Dune. La casa Harkonnen (82 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La sangre salpicó la hermosa pared de obsidiana azul, y Kailea se irguió y miró su reflejo. No le gustó lo que vio.

Kailea se acercó a la ventana abierta. El frío zahirió su piel, pero sentía el cuerpo húmedo, como cubierto de sangre. Aferró los bordes de piedra del antepecho y clavó la vista en el horizonte, donde se fundía con el mar. Las olas lamían la base del acantilado.

La maravillosa ciudad estalactita de Ix alumbró en su mente. Había pasado mucho tiempo desde que bailaba en los salones del Gran Palacio, con sus maravillosos vestidos de seda merh. Junto con su hermano y los gemelos Pilru había admirado la enorme gruta donde se construían los Cruceros.

Como una oración, Kailea Vernius recordó todo lo que había leído y todas las imágenes vistas en la corte imperial de Kaitain, el espectacular palacio, los jardines, las cometas musicales. Había anhelado pasar la vida en el embeleso cegador que correspondía a su título, princesa de una Gran Casa del Landsraad. Pero, Kailea nunca había accedido a las alturas o prodigios que deseaba.

Por fin, dejando tras de sí sólo amargos recuerdos, subió al antepecho y extendió los brazos para volar…

96

Los humanos no deben comportarse como animales.

Doctrina Bene Gesserit

Aunque Abulurd conservaba oficialmente el título de gobernador del subdistrito de Lankiveil, al menos en teoría, Glossu Rabban controlaba el planeta y su economía. Le divertía dejar que su padre retuviera el título, pues no cambiaba la realidad de quién detentaba el poder.

De todos modos, ¿qué podía hacer el viejo loco, recluido en un monasterio de las montañas?

Rabban despreciaba los melancólicos cielos, las frías temperaturas y la gente primitiva, con su pescado maloliente. Lo odiaba porque el barón le había obligado a pasar años aquí, después de su fracasada misión en Wallach IX. Pero sobre todo odiaba el planeta porque a su padre le gustaba tanto.

Por fin, Rabban decidió inspeccionar el remoto almacén clandestino de especia, oculto décadas antes. Le gustaba echar un vistazo a sus tesoros de vez en cuando, para comprobar que estaban seguros. Todos los registros documentales habían sido borrados, todos los testigos eliminados. No existía la menor prueba de que el barón hubiera acumulado tanta melange en secreto durante sus primeros tiempos en Arrakis.

Rabban montó una expedición y descendió sobre la zona continental del norte, donde había pasado dos años en las ciudades portuarias industriales y las plantas de procesamiento de piel de ballena. Acompañado por diez soldados, navegó por los mares del norte en un barco confiscado a una pesquería. Sus escáneres y técnicos sabían dónde buscar el iceberg artificial. Rabban les dejó trabajar mientras se acomodaba en su camarote y bebía demasiado coñac kirana. Saldría a cubierta cuando el objetivo estuviera a la vista, pero no tenía ningún interés en oler la niebla salada o helarse las yemas de los dedos hasta que fuera necesario.

El iceberg sintético era perfecto a simple vista, como cualquier otro bloque ártico, flotante. Cuando el barco echó el ancla, Rabban subió a bordo del iceberg, abrió la escotilla secreta y entró en los túneles azules.

Sólo para encontrar el enorme almacén vacío por completo. Cuando Rabban lanzó un bramido, el sonido resonó en los túneles.

—¿Quién ha hecho esto?

Más tarde, el barco se alejó del iceberg. Rabban se erguía en la proa, tan furioso que el frío y la humedad ya no le afectaban. El barco se encaminó hacia los fiordos rocosos, donde los soldados Harkonnen invadieron los patéticos pueblos pesqueros. Parecían mucho más bonitos de lo que Rabban recordaba: las casas nuevas, los equipos brillantes y funcionales. Las barcas de pesca y los aparejos, al igual que los almacenes, eran modernos y bien cuidados.

Los soldados se apoderaron al instante de los aldeanos y les torturaron uno tras otro, hasta que la misma respuesta se repitió una y otra vez. Rabban lo había sospechado incluso antes de oír el nombre farfullado entre labios ensangrentados y dientes rotos.

Abulurd.

Tendría que haberlo adivinado.

En la ciudad de Veritas se desató un fuerte viento invernal. Los monjes budislámicos utilizaban agua pura de las fuentes montañosas para reforzar la estructura y belleza de su hermoso monasterio. El corazón herido de Abulurd se había recuperado en lo posible. Vestido con ropas de abrigo y gruesos guantes, sostenía una manguera y mojaba el borde de la abertura de la cueva.

Su aliento se condensaba en vapor, y la helada piel de sus mejillas parecía a punto de agrietarse, pero sonreía mientras movía la manguera y añadía volumen a la prismática muralla de hielo. La barricada crecía poco a poco, como una cortina alrededor de la gruta, una cúpula que centelleaba al sol, al tiempo que paraba los vientos que silbaban alrededor de los riscos. Carillones y veletas tintineaban en el exterior de la gruta y a lo largo de los riscos. Aportaban energía y creaban música al mismo tiempo.

