Read Dune. La casa Harkonnen Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
Pero las cosas eran muy diferentes ahora…
No podía permitirse el lujo de enredarse con una joven procedente de una Casa renegada, una persona que, en teoría, sería condenada a muerte si alguna vez se implicaba en la política imperial. Por ser de origen noble, Kailea nunca podría convertirse en una amante casual, como las muchachas del pueblo que se extendía bajo el castillo de Caladan.
Pero tampoco podía negar sus sentimientos.
¿Y no podía un duque tomar una concubina si lo deseaba? No sería motivo de vergüenza para Kailea, sobre todo teniendo en cuenta su falta de perspectivas.
—Bien, Leto… ¿a qué estás esperando? —Se acercó más a él, de modo que le rozó el brazo con uno de sus pechos. Su perfume le mareó con una descarga de feromonas—. Eres el duque. Puedes conseguir todo lo que deseas.
Kailea arrastró la última palabra.
—¿Y qué te hace pensar que deseo… algo? —Su voz le sonó extrañamente hueca a sus oídos.
La joven enarcó las cejas y le dedicó una sonrisa tímida.
—A estas alturas, ya estarás acostumbrado a tomar decisiones difíciles, ¿verdad?
Leto vaciló.
Es cierto, ¿a qué estoy esperando?
, pensó.
Ambos se movieron al mismo tiempo, y él la recibió en sus brazos con un suspiro, tanto tiempo contenido, de alivio y pasión desatada.
Desde que Leto era pequeño, recordaba haber visto a su padre pasar los días soleados en el patio del castillo de Caladan, donde escuchaba peticiones, quejas y buenos deseos del pueblo. El barbudo padre del viejo Paulus, grande como un oso, lo había llamado «el oficio de ser duque». Leto continuaba la tradición.
Una hilera de gente ascendía el empinado sendero que conducía a las puertas abiertas, con el fin de participar en el arcaico sistema mediante el cual el duque solventaba las disputas. Si bien existían sistemas legales eficaces en todas las grandes ciudades, Leto lo hacía para aprovechar la oportunidad de mantener el contacto con su pueblo. Le gustaba responder en persona a sus quejas y sugerencias. Lo prefería a los estudios, encuestas de opinión e informes de supuestos expertos.
Sentado al cálido sol de la mañana, escuchaba a persona tras persona, mientras la fila iba avanzando. Una anciana, cuyo marido se había hecho a la mar en plena tormenta, para no regresar jamás, solicitó que se le declarara muerto para contraer matrimonio con el hermano del marido. El joven duque le dijo que esperara un mes para ambas peticiones, tras lo cual accedería a su solicitud.
Un niño de diez años quería enseñar a Leto un halcón de mar al que había criado desde su nacimiento. La enorme ave de cresta roja aferraba la muñeca, protegida por un puño de cuero, del niño, y después alzó el vuelo en el patio, describió varios círculos (para terror de los gorriones que habían hecho su nido en los aleros) y volvió con el niño cuando este silbó…
A Leto le encantaba concentrar su atención en detalles personales, pues sabía que sus decisiones influían en las vidas de sus súbditos. El inmenso Imperio, que en teoría abarcaba «un millón de planetas», parecía demasiado abstracto, demasiado grande para influir en su planeta. Aun así, los sangrientos conflictos que ocurrían en otros planetas (como en el caso de Ecaz y Grumman, o la milenaria animosidad entre la Casa Atreides y la Casa Harkonnen) afectaban a sus pobladores de una forma tan personal como lo que ocurría en Caladan.
Hacía mucho tiempo que Leto era un buen partido (muy bueno, de hecho), y otros miembros del Landsraad deseaban forjar una alianza con la Casa Atreides y mezclar linajes. ¿Sería una de las hijas de Armand Ecaz, o bien otra familia le haría una oferta mejor? Tenía que plegarse al juego dinástico que su padre le había enseñado.
Hacía años que deseaba a Kailea Vernius, pero su familia se había derrumbado, su Casa había sido declarada renegada. Un duque de la Casa Atreides jamás podría casarse con una mujer semejante. Sería un suicidio político. En cualquier caso, eso no significaba que Kailea fuera menos hermosa, menos deseable.
Rhombur, feliz con Tessia, había sugerido que Leto tomara a Kailea como concubina ducal. Para Kailea no sería vergonzoso convertirse en la amante elegida de un duque. De hecho, asentaría su precaria posición en Caladan, donde vivía gracias a una amnistía provisional, sin la menor garantía…
A continuación, un hombre calvo de ojos entornados abrió una cesta maloliente. Un par de guardias se abalanzaron sobre él, pero retrocedieron cuando extrajo un pescado podrido que debía llevar muerto varios días. Un enjambre de moscas zumbaban a su alrededor. Cuando Leto frunció el entrecejo, preguntándose qué clase de insulto era aquel, el pescador palideció, al comprender la impresión que acababa de dar.
