Dominio de dragones (4 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantasía

Daenerys cambió de postura en el banco. El ébano parecía cada vez más duro.

—Nadie debe tener miedo de acudir a mi presencia. Pagadles.

—Sin duda, algunas de las reclamaciones serían falsas, pero en su mayor parte eran genuinas. Sus dragones habían crecido demasiado para conformarse con ratas, gatos y perros, como hacían antes. «Cuanto más coman, más grandes se harán —le había advertido Ser Barristan—, y cuanto más grandes sean, más comerán.»
Drogon
, sobre todo, se alejaba mucho para cazar, y devoraba un cordero cada día. Pagadles lo que costaran los animales —le dijo a Reznak—, pero de ahora en adelante, los que tengan alguna reclamación tendrán que presentarse en el Templo de las Gracias y hacer un juramento sagrado ante los dioses de Ghis.

—Así se hará. —Reznak se volvió hacia los demandantes—. Su Magnificencia la Reina ha accedido a compensaros a todos por los animales que habéis perdido —les dijo en el idioma ghiscario—. Presentaos mañana ante mis factores y se os pagará en monedas o en especie, como elijáis.

Un silencio hosco recibió el anuncio. «Deberían estar más contentos —pensó Dany, molesta—. Tienen lo que habían venido a buscar. ¿Es que no hay manera de satisfacer a esta gente?»

Un hombre se quedó donde estaba mientras los demás iban saliendo. Era achaparrado, con el rostro curtido por la intemperie y ropas pobres, andrajosas. Llevaba el hirsuto pelo rojinegro cortado como un casco sobre las orejas, y en una mano tenía una saca de tela. Permaneció con la cabeza gacha y los ojos clavados en el suelo de mármol, como si hubiera olvidado dónde se encontraba. «¿Y este qué querrá?», se preguntó Dany con el ceño fruncido.

—¡Arrodillaos todos ante Daenerys de la Tormenta, La que no Arde, reina de Meereen, reina de los ándalos, los Rhoynar y los Primeros Hombres,
khaleesi
del Gran Mar de Hierba, Rompedora de Cadenas y Madre de Dragones! —declamó Missandei con su voz aguda, dulce.

Dany se levantó, y se le empezó a resbalar el
tokar
. Lo atrapó rápidamente y volvió a ponérselo en su sitio.

—Vos, el del saco —llamó—, ¿queríais audiencia? Podéis acercaros.

El hombre alzó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos como heridas abiertas. Dany vio por el rabillo del ojo cómo Ser Barristan se acercaba más a ella, una sombra blanca siempre a su lado. El hombre se acercó arrastrando los pies, un paso, luego otro, con la saca aferrada. «¿Estará borracho o enfermo?», se preguntó. Tenía tierra bajo las uñas amarillentas y agrietadas.

—¿Qué sucede? —preguntó imperiosa—. ¿Queréis exponernos algún agravio, alguna petición? ¿Qué deseáis?

El hombre se lamió nervioso los labios agrietados.

—He… he traído…

—¿Huesos? —le interrumpió con impaciencia—. ¿Huesos quemados?

Alzó la saca y derramó su contenido sobre el mármol.

Eran huesos, sí, huesos rotos y ennegrecidos. Los más largos estaban abiertos; les habían sacado la médula.

—Fue el negro —dijo el hombre en un gruñido ghiscario—. La sombra alada. Bajó del cielo y… y…

«No. —Dany se estremeció—. No, no, oh, no.»

—¿Acaso estáis sordo? —espetó Reznak mo Reznak al hombre—. ¿Es que no me habéis oído? Id mañana a ver a mis factores y os pagarán la oveja.

—Reznak —intervino Ser Barristan con voz tranquila—, contened la lengua y abrid los ojos. No son huesos de oveja.

«No —pensó Dany—. Esos huesos son de un niño.»

