Dune. La casa Harkonnen (83 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Los ciudadanos habían depositado velas y flores a lo largo del camino que subía hasta el castillo de Caladan. Montañas de flores se amontonaban debajo de las ventanas, para que la brisa del mar transformara el perfume. La gente cantaba donde pudiera oírla. Algunos tocaban el arpa o el baliset.

Jessica ardía en deseos de que Leto saliera y saludara a la muchedumbre. Quería que se sentara en su trono del patio y escuchara las peticiones, quejas y alabanzas del pueblo. Llevaría las prendas de su cargo, parecería más grande que cualquier otro ser humano, como el viejo duque le había enseñado. Leto necesitaba distraerse y seguir adelante, y tal vez el ritmo de la vida cotidiana empezaría a curar su corazón destrozado. El oficio del liderazgo.

Su pueblo le necesitaba.

Jessica oyó un graznido ante la ventana, y vio que era un halcón marino, con cables atados a sus patas. Un adolescente sujetaba el cable, y miraba esperanzado la diminuta ventana del castillo. Jessica había visto a Leto hablando con el muchacho en una ocasión, uno de los aldeanos amigo del duque. El halcón pasó de nuevo ante la habitación de Leto, escudriñó el interior, como si la multitud concentrada abajo pudiera ver a través de los ojos del ave.

El rostro del duque se hundió en una profunda melancolía, y Jessica le miró con amor.
No puedo protegerte del mundo, Leto.
Siempre se había asombrado de su fortaleza de carácter. Ahora, se preocupaba por la fragilidad de su espíritu. Aunque tozudo e inflexible, el duque Leto Atreides había perdido las ganas de vivir. El hombre al que tanto admiraba estaba muerto en la práctica, pese a que su cuerpo se iba recuperando.

No podía permitir que muriera, no sólo porque la Bene Gesserit le había ordenado que concibiera una hija de él, sino porque ansiaba ver a Leto recuperado y feliz de nuevo. En silencio, prometió que haría todo lo posible por él. Murmuró una oración Bene Gesserit.

—Gran Madre, cuida de aquellos que son dignos de ti.

Durante los días siguientes se sentó y habló con Leto repetidamente. El duque respondió a las serenas y generosas atenciones de Jessica, y empezó a mejorar poco a poco. El color regresó a su rostro enjuto. Su voz adquirió mayor energía, y las conversaciones fueron cada vez más largas.

Aun así, su corazón estaba muerto. Había sido informado de la traición de Kailea, del asesinato de su dama de compañía, y de que la mujer a la que había amado se había arrojado por una ventana. Pero no sentía rabia hacia ella, ni obsesión por vengarse… sólo una tristeza enfermiza. La chispa de amor y pasión había desaparecido de sus ojos.

Pero Jessica no se rendía, ni dejaba que él lo hiciera.

Puso un alimentador de aves en el balcón, y Leto veía a menudo reyezuelos, gorriones y pinzones. Incluso dio nombre a los pájaros que acudían con frecuencia. Para un hombre que carecía del adiestramiento Bene Gesserit, la capacidad del duque para distinguir a animales tan similares impresionaba a Jessica.

Una mañana, casi un mes después de la explosión del dirigible, Leto dijo a Jessica:

—Quiero ver a Victor. —Su voz era peculiar, cargada de sentimiento—. Ahora soy capaz de hacerlo. Llévame con él, por favor.

Sostuvieron la mirada. Jessica vio en sus ojos que nada podría disuadirle.

Le tocó el brazo.

—Está… mucho peor que Rhombur. No hace falta que lo hagas, Leto.

—Sí, Jessica… Debo hacerlo.

En la cripta, Jessica pensó que el cadáver de Victor parecía casi plácido, conservado en el ataúd criogénico. Tal vez era porque Victor, al contrario que Rhombur, estaba a salvo en un lugar donde el dolor no podía alcanzarle.

