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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (69 page)

El veterano Asuyo, arrebujado en una pesada chaqueta de piel sintética, abierta por delante para revelar su mata de vello blanco, estaba en la plataforma de aterrizaje, con expresión preocupada. Se rascó la cabeza.

—¿Qué pasa, Dom? ¿Qué ha sucedido?

Dominic Vernius siguió con la vista clavada en las paredes del precipicio, que se alzaban como fortalezas a su alrededor.

—He visto cosas que ningún ixiano debería presenciar. Mi amado planeta está tan muerto como mi esposa.

Salió de su nave vacía, aturdido, y se internó en el laberinto de pasadizos que sus hombres habían excavado en las paredes heladas. Más contrabandistas salieron a recibirles y le pidieron noticias, pero él continuó sin contestar. Los hombres susurraron entre sí, confusos.

Dominic vagó de un pasadizo a otro, sin seguir una dirección concreta. Dejó resbalar los dedos sobre las paredes, al tiempo que imaginaba las cuevas de Ix. Se detuvo, respiró hondo y entornó los ojos. Por pura fuerza de voluntad, intentó recrear en su mente la gloria de la Casa Vernius, las maravillas de la ciudad subterránea de Vernii, el Gran Palacio, los edificios invertidos como estalactitas, de arquitectura cristalina.

Pese a siglos de feroz competición con Richese, los ixianos habían sido los maestros indiscutibles de la tecnología y la innovación. Pero en sólo unos años los tleilaxu habían arruinado aquellos logros, cortado el acceso a Ix, incluso expulsado al Banco de la Cofradía, lo cual había provocado que los financieros tuvieran que negociar en lugares elegidos por los tleilaxu.

En su juventud, durante la revuelta de Ecaz, Dominic Vernius lo había dado todo por su emperador. Había luchado, sudado y sangrado por defender el honor de los Corrino. Había transcurrido tanto tiempo, como si fuera en otra vida…

En aquel tiempo, los separatistas ecazi se le habían antojado soñadores mal aconsejados, violentos pero ingenuos guerrilleros a los que había que aplastar para que no sentaran un mal precedente en otros planetas inestables del imperio galáctico.

Dominic había perdido a muchos hombres buenos en aquellas batallas. Había enterrado a camaradas. Había presenciado las horribles muertes de soldados que seguían sus órdenes. Recordó haber atravesado el campo, sembrado de tocones de un bosque quemado junto al hermano de Jodham, un hombre inteligente y valiente. Gritando, habían disparado contra el grupo de resistentes. El hermano de Jodham había caído. Dominic pensó que había tropezado con una raíz ennegrecida, pero cuando se agachó para levantarlo, sólo encontró un humeante muñón donde debía estar la cabeza, consecuencia de un disparo de artillería fotónica.

Dominic había ganado la batalla aquel día, a costa de casi un tercio de sus hombres. Sus tropas habían logrado aniquilar a los rebeldes ecazi, y por ello recibió homenajes. Los soldados caídos recibieron fosas comunes en un planeta muy lejos de sus hogares.

Los Corrino no merecían esos sacrificios.

Gracias a sus hazañas, la importancia de la Casa Vernius en la junta directiva de la CHOAM había aumentado. En las celebraciones de la victoria, con un archiduque de Ecaz muy joven sentado de nuevo en el Trono de Caoba, había sido un invitado de honor en Kaitain. Al lado de Elrood, Dominic había recorrido pasillos rebosantes de cristal, metales preciosos y madera pulida. Se había sentado a mesas que parecían tener kilómetros de longitud, mientras en el exterior las masas vitoreaban su nombre. Se había erguido con orgullo bajo el Trono del León Dorado, mientras el emperador le imponía la Medalla al Valor, y prendía otras en las guerreras de sus lugartenientes.

Dominic se había convertido en un héroe a raíz de esas batallas, se había ganado la lealtad de sus hombres, que se la habían demostrado durante años, incluso en este lugar miserable. No, los Corrino no merecían nada de eso.

¿En qué estás pensando, Dominic?
La voz pareció susurrar en su cabeza, un dulce tono melodioso que le resultó extrañamente familiar, aunque casi olvidado.

Shando. Pero era imposible.
¿En qué estás pensando, Dominic?

—Lo que vi en Ix eliminó mis últimos vestigios de miedo. Mató mi contención —dijo en voz alta, aunque nadie le oyó, salvo la etérea presencia de su dama adorada—. He decidido hacer algo, amor mío, algo que habría debido acometer hace veinte años.

Durante el día antártico, que se prolongaba meses, Dominic no consultaba el paso de las horas o semanas en su cronómetro. Poco después de regresar de Ix, con planes como esculturas de piedra formados en su mente, se marchó solo. Vestido con ropas de obrero, solicitó una audiencia con el mercader de agua Rondo Tuek.

