Read Dune. La casa Harkonnen Online

Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (66 page)

Había sido la victoria final de los humanos contra las máquinas pensantes. En el último enfrentamiento, ocurrido en el legendario puente de Hrethgir, el denostado Abulurd había hecho algo que le había deparado la censura de todas las partes victoriosas. Había engendrado la milenaria enemistad entre los Harkonnen y los Atreides. Pero los detalles eran escasos y no existían pruebas.

¿Qué sabía mi padre? ¿Qué hizo el otro Abulurd en la batalla de Corrin? ¿Qué decisión tomó en el puente?

Tal vez Dmitri no lo había considerado motivo de oprobio. Tal vez los victoriosos Atreides se habían limitado a reescribir la historia, cambiado el relato de los hechos después de tantos siglos para denigrar la reputación de los Harkonnen. Desde la Gran Revuelta, los mitos habían deformado la historia y ocultado la verdad.

Abulurd se estremeció, respiró hondo, aspiró el aroma del incienso que despedían las velas.

Al percibir la inquietud de su marido, Emmi le acarició la nuca y le dedicó una sonrisa agridulce.

—Hará falta cierto tiempo —dijo—, pero creo que en este sagrado lugar encontraremos un poco de paz.

Abulurd asintió y tragó saliva.

Cogió la mano de Emmi y besó la piel áspera de sus nudillos.

—Puede que me hayan despojado de mi riqueza y poder, querida mía, puede que haya perdido a mis dos hijos… pero aún te tengo a ti. Y tú vales más que todos los tesoros del Imperio. —Cerró sus ojos azules—. Ojalá pudiéramos hacer algo por compensar a Lankiveil, por compensar a toda esa gente que ha sufrido tanto por ser como soy.

Apretó los labios y sus ojos se cubrieron de una fina capa de lágrimas que no podía ocultar las imágenes: Glossu Rabban cubierto de sangre de ballena peluda y parpadeando a la luz del foco que iluminaba el muelle… Bifrost Eyrie arrasado por las tropas de Rabban… la expresión de incredulidad de Onir Rautha-Rabban justo antes de que los guardias le arrojaran al abismo… hasta la pobre cocinera. Abulurd recordaba el olor a carne quemada, el ruido de la olla volcada al caer, el agua derramada sobre el suelo de madera, absorbida por el delantal de la mujer muerta cuando cayó sobre él. El niño llorando…

¿Tanto tiempo hacía que la vida no era agradable y plácida? ¿Cuántos años habían transcurrido desde que había ido a cazar ballenas con los cordiales pescadores, cuando habían perseguido a una ballena albina…?

Recordó de repente el iceberg artificial, el enorme e ilegal depósito de especia oculto en las aguas árticas. Un tesoro Harkonnen inimaginable. No cabía duda de que su hermanastro había escondido ese depósito ante sus propias narices.

Se levantó y sonrió. Miró a su esposa, que no comprendía su alegría.

—¡Ya sé lo que podemos hacer, Emmi!

Aplaudió, entusiasmado por la perspectiva. Al menos había descubierto una forma de compensar a su pueblo, a quien su propia familia había tratado con tanta crueldad.

A bordo de un carguero rompehielos que no había anunciado su curso ni transmitido señal de localización, Abulurd se encontraba al mando de un grupo de monjes budislámicos, una tripulación ballenera y los antiguos criados de su casa. Surcaban las aguas erizadas de masas de hielo, escuchando el rechinar de los fragmentos helados al rozarse, como piedras de argamasa.

Una neblina nocturna de cristales de hielo suspendidos derivaba sobre las aguas y difuminaba los faros de la embarcación, que buscaba el anclaje del iceberg artificial. Utilizaban sonares y escáneres, y trazaban un mapa de los montículos flotantes. En cuanto averiguaran lo que buscaban, localizar al impostor sería muy sencillo.

