Dune. La casa Harkonnen (81 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Leto intentó pensar en la oración apropiada de la Biblia Católica Naranja. Su madre habría sabido qué decir, aunque siempre le había disgustado la presencia de los hijos de Vernius. Lady Helena afirmaría que era un castigo de Dios, porque Leto había osado dar asilo a exiliados de una Casa sacrílega.

Los sistemas de mantenimiento de constantes vitales y los transformadores conservaban vivo a Rhombur, atrapaban su alma atormentada en el interior de aquellos restos corporales que todavía se aferraban a la existencia.

¿Por qué?, se preguntó Leto. ¿Por qué ha pasado esto? ¿Quién nos ha hecho esto?

Alzó la vista y vio la expresión impenetrable de Tessia. Debía estar usando todo su adiestramiento Bene Gesserit para domeñar su angustia.

Aunque había sido una concubina de conveniencia, Rhombur la quería con todo su corazón. Los dos habían dejado florecer su unión, al contrario que Leto y Kailea, y al contrario que sus padres, cuyo matrimonio nunca había engendrado un afecto verdadero.

—Thufir Hawat y Gurney Halleck han estado en el lugar del accidente durante días —dijo Tessia—. Están investigando los restos para descubrir al culpable. ¿Sabéis lo de la bomba?

Leto asintió.

—Thufir encontrará las respuestas. Como siempre. —Se obligó a pronunciar las palabras, a formular la pregunta que más temía—: ¿Y el cadáver de Victor…?

Tessia apartó la vista.

—Encontraron a… vuestro hijo. El capitán de la guardia, Swain Goire, se esforzó en conservar todo lo posible… aunque no sé para qué. Goire también quería al niño.

—Lo sé —dijo Leto.

Contempló la extraña forma roja y rosa contenida dentro del aparato que la mantenía con vida, incapaz de reconocer a su amigo. Tanto semejaba el módulo un ataúd, que Leto casi se imaginó enterrándolo.
Quizá sería lo mejor.

—¿Puedo hacer algo por él… o se trata de un ejercicio inútil?

Vio que los músculos se tensaban en las mejillas de Tessia, y sus ojos color sepia se endurecieron y destellaron. Su voz se convirtió en un susurro.

—Nunca abandonaré la esperanza.

—¡Mi señor duque! —La voz alarmada del enfermero de noche adquirió un tono de reprensión cuando entró en la habitación—. No debéis levantaros, señor. Tenéis que recuperar vuestras fuerzas. Habéis sufrido graves heridas y no puedo permitiros…

Leto levantó una mano.

—No me habléis de heridas graves cuando estoy al lado del módulo de mantenimiento vital de mi amigo.

El rostro enjuto del enfermero enrojeció, y asintió, pero tocó la manga de Leto con una mano delicada.

—Por favor, mi señor. No he venido a comparar heridas. Mi deber es procurar que el duque de la Casa Atreides cure lo antes posible. También es vuestro deber, señor.

Tessia tocó el aparato de mantenimiento vital y miró a Leto.

—Sí, Leto. Aún tenéis responsabilidades. Rhombur jamás permitiría que lo echarais todo por la borda a causa de su estado.

Leto dejó que le sacaran de la habitación, caminando con cuidado. Sabía que debía recuperar fuerzas, aunque sólo fuera para comprender el desastre.

¡Hijo mío, hijo mío! ¿Quién ha cometido esta canallada?

Kailea, encerrada en sus aposentos, esperó durante horas. Se negó a hablar con nadie, no fue a ver al duque, a su hermano ni a nadie. Lo cierto era que no podía enfrentarse a la verdad, la monstruosa culpabilidad, la vergüenza irredimible.

Sería sólo cuestión de tiempo que Thufir Hawat descubriera su culpabilidad. De momento nadie había verbalizado sospechas dirigidas hacia ella… pero pronto empezarían las habladurías, los cotilleos, a lo largo y ancho del castillo. La gente se preguntaría por qué evitaba al duque Leto.