Los contrabandistas pagaban con generosidad cada mes el silencio de Tuek, y el barón industrial establecía contactos secretos con la Cofradía para mandar transportes a otros planetas. A Dominic nunca le había interesado obtener beneficios, y sólo robaba solaris del tesoro imperial para molestar a los Corrino, de forma que nunca se había arrepentido de pagar los sobornos. Gastaba lo que era necesario para hacer lo que deseaba.

Ninguno de los habitantes de otros planetas que trabajaban en la fábrica de procesamiento de agua le reconocieron, aunque algunos lanzaron miradas de desaprobación a Dominic cuando entró en el complejo e insistió en ver al mercader de agua.

Tuek le reconoció, pero no consiguió disimular su sorpresa. —Han pasado años desde la última vez que os dejasteis ver por aquí.

—Necesito vuestra ayuda —dijo Dominic—. Quiero comprar más servicios.

Rondo Tuek sonrió y sus ojos centellearon. Se rascó el espeso mechón de cabello que le crecía a un lado de la cabeza.

—Siempre me siento feliz de vender. —Indicó un pasillo—. Acompañadme, os lo ruego.

Cuando doblaron una esquina, Dominic vio que un hombre se acercaba. Su pesada parka blanca estaba abierta por delante y cargaba un paquete de expedientes de plex, que hojeaba mientras andaba. Tenía la cabeza inclinada.

—Lingar Bewt —dijo Tuek—. Tened cuidado o tropezará con vos.

Aunque Dominic intentó esquivarle, el hombre no prestaba atención y lo rozó. Bewt se agachó para recuperar un expediente que había caído. Su rostro, fofo y redondo, estaba muy bronceado. Tenía papada y panza. No era material militar.

Mientras el absorto hombre continuaba su camino, Tuek dijo:

—Bewt se encarga de toda mi contabilidad y embarques. No sé qué haría sin él.

Ya en el interior del despacho privado de Tuek, Dominic apenas se fijó en los tesoros, las colgaduras, las obras de arte.

—Necesito un transportador pesado, sin distintivos. He de subirlo a bordo de un Crucero sin que se mencione mi nombre.

Tuek enlazó las manos y parpadeó varias veces. Un leve tic en su cuello provocaba que su cabeza se moviera de un lado a otro.

—Habéis descubierto una buena veta, ¿eh? ¿Cuánta especia habéis sacado? —El hombre rechoncho se inclinó hacia adelante—. Puedo ayudaros a venderla. Tengo contactos…

Dominic le interrumpió.

—No se trata de especia. Y no habrá un porcentaje para vos. Esto es un asunto personal.

Decepcionado, Tuek se reclinó en su asiento con los hombros hundidos.

—De acuerdo. Por un precio. Podemos negociar, conseguiré un transportador grande. Os proporcionaremos lo que necesitéis. Dejad que me ponga en contacto con la Cofradía y os busque pasaje a bordo del siguiente Crucero. ¿Cuál es vuestro destino final?

Dominic desvió la vista.

—Kaitain, por supuesto… la guarida de los Corrino. —Parpadeó y se sentó muy tieso—. En cualquier caso, no es asunto vuestro, Tuek.

—No —admitió el mercader de agua, y meneó la cabeza—. No es asunto mío. —La preocupación cruzó su cara, y se olvidó de su huésped para remover papeles y atender los asuntos que llenaban su despacho—. Volved dentro de una semana, Dominic, y os entregaré todo el equipo que necesitéis. ¿Fijamos el precio ahora?

Dominic ni siquiera le miró.

—Cobradme lo que consideréis justo.

Se dirigió hacia la puerta, ansioso por regresar a su base.

Dominic convocó a sus hombres en la sala más grande de la base y habló con voz sombría y lúgubre, mientras describía los horrores que había presenciado en Ix.

—Hace mucho tiempo, cuando os traje aquí, os arrebaté de vuestros hogares y vidas, y accedisteis a uniros a mí. Nos aliamos contra los Corrino.

—Sin lamentarlo, Dom —interrumpió Asuyo.

Dominic continuó con su voz monótona.

—Queríamos convertirnos en lobos, pero sólo hemos sido mosquitos. —Apoyó su mano en la mesa y respiró hondo—. Pero eso va a cambiar.

Sin más explicaciones, el conde renegado abandonó la sala. Sabía dónde tenía que ir y qué debía hacer. Sus hombres le seguirían o no. Ellos elegirían, porque se trataba de su batalla personal. Había llegado el momento de saldar cuentas con los Corrino.

Se internó en la fortaleza, recorrió pasillos en penumbra cuyos suelos estaban cubiertos de arena y polvo. Poca gente entraba allí. Habían pasado años desde la última vez que había pisado los almacenes blindados.

No lo hagas, Dominic.
La voz susurrante aguijoneó de nuevo su mente. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Se parecía mucho a la de Shando. Su conciencia intentaba que reconsiderara su decisión.
No lo hagas.