En las horas anteriores al amanecer, la embarcación amarró junto a la escultura de poliéster que tanto se parecía a hielo cristalino. Los asombrados obreros, balleneros y monjes se internaron como intrusos en los pasillos que se extendían bajo el agua. Dentro, intocados durante años, descansaban contenedores de la preciosa especia melange, trasladada en secreto desde Arrakis para ser almacenada en Lankiveil. El rescate de un emperador.

A principios de su prolongado reinado, Elrood IX había promulgado severas restricciones contra reservas como esa. Si alguna vez la descubrían, el barón sería castigado con severidad, debería pagar una multa inmensa y tal vez perdería su cargo de director de la CHOAM, e incluso su casi feudo de Arrakis.

Durante unos momentos de desesperada esperanza, Abulurd había pensado en chantajear a su hermanastro y exigir que le devolvieran a su hijo, bajo la amenaza de revelar la reserva de especia ilegal. Como ya no era un Harkonnen, Abulurd no tenía nada que perder, pero sabía que a largo plazo no serviría de nada. Esta era la única forma de extraer algún bien de la pesadilla.

La cuadrilla furtiva utilizó plataformas a suspensión y una hilera de hombres para cargar el barco de melange. Aunque caído en desgracia, Abulurd todavía conservaba su título de subgobernador del distrito. Sondearía a sus anteriores contactos. Encontraría contrabandistas y mercaderes que le ayudarían a desprenderse de la reserva. Tardaría meses, pero la intención de Abulurd era obtener sus buenos solaris a cambio de ella, que distribuiría como le pareciera justo. Todo en beneficio de su pueblo.

Emmi y él habían considerado, pero descartado, la idea de invertir en un buen sistema defensivo para Lankiveil. Incluso con toda aquella especia, era imposible construir algo capaz de oponerse al poder combinado de la Casa Harkonnen. No; tenían una idea mejor.

Mientras meditaban en la celda del monasterio, Emmi y él habían desarrollado un complejo plan. Distribuir tamaña riqueza constituiría una tarea monumental, pero Abulurd contaba con colaboradores de confianza y sabía que lo conseguiría.

El dinero de la especia sería enviado a ciudades y pueblos, distribuido en cientos de ciudadelas montañosas y aldeas de pescadores. La gente reconstruiría sus templos budislámicos. Sustituirían sus antiguos equipos de pescar ballenas por otros mejores, ensancharían calles y muelles. Todos los pescadores nativos recibirían una barca nueva.

El dinero sería distribuido en miles de piezas pequeñas para que fuera imposible recuperarlo. La reserva de especia aumentaría el nivel de vida de la pobre gente de ese planeta, sus súbditos, les proporcionaría comodidades que jamás habían imaginado en sus miserables existencias.

Cuando el barón descubriera lo que había hecho su hermanastro, jamás podría reclamar su fortuna perdida. Sería como intentar capturar el mar con un vaso…

Mientras el rompehielos volvía hacia las aldeas del fiordo, Abulurd se erguía en la proa, sonreía pese a la helada niebla y se estremecía de impaciencia. Sabía el bien que haría con su esfuerzo de aquella noche.

Por primera vez en años, Abulurd Harkonnen se sintió muy orgulloso.

76

La capacidad de aprender es un don; la facultad de aprender es una aptitud; la voluntad de aprender es una elección.

R
EBEC DE
G
INAZ

Hoy, los aprendices de maestro espadachín vivirían o morirían en función de lo que habían aprendido.

De pie junto a un variado muestrario de armas, el legendario Mord Cour conferenciaba en voz baja con el maestro Jeh-Wu. El campo de pruebas estaba húmedo y resbaladizo debido a la lluvia caída al amanecer. Las nubes todavía no se habían alejado.

Pronto seré un maestro espadachín, en cuerpo y mente
, pensó Duncan.

