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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (63 page)

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Nadie ha determinado todavía el poder de la especie humana…, lo que puede realizar con el instinto, y lo que es capaz de lograr con la determinación racional.

Análisis objetivo Mentat de las capacidades humanas

Pilotada por Dominic Vernius, la lancha se deslizó bajo la red de detección ixiana, oculta tras nubes. Sobrevoló a baja altura la prístina superficie de su planeta natal perdido, absorbió la vista de las montañas y cascadas, los umbríos bosques de pino que se aferraban a las pendientes de granito.

Como antiguo señor de Ix, Dominic conocía mil maneras de entrar. Confiaba en que al menos una funcionara.

Reprimió lágrimas de miedo y siguió adelante, concentrado en su punto de destino. Ix era conocido en el Imperio por su industria y tecnología, por los maravillosos productos que exportaba y la CHOAM distribuía. Mucho tiempo antes, la Casa Vernius había decidido dejar la superficie impoluta, sepultar bajo tierra las instalaciones de producción, lo cual aumentaba la seguridad y protegía los valiosos tesoros ixianos.

Dominic recordaba los sistemas defensivos que él mismo había diseñado y establecido, así como los colocados generaciones antes. La amenaza de espionaje tecnológico de rivales como Richese siempre había bastado para que los ixianos estuvieran en guardia. Los usurpadores tleilaxu habrían montado sus propios dispositivos de seguridad, pero no habrían descubierto todos los trucos personales de Dominic. Los había ocultado demasiado bien.

Un comando de asalto organizado estaba condenado al fracaso, pero el conde Vernius confiaba en que podría infiltrarse en su planeta. Tenía que verlo con sus propios ojos.

Aunque cada una de las entradas secretas al reino subterráneo significaba un punto débil en el sistema de seguridad general, Dominic había comprendido la necesidad de las salidas de emergencia y rutas secretas que sólo conocían él y su familia. En el corazón de la ciudad de Vernii, su amada capital, había numerosas cámaras protegidas con escudos de fuerza, túneles ocultos y salidas de escape. Los hijos de Dominic, junto con el joven Leto Atreides, los habían utilizado durante la sangrienta revuelta. Dominic utilizaría ahora una de las puertas secretas para entrar.

Condujo el aparato sobre una serie de pozos de ventilación mal escondidos, de los que surgía vapor como geiseres termales. En las llanuras se abrían amplios pozos y plataformas de carga para el embarque de materiales, con destino a otros planetas. En este profundo cañón boscoso, estrechos salientes y hondonadas permitían que aterrizaran naves de vez en cuando. Dominic escudriñó el terreno hasta que localizó las sutiles señales, los árboles caídos, las manchas en escarpadas paredes rocosas.

La primera puerta camuflada estaba sellada, y el túnel relleno de lo que debían ser metros de plasmento sólido. En la segunda puerta había trampas explosivas, pero Dominic localizó las conexiones antes de introducir su contraseña. No intentó desarmar el ingenio, sino que continuó su camino.

Dominic temía lo que podía encontrar en su ciudad, antes tan hermosa. Además del horripilante mensaje que el patriota ixiano C’tair Pilru había transmitido, sus propios investigadores sobornados se habían hecho eco de los rumores sobre las condiciones en Ix. No obstante, tenía que saber lo que los tleilaxu y los malditos Corrino habían hecho a su amado planeta.

Entonces, todos lo pagarían caro.

A continuación, Dominic posó la lancha en una pequeña hendidura rodeada de abetos oscuros. Con la esperanza de mantenerse dentro de la red de vigilancia, salió y permaneció inmóvil, olió el aire limpio, el aroma especiado de las agujas de pino, la humedad del agua que corría cerca. En las grutas que se extendían bajo kilómetros de roca, el aire sería tibio y estaría contaminado por los productos químicos. Casi podía oír y sentir sonidos familiares, un leve frenesí de actividad, una vibración apenas perceptible bajo sus pies.

Localizó la compuerta de entrada cubierta de arbustos del pozo de escape, y manipuló los controles tras una cuidadosa inspección. Si los tleilaxu habían descubierto esta, habían sido muy minuciosos. Pero no encontró señales de trampas ni explosivos. Aguardó, con la esperanza de que los sistemas funcionaran.

Por fin, después de que el viento fresco le pusiese la piel de gallina, subió a un ascensor autoguiado, programado para trasladarle a la red de cuevas y hasta un almacén secreto situado en la parte posterior de lo que había sido el Gran Palacio. Era una de las diversas estancias que había preparado para «contingencias» en su juventud. Eso había sido antes de la revuelta ecazi, antes de que se casara, mucho antes de la conquista tleilaxu. Era segura.

Dominic susurró el nombre de Shando y cerró los ojos. El ascensor descendió a velocidad aterradora, y confió en que los sabotajes de C’tair no hubieran dañado estos sistemas ocultos. Respiró hondo varias veces, evocó imágenes de su pasado en la pantalla de proyección de sus párpados. Ansiaba regresar a la mágica ciudad subterránea, pero también temía la cruda realidad que le aguardaba.

