Read Dune. La casa Harkonnen Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
Duncan inspiró lentamente y se concentró en el desafío.
—Esto será una demostración de vuestro arte —dijo Bludd, mientras recorría la sala con sus botas negras—. Es el delicado ballet del combate personal. El objetivo consiste en tocar las más veces posibles a vuestro contrincante sin herirle.
El maestro cogió su sombrero y se lo encasquetó.
Indicó rectángulos de combate marcados en el suelo de parquet.
Duncan no tardó en derrotar a tres contrincantes, en teoría fáciles, pero su cuarto adversario, Iss Opru (un hábil estilista de Al Dhanab), resultó un rival difícil. Aun así, no estaba lo bastante versado en técnicas ofensivas como en defensivas, y Duncan le venció por un solo punto.
En un rectángulo de combate cercano, un estudiante cayó de rodillas, sangrando por una herida en el costado. Los ayudantes se apresuraron a sacarle en una litera. Su oponente, un terrazi de pelo largo hasta los hombros, contempló su espada a la espera del castigo. Whitmore Bludd le arrebató la espada y le azotó la espalda, como si fuera un látigo de metal.
—Ambos sois una desgracia para vuestra escuela, él por dejarse herir y tú por no saber contenerte.
El terrazi se encaminó sin rechistar hacia el banco de los perdedores.
Dos sirvientes con librea, los primeros que Duncan veía, se precipitaron a limpiar la sangre y pulir el parquet, en preparación para el siguiente combate. La lucha continuó.
Duncan Idaho, junto con Resser y otros dos finalistas sudorosos, esperaba jadeante en el centro de la sala. Frustrados e incómodos, habían llegado a detestar sus extravagantes atuendos, pero hasta el momento ninguno de los finalistas había recibido ni un arañazo, y sus ropas continuaban incólumes.
—¡Idaho y Resser, venid aquí! ¡Eddin y al-Kaba, allí! —gritó el maestro Bludd, indicando sus respectivos rectángulos de combate.
Los estudiantes tomaron posiciones. Resser miró a Duncan, más como contrincante que como amigo. Duncan se agachó, flexionó las rodillas y se balanceó sobre los talones. Se inclinó con el brazo algo doblado, extendió la espada hacia Resser y le dedicó un breve saludo. El pelirrojo grumman le imitó, con expresión confiada. Se habían batido muchas veces con uniforme de protección, provistos de otras armas, siempre muy igualados. La velocidad de Duncan solía compensar la estatura y alcance superiores del larguirucho Resser. Sin embargo, ahora debían obedecer las reglas de esgrima de Bludd, sin infligir ni recibir arañazos, ni siquiera estropear los costosos y anacrónicos atuendos.
Duncan no dijo nada, balanceándose sobre sus pies. La flexible espada hablaría por él. El sudor empapaba su pelo negro bajo el sombrero de fieltro y la ridícula pluma de pavo. Clavó la vista en su pecoso contrincante.
—
En Garde
—dijo Bludd. Sus ojos azules destellaron cuando alzó la espada.
A la señal de inicio, Resser se lanzó hacia adelante. Duncan desvió la espada de su enemigo con un sonido de campanas cantarinas, dio medio paso a la derecha y respondió con una estocada precisa, que el alto grumman desvió con pericia. Las espadas entrechocaron con estrépito.
Los dos hombres estaban sudorosos y jadeantes, con el rostro inexpresivo mientras se movían dentro de los límites marcados en el parquet. Hasta el momento, Resser no había hecho nada extraño, como de costumbre. Duncan confiaba valerse de esa característica para derrotar a su adversario.
Como si leyera los pensamientos de su amigo, de pronto el pelirrojo atacó con la furia de un guerrero poseído, tocó una, dos veces a Duncan, con cuidado de no herirlo, pero también confiado en que Duncan presentaría una defensa perfecta.
Duncan nunca había visto tal energía en su amigo, y esquivó con esfuerzo una serie de estocadas bien dirigidas. Retrocedió, a la espera de que Resser se cansara. El sudor resbalaba por sus mejillas.
No obstante, Resser insistió en su frenético ritmo, como bajo la influencia de un estimulante. Sus espadas entrechocaron de nuevo. Duncan no podía desviar su atención ni un ápice para observar los progresos de la otra pareja, pero oyó un grito y un último entrechocar de espadas, señal de que los otros dos contendientes habían finalizado.
El maestro Bludd dedicó toda su atención al enfrentamiento entre Duncan y Resser.
La punta del pelirrojo le tocó en la camisa acolchada, y segundos después en la frente. Resser iba acumulando puntos, sin dejar arañazos, según mandaban las normas. Cuatro puntos, y con cinco ganaría el envite.
Si hubiera sido un duelo a muerte, ya estaría muerto.
Bludd, como un ave de presa a la espera de un festín, vigilaba cada movimiento.
Bajo la presión de Resser, dio la impresión de que los músculos de Duncan le atenazaban e impedían poner en práctica sus habilidades acostumbradas. Miró la espada que empuñaba en la mano derecha y buscó recursos y energía en su interior, para luego recurrir a todo cuanto había aprendido en los siete años de adiestramiento en Ginaz.
