Read Dune. La casa Harkonnen Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
—¡Infiernos bermejos!
Príncipe Rhombur Vernius, conde legal de Ix: los usurpadores tleilaxu torturan o ejecutan a nuestros ciudadanos por supuestas infracciones, y después utilizan sus cadáveres para horribles experimentos. Nuestras mujeres jóvenes desaparecen en la oscuridad. Nuestras industrias continúan controladas por los invasores.
No existe justicia en Ix, sólo recuerdos, esperanzas y esclavismo. Ansiamos el día en que la Casa Vernius pueda aplastar a los invasores y liberarnos. Con todos los respetos, solicitamos vuestra ayuda. Ayudadnos, por favor.
La nota estaba firmada por C’tair Pilru, de los Combatientes Libres de Ix.
Rhombur se puso en pie y abrazó a su hermana. —Es el hijo del embajador. ¿Te acuerdas, Kailea? La joven, con los ojos encendidos de felicidad semiolvidada, recordó a los dos gemelos de pelo oscuro que habían flirteado con ella.
—Un joven guapo. Su hermano se convirtió en Navegante de la Cofradía, ¿verdad?
Rhombur guardó silencio. Durante años había sabido que esas cosas sucedían en su planeta, pero no había querido pensar en ello, con la esperanza de que los problemas se solucionarían por sí solos. ¿Cómo podía ponerse en contacto con los rebeldes de Ix? Como príncipe exiliado sin Casa, ¿cómo podía poner fin a la tragedia? No había querido pensar en todas las posibilidades.
—No olvides mis palabras —dijo con solemnidad—. Voy a hacer algo al respecto. Mi pueblo ha esperado demasiado.
Se separó de su hermana, y su mirada se desvió hacia Tessia, que le estaba observando.
—Me gustaría colaborar —dijo la joven—. Ya lo sabes.
Rhombur estrechó a su hermana y su concubina en un gran abrazo de oso. Por fin sabía cuál era su destino.
Para aprender acerca de este universo, es preciso concentrarse en descubrir dónde existe el peligro real. La educación no puede comunicar este descubrimiento. No es algo que se enseñe, de usar y tirar. Carece de objetivos. En nuestro universo, consideramos que los objetivos son productos finales, y resultan mortales si nos obsesionamos con ellos.
F
RIEDRE
G
INAZ
,
Filosofía del maestro espadachín
Los ornitópteros de transporte trasladaron a los estudiantes de Ginaz en grupos, y descendieron mientras volaban en paralelo al borde de una nueva y ominosa isla, junto a acantilados de lava negra pulidos por siglos de cascadas. El montículo de roca aguzada surgía del agua como un diente podrido, sin vegetación, sin lugares habitados en apariencia. La isla montañosa (carente de nombre, salvo por su designación militar), rodeada de aguas profundas y traicioneras, se hallaba en el extremo este del archipiélago.
—Mira, otro paraíso tropical —dijo con sequedad Hiih Resser.
Duncan Idaho miró por una de las pequeñas ventanillas, apretujado entre sus compañeros, y supo que aquel lugar sólo supondría nuevas experiencias penosas para todos.
Pero estaba preparado.
El tóptero ganó altitud y subió por el lado expuesto al viento hasta la boca curva de un cráter empinado. Las chimeneas todavía expulsaban humo y ceniza, y añadían una capa pesada y caliente al aire húmedo. El piloto dio toda una vuelta para que pudieran identificar un reluciente tóptero aparcado en el borde del cráter. Sin duda, el pequeño aparato sería utilizado en algún momento del entrenamiento. Duncan no tenía ni idea de qué les estaba reservado.
El tóptero se dirigió hacia la base del volcán, donde recodos prominentes de arrecifes agrietados y hogueras humeantes formaban su campamento. Coloridas tiendas moteaban las superficies planas de la roca de lava, y rodeaban un recinto más grande. Ni la menor comodidad. Cuando aterrizaron, muchos estudiantes se precipitaron a elegir su tienda, pero Duncan no advirtió ninguna diferencia entre ellas.