Cuando el ascensor se detuvo, Dominic salió armado con un fusil láser. También llevaba una pistola de dardos enfundada. El almacén olía a polvo y al moho de la inactividad. Nadie había entrado desde hacía mucho tiempo.

Avanzó con cautela, se acercó al armario oculto donde había guardado un par de monos como los que utilizaban los obreros de nivel medio. Con la esperanza de que los tleilaxu no hubieran impuesto cambios drásticos en los uniformes de trabajo, se vistió y deslizó la pistola láser en una funda sujeta a su piel, bajo la ropa.

Así disfrazado, consciente de que no podía volver atrás, Dominic recorrió los oscuros pasadizos y localizó una plataforma de observación con paredes de plaz. Después de dos décadas, echó su primer vistazo a la ciudad subterránea remodelada.

Parpadeó, incrédulo. El espléndido Gran Palacio había sido despojado de todo su mármol resplandeciente, y una explosión había destruido un ala completa. El enorme edificio parecía un almacén con sombras deformes de grandeza, reconvertido en una fea conejera de oficinas burocráticas. Por los ventanales de plaz vio a repugnantes tleilaxu dedicados a sus asuntos como cucarachas.

En el cielo proyectado vio aparatos oblongos tachonados de luces parpadeantes, que seguían rutas aleatorias y espiaban todos los movimientos.
Módulos de vigilancia.
Equipo militar diseñado por los ixianos para ser enviado a zonas de batalla. Ahora, los tleilaxu utilizaban la misma tecnología para espiar a su pueblo, para mantenerlo atemorizado.

Dominic, asqueado, se trasladó a otras plataformas de observación situadas en el techo de la gruta, atravesando grupos de gente. Contempló sus ojos desorbitados y rostros demacrados, intentó recordarse que era su pueblo, y no imágenes de una pesadilla. Tuvo ganas de hablar con ellos, asegurarles que pronto haría algo, pero no podía revelar su identidad. Aún no sabía muy bien lo que había sucedido desde que su familia y él habían sido declarados renegados.

Estos ixianos leales habían dependido de Dominic Vernius, su conde por derecho propio, pero él les había fallado. Había huido, abandonándoles a su sino. Una sensación de culpa le embargó. Sintió un nudo en el estómago.

Dominic examinó la ciudad, buscó los mejores puntos de observación, localizó las instalaciones industriales fuertemente custodiadas. Algunas estaban clausuradas y abandonadas, otras rodeadas de campos de seguridad. En el suelo de la gruta, suboides y habitantes ixianos trabajaban juntos como esclavos.

Se encendieron luces en los balcones del alterado Gran Palacio. Los altavoces retumbaron. Las palabras resonaron, sincronizadas, de modo que los ecos se propagaron como ondas de fuerza a lo largo y ancho de la gruta.

—Pueblo de Xuttuh —dijo una voz de fuerte acento en galach—, continuamos descubriendo parásitos en nuestro seno. Haremos lo que es debido para extirpar este cáncer de conspiradores y traidores. Los Bene Tleilax hemos atendido vuestras necesidades con generosidad, y os hemos concedido un papel en nuestra sagrada misión. Por lo tanto, castigaremos a aquellos que os aparten de vuestras sagradas tareas. Debéis comprenderlo y aceptar vuestro nuevo lugar en el universo.

Dominic vio cómo escuadrones de soldados rodeaban a las cuadrillas de trabajadores. Las tropas llevaban los uniformes gris y negro Sardaukar, y portaban mortíferas armas imperiales. Shaddam ya ni intentaba disimular su implicación. Dominic tuvo que controlar su ira.

En un balcón del Gran Palacio, un par de aterrorizados prisioneros flanqueados por Sardaukar fueron empujados por Amos tleilaxu. El altavoz retumbó de nuevo.

—Estos dos fueron capturados en el acto de cometer sabotaje contra industrias esenciales. Durante el interrogatorio identificaron a otros conspiradores. —Siguió una pausa ominosa—. Podéis contar con que habrá más ejecuciones a lo largo de la semana.

Se oyeron aislados gritos de protesta. Los guardias Sardaukar empujaron a los prisioneros hacia el borde del balcón.

—¡Muerte a nuestros enemigos!

Los guardias imperiales les arrojaron por el borde del balcón, y la muchedumbre se apartó. Las víctimas cayeron con horribles chillidos que cesaban bruscamente.

Dominic contempló la escena con furia y horror. Muchas veces se había asomado a aquel mismo balcón para rezar. Se había dirigido a sus súbditos desde allí, les había alabado por su trabajo, había prometido mayores recompensas por la productividad. El balcón del Gran Palacio tendría que haber sido un lugar para que la gente viera la bondad de sus líderes, no una plataforma de ejecuciones.

