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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (29 page)

Los estudiantes echaron a correr, utilizando sus reservas de energía para adelantar a los demás. Aunque Duncan no era el estudiante más veloz, eligió la ruta con más detenimiento. Empinados despeñaderos interrumpían algunos senderos a mitad de camino del escarpado cono, mientras otras pistas desembocaban en callejones sin salida antes de llegar a la cumbre. Algunas hondonadas parecían tentadoras, delgados arroyuelos y cascadas prometían una ascensión resbaladiza e insegura. Después de ver el tóptero en el borde del cráter durante su viaje de llegada, había estudiado la pendiente con ávido interés y se había preparado. Recurrió a todo lo que había observado e inició el ascenso.

A medida que el terreno se hacía más empinado, Duncan alcanzó a los que se le habían adelantado. A base de escoger barrancos o cauces, trepó sobre agrupaciones rocosas escarpadas, mientras los demás se desviaban por senderos de grava que parecían fáciles de ascender, pero que cedían bajo sus pies y les enviaban pendiente abajo. Corrió a lo largo de rebordes y rodeó salientes que no conducían directamente a la cumbre pero proporcionaban un terreno más asequible y permitían un ascenso más veloz.

Años atrás, cuando había huido para sobrevivir en la Reserva Forestal de Giedi Prime, Rabban había intentado cazarle. En comparación, esto era fácil.

La áspera roca de lava se clavaba en los pies descalzos de Duncan, pero contaba con una ventaja sobre sus compañeros: había desarrollado callos durante los años que había paseado descalzo por las playas de Caladan.

Esquivó una fuente de agua caliente y subió por una grieta que le proporcionó un precario apoyo para manos y pies. Tuvo que apretarse en la grieta, buscar prominencias y hendiduras que le permitieran izarse poco a poco. Fragmentos de roca se desprendían y caían.

Por lo demás, estaba seguro de que Trin Kronos y otros candidatos egocéntricos harían lo imposible por sabotear la competición, en lugar de concentrarse en acelerar el paso.

Al ponerse el sol, llegó al borde del volcán, el primero de su clase. Había corrido sin descanso, escalado peligrosas pendientes de guijarros, elegido su ruta con cautela pero sin vacilación. Perseguido por otros competidores, no demasiado alejados, que subían por todos los lados del cono, saltó sobre una chimenea humeante y corrió hacia el ornitóptero.

En cuanto distinguió el aparato, miró hacia atrás y vio que Hiih Resser le pisaba los talones. La piel del pelirrojo estaba arañada y cubierta de ceniza.

—¡Eh, Duncan!

El aire estaba cargado de gases y el cráter expulsaba polvo. El volcán rugió.

Cerca de la victoria, Duncan aceleró. Resser, al comprender que no podía ganar, se rezagó, jadeante, y reconoció con elegancia la victoria de su amigo.

Trin Kronos apareció en la cumbre por otra ruta alternativa, con el rostro congestionado e iracundo cuando vio a Duncan tan cerca del tóptero. Al reparar en que Resser, su compatriota de Grumman, reconocía su derrota, se puso aún más furioso. Aunque procedían del mismo planeta, Kronos solía expresar su desprecio por Resser, para humillar y amargar la vida al pelirrojo.

En esta clase, sobrevivían los más aptos, y muchos estudiantes habían desarrollado una intensa aversión mutua. Al ver la forma en que Kronos atormentaba a su compatriota, Duncan se había formado una opinión negativa del hijo mimado de un noble. En cuanto Duncan alzara el vuelo en el tóptero, lo más probable sería que Kronos esperara a sus amigos de Grumman para dar una paliza a Resser y desfogar su frustración.

Cuando Duncan puso un pie en el aparato vacío, tomó una decisión.

—¡Hiih Resser! Si puedes llegar antes de que me ponga el cinturón de seguridad y despegue, estoy seguro de que el tóptero podrá con los dos.

A lo lejos, Trin Kronos aceleró.

Duncan se puso el cinturón de seguridad, manipuló los controles de despegue, mientras Resser le miraba con incredulidad.

—¡Vamos!

El pelirrojo encontró nuevas energías y sonrió. Corrió hacia adelante, mientras Duncan se disponía a despegar. Durante sus años al servicio del duque, algunos de los mejores pilotos del Imperio le habían enseñado a pilotar naves.

Kronos, enfurecido por la decisión de Duncan de romper las normas, corrió con todas sus fuerzas. El panel de instrumentos del tóptero destelló. Una pantalla iluminada indicó a Duncan que los motores estaban preparados, y oyó el poderoso siseo de sus turbinas.

Resser saltó sobre los patines del tóptero justo cuando Duncan elevaba el vehículo. El pelirrojo, jadeante, se aferró al borde de la puerta de la cabina y se sujetó. Sus pulmones se llenaron de aire.

Al comprender que no podría llegar al vehículo, Trin Kronos se agachó, agarró una roca del tamaño de un puño y la arrojó, alcanzando a Resser en una cadera.