—¡Oh, no, no, mi señor duque! No se trata de un regalo. No, mirad… Este pescado tiene pústulas. Todas mis presas de los mares del sur tenían pústulas. —De hecho, el estómago del pescado se veía malsano y leproso—. Las masas de algas marinas están muriendo, y apestan. Algo está pasando, y pensé que deberíais saberlo.
Leto miró a Thufir Hawat, y llamó al viejo guerrero para que utilizara sus aptitudes de Mentat.
—¿Una florescencia de plancton, Thufir?
Hawat arrugó la frente mientras su mente trabajaba, y luego asintió.
—Lo más probable es que matara a las algas marinas, que ahora se están pudriendo. Esparcen la enfermedad entre los peces.
Leto miró al pescador, que se apresuró a tapar la cesta y esconderla a su espalda para alejar el hedor de la butaca del duque.
—Gracias, señor, por llamar nuestra atención sobre esto. Tendremos que quemar las islas de algas muertas, y tal vez añadir sustancias nutritivas al agua para restaurar el equilibrio correcto entre las algas y el plancton.
—Perdonad el hedor, mi duque.
El pescador estaba nervioso. Uno de los guardias de Leto cogió la cesta y la sacó fuera, con el brazo extendido para que la brisa del mar absorbiera el olor.
—Sin vos, quizá habría tardado semanas en enterarme del problema. Id con nuestra gratitud.
Pese a los excelentes satélites y estaciones meteorológicas de Caladan, Leto solía recibir información (más precisa y veloz) gracias a la gente que a estos mecanismos.
La siguiente mujer quería regalarle su mejor gallina. Después, dos hombres se enzarzaron en una disputa sobre los límites de sus campos de arroz pundi, y regatearon sobre el valor de un huerto arrasado por una inundación a raíz de que una presa reventó. Una anciana obsequió a Leto con un jersey tejido a mano. Después, un orgulloso padre quiso que Leto tocara la frente de su hija recién nacida…
El oficio de ser duque.
Tessia escuchaba sin ser vista al lado del salón del apartamento que compartía con Rhombur en el castillo de Caladan, mientras Leto y el príncipe hablaban de política imperial: el vergonzoso vandalismo de que eran objeto los monumentos dedicados a los Corrino, la declinante salud del barón Harkonnen, los desagradables y cada vez más graves conflictos entre Moritani y Ecaz (pese a la fuerza de pacificación Sardaukar destacada en Grumman), y los continuos esfuerzos de los enviados diplomáticos de Leto por insuflar un punto de cordura en la situación.
La conversación se centró por fin en las tragedias que habían afligido a la Casa Vernius, en el tiempo transcurrido desde la conquista de Ix. Expresar resentimiento por estos acontecimientos se había convertido en una especie de rutina para Rhombur, aunque jamás encontraba la valentía para dar el siguiente paso y reclamar lo que le correspondía por derecho. A salvo y feliz en Caladan, había renunciado a la esperanza de vengarse… o al menos la había aplazado para otro día.
A estas alturas, Tessia ya estaba harta.
Mientras aún estaba en la Escuela Materna, había leído gruesos informes sobre la Casa Vernius. Compartía con Rhombur el interés por la historia y la política tecnológica del planeta. Aun conociendo los intrincados planes de la Hermandad, experimentaba la sensación de que estaba hecha para él, y por tanto tenía la obligación de impulsarle a entrar en acción. Detestaba verle estancado.
Tessia, ataviada con un vestido negro y amarillo largo hasta el suelo, dejó una bandeja plateada con jarras de cerveza negra entre los dos hombres. Habló, y su interrupción les sorprendió.
—Ya te he prometido mi ayuda, Rhombur. A menos que intentes hacer algo por reparar la injusticia cometida contra tu Casa, no vuelvas a quejarte durante una década. —Tessia alzó la barbilla con arrogancia y dio media vuelta—. Por mi parte, no quiero saber nada más.
Leto captó el destello de sus ardientes ojos. Vio, estupefacto, que salía de la habitación con un leve crujido de su vestido.
—Bien, Rhombur, esperaba que una Bene Gesserit sería más… discreta. ¿Siempre es tan descarada?
Rhombur parecía sorprendido. Cogió su cerveza y tomó un sorbo.
—¿Cómo ha conseguido averiguar Tessia, en sólo unas pocas semanas, lo que yo necesitaba oír? —Un fuego alumbró en sus ojos, como si la concubina se hubiera limitado a prender la chispa de la leña acumulada en su interior durante mucho tiempo—. Tal vez has sido demasiado bondadoso todos estos años, Leto. Me has dispensado todas las comodidades, mientras mi padre sigue oculto, mientras mi pueblo sigue esclavizado. —Parpadeó—. Las cosas no van a solucionarse por sí solas, ¿verdad?
Leto le miró largamente.
—No, amigo mío. De ninguna manera.
Rhombur no podía pedir a Leto que enviara una fuerza numerosa en su nombre, porque eso invitaría a una guerra abierta entre la Casa Atreides y los Bene Tleilax. Leto ya lo había arriesgado todo para impedir que eso sucediera. En ese momento no era más que un pecio a la deriva.