Y por eso, después de averiguar el horario de las medicaciones y calcular cuándo podría Leto detectar la culpa asesina en sus ojos, Kailea abrió la puerta de sus aposentos y caminó con paso inseguro hacia el hospital. Al caer el sol, la luz visible a través de las ventanas había teñido de rojo las masas de nubes, como su pelo. Pero no vio ninguna belleza en el ocaso, sólo sombras entre las paredes.

Los técnicos médicos y el doctor le abrieron paso, y se retiraron de la habitación para facilitarle intimidad con el duque. La compasión que expresaban sus rostros le partió el corazón.

—Ha sufrido una recaída, lady Kailea —dijo el doctor—. Hemos tenido que administrarle más calmantes, y es posible que esté demasiado dormido para hablar.

Kailea mantuvo su altivez. Sus ojos hinchados se secaron cuando se armó de valor.

—No obstante, le veré. Me quedaré al lado de Leto todo el tiempo que pueda, con la esperanza de que sea consciente de mi presencia.

El doctor recordó que debía hacer algo en otro sitio.

Kailea se acercó a la cama con paso lento, como si le pesaran los pies. La habitación olía a heridas y dolor, a medicamentos y desesperación. Miró la cara amoratada y quemada de Leto y trató de recordar la ira que sentía hacia él. Pensó de nuevo en las cosas terribles que Chiara le había dicho, las variadas formas en que Leto Atreides había traicionado todas sus esperanzas, destruido sus sueños.

Aun así, recordaba a la perfección la primera vez que habían hecho el amor, casi por accidente, después de que el duque hubiera bebido demasiada cerveza de Caladan con Goire y los guardias. Leto había derramado una jarra sobre sí, riendo, y después salió dando tumbos al pasillo. Allí se topó con Kailea, que no podía dormir y estaba vagando por el castillo. Al reparar en su estado, le había reprendido con afecto y conducido a sus aposentos privados.

Su intención era acostarle y marchar. Nada más, aunque había fantaseado con ello muchas veces. La atracción que sentía Leto por ella era evidente desde hacía mucho tiempo… Después de todo lo que habían pasado, ¿cómo había podido creer que le odiaba?

Mientras le miraba, indefenso y herido, recordó cuánto le gustaba jugar con su hijo. Ella se había negado a aceptar lo mucho que adoraba a su hijo, porque no había querido creerlo.

¡Victor!
Cerró los ojos con fuerza y apretó las manos contra la cara. Las lágrimas resbalaron sobre sus palmas.

Leto se removió, medio dormido, y la miró con sus ojos enrojecidos. Tardó un largo momento, pero al final la reconoció. Su cara pareció libre de barreras y del peso del liderazgo, y sólo revelaba emoción al desnudo.

—¡Kailea! —graznó.

La joven se mordió el labio, sin atreverse a contestar. ¿Qué podía decir? Él la conocía demasiado bien… ¡Lo descubriría! —Kailea… —Una terrible angustia embargaba su voz—. ¡Oh, Kailea, han matado a Victor! Alguien ha matado a nuestro hermoso hijo. Oh, Kailea, ¿quién ha podido hacer semejante cosa? ¿Por qué?

Se esforzó por conservar los ojos abiertos, combatiendo la bruma de los medicamentos. Kailea se llevó el puño a la boca y mordió los nudillos hasta que sangraron.

Incapaz de soportar su mirada un momento más, dio media vuelta y salió de la habitación.

Swain Goire, ciego de rabia, subió los largos peldaños que conducían a los aposentos aislados de la torre. Dos guardias estaban apostados en la puerta.

—Apartaos —ordenó Goire.

Los guardias se negaron.

