Dune. La casa Harkonnen (86 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Hawat dimitiría, en caso necesario.

En aquel momento, Leto entró en la sala, con un aire de confianza en sí mismo que Thufir no había observado desde hacía muchas semanas. Gurney Halleck y Jessica le seguían. El duque, con una inexplicable energía en su cara, miró a Hawat y dedicó una inclinación apenas esbozada al embajador tleilaxu, tal como mandaban las formalidades diplomáticas.

—Duque Atreides —dijo Zaaf—, es posible que este acuerdo comercial salve el abismo entre vuestra Casa y nuestro pueblo.

Leto miró al hombrecillo.

—Por desgracia, ese abismo nunca se salvará.

Hawat se puso en guardia cuando el duque se acercó más a Zaaf. Gurney Halleck también parecía dispuesto al asesinato. Intercambió nerviosas miradas con Hawat y Jessica. Cuando los guardaespaldas tleilaxu se pusieron en tensión, el guerrero Mentat se preparó para una batalla rauda y sangrienta.

—¿Renegáis de nuestro acuerdo? —preguntó el representante tleilaxu, ceñudo.

—No hay acuerdo del que renegar. He decidido que vuestro precio es demasiado elevado, para Rhombur, para Victor y para mi alma. Vuestro viaje ha sido en vano. —La voz del duque era fuerte y firme—. No se cultivará un ghola de mi hijo primogénito, y no os apoderaréis de mi amigo, el príncipe Vernius.

Thufir, Hawat y Jessica, estupefactos, contemplaron la escena…

Una determinación implacable se reflejaba en la cara de Leto.

—Comprendo vuestro continuo y mezquino deseo de vengaros de mí, aunque el Juicio por Decomiso me exoneró de todos los cargos. He jurado que no ataqué a vuestras naves dentro del Crucero, y la palabra de un Atreides vale más que todas las leyes del Imperio. Vuestra negativa a creerme demuestra vuestra estupidez.

El tleilaxu pareció indignarse, pero Leto continuó con una voz fría y cortante, que detuvo a Zaaf antes de emitir el menor sonido.

—He averiguado la explicación del ataque. Sé quién lo hizo, y cómo, pero al carecer de pruebas materiales, informaros no serviría de nada. En cualquier caso, la verdad no interesa a los Bene Tleilax, sólo el precio que podéis sacarme. Y no lo pagaré.

Hawat silbó, y los guardias, siempre alertas, entraron para controlar a los guardaespaldas tleilaxu, mientras Gurney y Hawat se colocaban a cada lado del furioso Amo Zaaf.

—Temo que no necesitamos los servicios de los tleilaxu. Ni hoy ni nunca —dijo Leto, y dio medía vuelta, despidiendo al embajador sin ceremonias—. Volved a casa.

Hawat acompañó con sumo placer al hombrecillo hasta las puertas del castillo.

102

El individuo se queda abrumado por el sobrecogedor descubrimiento de su mortalidad. La especie, sin embargo, es diferente. No necesita morir.

P
ARDOT
K
YNES
,
Un manual de Arrakis

De todos los proyectos de demostración ecológica que Pardot Kynes había fundado, el invernadero oculto en la cueva de la Depresión de Yeso era su favorito. Kynes reunió una expedición para visitar el lugar, junto con su lugarteniente Ommun y quince seguidores fremen.

Aunque no formaba parte de su agenda habitual de plantaciones o inspecciones, Pardot quería ver la cueva, con su agua, colibríes, humedad que caía del techo, fruta fresca y flores de brillantes colores. Todo ello representaba su visión del futuro de Dune.

El grupo de fremen llamó a un gusano para que les condujera más allá de la línea de sesenta grados que rodeaba las zonas habitadas del norte. Durante los años que había pasado en el planeta, Kynes nunca había aprendido a montar un gusano, de modo que Ommun le facilitó un palanquín. El planetólogo montaba como una vieja, pero sin la menor vergüenza. No tenía nada que demostrar.

En una ocasión, mucho tiempo atrás, cuando Liet era un niño de un año, Pardot había llevado a su esposa y al niño a la Depresión de Yeso. Frieth, una mujer que pocas veces expresaba asombro o estupor, se había quedado estupefacta al ver el invernadero.

El espeso follaje, las flores y las aves. Justo antes, sin embargo, camino de la caverna secreta, una patrulla Harkonnen les había atacado. Frieth, gracias a su adiestramiento fremen y su rapidez de pensamiento, había salvado la vida de su marido y su hijo.

Kynes dejó de pensar y se rascó la barba, mientras se preguntaba si alguna vez le había dado las gracias…

Desde el día de la boda de su hijo con Faroula, cuando Liet le había amonestado por su distracción y frialdad inconsciente, Kynes había pensado mucho y repasado los logros de su vida: sus años en Salusa Secundus y Bela Tegeuse, sus audiencias con Elrood en la corte de Kaitain, sus décadas en Dune como planetólogo imperial…

Había dedicado su carrera a encontrar explicaciones, a examinar el complejo tapiz del entorno. Comprendía los ingredientes, desde el poder del agua, el sol y el clima, hasta los organismos del suelo, plancton, líquenes, insectos… Cómo se relacionaba todo con la sociedad humana. Kynes comprendía el ensamblaje de las piezas, al menos en términos generales, y se contaba entre los mejores planetólogos del Imperio. Le llamaban «lector de planetas», y el mismísimo emperador le había elegido para esta misión tan importante.

