Read Dune. La casa Harkonnen Online

Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (36 page)

—Y tú te has entrometido. —Rhombur cortó con su cuchillo una tajada de melón y le dio un mordisco. Se encogió y escupió por encima de la borda—. Todavía está verde.

Leto rio de su expresión y cogió una toalla pequeña de un armario. Se secó las manos y el cuchillo ceremonial, entró en la cabina y puso en marcha los motores.

—Al menos, mis obligaciones no son tan desagradables. Será mejor que nos pongamos en marcha hacia el delta. Prometí que estaría a mediodía en el puerto de barcazas para dar la bienvenida a los primeros cargamentos de la cosecha de arroz pundi de este año.

—Ay, los peligros y exigencias del liderazgo —dijo Rhombur, y entró también en la cabina—. Mira en la nevera portátil. Te he traído una sorpresa. ¿Sabes esa cerveza negra que te gusta tanto?

—¿No te referirás a la cerveza Harkonnen?

—Tendrás que beberla aquí, para que nadie nos vea. Me la consiguió un contrabandista. Sin utilizar tu nombre, por supuesto.

—Rhombur Vernius de Ix, me sorprende que confraternices con contrabandistas y estraperlistas.

—¿Cómo crees que consigo enviar suministros a los rebeldes de Ix? Hasta el momento no he sido muy eficaz, pero me he puesto en contacto con gente de lo más indeseable. —Abrió la nevera y buscó las botellas sin etiqueta—. Y algunos han demostrado ser, er, muy ingeniosos.

El duque adentró la barca en la corriente, navegando en paralelo a la exuberante costa. Thufir Hawat le reprendería por haberse alejado tanto sin una guardia de honor.

—Supongo que podría atizarme un par de botellas. Siempre que los Harkonnen no se lleven ni un céntimo.

Rhombur sacó dos botellas de la nevera.

—Ni uno. Por lo visto, fueron robadas durante un incidente en la fábrica. Una interrupción del suministro eléctrico causó un alboroto en la planta de embotellado y, er, un par de vacas de Giedi se soltaron dentro de la fábrica, sin que nadie sepa cómo. Se produjo una confusión mayúscula, y mucha cerveza se perdió. Un trágico desperdicio. Se rompieron tantas botellas que habría sido imposible contarlas todas.

Leto, de pie ante los controles, olió el líquido oscuro y se contuvo de tomar un sorbo.

—¿Cómo sabemos que no está envenenada? No tengo la costumbre de llevar un detector de venenos a bordo de mi barca.

—Esta cosecha fue embotellada para el barón en persona. Sólo con ver lo gordo que se ha puesto, ya imaginas la cantidad que consume.

—Bien, si es lo bastante buena para el barón Harkonnen…
salud.

Leto tomó un sorbo de cerveza, filtrada mediante cristales de melange para potenciar el sabor.

Rhombur se sentó en el banco al lado de Leto, vio que el duque rodeaba una punta rocosa y después se dirigía hacia un ancho delta, donde convergían gabarras cargadas de arroz pundi. El príncipe ixiano aún no probó su cerveza.

—Esto es un soborno —admitió—. Quiero pedirte un favor. En realidad, dos favores.

El duque lanzó una risita.

—¿Por una botella de cerveza?

—Er, hay más en la nevera. Escucha, quiero ser sincero contigo, Leto. Te considero mi mejor amigo. Aunque te niegues, lo comprenderé.

—¿Seguirás siendo amigo mío si te digo que no a los dos favores?

Leto continuó bebiendo a morro.

Rhombur se pasó su botella de una mano a la otra.

—Quiero hacer algo más importante por Ix, algo más serio.

—¿Necesitas más dinero? ¿De qué otra forma puedo ayudarte?