Dos

Los bailarines centelleaban al moverse; una película de aceite les cubría los cuerpos esbeltos y afeitados. Las antorchas encendidas volaban girando de mano en mano al ritmo de los tambores y el sonido de la flauta. Cada vez que dos antorchas se cruzaban en el aire, una chica desnuda saltaba entre ellas de una voltereta.

Todos los hombres eran de la misma estatura, con piernas largas y vientre liso, con los músculos tan definidos como si estuvieran esculpidos en piedra. Hasta sus rostros parecían iguales… cosa muy extraña, dado que uno tenía la piel oscura como el ébano; el segundo, blanca como la leche, y el tercero, brillante como el cobre bruñido.

«¿Pretende que me exciten?». Dany se acomodó entre los cojines de seda. Sus Inmaculados, apoyados contra las columnas, parecían estatuas, con los cascos rematados en púas y los rostros lampiños inexpresivos. A diferencia de los hombres que seguían íntegros. Reznak mo Reznak tenía la boca abierta; los labios le brillaban húmedos ante el espectáculo. Hizdahr zo Loraq le estaba comentando algo al hombre que tenía al lado, pero ni por un momento apartó los ojos de las bailarinas. El rostro feo y grasiento del Cabeza Afeitada era tan adusto como siempre, pero no se perdía detalle. Hasta la Gracia Verde parecía absorta. «Quizá sueña con sus tiempos de juventud, cuando vestía túnicas rojas en los jardines de las Gracias y recibía a desconocidos bajo la luz de la luna.»

En cambio era más difícil imaginar las ensoñaciones de su invitado de honor. El hombre de rostro blanco y afilado que compartía con ella la mesa principal estaba radiante con su túnica morada bordada con hilo de oro, la cabeza calva brillaba a la luz de las antorchas mientras se comía un higo a mordiscos menudos, precisos, elegantes. En la nariz de Xaro Xhoan Daxos centelleaban los ópalos cada vez que giraba la cabeza para seguir los movimientos de los bailarines.

En su honor, Daenerys se había puesto un vestido qarthense, un depurado diseño de brocado violeta cuyo corte le dejaba al descubierto el pecho izquierdo. La cabellera de oro y plata le caía sobre el hombro y le llegaba casi hasta el pezón. La mitad de los presentes en la sala la habían mirado a hurtadillas. Xaro no. «En Qarth era igual.» Por ese camino no podría dominar al príncipe mercader. «Pero tengo que dominarlo, como sea.» Había llegado de Qarth en la galeaza
Nube Sedosa
, con una escolta de treinta galeras. Su flota era la respuesta a una plegaria. El comercio de Meereen se había reducido hasta desaparecer desde que ella pusiera fin a la esclavitud, pero Xaro tenía el poder necesario para devolverlo a la vida.

Los tambores sonaron con más fuerza, y tres de las chicas saltaron sobre las llamas girando en el aire. Los danzarines las cogieron por la cintura. Dany observó con atención cómo las mujeres arqueaban la espalda y enroscaban las piernas en torno a sus compañeros mientras las flautas plañían. Sentía el rostro acalorado. «Es por el vino», se dijo. Se dio cuenta de que estaba pensando en Daario, en su diente de oro, su bigote morado, su barba hendida. Si cerraba los ojos lo veía de pie ante ella, con las fuertes manos apoyadas en los puños del
arakh
y el estilete a juego. Las empuñaduras eran de oro forjado y tenían la forma de mujeres desnudas. El día de su partida, mientras Dany se despedía de él, se había dedicado a pasar las yemas de los pulgares por toda su superficie, una vez, y otra, y otra. «Estoy celosa del puño de una espada —comprendió ella mientras se sonrojaba—, celosa de mujeres de oro.» Sabía que acertaba al enviarlo a los Hombres Cordero. Daenerys Targaryen era la reina, y Daario Naharis no tenía madera de rey.

El humo remoloneaba entre las columnas violáceas. Los danzarines se arrodillaron con la cabeza gacha, a la espera de que la reina les diera venia para levantarse.