Leto abrió la tapa y se estremeció cuando introdujo la mano entre la niebla helada. Apoyó la mano derecha sobre el pecho envuelto del niño. Si habló a su hijo muerto, lo hizo mentalmente, porque no pronunció la menor palabra. Sus labios apenas se movieron.

Jessica fue testigo de la pena de Leto. Victor y él ya no podrían pasar más ratos juntos. Nunca podría ser el padre que el niño merecía.

Apoyó la mano sobre el hombro de Leto para consolarle. Su corazón se aceleró y procuró calmarlo, con técnicas Bene Gesserit. Sin embargo, no lo logró. Oyó un murmullo y una agitación dentro de su psique, en las profundidades más recónditas de su mente. ¿Qué era? No podían ser los ecos de la Otra Memoria, porque aún no era una reverenda madre. Pero intuyó que las antiguas hermanas estaban preocupadas por algo muy grave, que trascendía los límites normales.
¿Qué está pasando aquí?

—Ahora ya no cabe la menor duda —dijo Leto, como si estuviera en trance—. La Casa Atreides está maldita… y lo ha estado desde los tiempos de Agamenón.

Cuando se llevó a Leto del depósito de cadáveres, Jessica tuvo que tranquilizarle, decirle que estaba equivocado. Quiso recordar al duque todo lo que su familia había logrado, el respeto que se había ganado a lo largo y ancho del Imperio.

Pero no encontró las palabras. Había conocido a Rhombur, Victor y Kailea. No podía discutir con los temores de Leto.

98

Siempre somos humanos y cargamos con todo el peso de ser humanos.

Duque L
ETO
A
TREIDES

La lluvia repiqueteaba en las ventanas de la habitación de Leto, mientras pensamientos encadenados desfilaban por su mente. La tormenta se hacía eco de su estado de ánimo.

Leto temblaba en una silla alta que parecía empequeñecerle. Con los ojos cerrados, imaginó la cara de Victor, el pelo y las cejas negras del niño, la curiosidad insaciable, la risa pronta y exuberante… la chaqueta ducal infantil y las charreteras demasiado grandes que llevaba en el momento de su muerte.

Los ojos de Leto se acostumbraron a la oscuridad. Imaginó que las sombras adoptaban formas.
¿Por qué no pude ayudar a mi hijo?

Agachó la cabeza y habló en voz alta, conversó con fantasmas.

—Si pudiera hacer algo por Victor, por mínimo que fuera, vendería todas las posesiones de la Casa Atreides.

Su dolor amenazaba con abrumarle.

Oyó que alguien llamaba a la puerta con energía. Tenía que ser Thufir Hawat. Leto se movió con lentitud, sin fuerzas. Tenía los ojos rojos e hinchados. En cualquier otro momento habría tenido la cortesía de recibir a su Maestro de Asesinos como merecía… pero ahora no, en plena noche.

Hawat abrió la puerta.

—Mi duque —dijo. Cruzó la habitación y extendió un cilindro de mensaje plateado—. Este documento acaba de llegar al espacio-puerto.

—¿Más condolencias? Pensaba que todas las Casas del Landsraad las habían enviado. —Leto no podía enfocar sus ojos—. No me atrevo a esperar que sean buenas noticias.

—No, mi duque. —La cara correosa de Hawat pareció aflojarse—. Es de los Bene Tleilax.

Depositó el cilindro en las manos temblorosas de Leto.

Leto rompió el timbre con el ceño fruncido y leyó el breve mensaje, perverso en su sencillez, espantoso en sus promesas. Había oído hablar de tales posibilidades, prácticas siniestras que provocaban escalofríos de repugnancia en cualquier ser humano normal.
Ojalá fuera cierto.
Había evitado pensar en los tleilaxu, pero ahora los malvados enanos le presentaban la oferta en bandeja.

Hawat esperaba, dispuesto a servir a su duque, y apenas disimulaba su miedo.

