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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (60 page)

El sol sobre la piel de Kailea parecía el destello de un fuego lejano.

—¿Y qué importa la amistad, cuando estamos hablando del futuro de la Casa Vernius, la Gran Casa de nuestros antepasados? Piensa en las cosas importantes, Rhombur.

El príncipe adoptó una expresión impenetrable.

—Tú has convertido esta situación en un problema que nunca habría debido suscitarse. Tú sola, Kailea. Si no podías aceptar las limitaciones, ¿por qué accediste a ser la concubina de Leto? Los dos parecíais muy felices al principio. ¿Por qué no le pides perdón? ¿Por qué no aceptas la realidad de una vez? ¿Por qué no haces un esfuerzo? —Rhombur sacudió la cabeza y contempló el anillo de su mano derecha—. No pienso cuestionar las decisiones de Leto. Puede que no esté de acuerdo con sus razones, pero las comprendo. Es el duque Atreides, y hemos de respetar sus deseos.

La expresión de Kailea se convirtió en una sonrisa desdeñosa.

—Tú no eres un príncipe. Chiara dice que ni siquiera eres un hombre.

Levantó un pie y pateó el baliset, pero cegada por la rabia perdió el equilibrio y sólo lo rozó. El instrumento cayó al agua.

Rhombur lanzó un juramento y se inclinó sobre el borde del muelle para recuperarlo, al tiempo que Kailea se marchaba. Mientras el joven secaba el instrumento con una toalla, vio que su hermana subía a paso vivo el empinado sendero que conducía al castillo. Tropezó, recobró el equilibrio y siguió su camino, intentando conservar la dignidad.

No era de extrañar que Leto prefiriera a la serena e inteligente Jessica. Kailea, antes tan dulce y tierna, se había convertido en una mujer dura y cruel. Ya no la conocía. Suspiró.
La quiero, pero no me gusta.

69

Desafiar a la sabiduría aceptada sobre la cual descansa la paz social exige un tipo de valentía desesperado y solitario.

Príncipe heredero R
APHAEL
C
ORRINO
,
En defensa del cambio ante la tradición

Los altísimos edificios gubernamentales de Korrinth, la capital de Kaitain, se alzaban alrededor de Abulurd Harkonnen como una fantasía inducida por las drogas. Ni en sus sueños más desaforados había imaginado tantos rascacielos, incrustaciones de joyas y losas de piedra preciosa.

En Giedi Prime, donde había crecido bajo el ojo vigilante de su padre, Dmitri, las ciudades estaban superpobladas, con instalaciones funcionales más dedicadas a la industria que a la belleza. Pero aquí todo era muy diferente. Cometas sonoras de brillantes colores atadas a los altos edificios se retorcían en la brisa bajo un cielo siempre azul. Cintas prismáticas surcaban los cielos y proyectaban arcoíris sobre las losas del suelo. Era evidente que Kaitain estaba más preocupada por la forma que por el fondo.

Pasada una hora, la luz cegadora de los cielos perfectos aturdió a Abulurd, y notó un molesto dolor en la nuca. Añoraba los cielos encapotados de Lankiveil, las brisas húmedas que calaban los huesos y el cálido abrazo de Emmi.

Pero le aguardaba una importante tarea, una cita en la reunión diaria del consejo del Landsraad. Parecía una mera formalidad, pero estaba decidido a cumplirla, por el bien de su familia y de su hijo recién nacido, y cambiaría su vida para siempre. Abulurd estaba impaciente por vivir los días venideros.

Recorrió a grandes zancadas el paseo, bajo las banderas de las Casas grandes y menores, que la suave brisa agitaba. Los imponentes edificios parecían aún más enormes y majestuosos que los acantilados que encerraban los fiordos de Lankiveil.

Había tomado la precaución de llevar su mejor capa de piel de foca, adornada con piedras preciosas y amuletos tallados a mano. Abulurd había ido a Korrinth como representante legal de la Casa Harkonnen para reclamar su título de gobernador del subdistrito de Rabban-Lankiveil. Siempre había estado en su derecho, pero nunca le había importado.

Como apareció sin escolta o séquito de aduladores, los funcionarios y empleados no prestaron atención a Abulurd. Miraron por las ventanas, siguieron sentados en los balcones o deambularon de un lado a otro con documentos importantes escritos en hojas de cristal riduliano. Para ellos era invisible.

Al despedirle en el espaciopuerto de Lankiveil, Emmi le había obligado a ensayar su discurso. Según las normas del Landsraad, Abulurd tenía autoridad para solicitar una audiencia y presentar sus documentos en el registro. Los demás nobles considerarían insignificante su petición, incluso trivial. Pero significaba mucho para él, y la había retrasado demasiado tiempo.

Durante los meses de embarazo de Emmi, feliz de nuevo, habían vuelto a abrir el pabellón principal e intentado aportar vida y color a su existencia. Abulurd subvencionaba industrias, incluso llenaba las aguas de peces para que los pescadores subsistiesen hasta que las ballenas Bjondax decidieran regresar.

