Dune. La casa Harkonnen (77 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

El nervudo maestro Jamo Reed, aunque endurecido por la vigilancia de su isla-prisión durante años, no podía dejar de llorar. Meneó la cabeza.

—Si los estudiantes de Ginaz mueren, debería suceder durante el adiestramiento, nunca a manos de asesinos.

Ginaz había presentado protestas oficiales, proferido insultos y censuras elegantes, pero nada de eso había impresionado al vizconde Hundro Moritani. Nunca había compensado de manera satisfactoria sus brutales ataques contra Ecaz. El Landsraad y el emperador estaban deliberando sobre la mejor forma de reaccionar, y los líderes de muchas Grandes Casas viajaban a Kaitain para hablar con el Consejo. Pero nunca habían ido más allá de censuras, multas y reprimendas, incluso con un «perro loco» como el vizconde.

Los grumman creían que siempre podían salirse con la suya.

—Me siento… violado —dijo Jeh-Wu, con los rizos colgando desordenadamente—. Nadie había osado jamás hacer algo semejante a un maestro espadachín.

El afectado Whitmore Bludd se sentó muy tieso y jugueteó con los volantes de su camisa y los pesados gemelos.

—Propongo que demos el nombre de los estudiantes asesinados a seis de nuestras islas. La historia recordará el cobarde crimen, y honraremos a los seis.

—¿Honor? —Riwy Dinari dio una palmada en la mesa y las espadas tintinearon—. ¿Cómo puedes utilizar esa palabra en este contexto? Anoche estuve tres horas junto a la cámara funeraria de Jool-Noret, rezando y preguntando qué haría él en una situación parecida.

—¿Y te contestó? —Jeh-Wu se levantó con el entrecejo fruncido y fue a mirar por la ventana, hacia el espaciopuerto y los arrecifes espumeantes—. Jool-Noret no dio lecciones a nadie, ni siquiera en vida. Se ahogó en una marejada y sus discípulos intentaron emularle. Si Noret no ayudó a sus seguidores más próximos, menos nos ayudará a nosotros.

Bludd resopló, como ofendido.

—El gran hombre enseñaba mediante el ejemplo. Una técnica muy válida para los que son capaces de aprender.

—Y tenía honor, como los antiguos samuráis —dijo Dinari—. Después de decenas de miles de años, nos hemos vuelto menos civilizados. Hemos olvidado.

Mord Cour miró al obeso maestro.

—Estás olvidando la historia, Dinari. Puede que los samuráis tuvieran honor, pero en cuanto los británicos llegaron a Japón con cañones, los samuráis se extinguieron al cabo de una generación.

Jamo Reed alzó la vista, con el rostro enjuto desolado bajo la capa nevada de pelo enmarañado.

—Por favor, no peleemos entre nosotros, o los grumman nos habrán vencido.

Jeh-Wu resopló.

—Ya han…

Un alboroto en la puerta les interrumpió. Se volvió, y los otros cuatro maestros se pusieron en pie, sorprendidos.

Duncan Idaho y Hiih Resser, sucios y desaliñados, apartaron a empellones a tres empleados uniformados que intentaban cerrarles el paso e irrumpieron en la sala, apaleados y cojeantes, pero todavía con fuego en los ojos.

—¿Llegamos tarde? —preguntó Resser con una sonrisa torcida.

Jamo Reed corrió para abrazar a Duncan, y luego a Resser.

—¡Estáis vivos, hijos míos!

Hasta Jeh-Wu esbozó una sonrisa de asombro y alivio en su cara de iguana.

—Un maestro espadachín no debe decir perogrulladas —comentó, pero Jamo Reed no le hizo caso.

La mirada de Duncan se iluminó cuando vio la espada del viejo duque sobre la mesa semicircular. Avanzó un paso y miró la sangre que manaba de un corte en la espinilla izquierda y empapaba la pernera de sus pantalones.