Duncan oprimió un botón iluminado de secuencia de acción, y las alas se movieron arriba y abajo hasta que el aparato se alzó por encima del casquete de lava del volcán. Resser se izó al interior de la cabina. Se acurrucó al lado de Duncan, aunque apenas había espacio, y se echó a reír.

El aire desplazado por las alas batientes del ornitóptero abofeteó al decepcionado Kronos. El joven tiró otra roca, que rebotó sin más consecuencias en el parabrisas de plaz.

Duncan saludó alegremente y arrojó a Kronos una linterna que había encontrado en el maletín de emergencias del tóptero. El joven de Grumman la cogió, sin expresar la menor gratitud por la ayuda dispensada para orientarse en la creciente oscuridad. Los demás estudiantes, agotados y doloridos, volvían al campamento a pie para pasar una fría y desdichada noche al raso.

Duncan extendió las alas al máximo y aceleró. El sol se hundió bajo el horizonte, y dejó un resplandor rojizoanaranjado sobre el agua. La oscuridad empezó a caer como un pesado telón sobre la hilera de islas que se extendían al oeste.

—¿Por qué has hecho esto por mí? —preguntó Resser, mientras se secaba el sudor de la frente—. En teoría, sólo uno de nosotros debía superar la prueba. El maestro espadachín no nos enseñó a ayudarnos mutuamente.

—No —dijo Duncan con una sonrisa—. Es algo que me enseñaron los Atreides. Ajustó la iluminación del panel de instrumentos a un tenue resplandor, y voló bajo la luz de las estrellas hacia las coordenadas de la siguiente isla.

32

Nunca subestiméis la capacidad de la mente humana de creer lo que quiere creer, pese a las pruebas en contrario.

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Política y realidad

En un esfuerzo por comprender cómo la Hermandad había soslayado sus exigencias, el barón y Piter de Vries se reunieron en la sala de conferencias de la fragata militar Harkonnen. La nave se hallaba en órbita alrededor de Wallach IX, con las armas preparadas pero sin objetivo. Durante dos días, los mensajes enviados a la Bene Gesserit no habían merecido respuesta.

Por una vez, el Mentat carecía de respuestas para la pregunta de dónde o cómo se habían escondido las brujas: ni probabilidades, ni proyecciones ni recapitulaciones. Había fracasado. El barón, que no aceptaba excusas para el fracaso (y De Vries había fracasado), estaba ansioso por matar a alguien de la forma más desagradable.

Un cabizbajo Glossu Rabban, que se sentía como un extraño, estaba sentado a un lado, mirándoles, y ardía en deseos de ofrecer alguna opinión.

—Al fin y al cabo son brujas, ¿verdad? —dijo por fin, pero su comentario no interesó a nadie. De hecho, nadie escuchaba jamás sus ideas.

Rabban, irritado, salió de la sala de conferencias, consciente de que a su tío le alegraba que desapareciera. ¿Por qué estaban discutiendo la situación? Rabban no podía tolerar estar sentado, sin llegar a ningún sitio. Daba la impresión de que todos eran unos debiluchos.

Como presunto heredero del barón, Rabban pensaba que había trabajado bien para la Casa Harkonnen. Había supervisado las operaciones de especia en Arrakis, incluso había lanzado el primer ataque subrepticio de lo que habría debido desembocar en una guerra total entre los Atreides y los tleilaxu. Una y otra vez había demostrado su valía, pero el barón siempre le trataba como si fuera un retrasado mental, hasta le llamaba «cerebro de mosquito» en la cara.

Si me hubieran dejado ir a la escuela de las brujas, mi olfato las habría localizado.

Rabban sabía muy bien lo que se debía hacer. También sabía que no podía pedir permiso. El barón se negaría… y cometería una grave equivocación. Rabban solucionaría el problema sin ayuda y después reclamaría la recompensa. Por fin, su tío reconocería su talento.

Calzado con gruesas botas negras, el corpulento hombre recorrió los pasillos de la fragata, concentrado en su misión. La nave se desplazaba en el silencioso abrazo de la gravedad. Oyó fragmentos de conversaciones cuando pasaba ante camarotes y puestos de guardia. Hombres uniformados de azul corrían de un lado a otro, siempre deferentes con él.

Cuando dio la orden, los hombres abandonaron sus tareas y se precipitaron a abrir una mampara. Rabban esperaba con los brazos en jarras, contento de ver la cámara secreta que albergaba una nave individual, esbelta y bruñida.

La no-nave experimental.

Había pilotado la nave invisible en el interior de un Crucero de la Cofradía, más de una década antes, y el aparato había funcionado a la perfección, silencioso e invisible por completo. Lástima que el plan hubiera fallado. El error consistía en la excesiva planificación. Y Leto Atreides, maldito fuera, se había negado a actuar como se esperaba de él.

Esta vez, no obstante, el plan de Rabban sería sencillo y directo. La nave y su contenido eran invisibles. Podía ir a donde quisiera, observar lo que fuera, y nadie sospecharía. Espiaría lo que las brujas estaban tramando, y después, si le daba gana, podría destruir la Escuela Materna.

