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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (71 page)

Dominic ardía en deseos de liberar Ix y a su pueblo, hacer algo positivo para compensar todas las fechorías cometidas por los conquistadores tleilaxu y los invasores Sardaukar. Pero no podía hacerlo. Ahora no.

Sólo poseía la capacidad de destruir.

El antiguo embajador ixiano Cammar Pilru había dirigido repetidas súplicas al Landsraad, pero ahora ya se había convertido en un chiste tedioso. Ni siquiera los esfuerzos de Rhombur (realizados con el apoyo secreto de los Atreides) habían servido de nada. Había que destruir el corazón del problema.

Dominic Vernius, antiguo conde de Ix, enviaría un mensaje que el Imperio no olvidaría.

Después de tomar su decisión, Dominic había guiado a sus hombres hasta las profundidades de la fortaleza y abierto la cámara blindada. Al contemplar los artilugios atómicos acumulados, los contrabandistas se habían quedado petrificados. Todos habían temido este día. Habían servido a las órdenes del conde renegado lo suficiente para no necesitar explicaciones detalladas.

—Primero iré a Caladan y después a Kaitain, solo —había anunciado Dominic—. He escrito un mensaje para mis hijos, y quiero verles una vez más. Ha pasado mucho tiempo, y debo hacer esto. —Miró a los contrabandistas de uno en uno—. Sois libres para hacer lo que deseéis. Sugiero que liquidéis nuestras reservas y abandonéis esta base. Volved con Gurney Halleck a Salusa, o regresad con vuestras familias. Cambiaos de nombre, borrad toda huella de vuestro paso por aquí. Si triunfo, nuestra banda ya no tendrá motivos para existir.

—Y todo el Landsraad pedirá a gritos nuestra sangre —gruñó Johdam.

Asuyo intentó disuadir a Dominic, utilizando un tono militar, un oficial razonando con su comandante, pero el conde no quiso escuchar. No tenía nada que perder y estaba ansioso de venganza. Tal vez si aniquilaba al último de los Corrino, su fantasma y el de Shando podrían descansar en paz.

—Cargad estas armas a bordo del transportador —dijo—. Yo mismo lo pilotaré. Un Crucero de la Cofradía llega dentro de dos días.

Miró a sus hombres, inexpresivo.

Algunos parecían emocionados. Había lágrimas en sus ojos, pero sabían que era inútil discutir con el hombre que les había guiado en innumerables batallas, el hombre que en otro tiempo había dirigido las industrias de Ix.

Sin bromas ni conversación, los hombres empezaron a cargar las armas atómicas con parsimonia, pues temían el momento de finalizar su tarea.

Dominic observó los progresos durante todo el día, sin comer ni beber. Ojivas de combate encerradas en contenedores metálicos fueron sacadas sobre plataformas y transportadas por túneles hasta el campo de aterrizaje de la fisura.

Dominic imaginaba que veía a Rhombur y hablaba con él sobre liderazgo. Quería conocer las aspiraciones de Kailea. Sería maravilloso volver a verles. Intentó imaginar el aspecto de sus hijos en la actualidad, sus rostros, lo altos que eran. ¿Tenían familia propia, sería abuelo? ¿Habían pasado más de veinte años desde que había visto por última vez a sus hijos, después de la caída de Ix?

Sería peligroso, pero Dominic tenía que arriesgarse. Ellos querrían que lo hiciera. Tomaría todas las precauciones posibles. Sabía lo difícil que sería desde un punto de vista emocional, y se prometió que sería fuerte. Si Rhombur descubría lo que tramaba (¿debía decírselo a su hijo?), el príncipe querría acompañarle y combatir en nombre de Ix. ¿Cuál sería la reacción de Kailea? ¿Intentaría disuadir a su hermano de que le acompañara? Tal vez.

Dominic decidió que sería mejor no revelar sus planes a sus hijos, porque podría causarles problemas. Lo mejor sería no decirles nada.

Había otro hijo, al que también deseaba localizar. Su amada Shando había dado a luz un hijo antes de casarse con Dominic. El niño, engendrado en secreto cuando era concubina en el palacio imperial, era de Elrood Corrino, pero se lo habían quitado poco después de nacer. En su posición, Shando no había podido conservar a su hijo, y pese a sus persistentes ruegos de información nunca había averiguado qué había sido de él. Había desaparecido, así de sencillo.

Asuyo y Johdam, incapaces de presenciar los preparativos, se ocuparon de dividir los tesoros y provisiones entre los hombres. Asuyo se despojó en público de sus medallas e insignias, que arrojó al suelo. Todo el mundo debería abandonar la base de inmediato y dispersarse por el Imperio.

Johdam hacía el inventario de la especia acumulada, y con dos hombres condujo una expedición hasta las instalaciones del mercader de agua, con la intención de convertir la mercancía en dinero, que utilizarían para comprar pasajes, identidades y hogares.

En las últimas horas Dominic vació sus aposentos, abandonó tesoros inútiles, conservó muy pocas cosas. Los holorretratos de Shando y los recuerdos de sus hijos significaban más para él que cualquier riqueza. Se los devolvería a Rhombur y Kailea, para que tuvieran un recuerdo de sus padres.