—Resser y yo no hemos estudiado demasiado durante los últimos días, pero hemos puesto en práctica los conocimientos adquiridos.

Resser apenas podía tenerse en pie, pero Duncan le sostuvo. Después de beber vasos de agua que Mord Cour les dio, explicaron que habían saltado por la borda en alta mar, que nadaron y se ayudaron mutuamente para alejarse del gran barco oscuro. Habían permanecido a flote durante horas, gracias a todo lo aprendido durante ocho años de riguroso entrenamiento. Procuraron guiarse por las estrellas, hasta que por fin las olas y las corrientes les transportaron hasta una de las numerosas islas, civilizada, por suerte. Allí habían obtenido primeros auxilios y ropa seca, así como transporte.

Aunque la odisea había afectado en parte a su buen humor, Resser aún logró levantar la barbilla.

—Querríamos solicitar oficialmente un aplazamiento de nuestros exámenes finales, señores…

—¿Un aplazamiento? —Preguntó Jamo Reed, otra vez con lágrimas en los ojos—. Sugiero una dispensa. No cabe duda de que este par ha demostrado su valía a nuestra entera satisfacción.

Whitmore Bludd, indignado, tironeó de sus volantes.

—Hay que seguir las formas.

El viejo Mord Cour le miró con escepticismo.

—¿Acaso los grumman no nos han enseñado la estupidez de obedecer las normas ciegamente?

Los otros cuatro maestros se volvieron hacia Riwy Dinari para conocer su opinión.

Por fin, el corpulento maestro se puso en pie y miró a los desaliñados estudiantes. Señaló la espada del viejo duque y el cuchillo ceremonial moritani.

—Idaho, Resser, ceñid vuestras armas.

Los maestros cogieron sus armas. Duncan levantó la espada del viejo duque, y Resser el cuchillo. Los cinco maestros formaron un círculo, incluyendo a los dos estudiantes, y extendieron sus hojas hacia el centro, una sobre otra.

—Apoyad las puntas sobre las demás —dijo Mord Cour.

—Ahora sois maestros espadachines —anunció Dinari con su paradójica vocecilla. El hombretón envainó la espada, se quitó el pañuelo rojo y lo anudó a la cabeza de Duncan. Jamo Reed ciñó el suyo al pelo rojo de Resser.

Después de ocho años, la oleada de triunfo y alivio estuvo a punto de costarle a Duncan un desmayo, pero inmovilizó sus piernas con esfuerzo y siguió de pie. Resser y él se estrecharon las manos para celebrar su triunfo, teñido de tragedia. Duncan ardía en deseos de regresar a Caladan.

No te he fallado, duque Leto.

Entonces oyeron un sonido como el del aire al desgarrarse, una sucesión de estallidos sónicos de una nave que penetraba en la atmósfera. Inesperadas sirenas se dispararon desde los arrecifes que rodeaban la isla central. Mucho más cerca, una explosión resonó en las paredes de los edificios de la administración.

Los maestros corrieron hacia el balcón que dominaba el complejo. Nubes de humo se elevaban de dos islas cercanas, al otro lado del canal.

—¡Naves acorazadas! —dijo Jamo Reed. Duncan vio formas negras depredadoras que descendían para lanzar su carga de explosivos, y luego se alejaban.

Jeh-Wu bramó, mientras se mesaba el pelo.

—¿Quién osaría atacarnos?

Para Duncan, la respuesta era evidente.

—La Casa Moritani no ha terminado todavía con nosotros.

—Se opone a toda guerra civilizada —dijo Riwy Dinari—. No la han declarado, no han seguido las formas prescritas.

—Después de lo que han hecho a Ecaz, y a nosotros, ya sabemos que al vizconde Moritani se le dan una higa las normas —dijo Resser, asqueado—. No entendéis cómo funciona su mente.

Estallaron más bombas.

—¿Dónde está nuestra defensa antiaérea? —Whitmore Bludd parecía más irritado que indignado—. ¿Dónde están nuestros tópteros?