Cinco meses antes, Emmi había dado a luz en el mayor secreto a un niño sano. Le llamaron Feyd-Rautha, en parte para honrar la memoria de su abuelo Onir Rautha-Rabban, el burgomaestre asesinado de Bifrost Eyrie. Cuando Abulurd sostuvo a su hijo en brazos, vio unos ojos vivos e inteligentes y una curiosidad insaciable, facciones exquisitas y una voz fuerte. En el fondo de su corazón, era su único hijo.

Emmi y él buscaron a la anciana monja budislámica responsable del embarazo. Querían darle las gracias y pedirle que bendijera al bebé, pero no la encontraron.

Abulurd deseaba hacer algo en Kaitain que beneficiara a su nuevo hijo, más de lo que la bendición de una monja pudiera lograr. Si todo iba bien, el pequeño Feyd-Rautha gozaría de un futuro diferente, no contaminado por los crímenes de la dilatada historia de la Casa Harkonnen. Sería educado para convertirse en un buen hombre.

Abulurd, erguido en toda su estatura, entró en la Sala de la Oratoria del Landsraad, y pasó bajo una arcada de coral jaspeado que se alzaba sobre su cabeza como un puente que cruzara un abismo montañoso. Tras llegar a la capital, había concertado una cita con un escriba imperial para añadir su nombre a la agenda. Cuando Abulurd se negó a sobornar al funcionario, el secretario de citas fue incapaz de encontrar un hueco hasta el final de una larga sesión, tres días después.

Y Abulurd esperó. Despreciaba la corrupción burocrática y prefería padecer incomodidades antes que plegarse a las infaustas costumbres de la corte de Shaddam IV. Le desagradaban los viajes largos, prefería quedarse en casa y ocuparse de sus problemas, o entretenerse en juegos de mesa con Emmi y la servidumbre, pero las exigencias de su noble rango le obligaban a hacer muchas cosas que lamentaba.

Tal vez hoy conseguiría cambiar la situación a su favor.

En la Sala de la Oratoria, las reuniones se celebraban con representantes de las Casas Grandes y Menores, directivos de la CHOAM y otros funcionarios importantes que carecían de títulos de nobleza. Los asuntos del Imperio no daban tregua.

Abulurd imaginaba que su aparición despertaría escasa expectación. No había advertido de antemano a su hermanastro, y sabía que el barón se enfadaría cuando lo supiera, pero Abulurd se internó en la enorme sala, orgulloso y confiado, y más nervioso que nunca. Vladimir tendría que aceptar los hechos.

El barón tenía otros problemas y obligaciones. Su salud había decaído mucho con los años, y había engordado hasta tal punto que caminaba con ayuda de suspensores. Abulurd ignoraba cómo seguía adelante el barón, pues poco sabía de las motivaciones que espoleaban a su hermanastro.

Abulurd se sentó en silencio en la galería y conectó la agenda para ver las reuniones que llevaban una hora de retraso, tal como era de esperar, supuso. Aguardó, con la espalda erguida en el banco de plastipiedra, escuchó las aburridas resoluciones comerciales y las enmiendas carentes de importancia a leyes que no fingía apoyar, ni siquiera comprender.

Pese a la luz que entraba por las vidrieras y las estufas montadas sobre la piedra fría, aquella enorme sala se le antojaba estéril. Sólo quería volver a casa. Cuando anunciaron por fin su nombre, Abulurd devolvió su atención a la realidad y avanzó hacia el estrado de los oradores. Le temblaban las rodillas, pero intentó disimularlo.

Los miembros del Consejo estaban sentados en su banco elevado, ataviados con ropajes grises oficiales. Abulurd miró hacia atrás y vio asientos vacíos en la sección reservada a los representantes Harkonnen. Nadie se había tomado la molestia de asistir a esa insignificante sesión matutina, ni siquiera Kalo Whylls, el embajador de Giedi Prime. Nadie había pensado en informar a Whylls de que los asuntos del día implicaban a la Casa Harkonnen.

Perfecto.

Titubeó al recordar la última vez que había intentado dirigir la palabra a un grupo de gente, los ciudadanos que estaban reconstruyendo Bifrost Eyrie, y los horrores de que habían sido objeto antes de que pudiera pronunciar su discurso. Respiró hondo y se dispuso a dirigir la palabra al presidente, un hombre delgado de pelo recogido en trenzas y ojos hundidos. No recordaba de qué Casa era.

Sin embargo, antes de que Abulurd pudiera hablar, el Moderador desgranó su nombre y títulos de una larga y aburrida tirada. Abulurd ignoraba que tantas palabras siguieran a su nombre, puesto que era una persona de escasa importancia en el sistema. No obstante, parecía impresionante.

Por otra parte, ninguno de los adormilados miembros del Consejo parecía muy interesado. Se pasaron papeles entre ellos.

—Señorías —empezó—, señores, he venido a presentar una solicitud oficial. He llenado los formularios apropiados para reclamar el título al que tengo derecho como gobernador del subdistrito de Rabban-Lankiveil. En la práctica lo he ejercido durante años, pero nunca había… entregado los documentos pertinentes.

