginas se las llamaba sección
muchocoño.
Hoy la redacción
muchocoño.
había utilizado el viejo truco de escribir sobre un nuevo libro estadounidense de mujeres, cuasi psicológico y lo habían aderezado con mujeres famosas suecas. El libro se llamaba
La mujer ideal
y estaba escrito por una señora con apellido doble y una nariz muy estilizada, de ésas que sólo se consiguen operándose. El artículo estaba ilustrado, además de contener el pequeño retrato de la escritora, con una foto de estudio de Christina Furhage a cinco columnas. El texto decía que el libro por fin les daba a todas las mujeres la oportunidad de ser auténticas mujeres ideales. En un pequeño artículo aparte había un montón de sucintos datos sobre Christina Furhage, Annika comprendió que el mito de la asesinada jefa de los Juegos comenzaba a surgir. Christina Furhage era, según el libro, una mujer que había triunfado en todo. Tuvo una carrera fantástica, una casa preciosa, un matrimonio feliz y una hija bien educada. Además se preocupaba por su apariencia, era delgada, estaba en forma y aparentaba ser quince años más joven de lo que era. Annika sintió un sabor agrio en la boca, y no se debía sólo al café automático frío. Esto era una locura. El primer matrimonio de Christina se había ido a la mierda, su primer hijo había muerto o había desaparecido de alguna manera, su segunda hija era una pirómana y alguien la odiaba tanto que la había hecho volar en pedacitos en la gradería vacía de un estadio de atletismo. Annika estaba segura de que ésa era la realidad, y podía jurar que ese «alguien» también odiaba a Stefan Bjurling.

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