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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (31 page)

—¿Para trabajar en el hogar de los Atreides? —dijo el obeso barón. Vio que una sonrisa astuta se dibujaba en el delgado rostro del Mentat, el cual reflejaba la satisfacción del barón—. Eso proporcionará… interesantes oportunidades.

Kailea esperaba en el vestíbulo del espaciopuerto municipal de Caladan, mientras se paseaba por un suelo incrustado de conchas marinas y fósiles de piedra caliza. Seguía sus pasos el capitán Swain Goire, al que Leto había nombrado su guardaespaldas personal. El cabello oscuro y las facciones enjutas del militar recordaban a Kailea las de Leto.

Se había adelantado a la llegada de la lanzadera y su pasajera de Kaitain. Ya había conocido a Chiara, cuando había entrevistado a la matrona en Caladan. La nueva dama de compañía llegaba con referencias impecables, e incluso había trabajado para la familia del chambelán del emperador Elrood, Sabía innumerables historias sobre la espléndida corte de Kaitain. Kailea la había aceptado al instante.

No podía comprender por qué una anciana inteligente deseaba abandonar la capital imperial por Caladan, humilde en comparación. «Ah, pero es que amo el mar. Y la paz —había contestado Chiara—. Cuando os hagáis mayor, dulce niña, pensaréis lo mismo». Kailea lo dudaba, pero apenas podía contener su entusiasmo por la buena suerte que había tenido al encontrar a esta mujer. Había esperado con impaciencia mientras Thufir Hawat investigaba el pasado de Chiara Rash-Olin y la interrogaba sobre sus años de servicios anteriores. Ni siquiera el viejo Mentat había podido descubrir un fallo en su historial.

A medida que avanzaba su embarazo, Kailea había contado los días que faltaban para que Chiara empezara a prestar sus servicios. El día de la llegada, Leto concedía audiencia en el castillo de Caladan, escuchaba las quejas y disputas de su pueblo, pero Kailea se había marchado temprano en dirección al cercano espaciopuerto, sembrado de dirigibles, tópteros y otros aparatos.

Kailea, con impaciencia apenas reprimida, estudiaba el edificio, reparaba en detalles que antes le habían pasado por alto. La forma bulbosa original había sido modificada con molduras interiores, ventanas modernas y adornos, pero su aspecto todavía era anticuado y pintoresco, al contrario que la maravillosa arquitectura de Kaitain.

Oyó un estallido atmosférico, hasta lo notó en el suelo. Una franja de luz que combinaba el azul y el naranja rasgó la capa de nubes, debido al descenso supersónico de la lanzadera en forma de bala. La pequeña nave aminoró la velocidad con brusquedad gracias a los suspensores de alta potencia, para luego posarse sobre el campo. Los escudos parpadearon y se apagaron.

—A la hora exacta —dijo Swain Goire a su lado. El apuesto capitán era alto y delgado, como el héroe de un videolibro—. La Cofradía se enorgullece de su puntualidad.

—La espera se me ha hecho interminable.

Kailea corrió hacia los pasajeros que desembarcaban.

Chiara no había querido vestirse como una criada. Llevaba sobre su rollizo cuerpo un traje de viaje muy cómodo, y se había ondulado el cabello gris, rematado por una boina incrustada de joyas. Sus mejillas sonrosadas brillaban.

—Es un placer volver a veros —ronroneó Chiara. Aspiró una profunda bocanada del aire húmedo y salado. La seguían ocho baúles antigravitatorios, a punto de reventar.

Dedicó una breve mirada al estómago apenas redondeado y los verdes ojos de Kailea.

—Hasta el momento parece un embarazo rutinario —comentó—. Tenéis muy buen aspecto, querida. Tal vez un poco demacrada, pero tengo remedios para eso.

Kailea respondió con una sonrisa radiante. Por fin tenía una compañía inteligente, alguien provisto de la sofisticación imperial que la ayudaría con los detalles problemáticos: asuntos domésticos y decisiones comerciales que le solicitaría su exigente aunque amante duque.

Mientras caminaba junto a su nueva dama de compañía, Kailea hizo la pregunta que más le interesaba.

—¿Cuáles son las últimas noticias de la corte imperial?

—¡Oh, querida! Tengo tantas cosas que contaros…

34

Es cierto que uno puede enriquecerse gracias a la práctica del mal, pero el poder de la Verdad y la Justicia reside en que perduran…, y en que un hombre puede decir de ellas «son una herencia de mi padre».

Almanaque de la Quinta Dinastía (Vieja Tierra),
La sabiduría de Ptahhotep

En lo que a Rabban concernía, su tío no podía haber concebido un castigo más cruel por la debacle de la no-nave. Al menos, Arrakis era caluroso y tenía cielos despejados, y Giedi Prime ofrecía todas las comodidades de la civilización.

Lankiveil era atroz.

El tiempo se arrastraba con tal lentitud que Rabban llegó a apreciar los efectos geriátricos de la melange. Tendría que vivir más de lo normal para compensar aquel tiempo perdido de una forma tan absurda.

