Dune. La casa Harkonnen (26 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La inquietud del barón aumentó mientras recorría habitación tras habitación con los soldados, y después edificio tras edificio. No encontraron a nadie, ni siquiera cuando sus hombres utilizaron escáneres rastreadores de vida primitivos. ¿Dónde estaban las brujas? ¿En catacumbas? ¿Adónde había ido Cristane?

Las mejillas del barón se encendieron de ira. ¿Cómo podía presentar sus exigencias a la madre superiora si no la encontraba? ¿Intentaba Harishka ganar tiempo? Al evitar la confrontación, había cortocircuitado su venganza. ¿Pensaba que se iría sin más?

Odiaba sentirse impotente. El barón utilizó el bastón para destrozar el lector más cercano de la biblioteca, y después rompió todo cuanto pudo encontrar. Los guardias, complacidos, se dedicaron a volcar mesas, derribar estanterías y arrojar pesados volúmenes a través de las ventanas acristaladas.

Una tarea inútil.

—Basta —ordenó, y volvió sobre sus pasos.

Llegó a un amplio despacho. Letras doradas sobre la puerta indicaban que era el estudio de la madre superiora. El oscuro y pulido escritorio estaba libre de objetos, sin archivadores ni expedientes. La silla estaba colocada en ángulo, como si la hubieran echado hacia atrás con brusquedad. Todavía ardía incienso en un plato de cerámica, y proyectaba un tenue olor a clavo. Lo tiró al suelo.

Malditas brujas.
El barón se estremeció. Sus hombres y él salieron de la habitación.

Una vez en el exterior, se desorientó por completo, una extraña sensación de haberse extraviado. Ni él ni sus guardias se pusieron de acuerdo sobre la ruta correcta para volver a la lanzadera. El barón cruzó un parque y entró en un pasadizo que rodeaba un edificio de estuco y madera, en cuyo interior brillaban luces.

En el enorme comedor, centenares de platos todavía humeantes descansaban sobre largas mesas de tablas, con los bancos dispuestos en su sitio. No había nadie en la sala. Ni un alma.

Un soldado tocó con un dedo un trozo de carne que flotaba en un cuenco de estofado.

—No toques eso —ladró el barón—. Podría contener veneno subdermal.

Sería un truco típico de las brujas. El soldado retrocedió.

Los ojos claros del jefe del comando inspeccionaron todo alrededor. Su uniforme estaba húmedo de sudor.

—Estaban aquí hace apenas unos minutos. Aún se huele la comida.

El barón maldijo y barrió la mesa con el bastón, arrojando platos, vasos y comida al suelo. El estruendo despertó ecos en las paredes y el suelo de la sala. Pero no se oyó ningún otro sonido.

Sus hombres utilizaron aparatos de detección para repasar suelos, paredes y techos, sin el menor éxito.

—Comprobad la calibración de esos rastreadores de vida. ¡Las brujas tienen que estar aquí, malditas sean!

Mientras veía a sus hombres trabajar febrilmente, el barón echaba chispas. Su piel hormigueaba. Creyó escuchar una tenue carcajada ahogada, pero se fundió con el silencio sobrenatural.

—¿Queréis que prendamos fuego a este lugar, mi barón? —preguntó el jefe del comando, ansioso de provocar un incendio.

El barón imaginó toda la Escuela Materna en llamas, la sabiduría, historia y registros de reproducción consumidos en un infierno. Tal vez las brujas de hábito negro quedarían atrapadas en el interior de sus escondrijos secretos, y se asarían vivas.
Valdría la pena verlo.

Pero negó con la cabeza, irritado por la respuesta que se había visto obligado a dar. Hasta que las brujas le proporcionaran la cura que con tanta desesperación necesitaba, el barón Harkonnen no se atrevería a atacar a la Bene Gesserit.

Una vez logrados sus propósitos, no obstante… recuperaría el tiempo perdido.

29

La realidad no existe, sino sólo el orden que imponemos a todo.

Aforismos básicos de la Bene Gesserit

Para Jessica era un juego de niños, aunque en
éste
se jugaba la vida.

Cientos de hermanas, que se movían con la rapidez de murciélagos, llenaban el comedor, divertidas por las bufonadas del barón. Le esquivaban como si estuvieran jugando a tocar y parar. Algunas se acuclillaban debajo de las mesas. Jessica y Mohiam estaban apretadas contra la pared. Todas las mujeres habían pasado al programa de respiración silenciosa, y se concentraban en la ilusión. Ninguna hablaba.

Estaban a plena vista, pero los perplejos Harkonnen no podían verlas ni intuirlas. El barón sólo veía lo que las Bene Gesserit querían que viera.

La madre superiora se erguía a la cabecera de la mesa, y sonría como una colegiala que estuviera cometiendo una travesura. Harishka tenía sus brazos sarmentosos cruzados sobre el pecho, mientras los perseguidores se iban poniendo cada vez más nerviosos.