Lucho por la Casa Atreides. Puedo ganar.
Resser bailaba a su alrededor y le ponía en ridículo. Duncan disminuyó la velocidad de su respiración, así como la de los latidos de su corazón.
Maximiza el chi
, pensó, y vio en su mente la energía que fluía por senderos precisos de su cuerpo.
Debo llegar a ser un maestro espadachín consumado para defender a mi duque. No quiero hacer sólo una bonita exhibición para complacer a mis instructores.
Resser no logró ningún punto más, pues Duncan le esquivaba. El
chi
aumentó, acumuló presión, a la espera del momento preciso en que debería liberarse. Duncan concentró la energía y la dirigió a un objetivo preciso…
Y atacó. Confundió al larguirucho pelirrojo con movimientos sintetizados de diferentes técnicas de lucha. Giró sobre sí mismo, lanzó patadas, utilizó su mano libre como un arma. Por un momento ambos se salieron de los límites del rectángulo. Duncan atacó de nuevo. Un puñetazo a la sien de Resser, que le voló el sombrero, una patada al estómago, y todo sin derramar sangre.
Resser, aturdido, cayó al suelo. Duncan alejó la espada de su rival de una patada, saltó sobre él y apoyó la punta de su arma en la garganta del grumman.
¡Victoria!
—¡Dioses del averno! ¿Qué estás haciendo? —El maestro Bludd apartó a Duncan de un empellón—. ¡Patán! —Tiró a un lado la espada y abofeteó dos veces a Duncan—. ¡Esto no es una pelea callejera, idiota! Hoy estamos practicando la esgrima de los mosqueteros.
Duncan se frotó la cara. En el calor del combate había luchado por la supervivencia, sin hacer caso de las frívolas restricciones impuestas por el instructor.
Bludd abofeteó a Duncan varias veces más, cada vez con más fuerza, como si el estudiante le hubiera insultado. Resser no paraba de protestar.
—No pasa nada. No estoy herido. Ha demostrado su superioridad y no he sabido defenderme. Duncan retrocedió, humillado. La rabia de Bludd no se apaciguó.
—Tal vez pienses que eres el mejor estudiante de la clase, Idaho, pero para mí eres un fracaso.
Duncan se sentía como un niño pequeño, acorralado en un rincón por un adulto provisto de un cinturón. Quiso revolverse, plantarle cara a aquel hombre de aspecto ridículo, pero no se atrevió.
Recordó que el colérico Trin Kronos había utilizado el mismo razonamiento con el obeso maestro Riwy Dinari.
Si os ceñís a reglas absurdas, seréis derrotados por cualquier enemigo dispuesto a quebrantar las normas.
Su objetivo principal era defender a su duque de cualquier amenaza posible, no jugar a espadachines disfrazado.
—Piensa en el motivo de que seas un fracaso —tronó Whitmore Bludd—, y después me lo explicas.
Eso díselo a los soldados muertos del bando perdedor.
Duncan se estrujó los sesos. No quería ser un eco del malcriado Kronos, aunque su ideología se le antojaba más coherente que antes. Las normas podían ser interpretadas de manera diferente, según el propósito al que sirvieran. En algunas situaciones no existía el bien o el mal absoluto, sino simples puntos de vista. En cualquier caso, sabía lo que su instructor deseaba oír.
—Soy un fracaso porque mi mente es imperfecta.
Su respuesta pareció sorprender al hombre musculoso, pero una sonrisa estupefacta se formó poco a poco en el rostro de Bludd.
—Muy correcto, Idaho —dijo—. Ahora, vete allí con los perdedores.
Adivinanza: ¿El tiempo?
Respuesta: Una joya brillante multifacetada.
Adivinanza: ¿El tiempo?
Respuesta: Una piedra oscura, que no refleja ninguna luz visible.
Sabiduría fremen, de
El juego de las adivinanzas
Rhombur Vernius, con el baliset colgado del hombro por una correa de piel, descendía la senda empinada zigzagueante que conducía hasta la base del risco negro. El castillo de Caladan se cernía sobre la roca y extendía sus torres hacia los cúmulos y el cielo cerúleo. Una fuerte brisa acariciaba su cara.
En una de aquellas torres, su hermana pasaba demasiado tiempo cavilando. Cuando se detuvo para mirar atrás, vio a Kailea en su balcón. Agitó la mano a modo de saludo con forzada alegría, pero ella no respondió. Hacía meses que apenas se dirigían la palabra. Esta vez, sacudió la cabeza y decidió no permitir que sus desaires le molestaran. Las expectativas de su hermana no eran coherentes con su realidad.
Era un cálido día de primavera, y gaviotas grises sobrevolaban las cabrillas. Al igual que un pobre pescador, Rhombur vestía una camisa de manga corta a rayas azules y blancas, pantalones de pescador y gorra azul sobre su cabello rubio. A veces Tessia paseaba por la orilla con él, pero en otras ocasiones dejaba que reflexionara a solas.