Conectó los motores del aparato, y el fondo de la fragata se abrió para que pudiera descender. Impaciente, Rabban activó el generador de no-campo, y la nave se desvaneció en el espacio.

Durante el descenso hacia el planeta, todos los sistemas de la nave funcionaron como cabía esperar. Los desperfectos ocasionados por recientes vuelos de prueba habían sido reparados. Sobrevoló una cordillera de montañas cubiertas de hierba y descendió hacia los edificios de la Escuela Materna. Bien, ¿así que las brujas pensaban que podían desaparecer cuando el barón pedía audiencia? ¿Se jactaban de su astucia? Ahora, las brujas se negaban a contestar a las repetidas solicitudes de celebrar una conferencia. ¿Cuánto tiempo imaginaban que podrían esquivar el problema?

Rabban tocó un botón sensor y conectó las armas. Un ataque masivo e inesperado envolvería en llamas bibliotecas, rectorías y museos, hasta convertirlos en cenizas.

Eso llamará su atención.

Se preguntó si el barón había descubierto ya su partida.

Cuando la silenciosa nave se dirigió hacia el complejo de la escuela, vio grupos de mujeres paseando por los terrenos, confiadas estúpidamente en que ya no necesitaban esconderse. Las brujas creían que podían burlarse de la Casa Harkonnen.

Rabban descendió más. Los sistemas de armamento estaban a punto. Las pantallas de tiro estaban iluminadas. Antes de reducir a escombros los edificios, tal vez abatiría varias mujeres, de una en una, sólo para divertirse. Gracias a su nave silenciosa e invisible, pensarían que el dedo de Dios las había fulminado por su arrogancia. Las tenía a tiro.

De pronto, todas las brujas alzaron la vista y le miraron.

Notó que algo apretaba su mente. Mientras miraba, las mujeres rielaron y desaparecieron. Su visión se hizo borrosa, y sintió un intenso dolor de cabeza. Apoyó una mano contra la sien, intentó enfocar la vista, pero la presión que atormentaba su cráneo aumentó, como si un elefante estuviera pateando su frente.

Las imágenes del suelo rielaron. Los grupos de Bene Gesserit aparecieron ante su vista de nuevo, y después se convirtieron en imágenes difusas. Todo fluctuaba, los edificios, los accidentes topográficos, la superficie planetaria. Rabban apenas podía ver los controles.

Desorientado, con la cabeza a punto de estallar de dolor, Rabban aferró la consola de navegación. La no-nave se retorcía como un ser vivo bajo él, y empezó a dar vueltas. Rabban emitió un grito estrangulado, sin ser consciente del peligro, hasta que la red de seguridad y la espuma anticolisiones se extendieron a su alrededor.

La no-nave se estrelló contra un manzanar, abrió una larga brecha marrón en la tierra y volcó. Tras una ruidosa pausa, resbaló por un terraplén y se posó sobre un riachuelo.

Los motores se incendiaron y un humo azul grasiento invadió la cabina. Rabban oyó el siseo de los sistemas de extinción de incendios, mientras se liberaba de la espuma y la red protectora.

Activó una escotilla de escape situada en el vientre de la nave, casi asfixiado por el humo, y salió del aparato siniestrado. Aterrizó a cuatro patas en el agua humeante del riachuelo. Meneó la cabeza, aturdido. Volvió la vista hacia la no-nave y vio que el casco aparecía y desaparecía ante sus ojos.

Detrás de él, montones de mujeres bajaban por el terraplén, como langostas vestidas de negro…

Cuando el barón Harkonnen recibió el inesperado mensaje de la madre superiora Harishka, tuvo ganas de estrangularla. Durante días, sus gritos y amenazas no habían recibido respuesta. Ahora, mientras paseaba por el puente de mando de la fragata, la vieja bruja se ponía en contacto con él. Apareció en la pantalla ovalada.

—Lamento no haber estado disponible cuando vinisteis a verme, barón, y siento que nuestros sistemas de comunicación estuvieran desconectados. Sé que queréis hablar conmigo de algo. —Su tono era enloquecedoramente plácido—. De todos modos, me pregunto si antes querríais recuperar a vuestro sobrino.

Al ver que sus delgados labios sonreían bajo aquellos aviesos ojos de color almendra, el barón comprendió que su corpulento rostro reflejaba una confusión absoluta. Giró en redondo y miró al capitán de sus tropas, y después a Piter de Vries.

—¿Dónde está Rabban? —Los dos hombres sacudieron la cabeza, tan sorprendidos como él—. ¡Traedme a Rabban!

La madre superiora hizo un gesto, y unas cuantas hermanas depositaron al hombre ante la pantalla. Pese a los cortes y arañazos ensangrentados de su cara, la expresión de Rabban era desafiante. Uno de sus brazos colgaba inerte a un costado. Tenía los pantalones desgarrados a la altura de las rodillas, y dejaban al descubierto varias heridas.

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