—No se trata de dinero. He estado enviando dinero y aliento a C’tair Pilru desde que se puso en contacto conmigo, hace cuatro años. —Alzó la vista, con el entrecejo fruncido—. Me han informado de que los resistentes han sido aniquilados, y de que tan sólo quedan unos pocos supervivientes. Creo que la situación es peor de la que él describe. Ha llegado el momento de dejar de jugar. —Los ojos de Rhombur adquirieron una expresión más dura, como la que Leto había visto en Dominic Vernius durante la revuelta—. Vamos a proporcionarles armas más potentes, para cambiar la situación actual.

Leto tomó otro largo sorbo de cerveza.

—Haré lo que esté en mi mano, dentro de unos límites razonables, para ayudarte a recobrar lo que es tuyo; siempre te lo he dicho. ¿En qué estás pensando?

—Me gustaría enviar explosivos, como esos discos de plaz que guardas en tu armería. Son pequeños y pesan poco, de modo que pueden ocultarse y enviarse con facilidad.

—¿Cuántos?

Rhombur no vaciló.

—Mil.

Leto lanzó un silbido.

—Eso provocará una gran destrucción.

—Er, ese es el objetivo, Leto.

El duque continuó guiando la barca hacia la boca del río.

—¿Y cómo piensas entregar esos suministros a Ix? ¿Tus amigos contrabandistas pueden depositarlos en manos de C’tair sin que les intercepten?

—Los tleilaxu se hicieron con el control hace dieciséis años. Vuelven a enviar cargamentos con regularidad, utilizando sus propios transportes y permisos especiales de la Cofradía. Se han visto obligados a relajar sus restricciones, porque dependen de abastecedores externos para obtener materiales en bruto y artículos especiales. Todas las naves aterrizan en las plataformas rocosas del cañón del puerto de entrada. Las grutas huecas son lo bastante grandes para albergar fragatas de carga, y los túneles se cruzan con las ciudades subterráneas. Algunos de los capitanes de fragata sirvieron con mi padre hace mucho tiempo, y han ofrecido, er, su ayuda.

Leto pensó en el conde de Ix, calvo y temperamental, que había combatido al lado de Paulus Atreides durante la revuelta de Ecaz. Gracias a la reputación de su padre como héroe de guerra, Rhombur debía tener más aliados secretos de los que sospechaba.

—Podemos preparar contenedores marcados de una forma especial y avisar a C’tair. Creo que… podremos burlar todos los puestos de control. —Enfurecido de repente, descargó su puño sobre el banco de madera—. ¡Infiernos bermejos, Leto, he de hacer algo! Llevo casi la mitad de mi vida sin pisar mi planeta natal.

—Si otra persona me pidiera esto… —Leto se contuvo—. Es posible… siempre que ocultes la complicidad de la Casa Atreides. —Suspiró—. Antes de tomar la decisión, ¿cuál es el segundo favor?

El príncipe parecía más nervioso que antes.

—He reflexionado sobre cómo pedirte esto, y no he encontrado las palabras precisas. Todo se me antojaba, er, falso y manipulador…, pero debo decírtelo. —Respiró hondo—. Es sobre mi hermana.

Leto, que estaba a punto de abrir una segunda cerveza, se detuvo en seco. Su rostro se ensombreció.

—Algunas cosas son cuestiones privadas, hasta para ti, Rhombur.

El príncipe le dedicó una sonrisa compasiva. Desde que había tomado a una Bene Gesserit como concubina y amiga, su prudencia había aumentado.

—Los dos os habéis distanciado, aunque no sea culpa de nadie. Ha sucedido, así de sencillo. Sé que todavía quieres a Kailea, y no intentes negarlo. Ha hecho mucho por la Casa Atreides, ha prestado su ayuda a la contabilidad y los asuntos comerciales. Mi padre siempre decía que era el miembro de la familia con mayor instinto para los negocios.

—Sus consejos siempre eran acertados —dijo Leto, al tiempo que meneaba la cabeza con tristeza—. Pero desde que Chiara llegó, ha exigido cada vez más galas y aderezos. Incluso cuando se los concedo, Kailea parece insatisfecha. No es… la misma mujer de la que me enamoré.