Y no obstante, ¿cómo podía considerarse un observador imparcial? ¿Cómo podía hacer abstracción de la compleja red de interacciones que se formaba en cada planeta, en cada sociedad? Él mismo era una pieza del proyecto global, no un experimentador imparcial. Los científicos sabían desde hacía miles de años que un observador influye en el resultado de un experimento… y Pardot Kynes había influido en los cambios de Dune.

¿Cómo podía haberlo olvidado?

Después de que Ommun le ayudara a desmontar del gusano, a escasa distancia de la Depresión de Yeso, le condujeron hasta el risco verde y negro que rodeaba la cueva. Kynes imitó sus movimientos erráticos, hasta que las piernas le dolieron. Nunca sería un verdadero fremen, al contrario que su hijo. Liet poseía todos los conocimientos de planetología que su padre le había legado, pero el joven también comprendía la sociedad fremen. Liet era lo mejor de ambos mundos. Pardot sólo deseaba que los dos se llevaran mejor.

Ommun subió la pendiente a grandes zancadas. Kynes nunca habría sido capaz de discernir el sendero que corría entre las rocas, pero intentó apoyar los pies en los mismos salientes, en las mismas piedras lisas, como hacía su lugarteniente.

—Deprisa, Umma Kynes. —Ommun extendió su mano—. No debemos permanecer mucho tiempo al raso.

Hacía mucho calor, y el sol abrasaba la pendiente. Recordó que había huido de una patrulla Harkonnen hacía mucho tiempo, con Frieth. ¿Cuántos años habían pasado?

Kynes puso el pie en un amplio saliente y rodeó un recodo de piedra pardusca, hasta que vio la entrada camuflada que impedía la filtración de la humedad de la cueva. La atravesaron.

Kynes, Ommun y los quince fremen golpearon sus botas
temag
contra el suelo y se sacudieron el polvo de sus destiltrajes. Al instante, Kynes se quitó los tampones de la nariz. Los demás fremen le imitaron, inhalaron extravagantes bocanadas de humedad y plantas. Conservó los ojos entornados, aspiró la ambrosía de las flores, frutos y fertilizantes, de las gruesas hojas verdes y pólenes dispersos.

Cuatro miembros de la expedición nunca habían ido a la cueva, y se precipitaron hacia adelante como peregrinos en pos de un altar anhelado. Ommun miró a su alrededor, respiró hondo, orgulloso de haber participado en aquel proyecto sagrado desde el primer momento. Cuidaba de Kynes como una madre, y procuraba que el planetólogo tuviera siempre lo que necesitaba.

—Estos trabajadores sustituirán a los que hay aquí —dijo Ommun—. Hemos establecido turnos menos numerosos, porque este lugar ha sobrevivido, como tú dijiste. La Depresión de Yeso es un ecosistema independiente. Ahora, no hace falta tanto trabajo para conservarlo.

Kynes sonrió con orgullo.

—Como estaba previsto. Algún día, todo Dune será así, autosuficiente. —Lanzó una breve carcajada—. Entonces, ¿qué haréis los fremen para manteneros ocupados?

Las aletas de la nariz de Ommun se dilataron.

—Este planeta todavía no nos pertenece. Antes, hay que deshacernos de los odiados Harkonnen.

Kynes parpadeó y asintió. Apenas pensaba en los aspectos políticos del proceso. Para él sólo se trataba de un problema ecológico, no humano. Otra cosa que había pasado por alto. Su hijo tenía razón. El gran Pardot Kynes tenía una visión limitada, vislumbraba el sendero que conducía a un futuro… pero sin tener en cuenta los azares que acechaban.

Sin embargo, había llevado a cabo el trabajo ecológico importante. Había sido el instigador, el motor del cambio.

—Me gustaría ver todo este planeta envuelto en una red de plantas —dijo.

Ommun murmuró un sonido de aprobación. Cualquier cosa que dijera Kynes era importante, y valía la pena recordarla. Se adentraron en la caverna para ver los jardines.

Los fremen conocían su misión, y seguirían plantando durante siglos, si fuera necesario. Gracias a las cualidades geriátricas de su dieta rica en especia, algunos miembros de la generación más joven quizá verían la culminación del gran plan. Kynes se conformaba con ver los indicios del cambio.

El proyecto de la Depresión de Yeso era una metáfora de todo Dune. Su plan estaba tan internalizado en la psique fremen, que seguiría adelante incluso sin su guía. Aquella gente había asumido el sueño, y el sueño no moriría.