Abulurd cortó el agua para que los monjes pudieran acercarse con pedazos de cristal coloreado, que dispusieron en el agua helada para crear un calidoscopio de tonos brillantes. Se retiraron, y Abulurd arrojó agua de nuevo, con el fin de cubrir las astillas de cristal. A medida que crecía la cortina helada, las joyas tachonadas pintaban de arcoíris la ciudad que se extendía bajo el saliente.

Después de que la barrera de hielo se hubiera extendido medio metro más, el abad de Veritas tocó un gong para dar por terminado el trabajo. Abulurd cortó el agua y se sentó, agotado pero orgulloso de sus logros.

Se quitó los gruesos guantes y se sacudió la chaqueta acolchada para romper la costra de hielo. Después, entró en un comedor portátil cerrado con ventanas de plaz transparente.

Cuando varios monjes llegaron para servir a los trabajadores, Emmi se acercó a él con un cuenco de piedra lleno de sopa. Abulurd palmeó el banco, y su mujer se sentó con él. El caldo era delicioso.

De repente, por las ventanas vieron que una ráfaga de rayos láser astillaban la barrera de hielo. Tras una segunda salva, una nave de asalto Harkonnen apareció delante del saliente, con las armas todavía humeantes, y despejó la zona para poder pasar bajo el techo.

Los monjes se dispersaron, gritando. Uno dejó caer una manguera y el agua se derramó sobre el suelo de piedra.

Abulurd experimentó una horrible sensación de
déjà vu
. Emmi y él habían venido a Veritas para vivir en paz, en secreto. No querían ningún contacto con el mundo exterior, sobre todo con los Harkonnen. Sobre todo con su hijo mayor.

La nave arañó el suelo rocoso cuando aterrizó. La escotilla se abrió con un siseo, y Glossu Rabban fue el primero en salir, flanqueado por soldados armados hasta los dientes, aunque ningún monje de Veritas hubiera recurrido a la violencia, ni siquiera para defender a uno de los suyos. Rabban blandía su látigo de tintaparra.

—¿Dónde está mi padre? —preguntó, mientras guiaba a sus hombres hacia el comedor. Su voz sonó como dos rocas al entrechocar. Los intrusos rasgaron la delgada puerta de plaz, y un viento frío se coló en el interior.

Abulurd se levantó, y Emmi le agarró con tal brusquedad que volcó el plato de sopa. Cayó al suelo y se rompió. Se alzó vapor del caldo derramado.

—Estoy aquí, hijo —dijo Abulurd, erguido en toda su estatura—. No hace falta que rompas nada más.

Tenía la boca seca de miedo. Los monjes retrocedieron, y se alegró de que ninguno intentara hablar, porque Glossu Rabban, su hijo demoníaco, no tenía escrúpulos a la hora de disparar contra inocentes.

El fornido hombre giró en redondo. Frunció sus espesas cejas, y su rostro se ensombreció todavía más. Avanzó con los puños apretados.

—¿Qué has hecho con el depósito de especia? Torturamos a la gente de tu aldea de pescadores. —Sus ojos brillaron de placer—. Todo el mundo dio tu nombre. Y después torturamos a algunos más, sólo para estar seguros.

Abulurd se adelantó, alejándose de Emmi y los demás monjes. Su cabello gris y rubio colgaba sobre sus orejas, empapado en el sudor de sus esfuerzos.

—Usé el depósito para ayudar al pueblo de Lankiveil. Después de todos los daños que causaste, se lo debías.

Había intentado prepararse para esta eventualidad, montar un sistema de defensa pasiva eficaz que les protegiera de la ira Harkonnen. Había confiado en que Rabban no descubriría el robo de la especia hasta que hubiera podido preparar a los monjes. Pero no había actuado con suficiente celeridad.

Emmi corrió hacia él, con el rostro enrojecido y el pelo negro echado hacia atrás.

—¡Basta! Deja en paz a tu padre.

Rabban no volvió la cabeza ni apartó sus ojos de Abulurd. Extendió su brazo musculoso y golpeó a su madre en plena cara. La mujer retrocedió, tambaleante, y se aferró la nariz mientras manaba sangre entre sus dedos y resbalaba por sus mejillas.

—¿Cómo osas pegar a tu madre?

—Pegaré a quien me dé la gana. Parece que no comprendes quién manda aquí. No sabes lo patéticamente débil que eres. —Estoy avergonzado de lo que has llegado a ser. Abulurd escupió en el suelo, asqueado. Su reacción no impresionó a Rabban.

—¿Qué has hecho con nuestro depósito de especia? ¿Adónde la has llevado?

Los ojos de Abulurd despidieron fuego.

—Por una vez, el dinero Harkonnen ha servido para algo bueno, y nunca lo recuperarás.

Rabban se adelantó con la velocidad de una víbora y agarró la mano de Abulurd. Lo atrajo hacia él.

—No voy a perder el tiempo contigo —dijo, con voz profunda y amenazadora. Retorció el dedo índice de Abulurd y lo partió como una rama seca. Después, le rompió el pulgar.

