Read Dune. La casa Harkonnen Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
¿Por qué se retrasa tanto?
No era una buena noticia. Si la tan esperada hija de los Harkonnen y los Atreides no nacía pronto, la madre superiora llamaría a Jessica de vuelta a Wallach IX y descubriría el motivo.
Anirul consideró la posibilidad de devolver la libertad al murciélago, pero luego decidió no correr el riesgo. Rompió con un movimiento de los dedos el frágil cuello del animal y arrojó el pequeño cadáver al reciclador de materia que había detrás del estanque.
Anirul dejó durmiendo a Lobia en su silla de masaje y volvió corriendo al palacio.
¡Talla heridas en mi carne y escribe en ellas con sal!
Lamento fremen
Pese a que Liet-Kynes no llevaba otra cosa que un botiquín de primeros auxilios en su fremochila, Warrick sobrevivió.
Liet, ciego de dolor y culpa, ató a su amigo al lomo de un gusano. Durante el largo viaje de regreso al sietch, Liet compartió su agua e hizo lo que pudo por reparar el destrozado destiltraje de Warrick.
Cuando llegaron al sietch de la Muralla Roja, hubo muchos lamentos y lloros. Faroula, ducha en los usos de las plantas medicinales, nunca se separó de su marido. Le cuidó hora tras hora, mientras él seguía tumbado en un ciego sopor, aferrándose a la vida.
Aunque le habían vendado la cara, la piel de Warrick nunca podría regenerarse. Liet había oído que los magos genéticos de los Bene Tleilax podían crear nuevos ojos, nuevas extremidades, nueva piel, pero los fremen nunca aceptarían ese milagro, ni para salvar a uno de los suyos. Los ancianos del sietch y los niños temerosos hacían señales protectoras cerca de las cortinas que cubrían los aposentos de Warrick, como para repeler a un feo demonio.
Heinar, el naib tuerto, fue a ver a su yerno desfigurado. Faroula, arrodillada junto al lecho de su marido, parecía transida de dolor. Su rostro de elfo, antes siempre dispuesto a sonreír o a lanzar una réplica ingeniosa, estaba demacrado. La impotencia se reflejaba en sus grandes ojos. Aunque Warrick no había muerto, llevaba un pañuelo nezhoni amarillo, el color del duelo.
El naib, orgulloso y afligido, convocó un consejo de ancianos en el cual contó Liet-Kynes lo que había sucedido en realidad, para que los fremen pudieran comprender y honrar el gran sacrificio de Warrick. El joven debería ser considerado un héroe. Habría que escribir poemas y canciones de loa en su honor. Pero Warrick había cometido una terrible equivocación: no había muerto oportunamente.
Heinar y el consejo hicieron los preparativos para un funeral fremen. Sólo era cuestión de tiempo, dijeron. El hombre mutilado no podía sobrevivir.
Pero lo hizo.
Cubiertas de emplastos, las heridas de Warrick dejaron de sangrar. Faroula le dio de comer, a menudo con Liet a su lado, ansioso por ser útil. Pero ni siquiera el hijo de Umma Kynes pudo hacer el milagro que su amigo necesitaba. El hijo de Warrick, Liet-chih, demasiado pequeño para comprender, había quedado al cuidado de sus abatidos abuelos.
Aunque Warrick parecía un cadáver, no olía a infección, las heridas no supuraban, no se veía ni rastro de gangrena. Se estaba curando, pese a los fragmentos de hueso que quedaban al descubierto. Sus ojos ciegos nunca podían cerrarse para dormir en paz, aunque la noche de la ceguera siempre le acompañaba.
Liet susurraba a su amigo, le contaba historias de Salusa Secundus, recordaba los tiempos en que habían atacado a tropas Harkonnen, cuando se habían ofrecido como cebo para matar a los exploradores enemigos que habían envenenado los pozos de Bilar Camp.
Warrick continuaba inmóvil, hora tras hora, día tras día.
Faroula agachó la cabeza y habló con una voz que apenas lograba escapar de su garganta.
—¿Qué hemos hecho para ofender a Shai-Hulud? ¿Por qué nos ha castigado así?
Durante el pesado silencio en el que Liet intentaba encontrar una respuesta a esas preguntas, Warrick se removió en el catre. Faroula lanzó una exclamación ahogada y dio un paso atrás. Su marido se incorporó. Sus ojos carentes de párpados se movieron como si enfocaran la pared del fondo.
Y habló, moviendo los tendones que sujetaban sus mandíbulas. Sus dientes y lengua formaron palabras.
—He tenido una visión. Ahora sé lo que debo hacer.
Durante días, Warrick cojeó, lenta pero decididamente, por los pasadizos del sietch. Cegado por la arena, se orientaba al tacto, veía con ojos interiores místicos. Pegado a las sombras, parecía la parodia de un cadáver. Hablaba con voz lenta y tenue, pero sus palabras rezumaban una energía apremiante.