No le interesaban en absoluto las fortalezas monásticas aisladas en las montañas. De la misma forma, se negaba a ir a los pueblos esparcidos por los tortuosos fiordos. No albergaban más que pescadores malolientes, cazadores nativos y algunos horticultores que encontraban tierra fértil en las grietas de las escarpadas montañas negras.

Rabban pasaba la mayor parte del tiempo en la isla más grande del norte, cerca de la capa de hielo glacial y lejos de los lugares frecuentados por las ballenas peludas Bjondax. No existía civilización bajo ningún concepto, pero al menos había fábricas, plantas de procesamiento y un espaciopuerto para enviar al espacio cargamentos de piel de ballena. Al menos, podía tratar con gente capaz de comprender que los recursos y los materiales en bruto existían para el beneficio de la Casa que los poseyera.

Vivía en barracones de la CHOAM y disponía de varias habitaciones espaciosas para él solo. Aunque de vez en cuando jugaba a las cartas con los demás trabajadores, pasaba casi todo el tiempo meditando y pensando en formas de cambiar su vida en cuanto regresara a Giedi Prime. En otras ocasiones, Rabban utilizaba un látigo de hierbas que había comprado a un empleado de los Harkonnen y se dedicaba a azotar rocas, pedazos de hielo o perezosas focas ra que tomaban el sol sobre los muelles metálicos. Pero eso también acabó aburriéndole.

Durante la mayor parte de su sentencia de dos años, se mantuvo alejado de Abulurd y Emmi Rabban-Harkonnen, con la esperanza de que no se enterarían de su exilio. Por fin, cuando Rabban ya no pudo ocultar por más tiempo su presencia, su padre se desplazó a los centros de procesamiento de la CHOAM, con la excusa de una gira de inspección.

Abulurd se encontró con su hijo en el edificio de los barracones, con una expresión optimista en su cara de desgraciado, como si esperara alguna especie de reunión lloriqueante. Abrazó a su único hijo, pero Rabban se soltó al punto.

Glossu Rabban, ancho de hombros, de cara rotunda, labios gruesos y pico de viuda, apreciaba más a su madre que a su padre, que tenía brazos delgados, codos huesudos y grandes nudillos. El cabello rubio ceniza de Abulurd parecía viejo y sucio, y su cara estaba curtida por la intemperie.

Rabban sólo consiguió que su padre se marchara, tras horas de cháchara insustancial, después de prometer que iría a Tula Fjord y viviría con sus padres.

Una semana después llegó al pabellón principal, olió el aire acre, notó que la humedad se le metía en los huesos. Se tragó su desagrado y contó los días que faltaban para que el Crucero le devolviera a casa.

En el pabellón comían platos muy elaborados de pescado ahumado, crustáceos al vapor, paella de mariscos, mejillones y almejas de nieve, calamares en adobo y caviar
ruh
salado, acompañados de las verduras amargas y fibrosas que sobrevivían en el pobre suelo de Lankiveil. La esposa del pescador, una mujer de cara ancha, manos rojas y enormes brazos, cocinaba un plato tras otro, y servía con orgullo cada uno a Rabban. Le había conocido de niño, había intentado mimarle, y ahora repetía la jugada, aunque sin pellizcarle las mejillas. Rabban la detestaba.

Daba la impresión de que no podía quitarse el mal gusto de la boca, ni los olores de los dedos y la ropa. Sólo el humo acre de las grandes chimeneas conseguía aliviar su nariz angustiada. Su padre consideraba de buen gusto utilizar fuego real en lugar de estufas térmicas o globos de calor.

Una noche, aburrido de meditar, Rabban se aferró a una idea, su primer destello imaginativo en dos años. Las ballenas Bjondax eran dóciles y fáciles de matar, y Rabban pensó que podría convencer a los nobles ricos de las Casas Grandes y Menores de que fueran a Lankiveil. Recordaba lo mucho que había disfrutado cazando niños salvajes en la Reserva Forestal, la emoción de matar a un gran gusano de arena en Arrakis. Tal vez podría imponer la moda de cazar por deporte aquellas enormes bestias acuáticas. Engrosaría las arcas de los Harkonnen y transformaría de manera radical el agujero infernal que Lankiveil era ahora.

Hasta el barón se sentiría complacido.

Dos noches antes de volver a casa, sugirió la idea a sus padres. Como una familia ideal, estaban sentados juntos a la mesa, atacando otra comida marinera. Abulurd y Emmi no paraban de mirarse con patéticos suspiros de satisfacción. Su madre no hablaba mucho, pero siempre apoyaba a su marido. Se tocaban con afecto, se acariciaban el brazo desde el hombro al codo.

—Pienso traer aficionados a la caza mayor a Lankiveil. —Rabban bebió un sorbo de vino dulce de la montaña—. Perseguiremos a las ballenas peludas. Vuestros pescadores nativos serán nuestros guías. Mucha gente del Landsraad pagaría con generosidad por un trofeo semejante. Será beneficioso para todos.