El príncipe ixiano, preocupado por el mal genio de Kailea, bajó una escalera de madera que corría paralela al acantilado. Prestó atención a la parte resbaladiza, cubierta de musgo, de la senda. Era una ruta traicionera, incluso cuando hacía buen tiempo. Un paso en falso, y se precipitaría hacia las rocas. Arbustos verdes se aferraban a las grietas de la pared rocosa. El duque Leto, al igual que su padre antes que él, prefería dejar la senda tal como estaba, con un mantenimiento mínimo. «La vida de un líder no debería ser demasiado blanda», solían decir los Atreides varones.
En lugar de comentar sus preocupaciones a Tessia, Rhombur decidió relajarse en una barca, navegando solo y tocando el baliset. Como no confiaba en su talento musical, prefería practicar lejos de Caladan, donde ningún oído crítico podría escucharle.
Después de llegar al desembarcadero principal, bajó por una escalera de madera hasta un muelle donde una lancha a motor se mecía a merced del oleaje. Una insignia ixiana púrpura y cobre se destacaba en la proa, sobre letras que daban a la embarcación el nombre de su padre desaparecido:
Dominic.
Cada vez que Rhombur veía el nombre, soñaba con que su padre todavía estaba vivo, en algún lugar del Imperio. El conde de la Casa Vernius había desaparecido, y con el paso del tiempo toda esperanza de localizarle se había desvanecido. Dominic nunca había enviado una nota, no se había puesto en contacto con nadie.
Ha de estar muerto.
Rhombur dejó el instrumento sobre el muelle. Una cornamusa de la popa había perdido un tornillo, de manera que subió a bordo y abrió una caja de herramientas que guardaba en la cabina, donde encontró otro tornillo y un destornillador.
Le gustaba ocuparse del mantenimiento de su barca, y a veces le dedicaba horas de trabajo. Lijaba, pintaba, barnizaba, sustituía accesorios, instalaba nuevos aparatos electrónicos y accesorios de pesca. Todo era muy diferente de la vida regalada que había llevado en Ix. Cuando volvió al muelle y se ocupó de la sencilla reparación, Rhombur deseó ser el líder que su padre había sido.
Las probabilidades de eso eran prácticamente nulas.
Aunque Rhombur se había esforzado por ayudar a los misteriosos rebeldes de Ix, hacía más de un año que no recibía noticias de ellos, y le habían devuelto sin entregar embarques de armas y explosivos que les había enviado, pese a los sobornos pagados a los trabajadores. Ni siquiera los más cotizados contrabandistas habían conseguido pasar el material a la ciudad subterránea.
Nadie sabía lo que pasaba en Ix. C’tair Pilru, su principal contacto con los luchadores por la libertad, había enmudecido. Como Dominic, era muy posible que C’tair hubiera muerto y que la valiente revuelta hubiera resultado aplastada. Rhombur carecía de medios para saberlo, para romper la inexpugnable seguridad tleilaxu.
Rhombur oyó pasos en el muelle y se sorprendió al ver que su hermana se acercaba. Kailea llevaba un vestido dorado y plateado. Un broche de rubíes ceñía su pelo castañorrojizo. Rhombur observó que tenía las dos pantorrillas arañadas y amoratadas, y que el dobladillo del vestido estaba sucio de tierra.
—Tropecé en el sendero —explicó.
Debía de haber corrido tras él para alcanzarle.
—No sueles bajar a los muelles. —Rhombur forzó una sonrisa—. ¿Te gustaría pasear en barca conmigo?
Kailea negó con la cabeza.
—He venido a disculparme, Rhombur. Lamento haberme portado tan mal contigo. Te he evitado, apenas nos hemos visto.
—Y me has fulminado con la mirada —añadió el príncipe.
Los ojos esmeralda de Kailea centellearon, pero se contuvo a tiempo.
—Eso también.
—Disculpas aceptadas.
Terminó de asegurar la cornamusa y entró en la cabina del
Dominic
para guardar las herramientas. Ella le esperó en el muelle.
—Rhombur. —Kailea empezó con aquel tono quejumbroso que significaba que quería algo, aunque su cara sólo reflejaba inocencia—. Tessia y tú estáis tan unidos… Ojalá mi relación con Leto fuera igual.
—Las relaciones necesitan mantenimiento —dijo Rhombur—. Er, como esta barca. Con tiempo y cariño podrías arreglar vuestras diferencias.
La boca de Kailea se torció en una mueca.
—¿Es que no puedes influir más en Leto? Esto no puede seguir así eternamente.
—¿Influir más en Leto? Hablas como si quisieras deshacerte de él.
Su hermana no le dio una respuesta directa.
—Victor debería ser su heredero legal, no un bastardo sin apellido, sin título ni propiedades. Deberías decirle algo diferente a Leto, intentar otra cosa.
—¡Infiernos bermejos, Kailea! Lo he intentado cincuenta veces y de cincuenta maneras diferentes, y siempre recibo un «no» por respuesta. Por tu culpa es posible que haya perdido a mi mejor amigo.