—Nadie había atacado nunca la Escuela de Ginaz —dijo Jamo Reed—. Somos neutrales en política. Nuestra escuela sirve a todas las Casas.

Duncan comprendió que sus normas, reglas y estructuras habían cegado a los maestros. ¡Arrogancia! Nunca habían sido conscientes de sus puntos vulnerables, pese a lo que enseñaban a sus estudiantes.

Dinari apoyó unos prismáticos contra los pliegues de grasa de su cara, sin dejar de lanzar invectivas. Enfocó las lentes de aceite y, sin hacer caso de la nave acorazada que volvía, examinó la orilla de la isla administrativa.

—Comandos enemigos han invadido la orilla, están aterrizando frente al espaciopuerto. Se acercan con artillería portátil.

—Habrán llegado en submarino —dijo Jeh-Wu—. No se trata de un ataque improvisado. Llevan mucho tiempo preparándolo.

—Esperaban una excusa —añadió Reed, con ceño.

Las naves atacantes se acercaron más, delgados platillos negros cuyos escudos defensivos brillaban.

Para Duncan, los maestros parecían indefensos, casi patéticos, ante esta situación inesperada. Sus ejercicios hipotéticos eran muy diferentes de la realidad. Cogió la espada del viejo duque.

—Esas naves no llevan tripulación, están fabricadas para lanzar bombas y artefactos incendiarios —dijo Duncan con frialdad, mientras una lluvia de bombas caía desde los platillos. Los edificios situados a lo largo de la orilla se incendiaron.

Los orgullosos maestros gritaron y salieron corriendo del balcón, con Duncan y Resser entre ellos.

—¡Hemos de llegar a nuestros puestos de guardia, procurar organizar la defensa! —gritó Dinari.

—El resto de los nuevos licenciados está en el espaciopuerto —recordó Resser—. Podrán ayudarnos.

Jamo Reed, Mord Cour y Jeh-Wu, desorientados pero intentando recuperarse, sobre todo delante de los despavoridos funcionarios y administradores, corrieron por el pasillo principal, mientras Riwy Dinari demostraba la velocidad con que podía mover su voluminoso cuerpo. Bajó a toda prisa por una escalera y saltó de rellano en rellano. Whitmore Bludd le seguía.

Después de intercambiar una rápida mirada, Duncan y Resser siguieron a los dos maestros que habían utilizado la escalera. Una explosión cercana sacudió el edificio administrativo, y los dos jóvenes se tambalearon, pero siguieron adelante. El ataque continuaba en el exterior.

Los nuevos maestros atravesaron una puerta y entraron en el vestíbulo central, donde se reunieron con Dinari y Bludd. Duncan vio a través de las ventanas de plaz los edificios que ardían fuera.

—Hemos de llegar a vuestro centro de mando —dijo a sus mayores—. Necesitamos armas para luchar. ¿Hay tópteros de ataque en el espaciopuerto?

Resser empuñó su cuchillo ceremonial.

—Yo lucharé aquí mismo, si se atreven a enviar a alguien contra nosotros.

Bludd parecía nervioso. Había dejado caer su capa en la escalera.

—No se conformarán con eso. ¿Cuál es su objetivo? ¡La cámara, por supuesto! —Señaló un ataúd negro situado sobre una plataforma que dominaba el vestíbulo—. Los restos de Jool-Noret, el objeto más sagrado de todo Ginaz. No hay peor insulto para nosotros. —Se volvió hacia su enorme compañero con la cara congestionada—. Sería como si los grumman nos hubieran disparado al corazón.

Duncan y Resser se miraron, perplejos. Conocían las historias sobre el legendario guerrero, pero enfrentados a este ataque sanguinario, las bombas que estallaban, los chillidos de los civiles que corrían en busca de refugio en las calles de la isla, a ninguno de los dos les importaba demasiado la antigua reliquia.