Dominic olió la fría soledad que había sido su hogar durante tantos años y se fijó en detalles que no había captado desde que se construyera la fortaleza. Estudió grietas en las paredes, puntos abollados del suelo y el techo… pero por dentro sólo sintió fracaso y vacío. Sólo conocía una manera de llenarlo: con sangre. Los Corrino pagarían.

Después, sus hijos y el pueblo de Ix se sentirían orgullosos de él.

Cuando sólo quedaban por cargar tres ojivas de combate y un quemapiedras, Dominic salió al pálido sol antártico, una raja de luz que penetraba en la fisura. Había planificado cada paso de su ataque a la capital imperial. Sería una sorpresa absoluta. Shaddam no tendría ni tiempo de esconderse debajo del Trono del León Dorado. Dominic no pronunciaría discursos grandilocuentes, no se regocijaría de su triunfo. Nadie se enteraría de su llegada. Hasta el final.

Elrood IX ya había muerto, y el nuevo emperador Padishah sólo tenía una esposa Bene Gesserit y cuatro hijas pequeñas. No sería difícil exterminar a la estirpe Corrino. Dominic Vernius sacrificaría su vida por destruir la Casa Imperial que había gobernado durante miles de años, desde la batalla de Corrin, y para él sería una ganga.

Respiró hondo. Volvió la cabeza, miró hacia las alturas de la fisura y vio que la lanzadera de Johdam aterrizaba, de vuelta de la fábrica de agua de Tuek. Ignoraba cuánto tiempo llevaba inmóvil como una estatua, mientras sus hombres se movían a su alrededor.

Una voz le sacó de su concentración. Johdam corría hacia él con la cara congestionada.

—¡Nos han traicionado, Dom! Fui a las instalaciones del mercader de agua y las han abandonado. Todos los trabajadores se han ido. La fábrica está cerrada. Se han largado a toda prisa.

—No quieren estar en las cercanías, señor —añadió Asuyo, jadeante—, porque saben que va a pasar algo.

Su porte había cambiado. Incluso sin medallas, Asuyo parecía otra vez un oficial del ejército, preparado para afrontar un sangriento combate.

Algunos contrabandistas gritaron de rabia. La expresión de Dominic se tornó impenetrable y sombría. Tendría que haberlo supuesto. Después de tantos años de colaboración y asistencia, no podía confiar en Rondo Tuek.

—Recoged lo que podáis. Id a Arsunt, Carthag o Arrakeen, pero marchaos antes de que termine el día. Cambiad de identidad. —Dominic señaló el viejo transportador—. Quiero cargar las últimas ojivas y despegar. No pienso renunciar a mi misión. Mis hijos me están esperando.

Menos de una hora después, durante los preparativos finales de evacuación y partida, llegaron naves militares, toda un ala de Sardaukar en tópteros de ataque, en vuelo rasante. Arrojaron bombas de choque que resquebrajaron las paredes heladas. Gruesos rayos láser redujeron a polvo y vapor los riscos, liberaron el hielo y lanzaron rocas al aire.

Las naves Sardaukar se zambulleron como peces depredadores en el abismo. Lanzaron más explosivos y destruyeron cuatro naves de transporte aparcadas sobre la grava suelta.

Asuyo corrió hacia el tóptero más cercano y saltó dentro. Encendió los motores a reacción, como si ya confiara en recibir otra medalla al valor. Cuando ascendió, las torretas de armamento se encendieron. Asuyo maldijo por el comunicador la traición de Tuek, y también a los Sardaukar. Antes de que pudiera lanzar un solo disparo, las naves imperiales le volatilizaron en el cielo.

Transportes de tropas aterrizaron y hombres armados salieron como insectos enloquecidos, armados con cuchillos y pistolas.

Los Sardaukar transformaron en escoria los tanques de los motores. Las armas atómicas quedaron encerradas dentro de la nave. Ahora, el conde renegado nunca podría despegar, ni llegar a Kaitain. Al ver el enjambre de tropas imperiales, Dominic comprendió que ni él ni su banda de contrabandistas podrían huir.

Johdam rugió como un comandante militar y condujo su última carga. El hombre corrió sin tomar precauciones, disparando contra los Sardaukar. Los hombres del emperador, utilizando cuchillos o las manos desnudas, aniquilaban a todos los contrabandistas que encontraban. Para ellos, esta actividad era como un entrenamiento, y daba la impresión de que lo hacían por puro placer.

Johdam retrocedió con los escasos supervivientes hasta los túneles, donde se parapetaron y defendieron. En un aterrador
déjà vu
de la rebelión ecazi, Dominic vio que un Sardaukar vaporizaba la cabeza de Johdam, como había sucedido con su hermano.

Dominic sólo contaba con una oportunidad. No sería la victoria que había soñado, y Rhombur y Kailea nunca se enterarían, pero ante la alternativa del fracaso total se decantó por otra medida desesperada. De todos modos, sus hombres y él iban a morir.