Aquellos que superaran (¿sobrevivieran?) esta fase todavía deberían afrontar una intensa batería de exámenes orales, que abarcaban la historia y la filosofía de las disciplinas de lucha que habían estudiado. Después, los vencedores regresarían a la isla principal, contemplarían los restos sagrados de Jool-Noret y volverían a casa.

Como maestros espadachines.

—Un tigre en un brazo y un dragón en el otro —gritó Mord Cour. Su cabello plateado había crecido diez centímetros desde que Duncan le había visto por última vez en la isla volcánica—. Los grandes guerreros encuentran una forma de superar cualquier obstáculo. Sólo un verdadero gran guerrero es capaz de sobrevivir al Pasillo de la Muerte.

De los ciento cincuenta alumnos que habían empezado en la clase, sólo quedaban cincuenta y uno, y cada baja enseñaba una nueva lección a Duncan. Hiih Resser y él, en teoría los dos mejores estudiantes, se erguían codo con codo, como había sido desde hacía años.

—¿El Pasillo de la Muerte?

Resser había perdido el lóbulo de la oreja izquierda en un ejercicio de lucha con cuchillos. Como pensaba que la cicatriz le daba aspecto de guerrero veterano, el pelirrojo había rehusado cualquier cirugía plástica que reparara los daños.

—Una mera hipérbole —dijo Duncan.

—¿Eso crees?

Duncan respiró hondo y se concentró en la consoladora presencia de la espada del viejo duque en su mano. La cuerda ceñida al pomo centelleaba a la luz del sol.
Una espada orgullosa.
Había jurado ser digno de ella, y estaba contento de empuñarla ahora.

—Después de ocho años, es demasiado tarde para abandonar —dijo.

El recorrido exterior de entrenamiento, rodeado por una valla de fuerza, estaba oculto a los alumnos. Para sobrevivir a los obstáculos y llegar al final del recorrido deberían enfrentarse a meks asesinos, holoilusiones sólidas, trampas explosivas y otros artilugios. Sería su última prueba física.

—¡Adelantaos y elegid vuestras armas! —gritó Jeh-Wu.

Duncan se ciñó dos cuchillos cortos al cinturón, además de la espada del viejo duque. Cogió una pesada maza, pero la cambió por una lanza de batalla larga.

Jeh-Wu agitó sus largos rizos oscuros y avanzó unos pasos. Aunque su voz era dura, asomaba en ella un ápice de compasión.

—Tal vez algunos consideréis cruel esta última prueba, peor que cualquier situación de combate real. Pero los guerreros han de templarse en la forja de los verdaderos peligros.

Mientras esperaba, Duncan pensó en Glossu Rabban, quien no había mostrado la menor compasión cuando cazaba hombres en Giedi Prime. Los monstruos verdaderos como los Harkonnen podían inventar ejercicios sádicos mucho peores que los imaginados por Jeh-Wu. Inhaló una profunda bocanada de aire, intentó dominar el miedo y se imaginó sobreviviendo a la odisea.

—Cuando Ginaz entrega un maestro espadachín a una Casa noble —continuó el viejo Mord Cour—, de él dependen sus vidas, su seguridad, su fortuna. Como cargáis con esta responsabilidad, ninguna prueba puede ser demasiado difícil. Algunos de vosotros moriréis hoy. Que no os quepa duda. Nuestra obligación es entregar solamente los mejores luchadores al Imperio. No hay vuelta atrás.

Las puertas se abrieron. Los ayudantes gritaron los nombres de uno en uno, que iban leyendo en una lista, y varios alumnos desaparecieron tras la barrera sólida. Resser fue uno de los primeros en ser llamado.

—Buena suerte —dijo Resser. Duncan y él se despidieron con el semiapretón de manos del Imperio y, sin mirar atrás, el pelirrojo atravesó el ominoso portal.

Ocho años de riguroso entrenamiento culminaban en aquel momento.

Duncan esperó detrás de los demás estudiantes, algunos cubiertos de sudor nervioso, otros lanzando bravatas. Más alumnos atravesaron la puerta. Sintió un nudo de impaciencia en el estómago.