—Habéis estado espléndidos —les dijo Dany—. Pocas veces había presenciado una elegancia semejante. —Hizo un gesto a Reznak mo Reznak, y el senescal se apresuró a acudir a su lado. Tenía el arrugado cráneo perlado de sudor—. Acompañad a nuestros amigos a los baños para que se refresquen, y aseguraos de que no les falta comida ni bebida.

—Será un honor para mí, Magnificencia.

Daenerys tenía la garganta seca. Le tendió la copa a Irri para que se la volviera a llenar. El vino era dulce y fuerte, con el aroma de las especias orientales, mucho mejor que los aguados caldos ghiscarios que había estado bebiendo en los últimos tiempos. Xaro estudió con atención el frutero que le ofrecía Jhiqui, y seleccionó un caqui. La piel anaranjada de la fruta hacía juego con el coral con que se adornaba la nariz. Le dio un mordisco y frunció los labios.

—Está áspero.

—¿Tal vez mi señor preferiría algo más dulce?

—La dulzura empalaga. La fruta áspera y las mujeres ásperas son lo que le da sabor a la vida. —Xaro le dio otro mordisco, masticó y tragó—. Daenerys, mi bella reina, no hay palabras para describir el placer que siento al estar de nuevo en vuestra presencia. —Sonrió—. De Qarth partió una niña, tan hermosa como extraviada. Entonces temí que aquel barco la llevara hacia su perdición, pero ahora la veo aquí, en su trono, señora de una antigua ciudad, con un poderoso ejército que ha nacido de sus sueños.

«No —pensó ella—, ha nacido de la sangre y del fuego.»

—No me habéis encontrado, Xaro. Habéis venido a mí, y me alegro. Es un placer volver a veros, amigo mío.

«No confío en vos, pero os necesito. Necesito a vuestros Trece; necesito vuestro comercio.»

Durante siglos, Meereen y sus ciudades hermanas, Yunkai y Astapor, habían sido los ejes del tráfico de esclavos, el lugar donde los
khal
s
dothrakis y los corsarios de las islas del Basilisco vendían a sus prisioneros al resto del mundo, que acudía allí a comprarlos. Poco podía ofrecer Meereen a los comerciantes si no había esclavos. El cobre abundaba en las colinas de Ghis, pero ya no era tan valioso como en los tiempos en que el bronce gobernaba el mundo. Los cedros que otrora crecieran a lo largo de la costa ya no existían; cayeron bajo las hachas del Antiguo Imperio o fueron consumidos por el fuego de dragón cuando Ghis se enfrentó en guerra a Valyria. Desaparecidos los árboles, la tierra se abrasó bajo el sol ardiente, y el viento la dispersó en espesas nubes rojizas.

—Esas calamidades fueron las que transformaron a mi pueblo en esclavista —le había dicho Galazza Galare en el Templo de las Gracias.

«Y yo soy la calamidad que transformará a estos esclavistas en un pueblo», se juró Dany.

—Es cierto, he venido a buscaros —dijo Xaro con tono lánguido—. Hasta la lejana Qarth me han llegado ciertos rumores que me inspiran temor. Al oírlos no pude contener las lágrimas. Se dice que ciertos señores de esta ciudad han prometido gloria, riquezas y un centenar de esclavas vírgenes al hombre que os mate.

—Los Hijos de la Arpía. —«¿Cómo lo sabe?»—. Por las noches hacen pintadas en las paredes y degüellan a libertos honrados mientras duermen. Cuando sale el sol se esconden como cucarachas. —Cuatro Inmaculados más habían muerto después de Escudo Fornido, así como casi cuarenta libertos—. Tendría motivos para temer a los Hijos si me encontraran por las calles, pero sólo si fuera de noche y yo estuviera desnuda y desarmada. Son unos cobardes.

—El cuchillo de un cobarde puede matar a una reina tan fácilmente como el de un héroe —dijo Xaro—. Dormiría más tranquilo si supiera que la delicia de mi corazón tenía cerca a sus feroces señores de los caballos. Cuando estabais en Qarth había tres de ellos que nunca os perdían de vista.