La gente quería huir, pero no podía alejarse cuando él entonaba: —Cuando la tormenta me engulló, en el momento en que tendría que haber encontrado la muerte, una voz me susurró desde el viento cargado de arena. Era Shai-Hulud en persona, y me contó por qué debía soportar esta tribulación.
Faroula, aún de amarillo, intentaba arrastrar a su marido hasta sus aposentos.
Aunque los fremen evitaban hablar con él, se sentían compelidos a escuchar. Si un hombre podía recibir una visión sagrada, ¿por qué no Warrick, después de lo que había padecido en el corazón de la tormenta? ¿Era una simple coincidencia que hubiera sobrevivido a lo imposible? ¿O demostraba que Shai-Hulud tenía planes para él, un hilo en el tapiz cósmico? Si alguna vez habían visto a un hombre tocado por el dedo de fuego de Dios, ese era Warrick.
Entró sin vacilar en la sala donde Heinar estaba reunido con el consejo de ancianos. Los fremen enmudecieron, sin saber cómo reaccionar. Warrick se quedó en el umbral.
—Tenéis que ahogar a un Creador —dijo—. Llamad a la Sayyadina para que presencie la ceremonia del Agua de Vida. He de transformarla para poder continuar mi trabajo.
Dio media vuelta y se alejó arrastrando los pies. Heinar y sus compañeros se quedaron confusos y pasmados.
Ningún hombre había tomado el Agua de Vida y sobrevivido. Era una sustancia para reverendas madres, una poción mágica y venenosa para el que no estaba preparado.
Warrick entró en una sala comunal donde los adolescentes introducían especia pura en tubos. Las mujeres solteras cuajaban melange destilada para la producción de plástico y combustible. Un telar eléctrico apoyado contra una pared emitía un ritmo hipnótico. Otros fremen reparaban y verificaban los complejos mecanismos de destiltrajes averiados.
Cocinas solares calentaban gachas y puré de patatas, que los miembros del sietch tomaban a mediodía como frugal colación. Las comidas más fuertes tenían lugar después del ocaso, cuando la temperatura del desierto descendía. Un anciano de voz nasal desgranaba un triste lamento que narraba los siglos de peregrinaje que los Zensunni habían soportado antes de llegar al planeta desierto. Liet estaba sentado con dos guerrilleros de Stilgar y bebía café especiado.
Toda actividad se interrumpió cuando Warrick llegó y empezó a hablar.
—He visto un Dune verde, un paraíso. Ni siquiera Umma Kynes conoce la grandeza que Shai-Hulud me ha revelado. —Su voz era como un viento frío que soplara a través de una cueva—. He oído la Voz del Mundo Exterior. He tenido una visión del
Lisan al-Gaib
al que hemos esperado. He visto el camino, tal como promete la leyenda y la Sayyadina.
Su audacia levantó murmullos entre los fremen. Conocían la profecía. Las reverendas madres la habían enseñado durante siglos, y la leyenda había pasado de tribu a tribu, de generación en generación. Los fremen habían esperado tanto tiempo que algunos eran escépticos, pero otros estaban convencidos…, y aterrados.
—Debo beber el Agua de Vida. He visto el camino.
Liet condujo a su amigo hasta sus aposentos, donde Faroula estaba hablando con su padre. Cuando levantó la vista, tenía una expresión resignada y los ojos enrojecidos de tanto llorar. Su hijo, sentado en una alfombra cercana, rompió a llorar.
Al ver a Liet y Warrick juntos, el viejo naib se volvió hacia su hija.
—Así ha de ser, Faroula —dijo Heinar—. Los ancianos han decidido. Es un sacrifico tremendo, pero si él es el único, si en verdad es el
Lisan al-Gaib
, hemos de hacer lo que dice. Le daremos el Agua de Vida.
Liet y Faroula intentaron disuadir a Warrick de su obsesión, pero el joven persistió en su creencia. Les miró con sus ojos ciegos.
—Es mi
mashad
y mi
mihna
. Mi prueba espiritual y mi prueba religiosa.
—¿Cómo sabes que no fueron más que ruidos extraños lo que oíste en el viento? —insistió Liet—. Warrick, ¿cómo sabes que no te estás engañando?
—Porque lo sé.
Y viendo su beatífica expresión de convicción no tuvieron otra alternativa que creerle.
La reverenda madre Ramallo viajó desde un sietch lejano para presidir la ceremonia y encargarse de los preparativos. Los hombres fremen se apoderaron de su pequeño gusano cautivo, de sólo diez metros de largo, y lo ahogaron en agua extraída de un qanat. Cuando el gusano murió y exhaló su bilis ponzoñosa, los fremen vertieron el líquido en una jarra flexible y lo prepararon para la ceremonia.
En medio de aquel revuelo, el planetólogo Kynes regresó de sus plantaciones, tan absorto en sus preocupaciones que no comprendió el significado del acontecimiento, sólo que era importante. Balbuceó torpes disculpas a su hijo y expresó tristeza por lo que le había pasado a Warrick, pero Liet se dio cuenta de que los cálculos y análisis a escala planetaria seguían ocupando su mente. Su proyecto de terraformación no podía detenerse ni un momento, ni siquiera por la posibilidad de que Warrick fuera el Mesías anunciado que convertiría y unificaría a los fremen en una fuerza de combate.