En adelante Kynes sería poco más que un símbolo, el profeta de la transformación ecológica. Sonrió para sí. Tal vez ahora tendría tiempo para ver a la gente que le rodeaba, llegar a conocer a su esposa, con la que llevaba casado veinte años, y pasar más tiempo con su hijo…

Cuando se internaron más en la caverna, examinó árboles enanos cargados de limones, limas y las naranjas redondas conocidas como portygules. Ommun caminaba a su lado, inspeccionaba los sistemas de irrigación, los fertilizantes, los progresos de las plantaciones.

Kynes recordaba haber enseñado a Frieth los portygules, la primera vez que habían visitado la cueva, y la mirada de placer en el rostro de su esposa cuando probó la fruta dulce como la miel. Había sido una de las experiencias más maravillosas de toda su vida. Kynes contempló la fruta y decidió que le llevaría algunos ejemplares.

¿Cuándo fue la última vez que le llevé un regalo?
No se acordaba.

Ommun se acercó a las paredes de piedra caliza, las tocó con los dedos. La roca cretácea era blanda y húmeda, pues no estaba acostumbrada a tanta humedad. Distinguió con sus ojos agudos preocupantes tracerías en el techo y la pared, grietas que no deberían existir.

—Umma Kynes —dijo—, estas grietas me preocupan. La integridad de esta cueva es… sospechosa, diría yo.

Mientras los dos hombres miraban, una de las grietas se ensanchó visiblemente.

—Tienes razón. Es posible que el agua provoque que la roca se expanda y asiente… ¿Desde hace cuántos años?

El planetólogo enarcó las cejas.

Ommun calculó.

—Veinte, Umma Kynes.

Una grieta se esparció por el techo con un sonido estruendoso. La siguieron otras, como una reacción en cadena. Los fremen levantaron la vista atemorizados, y después miraron a Kynes, como si el gran hombre pudiera evitar el desastre.

—Creo que deberíamos salir de la cueva. Ya. —Ommun aferró el brazo del planetólogo—. Hemos de evacuar el lugar hasta comprobar que es seguro.

Otro estruendo resonó en el corazón de la montaña, cuando fragmentos de roca se desplazaron e intentaron encontrar un nuevo punto estable. Ommun tiró del planetólogo, mientras los demás fremen huían hacia la salida.

Pero Kynes vaciló, liberó su brazo de la presa del lugarteniente. Se había prometido que llevaría unos portygules a Frieth, para demostrarle que la quería de verdad… pese a los muchos años de no prestarle atención.

Corrió hacia el árbol y arrancó unas cuantas frutas. Ommun se precipitó hacia él. Kynes apretó los portygules contra el pecho, muy contento de haber recordado algo tan importante.

Stilgar comunicó la noticia a Liet-Kynes.

En sus aposentos, Faroula estaba sentada a la mesa con su hijo Liet-chih, mientras catalogaba los tarros de hierbas que había reunido a lo largo de los años. Aislaba los tarros con resina y comprobaba la potencia de las sustancias. Liet-Kynes, sentado en un banco cerca de su esposa y su hijo adoptivo, leía un documento que detallaba el emplazamiento de la especia y las reservas Harkonnen.

Stilgar apartó la cortina y se quedó inmóvil como una estatua. Clavó la vista en la pared del fondo, sin parpadear.

Liet intuyó al instante que algo pasaba. Había luchado al lado de este hombre, atacado almacenes Harkonnen, matado enemigos. Al ver que el hombre no hablaba, Liet se levantó.

—¿Qué pasa, Stil? ¿Qué ha ocurrido?

—Terribles noticias —contestó por fin el hombre—. Tu padre, Umma Kynes, ha muerto en la cueva de la Depresión de Yeso. Ommun, él y la mayoría de los trabajadores quedaron atrapados cuando el techo se derrumbó. La montaña cayó sobre ellos.

Faroula lanzó una exclamación ahogada. Liet descubrió que no podía pronunciar la menor palabra.

—Eso es imposible —dijo por fin—. Le quedaba mucho trabajo por hacer. Había…

Faroula dejó caer uno de los tarros. Se rompió en mil pedazos y esparció hojas verdes sobre el suelo.

—Umma Kynes ha muerto entre las plantas que eran su sueño —dijo.

—Un digno final —dijo Stilgar.

Liet continuó sin habla durante un rato. Recuerdos y deseos desfilaron por su mente mientras escuchaba a su esposa y Stilgar. Supo en aquel momento que el trabajo de Pardot Kynes debía continuar.

El Umma había entrenado bien a sus discípulos. Liet-Kynes seguiría sus pasos. A juzgar por lo que Faroula acababa de decir, ya supuso que la historia de la trágica muerte del profeta, su martirio, se transmitiría de generación en generación. Y no pararía de agigantarse.

Un digno final, en efecto.

Recordó algo que su padre le había dicho: «El simbolismo de una creencia puede sobrevivir más que la propia creencia».

—No pudimos recoger el agua de los muertos para nuestra tribu —dijo Stilgar—. Demasiada tierra y roca cubría los cadáveres. Hemos de dejarlos en su tumba.

—Como debe ser —dijo Faroula—. La Depresión de Yeso será un altar. Umma Kynes murió con su lugarteniente y sus seguidores, entregó el agua de su cuerpo al planeta que amaba.

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