Rhombur bebió de su cerveza e hizo una mueca al notar su gusto amargo.

—Tal vez porque has dejado de darle oportunidades, has dejado de utilizar su intuición para los negocios. Ponla al frente de alguna industria, melones de paradan, arroz pundi, joyas coralinas, y verás cómo aumenta la producción. No sé hasta dónde habría podido llegar si Ix no hubiera sido invadido.

Leto apartó la botella.

—¿Ella te ha pedido que hicieras esto?

—Leto, mi hermana es una mujer extraña, y te lo pido como amigo, además de como su hermano. —Rhombur se atusó su pelo rubio—. Concede a Kailea la oportunidad de ser algo más que una concubina.

Leto miró al príncipe exiliado, y se puso tan rígido como una estatua.

—¿Quieres que me case con ella?

Rhombur nunca había utilizado su amistad para pedir la solución a un problema, y a Leto ni siquiera le había pasado por la cabeza que negaría algo a su amigo. Pero esto…

Rhombur se mordió el labio inferior y asintió.

—Sí, er, supongo que eso es lo que te estoy pidiendo.

Los dos guardaron silencio, mientras el bote se mecía. Una enorme barcaza atravesó el delta en dirección a los muelles.

Leto se estrujó los sesos, y llegó por fin a una difícil decisión. Respiró hondo.

—Te concederé un favor… pero has de elegir cuál.

Rhombur tragó saliva, observó la expresión angustiada de Leto. Al cabo de un momento apartó la vista. Cuando cuadró los hombros, Leto no sabía muy bien qué iba a decir. Le había puesto entre la espada y la pared.

Por fin, el príncipe exiliado de Ix contestó con voz temblorosa.

—En tal caso, elijo el futuro de mi pueblo, cuya importancia tú me has enseñado. Necesito esos explosivos. Confío en que C’tair Pilru los destine a un buen uso.

Se inclinó hacia adelante y bebió un sorbo de la cerveza Harkonnen. Luego aferró el antebrazo de Leto.

—Si algo he aprendido de los Atreides, es que el pueblo es lo principal, antes que los deseos personales. Kailea tendrá que comprenderlo.

El duque desvió el bote hacia el canal del río, en dirección a las barcazas adornadas con cintas verdes que ondeaban a la brisa. Había gente congregada en los muelles, cargando sacos de granos de Caladan. Subían carretas junto a la orilla del río, mientras llegaban barcas desde los campos inundados. Alguien lanzó fuegos artificiales al aire, que chisporrotearon y estallaron en colores en los cielos nublados.

Leto aparcó el bote junto a una barcaza ya cargada, que estaba a punto de zarpar. Un gran estrado decorativo, rodeado de gallardetes verdes y blancos, le esperaba.

Leto olvidó su difícil discusión con Rhombur, asumió una expresión noble y disfrutó de las festividades. Era uno de sus deberes tradicionales como duque Atreides.

40

Los hechos no significan nada cuando están usurpados por las apariencias. No subestiméis el poder de la apariencia sobre la realidad.

Príncipe heredero R
APHAEL
C
ORRINO
,
Los rudimentos del poder

El barón Harkonnen subió cojeando al balcón de la torre más alta de la fortaleza familiar, que dominaba el caos de Harko City. Se apoyó en su bastón acabado en forma de cabeza de gusano de arena, y lo odió.

No obstante, sin el bastón no podía moverse.

¡Malditas sean las brujas y lo que me han hecho!
Nunca había cesado de pensar en cómo se vengaría, pero como tanto la Hermandad como la Casa Harkonnen poseían información para chantajearse mutuamente, ninguno podía atacar de manera abierta al otro.

He de encontrar una forma más sutil.

—¡Piter de Vries! —gritó a cualquiera que pudiera oírle—. ¡Enviadme mi Mentat!