—Thufir… Ofrecen cultivar un ghola de Victor, resucitarle de sus células muertas, para que… vuelva a vivir.

Ni siquiera el Mentat pudo ocultar su estupor.

—¡Mi señor! No debéis ni pensar…

—Los tleilaxu podrían lograrlo, Thufir. Podría recuperar a mi hijo.

—¿A qué precio? ¿Acaso lo mencionan? Esto huele mal, señor. Esos hombres odiosos destruyeron Ix. Amenazaron con mataros durante el Juicio por Decomiso. Jamás han ocultado su odio hacia la Casa Atreides.

Leto contempló el mensaje.

—Aún creen que disparé contra sus naves dentro del Crucero. Ahora, gracias a la Bene Gesserit, sabemos quién fue el verdadero culpable. Podríamos contar a los tleilaxu lo de los Harkonnen y su nave de ataque invisible…

El Mentat se puso rígido.

—Mi señor, la Bene Gesserit se ha negado a entregarnos pruebas. Los tleilaxu nunca os creerían sin pruebas.

Leto habló con voz tenue y desesperada.

—Pero Victor no tiene otra oportunidad. Si se trata de mi hijo, negociaré con quien sea, pagaré lo que sea.

Ardía en deseos de oír de nuevo la voz del niño, ver su sonrisa, sentir el contacto de su manita.

—Debo recordaros que, si bien un ghola puede ser una copia exacta en todos los aspectos, el nuevo niño no poseería los recuerdos de Victor, ni su personalidad.

—Aun así, ¿no sería mejor que tener sólo recuerdos y un cadáver? Esta vez le nombraré mi legítimo heredero.

La idea le llenó de un pesar inconmensurable. ¿Un ghola de Victor crecería con normalidad, o estaría influido por el conocimiento de lo que era? ¿Y si los Bene Tleilax, tan hábiles en crear Mentats pervertidos, manipulaban la estructura genética del niño? Un complot secreto para atacar al duque mediante la persona a la que más quería.

No obstante, Leto correría el riesgo de condenarse por Victor. Estaba impotente ante la decisión. No tenía alternativa.

Hawat habló con voz ronca y tensa.

—Mi señor, como vuestro Mentat, como vuestro amigo, os aconsejo en contra de esta precipitada decisión. Es una trampa. Ya sabéis que los tleilaxu se proponen atraparos en su telaraña ponzoñosa.

Leto se acercó más al Maestro de Asesinos. Hawat retrocedió cuando percibió la furia demencial que brillaba en los ojos de Leto. Daba la impresión de que no había escuchado sus protestas.

—Thufir, no puedo confiar esta misión a otra persona que tú. —Respiró hondo. La desesperación ardía como fuego en su torrente sanguíneo—. Ponte en contacto con los tleilaxu. Infórmales de que deseo… —apenas pudo decirlo— conocer sus condiciones. —Su sonrisa provocó un escalofrío en la espina dorsal de Hawat—. Piénsalo, Thufir. ¡Recuperaré a mi hijo!

El viejo guerrero apoyó una mano nervuda sobre el hombro de Leto.

—Descansad, mi señor, y reflexionad en las implicaciones de lo que sugerís. No debemos ofrecer nuestras gargantas a los Bene Tleilax. Imaginad el precio. ¿Qué pedirán a cambio? Os aconsejo que rechacéis esta idea por imposible.

—Yo soy el duque de la Casa Atreides —gritó Leto—. Sólo yo decido lo que es posible aquí.

El tormento de su vida destrozada nubló su concentración. Había círculos oscuros bajo sus ojos.

—Estamos hablando de mi hijo, ¡mi hijo muerto!, y te ordeno que me obedezcas. Ponte en contacto con los tleilaxu.

El día de la llegada de Duncan Idaho habría debido celebrarse por todo lo alto, pero la tragedia del dirigible había entristecido a todo Caladan.