Un soldado pasó a escasos centímetros de Jessica. Movía un rastreador de vida, y casi la golpeó en la cara, pero sólo vio falsas lecturas. En el cuadrante del escáner, los datos parpadeaban y destellaban, mientras el soldado pasaba delante de Jessica, pero no vio nada registrado en las mediciones. No era fácil engañar a los aparatos…, pero los hombres eran diferentes.

La vida es una ilusión, que hay que adaptar a nuestras necesidades
, pensó la joven, citando una lección aprendida de su maestra Mohiam. Todas las acólitas sabían engañar la vista, el sentido humano más vulnerable. Las hermanas emitían sonidos apenas audibles, disminuían el ritmo de sus movimientos.

Consciente de que el barón estaba a punto de llegar, la madre superiora había reunido a las hermanas en el comedor.

—El barón Harkonnen cree que lo tiene todo controlado —había dicho con su voz quebradiza—. Cree que nos intimida, pero hemos de despojarle de su fuerza, conseguir que se sienta impotente.

»También estamos ganando tiempo para reflexionar sobre este asunto…, y para que el barón cometa errores. Los Harkonnen no son famosos por su paciencia.

El torpe barón estuvo a punto de tropezar con la hermana Cristane, quien se apartó a tiempo.

—¿Qué demonios ha sido eso? —El hombre giró en redondo al notar el movimiento del aire, un fugaz olor a tela—. He oído una especie de crujido, como el de un hábito.

Los guardias alzaron las armas, pero no vieron objetivos. El hombre obeso se estremeció.

Jessica intercambió una sonrisa con su maestra. Los ojos de la reverenda madre, por lo general inexpresivos, brillaban de alegría. Desde su mesa elevada, la madre superiora miraba a los hombres desconcertados como un ave de presa.

En preparación a la hipnosis masiva que ahora dominaba al barón y a sus hombres, la hermana Cristane se había vuelto visible para ellos, con el fin de arrastrarles hacia la trampa. Pero poco a poco, la guía se había ido volviendo invisible, a medida que las hermanas se concentraban en aquellas víctimas fáciles.

El barón se acercó cojeando, con el rostro convertido en una máscara de furia desatada. Jessica tuvo la oportunidad de ponerle la zancadilla, pero no lo hizo.

Mohiam se colocó a su lado, y susurró algo en voz baja y espectral.

—Tendréis miedo, barón.

Con un susurro que sólo podía llegar a los oídos del hombre que tanto despreciaba, Mohiam creó un murmullo apenas discernible que transformó las palabras de la Letanía Contra el Miedo en algo diferente por completo:

—Tendréis miedo. El miedo mata la mente. El miedo es la pequeña muerte que provoca la destrucción total. —Se paseó a su alrededor, habló a su nuca—. Sois incapaz de hacer frente a vuestro miedo. Os invadirá e infectará.

El barón agitó la mano, como para ahuyentar a un insecto molesto. Parecía preocupado.

—Cuando pensamos en el camino de vuestro miedo, no queda nada de vos. —La hermana Mohiam se alejó con sigilo de él—. Sólo la Hermandad permanecerá.

El barón se quedó petrificado, con la cara pálida y las mejillas temblorosas. Sus ojos negros miraron a la izquierda, donde la hermana Mohiam había estado sólo unos momentos antes. Agitó el bastón en esa dirección, con tal fuerza que perdió el equilibrio y cayó.

—¡Sacadme de aquí! —chilló a sus guardias.

Dos soldados se apresuraron a ponerle en pie. El jefe del comando les guió hasta las puertas principales y salió al pasillo, mientras los demás guardias seguían buscando blancos, moviendo sus rifles láser de un lado a otro.

El barón vaciló en el umbral.

—Malditas brujas. —Miró alrededor—. ¿Por dónde hay que volver?

—A la derecha, mi señor barón —dijo con voz firme el jefe del comando.

Sin que él lo supiera, Cristane le susurraba directrices al oído, muy cerca de él. Cuando llegaran a la lanzadera, descubrirían que el piloto automático ya estaba conectado, preparado para conducir al barón a través del complejo sistema de defensa hasta la fragata que esperaba en órbita.

Derrotado, frustrado, impotente. El barón no estaba acostumbrado a experimentar tales sensaciones.

—No se atreverían a hacerme daño —murmuró.

Varias hermanas rieron.

Cuando los Harkonnen huyeron como perros de presa con el rabo entre las piernas, carcajadas fantasmales procedentes del comedor les siguieron.

30

El inmovilismo se suele confundir con la paz.

Emperador E
LROOD
C
ORRINO
IX

Tessia, la nueva concubina de Rhombur, paseaba con él de buen humor por los terrenos del castillo de Caladan. Le divertía que el príncipe exiliado pareciera más un niño nervioso y torpe que el heredero de una Casa renegada. Era una mañana soleada, y nubes perezosas surcaban los cielos.

—Me cuesta llegar a conoceros, mi príncipe, cuando me lisonjeáis de esta manera.

Caminaban juntos por el sendero de una ladera en terrazas.

Era evidente que el joven se sentía un poco violento.