El alto maestro espadachín que les esperaba tenía la piel correosa, una mata de espeso cabello gris que le colgaba hasta la mitad de la espalda, y unos ojos inquietantes muy hundidos. Duncan reconoció, con una punzada de asombro y respeto, al legendario guerrero Mord Cour. De niño, en Hagal, Cour había sido el único superviviente de su pueblo minero masacrado. Había vivido como un niño salvaje en los riscos boscosos, aprendido a luchar, y más tarde se había infiltrado en la partida de bandoleros que habían destruido su pueblo. Después de ganarse su confianza, mató sin ayuda al jefe y a todos los bandidos, para enrolarse a continuación en los Sardaukar del emperador. Había sido maestro espadachín personal de Elrood durante años, hasta que al fin se había retirado a la academia de Ginaz.
Después de hacerles recitar al unísono el juramento del maestro espadachín, el legendario guerrero dijo:
—He matado a más personas de las que habéis conocido, cachorrillos. Rezad para no convertiros en una de ellas. Si aprendéis de mí, no tendré excusa para mataros.
—No necesito incentivos para aprender de él —masculló Resser a Duncan.
El viejo oyó las palabras murmuradas y desvió la vista hacia el estudiante pelirrojo. Trin Kronos, uno de los otros alumnos de Grumman (aunque menos cordial), lanzó una breve risita en la retaguardia del grupo.
Cuando Mord Cour clavó su mirada penetrante en Resser, a la espera, Duncan carraspeó y dio un paso adelante.
—Maestro espadachín Cour, ha dicho que ninguno de nosotros necesita incentivos para aprender de un gran hombre como vos, señor.
Aferró el pomo de la espada del viejo duque.
—Nadie necesita excusas para aprender de un gran hombre. —Cour giró en redondo y miró a los estudiantes—. ¿Sabéis por qué estáis aquí? En Ginaz, me refiero.
—Porque aquí Jool-Noret empezó todo —dijo al punto el alumno de piel oscura de Al-Dhanab.
—Jool-Noret no hizo nada —replicó Cour, lo cual sorprendió a todos—. Era un maestro espadachín tremendo, experto en noventa y tres métodos de lucha. Sabía de armas, escudos, tácticas y combates cuerpo a cuerpo. Una docena de expertos guerreros le seguían como discípulos, le suplicaban que les enseñara técnicas avanzadas, pero el gran guerrero siempre se negaba, siempre les rechazaba con la promesa de que les adiestraría cuando llegara el momento adecuado. ¡Y nunca lo hizo!
»Una noche, un meteoro se estrelló en el océano y envió una gran ola contra la isla donde Jool-Noret moraba. El agua aplastó su choza y le mató mientras dormía. Lo único que pudieron hacer sus seguidores fue recuperar su cuerpo, esa reliquia momificada que con tanto orgullo os enseñarán en la isla administrativa.
—Pero, señor, si Jool-Noret no enseñó nada, ¿por qué la escuela de Ginaz fue fundada en su nombre? —preguntó Resser.
—Porque sus discípulos juraron no cometer el mismo error. Al recordar todas las habilidades que habían deseado aprender de Noret, fundaron una academia donde pudieran enseñar a los mejores candidatos todas las técnicas de combate que pudieran necesitar. —La brisa cargada de cenizas agitó su pelo—. Bien, ¿estáis todos dispuestos a convertiros en maestros espadachines?
Los estudiantes respondieron con un sonoro «¡Sí!».
Cour meneó su larga melena gris y sonrió. Las ráfagas de viento procedente del océano sonaban como uñas afiladas contra los riscos de lava.
—Estupendo. Empezaremos con dos semanas consagradas al estudio de la poesía.