Un Duncan muy cambiado desembarcó en el espaciopuerto municipal de Caladan y aspiró una profunda bocanada de aire salado. Miró alrededor con ojos chispeantes y expresión ansiosa. Vio a Thufir Hawat, con uniforme negro adornado con medallas militares, al frente de una guardia de honor. ¡Cuántas formalidades! Ayudantes con uniformes rojos avanzaron hacia la rampa para escoltar a los pasajeros hasta las aduanas.

Hawat apenas reconoció al recién llegado. Los rizos negros juveniles de Duncan se habían transformado en pelo espeso y áspero, y su tez estaba bronceada y enrojecida. El joven, mucho más musculoso que antes, se movía con gracia atlética, con cautela mezclada con confianza. Llevaba con orgullo pantalones caqui de Ginaz y un pañuelo rojo. La espada del viejo duque colgaba a su lado, algo más usada, pero recién abrillantada y afilada.

—¡Thufir Hawat, no has cambiado nada, viejo Mentat!

Duncan corrió a estrechar la mano del guerrero.

—Tú, sin embargo, has cambiado mucho, Duncan Idaho. ¿O debería llamarte maestro espadachín Idaho? Recuerdo al pilluelo que se entregó a la merced del duque Paulus. Creo que eres un poco más alto.

—Y más sabio, espero.

El Mentat hizo una reverencia.

—Temo que los acontecimientos nos han obligado a postergar una celebración de bienvenida en tu honor. Permite que uno de mis hombres te acompañe al castillo. Leto se alegrará de ver tu cara de nuevo. Sargento Vitt, ¿seréis tan amable de acompañar a Duncan?

Hawat subió la rampa y abordó la lanzadera, con el fin de partir hacia el Crucero en órbita. Al ver la expresión perpleja del joven, Hawat se dio cuenta de que Duncan no sabía nada acerca de la tragedia. Nunca había conocido al hijo de Leto, aunque no cabía duda de que sabía de la existencia del niño a través de la correspondencia.

—El sargento Vitt te lo explicará todo —añadió el Mentat con el más lúgubre de los tonos.

El sargento, un hombre corpulento con perilla, cabeceó.

—Temo que será la historia más triste que he contado jamás.

Sin más explicaciones, Hawat entró en la lanzadera, cargado con una bolsa de documentos que el duque enviaba a los Amos tleilaxu.

El Mentat se pasó la lengua por el interior de la boca y tocó una zona dolorosa donde le habían implantado un minúsculo inyector. El aparato proyectaba un minúsculo pero potente chorro de antisépticos, antitoxinas y antibióticos cada vez que masticaba algo. Le habían ordenado que se entrevistara cara a cara con los tleilaxu, y ni siquiera un Maestro de Asesinos podía imaginar las enfermedades y venenos que aquella gente odiosa podía utilizar contra él.

Hawat estaba decidido a no permitir que se aprovecharan de la situación, pese a las rigurosas instrucciones del duque Leto. Disentía con vehemencia de la decisión de Leto, pero debía sacar el máximo partido de la situación.

En las mazmorras del castillo de Caladan, tras un campo de contención, Swain Goire tenía la vista clavada en la oscuridad, pensaba en otros tiempos, en otros lugares. Vestido con un delgado uniforme de prisionero, temblaba a causa de la humedad.

¿Por qué su vida había cambiado de manera tan drástica? Había luchado por mejorar su situación. Había jurado lealtad al duque. Había querido tanto a Victor…

Sentado en su litera, acunaba el hipoinyector en su mano, acariciaba con el pulgar la fría superficie de plaz del mango. Gurney Halleck se lo había pasado a escondidas, para facilitar al capitán de la guardia caído en desgracia una salida honrosa. En cualquier momento, Goire podía inyectarse veneno en las venas. Si tuviera el valor… o la cobardía…

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