De Vries siempre estaba al acecho cerca de él, espiando, maquinando. El barón sólo necesitaba gritar, y el Mentat pervertido le oía. Si los demás le obedecieran tan bien… Rabban, la madre superiora, incluso aquel presuntuoso médico Suk…

Tal como esperaba, el hombre se acercó de puntillas, como si se moviera sobre miembros de goma. Llevaba un paquete cerrado en los brazos, justo a tiempo. Los ingenieros del barón habían prometido resultados, y todos sabían que los despellejaría vivos si le fallaban.

—Vuestros nuevos suspensores, mi barón. —De Vries hizo una reverencia y extendió el paquete hacia el enorme bulto de su amo—. Si los ceñís alrededor de la cintura, disminuirán el peso de vuestro cuerpo y os permitirán moveros con inusual libertad.

El barón abrió el paquete con sus manos morcilludas.

—La libertad de que gozaba antes.

Dentro, encajados en una correa de cadena, había pequeños globos suspensores autónomos, cada uno provisto de su propia fuente de alimentación. Aunque no creía que engañaría a nadie, al menos el cinturón suspensor ayudaría a ocultar la gravedad de su enfermedad. Y conseguiría intrigar a algunos…

—Tal vez sea necesario un poco de práctica antes de utilizarlos…

—Harán que me sienta ágil y sano de nuevo.

El barón sonrió cuando sostuvo los suspensores delante de él, y después ciñó el cinturón alrededor de su cintura, grotescamente hinchada. ¿Cómo había crecido tanto su estómago? Conectó los globos de uno en uno. A cada nuevo zumbido, sentía que el peso abandonaba sus pies, articulaciones, hombros.

—¡Ahhhhh!

El barón dio un largo paso y saltó por la habitación como alguien que estuviera explorando un planeta de escasa gravedad.

—¡Mírame, Piter! ¡Ja, ja! —Aterrizó sobre un pie, saltó en el aire de nuevo, y llegó casi hasta el techo. Rio, saltó de nuevo y giró sobre su pie izquierdo como un acróbata—. Esto es mucho mejor.

El Mentat se quedó junto a la puerta, con una sonrisa complacida.

El barón aterrizó de nuevo y movió el bastón de un lado a otro con un sonido sibilante, como un esgrimista.

—Justo lo que yo esperaba.

Descargó el bastón con fuerza sobre la superficie del escritorio.

—Es posible que tardéis un poco en acostumbraros a los parámetros, mi barón. No abuséis de vuestras fuerzas —advirtió el Mentat, a sabiendas de que el barón haría justo lo contrario.

El barón Harkonnen, con los andares de un bailarín gordo, cruzó la habitación y dio unas palmadas paternales en las mejillas a un estupefacto Piter de Vries, para luego encaminarse hacia el balcón.

Mientras De Vries observaba los imprudentes movimientos del hombretón, fantaseó con que el barón calculaba mal sus saltos y saltaba por el borde de la torre al vacío.
Ojalá.

Los suspensores suavizarían en cierto modo su caída, pero sólo podían disminuir el enorme peso. El barón se estrellaría en el lejano pavimento a una velocidad algo aminorada, pero de todos modos se haría fosfatina contra el asfalto.
Una bonificación inesperada.

Como De Vries era el responsable de supervisar las diferentes posesiones de la familia, incluidos los almacenes secretos de especia como el de Lankiveil, el fallecimiento del barón le permitiría hacerse con la propiedad. El tonto de Rabban ni siquiera se enteraría.

Other books

Stormchaser by Paul Stewart, Chris Riddell
Tom Jones - the Life by Sean Smith
Taken by Chance by Chloe Cox
Sympathy for the Devil by Jerrilyn Farmer
Cancelled by Elizabeth Ann West
Dark Sunshine by Terri Farley
The Pleasure Palace by Jiani Yu, Golden Dragon Production
Known to Evil by Walter Mosley