En el suelo, los Sardaukar dispararon sus fusiles láser para acallar las voces de protesta y poner orden entre el populacho encolerizado.

La voz incorpórea anunció un castigo final.

—Durante estas tres semanas siguientes, las raciones se reducirán en un veinte por ciento. La productividad no variará, de lo contrario se impondrán nuevas restricciones. Si hay voluntarios para identificar a más conspiradores, nuestra recompensa será generosa.

Los Amos tleilaxu dieron media vuelta con un revoloteo de sus hábitos y siguieron a los guardias Sardaukar al interior del palacio profanado.

Dominic, enfurecido, tuvo ganas de abrir fuego sobre los Sardaukar y los tleilaxu, pero solo apenas conseguiría un ataque simbólico, y prefirió no revelar su identidad con un gesto tan inútil.

Le dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes. Aferró la barandilla y se dio cuenta de que había estado en esa misma plataforma de observación, mucho tiempo antes, con su nueva esposa lady Shando. Habían contemplado la enorme caverna cogidos de las manos. Ella lo miraba todo con ojos brillantes, vestida con ropas elegantes de la corte imperial de Kaitain.

Pero el emperador nunca había olvidado el insulto de su abandono. Elrood había esperado muchos años el momento de vengarse, y todo Ix había pagado por ello.

El pecho de Dominic se tensó. Lo había tenido todo: riqueza, poder, un planeta próspero, una esposa perfecta, una familia maravillosa. Ahora, la ciudad subterránea presentaba profundas heridas y apenas quedaba nada de su antiguo esplendor.

—Ay, mira lo que han hecho, Shando —susurró con voz entristecida, como si estuviera con ella—. Mira lo que han hecho.

Permaneció en la ciudad de Vernii tanto tiempo como osó, mientras las ruedas de la venganza giraban en su mente. Cuando estuvo preparado para partir, Dominic Vernius sabía exactamente lo que haría para devolver el golpe.

La historia nunca olvidaría su venganza.

73

El poder y el engaño son herramientas de la política, sí. Pero recuerda que el poder engaña a quien lo ejerce. Le hace creer que puede superar los defectos de su ignorancia.

Conde F
LAMBERT
M
UTELU
, Discurso en la Sala de la Oratoria del Landsraad

Una vez más, Abulurd disfrutaba de las plácidas noches de Lankiveil. No lamentaba haber renunciado a sus poderosos contactos familiares. Estaba contento.

Los fuegos que ardían en las chimeneas de las grandes estancias calentaban el pabellón principal de Tula Fjord, restaurado y vuelto a decorar. Emmi y él, acomodados en la sala comunal contigua a la gran cocina, se sentían satisfechos, con el estómago lleno después de la comida que habían compartido con los criados para celebrar el reencuentro. Habían localizado y recuperado a casi todo el personal antiguo. Por fin, Abulurd miraba el futuro con esperanza.

Aquella misma mañana, dos ballenas Bjondax habían sido avistadas en la boca del fiordo. Los pescadores informaban que las pescas recientes habían sido las mejores del año. El tiempo, por lo general desapacible, había dado paso a un brusco descenso de temperaturas que había cubierto los riscos con una fina capa de nieve. Bajo los cielos nocturnos nublados, su blancura añadía un tono perlífero a las sombras.

Feyd-Rautha estaba sentado en una alfombra tejida a mano al lado de Emmi. De carácter alegre, el niño era proclive a las risas y variadas expresiones faciales. Feyd se aferró a un dedo de su madre cuando esta le sostuvo erguido y dio sus primeros pasos, poniendo a prueba su equilibrio. El alegre niño ya poseía un pequeño vocabulario, que empleaba con frecuencia.

Para continuar la celebración, Abulurd estaba pensando en sacar algunos instrumentos antiguos y tocar música popular, pero entonces se oyó un ruido desagradable fuera, el zumbido de motores.

—¿Son barcos?

Cuando los criados se callaron, distinguió el sonido de motores náuticos.

La cocinera había entrado una jofaina grande en la sala de estar contigua a la zona comunal, donde utilizaba un cuchillo plano para abrir almejas y tirar su contenido a una olla de caldo. Al oír el ruido, se secó las manos en una toalla y miró por la ventana.

—Luces. Llegan barcos. Van demasiado deprisa, en mi opinión. Fuera está oscuro. Podrían chocar contra algo.

—Encended los globos de la casa —ordenó Abulurd—. Hemos de dar la bienvenida a nuestros visitantes.

Una guirnalda de luz rodeó el edificio de madera y arrojó un resplandor cálido sobre los muelles.

Tres embarcaciones se dirigían hacia el pabellón principal, paralelas a la orilla. Emmi aferró al pequeño Feyd. Su cara ancha, por lo general serena, se tiñó de inquietud, y miró a su marido. Abulurd hizo un ademán para aplacar sus temores, aunque sentía un nudo en su estómago.

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