Por honor, quería luchar al lado de sus hombres, combatir hasta la muerte con cada uno de ellos, en lo que, a la postre, sería un gesto inútil. Lo sabían, y él también. Los Sardaukar eran representantes del emperador, lo cual proporcionaba a Dominic Vernius la oportunidad de asestar un simbólico golpe mortal. Por Ix, por sus hijos, por él.

Cuando el fuego concentrado empezó a derrumbar las paredes del precipicio, Dominic se internó en la base. Le siguieron algunos de sus hombres, con la confianza de que les conduciría a un refugio. Silencioso y sombrío, no les aseguró nada.

Los Sardaukar entraron en la instalación y avanzaron en formación de ataque por los pasadizos, abatiendo a todo el que se cruzaba en su camino. No era necesario tomar prisioneros para interrogarles.

Dominic retrocedió hasta los pasillos interiores, hacia la cámara blindada. Era un pasillo sin salida. Los hombres aterrorizados que le seguían comprendieron sus intenciones.

—Les contendremos mientras podamos, Dom —prometió un hombre. Su compañero y él tomaron posiciones a ambos lados del pasillo, con sus casi inútiles armas preparadas—. Te daremos tiempo suficiente.

Dominic se detuvo un momento.

—Gracias. No os fallaré.

—Nunca lo habéis, hecho, señor. Todos conocíamos los riesgos cuando nos unimos a vos.

Llegó a la puerta abierta de la cámara justo cuando una fuerte explosión sonaba detrás de él. Las paredes se derrumbaron, de forma que sus hombres y él quedaron atrapados. Pero tampoco tenía intención de ir a ninguna parte.

Los Sardaukar atravesarían la barrera en pocos minutos. Habían olido la sangre de Dominic Vernius y no pararían hasta atraparle.

Se permitió una sonrisa sin alegría. Los hombres de Shaddam se iban a llevar una sorpresa.

Dominic utilizó la cerradura a palma para cerrar las puertas de la cámara, pese a ver la barricada interior ardiendo. Las paredes sólidas ahogaron los sonidos del exterior.

Dominic se volvió y miró los restos de su arsenal atómico. Eligió un quemapiedras, un arma pequeña cuya potencia podía calibrarse para destruir todo un planeta, o sólo arrasar una zona determinada.

Los Sardaukar empezaron a golpear la pesada puerta, mientras sacaba el quemapiedras de su estuche y estudiaba los controles. Nunca pensó que llegaría a conocer el funcionamiento de aquellas armas. Eran ingenios cataclísmicos que nunca deberían utilizarse, cuya mera existencia habría debido bastar para desalentar cualquier agresión. Según la Gran Convención, el uso de armas atómicas congregaría a las fuerzas militares combinadas del Landsraad para destruir a la familia atacante.

Los hombres del pasillo ya estaban muertos. Dominic no tenía nada que perder.

Preparó el mecanismo activador del quemapiedras para que sólo vaporizara las cercanías de la base. No era necesario aniquilar a todos los inocentes de Arrakis.

Eso era sólo propio de los Corrino.

Se sentía como un antiguo capitán de barco que se hundía con su embarcación. Dominic sólo lamentaba una cosa: que no hubiera tenido la oportunidad de despedirse de Rhombur y Kailea, de decirles cuánto les quería. Tendrían que seguir adelante sin él.

Con los ojos cegados por las lágrimas, pensó ver de nuevo una imagen temblorosa de Shando, su fantasma… o tal vez era sólo su deseo. La dama movió la boca, pero Dominic no supo si le estaba reprendiendo por su imprudencia o le estaba dando la bienvenida.

Los Sardaukar se abrieron paso a través de la pared de hielo, desinteresándose de la gruesa puerta. Cuando entraron en la cámara, satisfechos y victoriosos, Dominic no disparó sobre ellos. Se limitó a mirar el tiempo que quedaba en el quemapiedras.

Los Sardaukar también lo vieron.

Después todo se puso al rojo vivo.

83

Si Dios desea que perezcas, consigue guiar tus pasos hasta el lugar de tu fallecimiento.

Cántico del Shariat

Pese a todos los atentados que C’tair Pilru había cometido durante sus veinte años de guerrillero en Ix, nunca se había atrevido a disfrazarse de Amo tleilaxu. Hasta ahora.

Solo y desesperado, no se le ocurrió otra cosa. Miral Alechem había desaparecido. Los demás rebeldes estaban muertos, y había perdido todo contacto con los apoyos exteriores, los contrabandistas, los oficiales de transporte ansiosos por aceptar sobornos. Las jóvenes continuaban desapareciendo, y los tleilaxu actuaban con absoluta impunidad.

Los odiaba a todos.

C’tair esperó en un pasillo desierto de los niveles administrativos y mató al Amo más alto que pudo encontrar. Prefería no recurrir al asesinato para conseguir sus objetivos, pero no se arrugó por ello. Algunas acciones eran necesarias.

Comparados con la sangre que manchaba las manos de los tleilaxu, su corazón y su conciencia estaban limpios.

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