—Lady Kailea nos ha dado órdenes —dijo el oficial de rango Levenbrech de la izquierda, con la vista gacha, temeroso de oponerse a su superior—. Desea sufrir su pena en soledad. No ha comido ni ha aceptado visitas. Ella…

—¿Quién te da órdenes, Levenbrech? ¿Una concubina, o el jefe de las tropas de nuestro duque?

—Vos, señor —contestó el soldado de la derecha, mirando a su compañero—. Pero nos ponéis en una situación delicada.

—Estáis relevados —ladró Goire—. Id ahora mismo. Yo cargaré con la responsabilidad. —Y en voz más baja añadió como hablando consigo mismo—: Sí, yo cargo con la responsabilidad.

Abrió la puerta, entró y la cerró con estrépito.

Kailea llevaba un viejo camisón claro. Su cabello rojizo colgaba desaliñado y tenía los ojos enrojecidos e hinchados. Estaba arrodillada sobre el suelo de piedra, indiferente al frío húmedo que se colaba por la ventana abierta. La chimenea estaba apagada.

En sus mejillas había arañazos rojos paralelos, como si hubiera intentado arrancarse los ojos y hubiera perdido el valor. Le miró con una expresión de patética esperanza, cuando vio a alguien que tal vez le ofreciera compasión.

Kailea se levantó, poco más que el fantasma de sí misma.

—Mi hijo ha muerto, mi hermano ha sido mutilado hasta quedar irreconocible. —Su cara parecía una calavera—. Swain, mi hijo ha muerto.

Dio un paso hacia él y extendió las manos como en busca de consuelo. Su expresiva boca esbozó una parodia de sonrisa suplicante, pero el hombre no se movió.

—Me robaron la llave de la armería —dijo—. La arrebataron del cinturón de mi uniforme poco después de que Leto anunciara sus planes para el desfile.

Kailea se detuvo a un metro de su amante.

—¿Cómo puedes pensar en esas cosas cuando…?

—¡Thufir Hawat descubrirá lo que ha pasado! —Rugió Goire—. Ahora sé quién cogió la llave, y sé lo que significa. Tus actos te condenan, Kailea. —Se estremeció, deseando arrancarle el corazón con las manos—. ¡Tu propio hijo! ¿Cómo pudiste hacerlo?

—Victor ha muerto —sollozó Kailea—. ¿Cómo puedes pensar que yo lo planeé?

—Sólo querías matar al duque, ¿verdad? Vi tu pánico cuando averiguaste que Rhombur y Victor iban con él en el dirigible. Casi toda la servidumbre sospecha ya que has intervenido en esto.

Sus ojos llamearon y sus músculos se tensaron, pero continuó inmóvil como una estatua.

—Y tú me has convertido también en responsable. La seguridad del dirigible era asunto mío, pero tardé en comprender la importancia de la llave desaparecida. Intenté convencerme de que la había extraviado, me negué a considerar otras posibilidades… Tendría que haber dado la alarma. —Agachó la cabeza y siguió hablando con la vista clavada en el suelo—. Debí haber confesado nuestra relación al duque hace mucho tiempo, y ahora has manchado mis manos de sangre, al igual que las tuyas. —Hizo una mueca cuando la miró, asqueado, y su vista se tiñó de púrpura. La habitación giró a su alrededor—. He traicionado a mi duque muchas veces, pero esta es la peor. Podría haber impedido la muerte de Victor si… Pobre niño.

Kailea se abalanzó de repente y se apoderó del pomo del cuchillo de duelo que Goire llevaba al cinto. Lo extrajo de su vaina y lo alzó con los ojos llameantes.

—Si tan miserable te sientes, Swain, lánzate sobre tu propia arma como un buen guerrero, como un leal soldado Atreides. Cógela. Hunde la hoja en tu corazón, y así ya no sentirás dolor.

Goire miró el cuchillo pero no se movió. Al cabo de un largo momento, dio media vuelta, como si invitara a Kailea a clavárselo en la espalda.