La población del sietch de la Muralla Roja se congregó en su enorme sala de reuniones. Warrick se adelantó en la plataforma elevada desde la que Heinar dirigía la palabra a su tribu. El hombre desfigurado iba acompañado por el naib y la poderosa Sayyadina que había servido a esta gente durante generaciones. La anciana Ramallo parecía tan endurecida y apergaminada como un lagarto del desierto.
La Sayyadina llamó a los maestros de agua y recitó las palabras rituales. Los fremen las repitieron, pero con mayor angustia que de costumbre. Algunos creían a pies juntillas que Warrick era todo cuanto afirmaba. Otros se limitaban a tener fe.
Esta vez, no obstante, los fremen sabían lo que estaba en juego.
Contemplaron la cara mutilada de Warrick, que se erguía impasible y decidido. Miraban con miedo y esperanza, se preguntaban si aquel joven cambiaría sus vidas… o sufriría un fracaso horripilante, como otros hombres en generaciones anteriores.
Liet estaba al lado de Faroula y su hijo, observando desde una fila avanzada. Faroula tenía los labios apretados, los ojos cerrados. Liet sentía el miedo que proyectaba, y tuvo ganas de consolarla. ¿Temía que el veneno matara a su esposo, o que sobreviviera y continuara su penosa vida cotidiana?
La Sayyadina Ramallo terminó su bendición y tendió un frasco a Warrick.
—Dejemos que Shai-Hulud juzgue ahora si tu visión es cierta, si eres el
Lisan al-Gaib
, a quien durante tanto tiempo hemos aguardado.
—He visto al
Lisan al-Gaib
—dijo Warrick, y bajó la voz para que sólo la mujer pudiera oírle—: No he dicho que fuera yo.
Los huesos y tendones al descubierto de la mano de Warrick se movieron cuando aferró la boquilla flexible y la inclinó hacia sus labios. Ramallo apretó los costados de la bolsa, y dejó caer un chorro de veneno en la boca de Warrick.
El joven tragó convulsivamente.
Los fremen guardaron silencio, una multitud que intentaba comprender. Liet creyó oír todos los corazones latir al unísono. Experimentó el susurro de cada inhalación, intuyó la sangre que latía en sus propios oídos. Esperó y miró.
—El halcón y el ratón son lo mismo —dijo Warrick, mientras escudriñaba el futuro.
Al cabo de unos momentos, el Agua de Vida empezó a ejercer su efecto.
Todos los anteriores sufrimientos de Warrick, toda la terrible angustia padecida durante la tormenta y después, eran sólo el prólogo de la horrible muerte que le aguardaba. El veneno impregnó las células de su cuerpo y las encendió.
Los fremen creían que la visión espiritual del hombre desfigurado le había engañado. Deliraba y se agitaba.
—No saben lo que han creado. ¡Nacido del agua, muere en la arena!
La Sayyadina Ramallo retrocedió, como un ave depredadora que viera a la presa volverse hacia ella.
¿Qué significa esto?
—Creen que pueden controlarle… pero se engañan. —La mujer eligió las palabras con cautela, las interpretó por mediación de su antiguo filtro semiolvidado de la Panoplia Propheticus—. Dice que puede ver lo que otros no. Ha visto el camino.
—
¡Lisan al-Gaib!
Será todo cuanto hemos soñado. —Warrick padeció unas náuseas tan violentas que sus costillas crujieron como ramitas. Salió sangre de su boca—. Pero no era lo que esperábamos.
La Sayyadina levantó sus manos como garras.
—Ha visto al
Lisan al-Gaib
. Ya viene, y será todo lo que habíamos soñado.
Warrick chilló hasta quedarse sin voz, se agitó, pataleó y contorsionó hasta perder el dominio de los músculos, hasta que su cerebro fue devorado. Los habitantes de Bilar Camp habían consumido Agua de Vida muy diluida, y aun así habían padecido una agonía terrible. Para Warrick, incluso una muerte tan cruel habría supuesto una bendición.
—¡El halcón y el ratón son lo mismo!
Incapaz de ayudarle, los fremen sólo podían mirar, abatidos. Las convulsiones de Warrick se prolongaron durante horas y horas, pero Ramallo todavía tardó más en interpretar las inquietantes visiones del joven.
La piedra es pesada y la arena también, pero la ira de un loco es más pesada que ambas.
Duque L
ETO
A
TREIDES
Cuando un sombrío y nervioso Dominic Vernius regresó a la base polar de Arrakis, sus hombres corrieron a recibirle. No obstante, al ver su expresión supieron que su líder no traía buenas noticias.
Bajo la cabeza calva y la frente rotunda, sus ojos se veían hundidos y perturbados. Su piel había envejecido prematuramente, como si le hubieran despojado de todo color y energía, dejando sólo una voluntad de hierro. Su último vestigio de esperanza se había desvanecido y la venganza ardía en su mirada.