En el refugio mínimo de sus tiendas, los estudiantes dormían sobre las rocas, frías durante la noche, ardientes durante el día. Nubes grises de cenizas ocultaban el sol. Tomaban asiento sin sillas, se alimentaban de comida salada y seca, bebían agua almacenada en viejas barricas. Todo tenía un regusto a sulfuro.
Nadie se quejaba de las privaciones. Para entonces, los estudiantes ya sabían a qué atenerse.
En su duro entorno, aprendieron sobre metáforas y versos. Ya en la Vieja Tierra, los samuráis habían valorado sus proezas a la hora de componer haikus tanto como su destreza con la espada.
Cuando Mord Cour se alzaba sobre una roca, junto a una fuente de agua humeante, y recitaba antiguos poemas épicos, la pasión que vibraba en su voz agitaba los corazones de los alumnos. Por fin, cuando el anciano comprobó que había conseguido llenar sus ojos de lágrimas, sonrió y dio una palmada. Saltó de la roca y anunció:
—Éxito. Bien, ha llegado el momento de aprender a luchar.
Duncan, revestido con una cota de malla de flexaleación, cabalgaba a lomos de una enorme tortuga que no paraba de tirar de sus riendas y de su jinete. Atado a la silla, con las piernas abiertas para abarcar el ancho caparazón blindado, esgrimía una pica de madera con punta roma metálica. Tres contrincantes, armados de manera similar, le hacían frente.
Habían extraído las tortugas de huevos robados, y las habían criado en calas protegidas. Los lentos colosos recordaban a Duncan los tiempos en que había tenido que luchar con una gruesa armadura. No obstante, sus mandíbulas podían cerrarse como puertas automáticas, y cuando les venía en gana las tortugas eran capaces de correr endiabladamente. Duncan dedujo, a partir de las placas rotas y astilladas de las conchas, que aquellas bestias eran veteranas de más combates de los que él había vivido.
Dio golpecitos con su lanza sobre el caparazón de la tortuga, la cual salió disparada hacia la montura de Hiih Resser. Agitaba su monstruosa cabeza y procuraba morder todo cuanto se le ponía al alcance.
—¡Voy a desmontarte, Resser!
Pero la tortuga de Duncan decidió detenerse en ese instante, y no pudo obligarla a moverse de nuevo. Las demás tortugas tampoco colaboraron.
La justa de tortugas era la novena prueba de las diez que los estudiantes debían superar para ser admitidos en la siguiente fase del adiestramiento. Durante cinco terribles días, respirando el aire impregnado de cenizas, Duncan nunca había quedado situado por debajo del tercer lugar: en natación, salto de longitud, ballesta, honda, jabalina, levantamiento de pesas aeróbico, lanzamiento de cuchillo y espeleología. Mord Cour, de pie sobre una roca elevada, había observado todos los ejercicios.
Resser, que se había convertido en el amigo y rival de Duncan, también había logrado una marca respetable. Los demás estudiantes de Grumman habían hecho piña entre ellos, congregados alrededor del jactancioso líder Trin Kronos, el cual parecía muy orgulloso de sí mismo y de su herencia (aunque sus habilidades en la lucha no parecían muy superiores a las de los demás). Kronos se vanagloriaba de su vida al servicio de la Casa Moritani, pero Resser hablaba en muy contadas ocasiones de su hogar o su familia. Estaba más interesado en aprovechar al máximo su estancia en Ginaz.
Cada noche, de madrugada, Duncan y Resser se ponían a trabajar en la tienda que albergaba la biblioteca, con una montaña de videolibros. Los estudiantes de Ginaz debían aprender historia militar, estrategias de batalla y técnicas de combate personal. Mord Cour también les había animado a estudiar ética, literatura, filosofía y meditación… todo aquello que no había podido estudiar cuando era un niño salvaje en las cumbres boscosas de Hagal.