—Er, antes tienes que llamarme Rhombur.

La muchacha enarcó las cejas, y sus ojos color sepia centellearon.

—Supongo que por algo se empieza.

Rhombur se ruborizó, y continuaron paseando.

—Creo que me has seducido, Tessia. —Arrancó una margarita y se la ofreció—. Como soy hijo de un gran duque, no debería permitirlo, ¿verdad?

Tessia aceptó el obsequio e hizo guiar la flor ante su rostro sencillo pero de expresión inteligente. Le devolvió los pétalos.

—Imagino que vivir en el exilio tiene sus ventajas. Nadie se da cuenta de si te han seducido, ¿verdad? —Le señaló con un dedo—. Aunque te respetaría más si hicieras algo por remediar el deshonor que ha caído sobre tu familia. Ser optimista no te ha servido de nada en todos estos años, ¿no es así? Ni confiar en que todo saldrá bien, ni pensar en que no te queda otro remedio que seguir quejándote sin hacer nada. Las palabras no sustituyen a los actos.

Rhombur, sorprendido por el comentario, farfulló una respuesta.

—Pero he, er, solicitado al embajador Pilru que presentara queja tras queja. ¿Es que mi pueblo oprimido no va a derrotar a los invasores, a la espera de mi regreso? Tengo la intención de volver y limpiar el apellido de mi familia… en cualquier momento.

—Si te quedas sentado aquí, esperando que tu pueblo haga el trabajo por ti, no mereces gobernar a ese pueblo. ¿No has aprendido nada de Leto Atreides? —Tessia puso los brazos en jarras—. Si quieres llegar a ser un conde, Rhombur, has de seguir tus pasiones. Y conseguir mejores informes de tus espías.

Rhombur se sentía muy violentado, herido por la verdad que transmitían sus palabras, pero desorientado.

—¿Cómo, Tessia? No tengo ejército. El emperador Shaddam se niega a intervenir… y también el Landsraad. Sólo me concedieron una amnistía limitada cuando mi familia fue declarada renegada. Er, ¿qué más puedo hacer?

La joven le tomó por el codo mientras seguían paseando.

—Si me lo permites, tal vez podría sugerirte algunas posibilidades. En Wallach IX nos enseñan muchas cosas, incluyendo política, psicología, estrategias… No olvides nunca que soy una Bene Gesserit, no una vulgar criada. Soy inteligente y culta, y veo muchas cosas que tú no.

Rhombur intentaba recuperar su equilibrio mental.

—¿La Hermandad te preparó para esto? —preguntó, suspicaz—. ¿Te designaron para ser mi concubina con el propósito de ayudarme a reconquistar Ix?

—No, mi príncipe. Tampoco voy a fingir que la Bene Gesserit no prefiere una Casa Vernius estable de vuelta en el poder. Tratar con los Bene Tleilax es mucho más difícil… y desconcertante. —Tessia se pasó los dedos por su corto cabello castaño, hasta que pareció tan desaliñado como las perpetuas greñas del príncipe—. Por mi parte, preferiría ser la concubina de un gran conde, habitante del legendario palacio de Ix, que de un príncipe exiliado que vive de la benevolencia de un duque generoso.

Rhombur tragó saliva, arrancó otra margarita y la olió. —Yo también preferiría ser esa persona, Tessia.

Leto, acodado en un balcón del castillo, miraba a Rhombur y Tessia caminar cogidos de la mano por un campo de flores silvestres, que la brisa del océano movía. Sentía un profundo dolor en su corazón, una afectuosa envidia por su amigo. Daba la impresión de que el príncipe ixiano caminaba sobre el aire, como si hubiera olvidado todos los problemas de su torturado planeta natal.

Olió el perfume de Kailea a su espalda, un aroma dulce y embriagador que le recordaba los jacintos y lirios del valle, pero no la había oído acercarse. La miró, y se preguntó cuánto tiempo llevaba observándole mirar a los inseparables amantes.

—Esa chica le conviene —dijo Kailea—. Nunca me había caído muy bien la Bene Gesserit, pero Tessia es una excepción.

Leto lanzó una risita.

—Parece que está fascinado por ella. La demostración incontrovertible del excelente adiestramiento para la seducción de la Hermandad.

Kailea ladeó la cabeza. Llevaba una diadema incrustada de joyas en el pelo, y había procurado aplicarse el toque de maquillaje más atractivo. Leto siempre la había considerado hermosa, pero en aquel momento se le antojó… esplendorosa.

—Es necesario algo más que prácticas de esgrima, desfiles y tardes de pesca para hacer feliz a mi hermano… o a cualquier hombre.

Kailea salió al balcón iluminado por el sol, y Leto se sintió incómodo al darse cuenta de lo solos que estaban.

Antes de la caída de Ix, cuando ella había sido la hija de una poderosa Gran Casa, Kailea Vernius se le había antojado una pareja perfecta. Con el tiempo, si los acontecimientos se hubieran desarrollado con normalidad, el viejo duque Paulus y Dominic Vernius tal vez habrían arreglado un matrimonio.

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