Dinari cruzó el vestíbulo como una nave de batalla, a toda velocidad.

—¡A la cámara! —gritó. Bludd y los demás intentaron alcanzarle.

La famosa cámara mortuoria estaba rodeada de plaz blindado transparente y un campo Holtzman. Los dos maestros, olvidando toda presunción de arrogancia, subieron la escalera corriendo y apoyaron la palma contra un panel de seguridad. El escudo se desvaneció y las barreras de plaz blindado se levantaron.

—Cargaremos el sarcófago —gritó Bludd a Duncan y Resser—. Hemos de conservarlo a salvo. Es la mismísima alma de la Escuela de Ginaz.

Sin dejar de mirar alrededor, por si aparecían atacantes, Duncan balanceó la espada del viejo duque.

—Coged la momia si queréis, pero daos prisa.

Resser se plantó a su lado.

—Hemos de salir de aquí y encontrar naves para contraatacar.

Duncan confiaba en que los demás defensores de Ginaz ya habrían reaccionado contra los atacantes.

Mientras los maestros de mayor edad, ambos hombres robustos, levantaban el ataúd adornado y lo trasladaban hacia la dudosa seguridad del exterior, Duncan y Resser les abrieron paso. Fuera, los platillos negros continuaban lanzando su lluvia indiscriminada de bombas.

Un tóptero con el distintivo de la escuela aterrizó en la plaza, delante del edificio administrativo. Plegó las alas aun antes de que los motores dejaran de zumbar. Media docena de maestros saltaron del aparato, vestidos con monos y pañuelos rojos, con rifles láser colgados del hombro.

—¡Tenemos el cuerpo de Noret! —Gritó con orgullo Bludd, y pidió ayuda por gestos—. Venid enseguida.

Soldados con el uniforme amarillo de Moritani atravesaron la plaza corriendo. Duncan gritó una advertencia, y los maestros dispararon contra los atacantes. Los soldados respondieron con sus armas. Dos maestros resultaron alcanzados, incluido Jamo Reed. Cuando una bomba lanzada desde el aire estalló, Mord Cour cayó al suelo, herido en los brazos y el torso por fragmentos de piedra que habían salido disparados. Duncan ayudó al instructor a ponerse en pie y lo metió en el tóptero.

Cuando Cour entró, un atacante golpeó a Duncan en las piernas. El joven maestro cayó al suelo, rodó y se puso en pie de un brinco. Antes de que pudiera extender su espada, una mujer grumman con un
gi
amarillo de artes marciales se zambulló bajo su guardia y le atacó con cuchillos como garras fijos a sus dedos. Como no podía utilizar la espada a una distancia tan escasa, cogió a la atacante de su largo pelo y tiró hacia atrás con violencia, hasta que oyó el cuello partirse. La asesina se desplomó inerte.

Más grumman convergieron sobre el tóptero.

—¡Id! —Gritó Resser—. ¡Llevaos el maldito ataúd!

Duncan y él se enfrentaron a otro enemigo.

Un hombre barbudo cargó con una lanza eléctrica, pero Duncan esquivó el golpe y saltó a un lado. Su mente se aceleró cuando sus ocho años de entrenamiento le proporcionaron la respuesta correcta. La rabia amenazó con dominarle al recordar a los estudiantes asesinados a bordo del barco oscuro. Sus retinas ardían con las vividas imágenes de las bombas, el fuego y los inocentes asesinados.

Pero recordó la advertencia de Dinari:
con la ira llega el error
. En un instante se decantó por una reacción fría, casi instintiva. Con la fuerza de su voluntad, Duncan Idaho golpeó con dedos de acero al hombre en el pecho y le destrozó el corazón.

Entonces, un joven cauteloso se apartó de la refriega, delgado y musculoso, con su muñeca derecha enyesada. Trin Kronos. El grumman aferraba una katana de hoja acerada en la mano sana.

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