Emmi parpadeó, miró a Abulurd y vio que se había quedado boquiabierto. Le dejó decir lo que ambos pensaban.

—Eso es imposible, hijo.

Rabban dio un respingo cuando aquel mequetrefe le llamó «hijo».

—Todo cuanto has visto son los muelles de procesamiento del norte —explicó Abulurd—, el paso final del negocio de la piel de ballena, pero cazar los especímenes adecuados es una tarea delicada, que exige cuidado y experiencia. He estado en los barcos muchas veces, y créeme, no es moco de pavo. Matar ballenas Bjondax nunca ha sido considerado… un deporte.

Rabban torció sus gruesos labios.

—¿Por qué no? Si tú eres el gobernador planetario, se supone que entiendes de economía.

Su madre meneó la cabeza.

—Tu padre comprende este planeta mejor que tú. No podemos permitirlo.

Parecía rodeada de un velo impenetrable de seguridad en sí misma, como si nada pudiera perturbarla.

Rabban hirvió de rabia contenida en su silla, más disgustado que enfurecido. Esta gente no tenía derecho a prohibirle nada. Era el sobrino del barón Vladimir Harkonnen, el supuesto heredero de una Gran Casa. Abulurd ya había demostrado que no estaba a la altura de la responsabilidad. Nadie escucharía las quejas de un fracasado.

Rabban se levantó de la mesa y fue a su habitación. En un cuenco hecho de una concha de abulón, los criados de la casa habían dispuesto ramos de líquenes olorosos desprendidos del tronco de un árbol, un adorno típico de Lankiveil. Rabban, presa de un arrebato, lo derribó y la concha se partió en mil pedazos contra el suelo de madera.

Los sonidos ásperos de las ballenas le despertaron de un sueño inquieto. En el profundo canal, las ballenas ululaban y graznaban con un sonido atonal que resonaba en el cráneo de Rabban.

La noche antes, su padre había sonreído con nostalgia al escuchar a los animales. Estaba con su hijo en el balcón, resbaladizo a causa de la niebla sempiterna. Abulurd señaló los estrechos fiordos donde nadaban las formas oscuras y dijo:

—Canciones de celo. Están enamoradas.

Rabban tenía ganas de matar.

Tras escuchar la negativa de su padre, no entendía cómo podía descender de esa gente. Había soportado demasiado las penalidades de aquel planeta. Había tolerado las repugnantes atenciones de sus padres. Despreciaba la forma en que habían renunciado a la grandeza que hubieran podido alcanzar, para luego sentirse a gusto en aquel lugar.

La sangre de Rabban empezó a hervir.

Consciente de que no podría dormir con el ruido de las ballenas, se vistió y bajó al gran salón. Brasas anaranjadas de la cavernosa chimenea iluminaban la sala como si el hogar estuviera lleno de lava. Algunos criados ya estarían levantados, mujeres de la limpieza en las estancias posteriores, un cocinero en la cocina para los preparativos del día. Abulurd nunca apostaba guardias.

En cambio, los habitantes del pabellón principal dormían con la tranquilidad de los que no abrigan ambiciones. Rabban lo detestaba todo.

Se proveyó de ropa de abrigo, incluso se dignó coger unos guantes, y salió fuera. Bajó los toscos peldaños hasta la orilla del agua, los muelles y el cobertizo de los pescadores. El frío condensaba escarcha debido a la humedad del aire.

En el interior del húmedo y fétido cobertizo encontró lo que buscaba: vibroarpones de punta dentada para cazar peces. Suficiente para matar algunas ballenas peludas. Podría haber traído armas más pesadas, pero eso le habría quitado toda emoción a la actividad.

Las ballenas cantaban al unísono mientras derivaban por el plácido fiordo. Sus cantos resonaban como eructos en las paredes de los acantilados. Nubes oscuras ocultaban la luz de las estrellas, pero la espectral iluminación bastaba para que Rabban viera lo que hacía.

Desamarró una barca de mediano tamaño del muelle, lo bastante pequeña para manejarla solo, pero con un casco grueso y masa suficiente para soportar los embates de ballenas enamoradas. Zarpó y conectó el motor, hasta adentrarse en el hondo canal donde las bestias chapoteaban y jugaban mientras se dedicaban canciones. Las formas esbeltas surcaban las aguas, emergían a la superficie, bramaban con sus vibrantes membranas vocales.

Aferró los controles con una mano enguantada y guió la barca hasta aguas más profundas, para acercarse a la manada. Continuaron nadando, indiferentes a su presencia. Algunas hasta colisionaron juguetonamente con la embarcación.

Vio a los adultos manchados como leopardos. Numerosas crías les acompañaban. ¿Los animales se llevaban a sus hijos con ellos cuando iban a los fiordos a reproducirse? Rabban resopló y alzó el puñado de vibroarpones.

Detuvo el motor y se dejó llevar por la corriente, atento mientras las ballenas se dedicaban a sus asuntos, sin sospechar el peligro. Los monstruos enmudecieron, como si se hubieran fijado en su barca, y después volvieron a aullar de nuevo.
¡Estúpidos animales!

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