—El honor exige justicia, mi señora. Verdadera justicia, no una salida fácil. Confesaré mis actos al duque. —Miró hacia atrás mientras se encaminaba hacia la puerta—. Preocupaos por vuestra propia culpa.

Kailea se quedó con el cuchillo en la mano. Cuando cerró la puerta, Goire oyó que Kailea lloraba, le suplicaba que volviera. Pero el capitán no hizo caso y se marchó de la torre.

Cuando Kailea pidió ver a su dama de compañía, Chiara entró en la habitación, aterrorizada pero sin osar demorarse. El viento silbaba a través de la ventana abierta de la torre, por la que también se colaba el sonido de las olas que rompían contra las rocas lejanas. Kailea tenía la vista clavada en la lejanía, y la brisa agitaba su camisón como un sudario.

—¿Me… habéis llamado, mi señora?

La anciana se quedó cerca de la puerta, y dejó que sus hombros se hundieran para aparentar sumisión. Se arrepintió de no haber traído una bandeja con café de especia o los dulces favoritos de Kailea, una ofrenda de paz para calmar los fuegos instintivos de la desquiciada mujer.

—¿Vamos a hablar de tu estúpido plan, Chiara?

La voz de Kailea sonó hueca y fría. Se volvió con una expresión que anunciaba la muerte.

Los instintos de la dama de compañía le aconsejaron que huyera del castillo, que desapareciera en Cala City y tomara un transporte a Giedi Prime. Podía solicitar la clemencia del barón Harkonnen y jactarse de la angustia que había causado al duque, si bien sólo con éxito parcial. Pero Kailea la tenía paralizada, como una serpiente cuando hipnotiza a su presa.

—Yo… lo siento muchísimo, mi señora. —Chiara inclinó la cabeza y adoptó un tono implorante—. Lloro la sangre inocente que ha sido derramada. Nadie habría podido prever que Victor y Rhombur se sumaran al desfile. No debían…

—¡Silencio! No quiero excusas. Sé todo lo que pasó, todo lo que salió mal.

Chiara enmudeció. Estaba muy nerviosa, pues sabía que se encontraban solas en la habitación. Si los guardias se hubieran mantenido en sus puestos, tal como había ordenado, si hubiera pensado en armarse antes de venir…

No se habían previsto muchas cosas.

—Cuando pienso en todos estos años, Chiara, recuerdo muchos comentarios que hiciste, todas aquellas insinuaciones insidiosas. Ahora, su significado se me hace transparente, y el peso de la evidencia es una avalancha contra ti.

—¿Qué… qué queréis decir, mi señora? Sólo me he dedicado a serviros desde…

Kailea la interrumpió.

—Fuiste enviada aquí para sembrar la discordia, ¿verdad? Has intentado volverme contra Leto desde el día que nos conocimos. ¿Para quién trabajas? ¿Los Harkonnen? ¿La Casa Richese? ¿Los tleilaxu? —Los ojos hundidos y las mejillas arañadas destacaban en su cara pálida e inexpresiva—. Da igual, el resultado es el mismo. Leto ha sobrevivido y mi hijo ha muerto.

Avanzó un paso hacia la anciana, que utilizó su tono de voz más compasivo como un escudo.

—Vuestro dolor os impulsa a decir y pensar cosas terribles, querida mía. Todo ha sido una terrible equivocación.

Kailea se acercó más.

—Agradece una cosa, Chiara. Durante muchos años te he considerado mi amiga. Victor murió al instante y sin sufrir dolor. Por eso te garantizo una muerte misericordiosa.

Extrajo el cuchillo que había arrebatado a Swain Goire. Chiara retrocedió, y alzó las manos en gesto de protección.

Pero Kailea no vaciló. Se precipitó hacia adelante y hundió el cuchillo en el pecho de Chiara. Lo sacó y volvió a clavarlo para asegurarse de que atravesaba el corazón de la traicionera mujer. Luego dejó caer el cuchillo al suelo, mientras Chiara se desplomaba como un saco sobre las losas.

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