Cuando empezó a especificar sus razonamientos y justificaciones con voz apasionada, el presidente del Consejo alzó una mano.

—Habéis seguido los procedimientos oficiales para solicitar una audiencia, y las comunicaciones oficiales han sido enviadas. —Removió los documentos que tenía ante él—. Veo que el emperador también ha recibido la comunicación.

—Exacto —dijo Abulurd, a sabiendas de que el mensaje enviado a su hermanastro había seguido una ruta lenta y tortuosa a bordo de un Crucero, un tejemaneje necesario.

El presidente alzó una hoja de pergamino.

—Según este documento, fuisteis expulsado de vuestro puesto en Arrakis por el barón Harkonnen.

—Sin que yo protestara, Señoría. Y mi hermanastro no ha presentado objeciones a mi comparecencia de hoy. —Lo cual era cierto. El mensaje todavía no había llegado a su destinatario.

—Tomamos nota, Abulurd Harkonnen. —El presidente bajó la vista—. Tampoco veo que el emperador haya presentado objeciones.

El pulso de Abulurd se aceleró cuando vio que el presidente estudiaba los papeles, las notificaciones oficiales.
¿Me he olvidado de algo?

Por fin, el presidente alzó la vista. —Todo está en orden. Aprobado.

—Traigo… una segunda petición —anunció Abulurd, algo disgustado por la rapidez y facilidad con que se desarrollaban los acontecimientos—. Deseo renunciar oficialmente a mi apellido Harkonnen.

Aquello causó cierto revuelo entre los presentes.

Se armó de valor para pronunciar las palabras que había ensayado tantas veces con Emmi, y la imaginó a su lado.

—No puedo aprobar los actos de los miembros de mi familia —dijo, sin nombrarlos—. Tengo un hijo recién nacido, Feyd-Rautha, y deseo que crezca sin mácula, sin la mancha negra del apellido Harkonnen.

El presidente del Consejo se inclinó hacia adelante, como si viera a Abulurd por primera vez.

—¿Sois consciente de lo que estáis diciendo, señor?

—Por completo —dijo Abulurd, sorprendido por la energía de su voz. Su corazón se hinchó de orgullo—. Crecí en Giedi Prime. Soy el segundo hijo superviviente de mi padre, Dmitri Harkonnen. Mi hermanastro, el barón, gobierna todas las propiedades Harkonnen a su discreción. Sólo pido conservar Lankiveil, el lugar que considero mi hogar.

Su voz se suavizó, como si pensara que un razonamiento compasivo pudiera conmover a los hombres que le escuchaban.

—No quiero participar en la política galáctica ni gobernar planetas. Serví varios años en Arrakis y descubrí que no me gustaba. No me interesa la riqueza, el poder o la fama. Que tales cosas sigan controladas por aquellos que las desean. —Su voz se quebró—. No quiero que mis manos se vuelvan a manchar de sangre, ni tampoco las de mi hijo recién nacido.

El presidente se levantó con solemnidad y se alzó en toda su estatura.

—¿Renunciáis a toda relación con la Casa Harkonnen definitivamente, incluyendo los derechos y privilegios que os corresponden?

Abulurd asintió con vigor, sin hacer caso de los murmullos que se alzaban en la sala.

—Por completo, y sin el menor equívoco.

Aquella gente tendría tema durante días, pero le daba igual. Para entonces, ya estaría camino de casa, para reunirse con Emmi y su hijo. No deseaba otra cosa que una vida normal y tranquila, plena de felicidad. El resto del Landsraad podía continuar sin él.

—A partir de ahora adoptaré el honorable apellido de mi esposa, Rabban.

El presidente del Consejo descargó su mazo sónico, que resonó en la sala.

—Tomamos nota. El Consejo aprueba vuestra petición. Se enviará inmediato aviso a Giedi Prime y al emperador.

Mientras Abulurd se quedaba atónito por su buena suerte, el moderador llamó al siguiente representante, y fue despedido sin más.

Salió del edificio a toda prisa, dejando la Sala de la Oratoria a sus espaldas. El sol bañó su rostro de nuevo y oyó el tintineo de fuentes y la música de las cometas sonoras. Caminaba con paso vivo y sonreía como un tonto.

Otros habrían temblado al tomar esa trascendental decisión, pero Abulurd Rabban no sentía miedo. Había conseguido todo cuanto esperaba, y Emmi también se sentiría complacida.

Corrió a meter en el equipaje las escasas posesiones que había traído y se encaminó hacia el espaciopuerto, ansioso por regresar al tranquilo y aislado Lankiveil, donde podría empezar una vida nueva y mejor.

70

No existe lo que se denominan leyes de la naturaleza. Se trata tan sólo de una serie de leyes relativas a la experiencia práctica del hombre con la naturaleza. Son leyes de las actividades del hombre. Cambian a medida que cambian las actividades del hombre.

P
ARDOT
K
YNES
,
Un manual de Arrakis

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