Abulurd sintió náuseas de dolor. Emmi se puso en pie y chilló. La sangre cubría su boca y barbilla.

—¿Qué has hecho con la especia?

Rabban rompió dos dedos de la otra mano de su padre.

Abulurd miró a su hijo sin pestañear, aguantando el dolor que atormentaba sus manos rotas.

—Distribuí todo el dinero mediante docenas de intermediarios. Gastamos los créditos aquí, en Lankiveil. Construimos nuevos edificios, compramos maquinaria nueva, alimentos y medicinas a comerciantes extraplanetarios. Hemos trasladado a parte de nuestra gente a otros planetas, a lugares mejores.

Rabban no daba crédito a sus oídos.

—¿Lo gastaste todo?

Había suficiente melange escondida para financiar varias guerras a gran escala.

La risa de Abulurd fue un sonido leve, casi histérico.

—Cien solaris aquí, mil allí.

Rabban estaba a punto de estallar, porque sabía que su padre era muy capaz de haber hecho lo que afirmaba. En ese caso, el tesoro de especia estaba perdido. Rabban nunca lo recuperaría. Sí, podría obtener algo de los aldeanos, pero nunca recobraría todo lo que había perdido.

Las oleadas de rabia amenazaban con reventar un vaso sanguíneo del cerebro de Rabban.

—Te mataré por esto. —Lo dijo con absoluta seguridad.

Abulurd contempló la cara de su hijo desencajada por el odio, un completo desconocido. Pese a todo lo que había hecho Rabban, después de tanta corrupción y maldad, Abulurd aún le recordaba como un niño travieso, aún recordaba cuando era un bebé en brazos de Emmi.

—No me matarás. —La voz de Abulurd era más fuerte de lo que había imaginado—. Por vil que seas, pese a las maldades que el barón te haya enseñado, no puedes cometer un acto tan atroz. Soy tu padre. Eres un ser humano, no una bestia.

Aquellas palabras desencadenaron la última avalancha de emociones incontroladas. Rabban cogió la garganta de su padre con ambas manos. Emmi chilló y se arrojó sobre su hijo psicótico, pero fue como intentar derribar un árbol. Las poderosas manos de Rabban apretaron y apretaron.

Los ojos de Abulurd se salieron de sus órbitas, y trató de defenderse con sus dedos partidos.

Los gruesos labios de Rabban se curvaron en una sonrisa. Aplastó la laringe de Abulurd y le rompió el cuello. Le soltó con una mueca de desagrado, y el cuerpo de su padre cayó al suelo de piedra, mientras los monjes y su madre chillaban.

—De ahora en adelante me llamarán Bestia.

Complacido con el nuevo nombre que había elegido, Rabban indicó a sus hombres que le acompañaran. Después volvieron a las naves.

97

Evitar morir no es lo mismo que «vivir».

Dicho Bene Gesserit

Hasta la habitación más tétrica del castillo de Caladan era una mejora comparada con el hospital, y Leto había sido trasladado a la exquisita suite Paulus. El cambio de lugar, pese a los recuerdos que despertaba, tenía la intención de contribuir a su recuperación.

Pero cada día parecía el mismo, gris, interminable y desesperado.

—Han llegado miles de mensajes, mi duque —dijo Jessica con forzada alegría, aunque su corazón sufría por él. Utilizó el toque mínimo de Voz manipuladora. Señaló las tarjetas, cartas y cubos de mensaje que descansaban sobre una mesa cercana. Ramos de flores fragantes adornaban la habitación, combatían los olores de los medicamentos. Algunos niños habían hecho dibujos para el duque—. Vuestro pueblo sufre con vos.

El cuerpo quemado y mutilado de Rhombur continuaba conectado a un módulo de mantenimiento vital en el hospital. El príncipe todavía se aferraba a la vida, aunque habría estado mejor en el depósito de cadáveres. Sobrevivir así era peor que la muerte.

Al menos, Victor está en paz. Y Kailea también.
Sólo sentía pena por ella, repugnancia por lo que había hecho.

Leto volvió la cabeza en dirección a Jessica. Su rostro expresaba una profunda tristeza.

—¿Los médicos han hecho lo que les ordené? ¿Estás segura?

Bajo estrictas órdenes de Leto, el cadáver de su hijo había sido puesto en suspensión criogénica en el depósito de cadáveres. Era una pregunta que hacía cada día. Daba la impresión de que olvidaba la respuesta.

—Sí, mi duque, lo han hecho. —Jessica alzó un paquete que había enviado uno de sus súbditos, con la intención de apartar su mente del insoportable dolor—. Es de una viuda del continente oriental. Dice que su marido era funcionario a vuestro servicio. Fijaos en la holofoto. Ella sostiene una placa que le disteis, en honor a los servicios que su marido había prestado a la Casa Atreides. Ahora, sus hijos ansían trabajar para vos. —Jessica acarició su hombro, y después tocó el sensor que desconectaba la holofoto—. Todo él mundo desea que os recuperéis.

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