Pero el momento de tomar una decisión firme en aquel asunto había pasado mucho tiempo antes. Los miles de años de gobierno Corrino después de la Jihad Butleriana habían, dejado una cicatriz profunda en la historia. La Casa Imperial no lo merecía. En la línea divisoria con el antiguo Imperio, aquella otra familia renegada, fuera cual fuera su apellido, fuesen cuales fuesen sus motivaciones, no había terminado el trabajo. Aunque Salusa Secundus seguía destruida, los otros renegados no se habían esforzado lo suficiente.

Dominic daría un paso más en el camino de la venganza.

Al llegar a las puertas selladas del almacén más profundo, tecleó el código correcto antes de apoyar la palma sobre la placa del escáner. Nadie más tenía acceso a esta cámara.

Cuando las puertas se abrieron, vio la colección de armas prohibidas, los artilugios atómicos que habían sido el último recurso de la Casa Vernius, guardados durante milenios. La Gran Convención prohibía de manera terminante la utilización de tales ingenios, pero a Dominic ya no le importaba. No tenía nada que perder.

Absolutamente nada.

Después de la conquista tleilaxu, Dominic y sus hombres habían recuperado las reservas secretas de una luna situada en el sistema ixiano, para luego trasladarlas aquí. Recorrió con la mirada toda la parafernalia. Encerrados en contenedores sellados había ojivas de combate, mataplanetas, quemadores de piedra, ingenios que incendiarían la atmósfera de un planeta y transformarían Kaitain en una diminuta estrella de breve vida.

Había llegado la hora. En primer lugar, Dominic iría a Caladan para ver a sus hijos por última vez y despedirse de ellos. Hasta ahora no había querido correr el riesgo de llamar la atención sobre ellos o incriminarles. Rhombur y Kailea habían sido beneficiados con una amnistía, en tanto él continuaba siendo un fugitivo perseguido.

Pero lo haría esta única vez, con la mayor discreción. Era justo hacerlo después de tantos años. Luego descargaría su golpe final y sería el vencedor definitivo. Toda la estirpe corrupta de los Corrino se extinguiría.

Pero la voz de Shando, que resonaba en su conciencia, estaba henchida de tristeza y pesar. Pese a todo lo que habían sufrido, no lo aprobaba.
Siempre fuiste un hombre testarudo, Dominic Vernius.

80

La innovación y la osadía crean héroes. La adhesión insensata a normas periclitadas solo crea políticos.

Vizconde H
UNDRO
M
ORITANI

La noche siguiente a la prueba del pasillo de la muerte, los maestros espadachines se reunieron en una larga tienda comedor con los cuarenta y tres supervivientes de la clase original de ciento cincuenta. Los estudiantes fueron tratados como colegas, pues por fin se habían ganado el respeto y la camaradería de sus instructores. Pero a qué precio…

Sirvieron sabrosa cerveza de especia fría. Había entremeses extraplanetarios en platos de porcelana. Los orgullosos instructores se paseaban entre los alumnos a los que habían modelado durante ocho años. Duncan Idaho pensó que la alegría desaforada de los estudiantes revelaba cierta histeria. Algunos estaban como atontados, se movían poco, mientras otros bebían y comían con desenfreno.

En menos de una semana se reagruparían en el edificio de administración del edificio principal, donde aun tenían que superar una ronda de exámenes, una comprobación formal del conocimiento intelectual que habían adquirido de los maestros. Pero después de la mortífera carrera de obstáculos, contestar a unas cuantas preguntas parecía poco emocionante.

Duncan y Resser, liberados de la tensión contenida, bebieron demasiado. Durante años de riguroso entrenamiento solo habían comido lo justo para fortalecerse y no toleraban el alcohol. La cerveza de especia se les subió a la cabeza.

Duncan se puso sentimental cuando recordó el esfuerzo, el dolor, los compañeros caídos.

Resser se regocijaba de su triunfo. Sabía que su padre adoptivo esperaba que fracasara. Después de separarse de sus compatriotas grumman y negarse a abandonar el adiestramiento, el pelirrojo había ganado tantas batallas físicas como psicológicas.

Mucho después de que las lunas amarillas hubieran pasado sobre sus cabezas, dejando un rastro de estrellas destellantes, la fiesta terminó. Los estudiantes (contusionados, llenos de cicatrices y borrachos) se fueron de uno en uno, dispuestos a librar encarnizada batalla contra la resaca. Dentro de las cabañas principales había platos y vasos rotos. No quedaba nada de comida o bebida.

Hiih Resser salió descalzo con Duncan a la negrura de la noche. Se encaminaron hacia las cabañas donde se alojaban con paso vacilante.

Duncan apoyaba la mano sobre el hombro de su amigo en gesto de amistad, pero también para no perder el equilibrio. No comprendía cómo se las ingeniaba el enorme maestro Riwy Dinari para caminar con tal agilidad.

—Bien, cuando todo esto haya acabado, ¿vendrás conmigo a ver al duque Leto? —Duncan formó las palabras con cautela—. Recuerda que la Casa Atreides agradecería la llegada de dos maestros espadachines, si Moritani no te quiere.

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