—Mis jinetes de sangre. Aggo, Jhoqo y Rakharo.

—¿Y os parece buena idea haber enviado lejos a vuestras mejores espadas?

Era una pregunta curiosa viniendo de alguien cuyos barcos surcaban el mundo desde Poniente hasta Asshai. «Está jugando conmigo.» Pero Dany también sabía jugar.

—Cierto es que no soy más que una niña y que desconozco estas cosas —replicó—, pero hombres de más edad y sabiduría me han dicho que, para controlar Meereen, tengo que controlar las tierras adyacentes, todo lo que va desde el oeste de Lhazar hasta el sur de las colinas yunkias.

—Esas tierras no tienen valor para mí. Vuestra persona, sí. Si algo malo os sucediera, este mundo perdería su sabor.

—Mi señor es muy bondadoso al preocuparse tanto, pero estoy bien defendida. —Dany hizo un gesto hacia la alcoba envuelta en sombras, donde Barristan Selmy aguardaba con una mano sobre el puño de la espada—. Lo llaman Barristan el Bravo. Dos veces ya me ha salvado de asesinos.

Xaro echo un vistazo desinteresado a Selmy.

—¿Barristan el Viejo, decís que se llama? Vuestro caballero oso era más joven, y os amaba con devoción.

«No se le escapa nada; no se le olvida nada.» Dany frunció el ceño.

—No quiero hablar de Jorah Mormont.

—Por supuesto. Era un hombre burdo y peludo. —El príncipe mercader se inclinó sobre la mesa para rozarle los dedos—.

Hablemos pues de amor… de sueños y deseo, y de Daenerys, la mujer más hermosa de este mundo. Vuestra mera visión me embriaga.

Dany conocía bien la exagerada obsequiosidad de Qarth.

—Si estáis embriagado, echadle la culpa al vino.

—Ningún vino me nubla la visión tanto como vuestra belleza. Mi mansión me parece desierta como una tumba desde la partida de Daenerys, y todos los placeres de la Reina de las Ciudades me saben a ceniza.

«Escapé de tu ciudad porque temía por mi vida.»

—Era hora de partir. En Qarth no me querían.

—¿Quién? ¿Los Sangrepura? Les corre agua por las venas. ¿Los Especieros? Tienen leche cortada en vez de cerebro. Y los Eternos están muertos. Tendríais que haberme aceptado como esposo. Creo recordar que pedí vuestra mano. Que incluso os llegué a suplicar.

—Sólo medio centenar de veces —bromeó Dany—. Os rendísteis demasiado pronto, mi señor. Porque tengo que casarme; en eso está de acuerdo todo el mundo. La Gracia Verde dice que Meereen me aceptaría mejor como reina si Hizdahr fuera mi rey. Skahaz comparte su opinión, pero dice que me case con él. Cleon de Astapor me envía regalo tras regalo. Hasta mis doncellas quieren casarme.

—Una
khaleesi
debe tener un
khal
—señaló Irri al tiempo que volvía a llenarle la copa a su reina—. Lo sabe todo el mundo.

—¿Os lo propondría de nuevo? —se preguntó Xaro—. No, esa sonrisa la conozco bien. Reina cruel es aquella que juega con el corazón de los hombres. Los humildes mercaderes como yo no somos más que guijarros bajo vuestras sandalias enjoyadas.

Una lágrima solitaria le corrió por la mejilla blanca.

Dany lo conocía demasiado bien para conmoverse. Los qarthenses eran capaces de derramar lágrimas a voluntad.

—Venga ya, dejadlo. —Cogió una cereza del cuenco de la mesa y se la tiró a la nariz—. Puede que sea una niña, pero no soy tan tonta como para casarme con un hombre que encuentra más seductora una fuente de fruta que mi pecho desnudo. Ya he visto en qué bailarines os fijabais.

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