—¡Duncan Idaho! —gritó por fin uno de los ayudantes.

A través de la abertura, Duncan vio que el anterior estudiante esquivaba armas arrojadas hacia él desde todas direcciones. El joven desapareció de su vista entre obstáculos y meks.

—Venga, venga. Es fácil —gruñó el fornido ayudante—. Hoy ya tenemos un par de supervivientes.

Duncan rezó una oración silenciosa y se precipitó hacia lo desconocido. La puerta se cerró a su espalda con un chasquido.

Concentrado en lo que estaba haciendo, con la mente afirmada en un estado temporal de reacciones instantáneas, oyó un murmullo de voces que llenaban su cabeza: Paulus Atreides le decía que podía lograr cualquier cosa que se propusiera; el duque Leto le aconsejaba que no cejara en su empeño, siguiera el camino de la moralidad y jamás olvidara la compasión; Thufir Hawat le aconsejaba que vigilara todos los puntos del perímetro hemisférico que rodeaba su cuerpo.

Dos meks acechaban a cada lado del pasillo, monstruos metálicos de ojos sensores que seguían todos sus movimientos. Duncan echó a correr, se paró de repente, hizo una finta, se lanzó hacia adelante y dio una voltereta.

Vigila todos los puntos.
Duncan dio media vuelta, atacó con su lanza, oyó que golpeaba metal, desviando un arma de los meks, un venablo que le habían arrojado.
Perímetro perfecto.
Se balanceó sobre los pies, dispuesto a salir disparado en cualquier dirección.

Recordó las palabras de sus instructores: el rizado Mord Cour, Jeh-Wu, con su cara de iguana, el obeso Riwy Dinari, el pomposo Whitmore Bludd, incluso el severo Jamo Reed, guardián de la isla prisión.

Su profesora de tai-chi había sido una atractiva joven, de cuerpo tan flexible que parecía compuesto enteramente de fibra. Su dulce voz tenía un tono duro. «Espera lo inesperado». Palabras sencillas pero profundas.

Las máquinas de combate contenían mecanismos activados por sensores oculares que seguían sus movimientos, tanto si eran rápidos como cautelosos. No obstante, de acuerdo con las normas butlerianas, los meks no podían pensar como él. Duncan hundió la punta de su lanza en un mek, dio media vuelta y aplicó el mismo tratamiento al otro. Giró en redondo y esquivó por poco los cuchillos empaladores que le lanzaban.

Mientras avanzaba, examinaba el sendero de madera que pisaban sus pies desnudos, en busca de botones a presión. Los tablones estaban manchados de sangre. A un lado del camino vio un cuerpo mutilado. No se detuvo para identificarlo.

Más adelante, arrojó cuchillos contra los ojos de otros meks para cegarlos. Derribó a otros con vigorosas patadas. Cuatro eran sólo holoproyecciones, lo cual percibió al observar sutiles diferencias de luz y reflejo, un truco que Thufir Hawat le había enseñado.

Uno de sus instructores había sido un muchacho con cara de niño e instintos asesinos, un guerrero ninja que enseñaba métodos sigilosos de asesinato y sabotaje, la suprema habilidad de fundirse con las sombras y atacar en el silencio más absoluto. «A veces puede hacerse la declaración más dramática con un toque invisible», había dicho el ninja.

Duncan, tras sintetizar ocho años de adiestramiento, trazó paralelismos entre las diversas disciplinas, similitudes de método y diferencias. Algunas técnicas eran muy útiles para sus circunstancias actuales, y su mente procedió a seleccionar los métodos apropiados para cada desafío.

Other books

The Science of Loving by Candace Vianna
Moving Day by Meg Cabot
Aurora by Mark Robson
Breakfast in Stilettos by Liz Kingswood
Fifty-Fifty O'Brien by L. Ron Hubbard
Ashwalk Pilgrim by AB Bradley