Durante las sesiones vespertinas con los maestros espadachines, Duncan Idaho había aprendido de memoria la Gran Convención, cuyas normas para los conflictos armados formaban la base de la civilización imperial, según la Jihad Butleriana. A partir de ese pensamiento ético y moral, Ginaz había concebido el Código del Guerrero.
Mientras se esforzaba por controlar a su rebelde tortuga, Duncan se frotó los ojos y tosió. La ceniza que impregnaba el aire quemaba su nariz, y le picaba la garganta. Alrededor, el océano se estrellaba contra las rocas. Los fuegos siseaban y escupían un hedor similar a huevos podridos.
Después de espolearla durante un rato sin el menor éxito, la tortuga de Resser decidió por fin avanzar, y el pelirrojo se esforzó por continuar sentado, moviendo su lanza roma en la dirección correcta. Al cabo de poco, todas las tortugas empezaron a moverse, pero a una velocidad mínima.
Duncan esquivó los simultáneos golpes de lanza de Resser y de su segundo oponente, y alcanzó al tercero con el extremo de su arma, dándole en el pecho. El alumno cayó al suelo y rodó para esquivar a las tortugas que se acercaban.
Duncan se inclinó sobre el caparazón de su montura, con el fin de esquivar otro lanzazo de Resser. Después, su tortuga se detuvo para defecar, una operación que duró lo suyo.
Duncan miró alrededor, indefenso en su montura, y vio que el restante adversario montado perseguía a Resser, el cual se defendía admirablemente. Cuando la tortuga hubo finalizado su necesidad, Duncan esperó al momento adecuado y se colocó a un lado del caparazón, tan cerca de los combatientes como pudo. Justo cuando Resser contraatacaba con su arma y derribaba al otro combatiente, alzó su lanza en señal de triunfo, tal como Duncan había adivinado. En ese mismo momento, Duncan hundió su lanza en el costado del pelirrojo, quien cayó de la tortuga. Sólo Duncan, el vencedor, seguía montado.
Desmontó, ayudó a Resser a levantarse y le sacudió la arena de su pecho y piernas. Un momento después, la tortuga de Duncan empezó a moverse de nuevo, en busca de comida.
—Vuestro cuerpo es vuestra mejor arma —dijo Mord Cour—. Antes de confiar en que podáis manejar la espada en una batalla, debéis aprender a confiar en vuestro cuerpo.
—Pero maestro, nos enseñaste que la mente es el arma decisiva —interrumpió Duncan.
—Cuerpo y mente forman una unidad —replicó Cour con voz tan afilada como su espada—. ¿Qué es uno sin la otra? La mente controla el cuerpo, el cuerpo controla la mente. —Paseaba por la playa, y las rocas crujían bajo sus pies callosos—. Quitaos la ropa, todos… ¡hasta los calzoncillos! Quitaos las sandalias y dejad las armas en el suelo.
Los estudiantes, sin cuestionar las órdenes, se desnudaron. Ceniza gris continuaba cayendo a su alrededor, y emanaciones de azufre brotaban de los fuegos como el aliento del infierno.
—Después de esta prueba final, podréis abandonarme, y también la isla. —Mord Cour se humedeció los labios con expresión seria—. Vuestro próximo destino cuenta con más flores y diversiones.
Algunos de los estudiantes lanzaron carcajadas teñidas de inquietud por la prueba que les esperaba.
—Como todos habéis superado la prueba de pilotar tópteros antes de venir a Ginaz, os daré una explicación breve. —Cour señaló la pendiente empinada que ascendía hasta el borde del cráter, rodeado de una oscuridad grisácea—. Un aparato os espera en lo alto. Lo visteis cuando os dejaron aquí. El primero en llegar podrá volar hasta vuestros nuevos barracones, limpios y cómodos. Las coordenadas ya están introducidas en la consola del piloto. Los demás… volveréis a la montaña y acamparéis una vez más sobre las rocas, sin tiendas y sin comida. —Entornó los ojos en su anciano rostro—. ¡Adelante!