La resolución apareció en la cara del príncipe.
—Tal vez debería hacer un gesto fundamental, volver a mi planeta natal, llevarme una fragata diplomática oficial con una escolta completa (bien, supongo que podría alquilar una) y aterrizar en el puerto de entrada de Ix. Reclamar mis derechos públicamente, exigir que los tleilaxu renuncien a la conquista ilegal de nuestro planeta. —Lanzó un bufido—. ¿Qué crees que contestarían?
—No seas idiota, Rhombur. —Leto meneó la cabeza, preguntándose si su amigo hablaba en serio o no—. Te harían prisionero y realizarían experimentos médicos con tu cuerpo. Acabarías troceado en doce partes y en una docena de tanques de axlotl.
—Infiernos bermejos, Leto, ¿qué puedo hacer? —El príncipe, confuso y trastornado, se puso en pie—. ¿Me perdonas? Necesito pensar.
Subió un corto tramo de escalera hasta su dormitorio privado y cerró la puerta. Leto contempló a su amigo mientras tomaba su bebida, antes de volver a su estudio y a la montaña de documentos que esperaban su inspección y firma.
Tessia, que vigilaba desde un balcón elevado, bajó a toda prisa la escalera y abrió la puerta del dormitorio. Encontró a Rhombur en la cama, contemplando un cuadro de sus padres que colgaba de la pared. Lo había pintado Kailea, cuando añoraba los días en el Gran Palacio. En el cuadro, Dominic y Shando Vernius vestían sus galas reales, el conde calvo con uniforme blanco, el cuello adornado con las hélices púrpura y rojas ixianas, y ella con un vestido de seda merh color lavanda.
Tessia le masajeó los hombros.
—No debí avergonzarte delante del duque. Lo siento.
Rhombur percibió ternura y compasión en sus ojos color sepia.
—¿Por qué te disculpas? Tenías razón, Tessia, aunque me cueste admitirlo. Quizá estoy avergonzado. Tendría que haber hecho algo para vengar a mis padres.
—Para vengar a todo tu pueblo… y para liberarlo. —La joven emitió un suspiro de exasperación—. Rhombur, mi verdadero príncipe, ¿quieres ser pasivo, vencido y resignado… o triunfador? Intento ayudarte.
Rhombur sintió que sus manos, sorprendentemente fuertes, masajeaban con pericia sus músculos agarrotados, los distendían y hacían entrar en calor. Su contacto era como una droga relajante, y sintió la tentación de dormir para olvidar sus problemas.
Meneó la cabeza.
—Me rindo sin luchar, ¿verdad?
Los dedos de la concubina descendieron por la columna vertebral hasta la región lumbar, lo cual le excitó.
—Eso no significa que no puedas volver a luchar.
Kailea Vernius, con expresión perpleja, entregó un brillante paquete negro a su hermano.
—Lleva nuestro sello familiar, Rhombur. Un Correo lo acaba de traer a Cala City.
Su hermana tenía ojos verdes y cabello cobrizo sujeto por peinetas de concha vidriada. Su rostro había adquirido la exuberante belleza de una mujer, suavizada por los contornos de la juventud. A Rhombur le recordaba a su madre Shando, en un tiempo concubina del emperador Elrood.
El príncipe, perplejo, contempló la hélice del paquete, pero no vio otras marcas. Tessia, vestida con ropa informal y cómoda, se acercó a Rhombur mientras este utilizaba un pequeño cuchillo de pesca para abrir el paquete. Frunció el entrecejo cuando sacó una hoja de papel riduliano cubierta de líneas, triángulos y puntos. Contuvo el aliento.
—Parece un mensaje sub rosa, un código de batalla ixiano escrito en una clave geométrica.
Kailea se humedeció los labios.
—Nuestro padre me enseñó las complejidades de los negocios, pero apenas nada de cuestiones militares. No pensé que fuera a necesitarlas.
—¿Puedes descifrarlo, mi príncipe? —preguntó Tessia, con una voz que hizo a Rhombur preguntarse si su concubina Bene Gesserit también poseía aptitudes especiales para la traducción.
Se mesó su cabello rubio enmarañado y se proveyó de una libreta.
—Er, dejadme ver. Mi profesor particular me machacó los códigos sin piedad, pero hace años que ni siquiera pensaba en ellos.
Rhombur se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, y empezó a escribir el alfabeto galach en un orden aleatorio que había memorizado. Tachó líneas y volvió a copiar el conjunto con más cuidado. Cuando viejos recuerdos se despertaron en su mente, miró el papel y su pulso se aceleró. Aquel escrito lo había preparado alguien con conocimientos especiales. Pero ¿quién?
A continuación, Rhombur cogió una regla y convirtió una nueva hoja en una cuadrícula. Escribió en la parte superior el alfabeto aleatorio, con una letra dentro de cada cuadrado, y después añadió una configuración de puntos de codificación. Colocó el misterioso mensaje al lado de su hoja de descodificación, alineó puntos con letras, y después lo fue transcribiendo palabra a palabra.