Read Dune. La casa Harkonnen Online

Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen (56 page)

Liet apretó los labios, pero no entró en detalles. —Tengo mis motivos. Dominic no insistió.

Años antes, su padre se había sentido muy afectado por lo que había visto en Salusa Secundus, por las cicatrices del planeta que aún perduraban siglos después del holocausto. Liet necesitaba ir allí para comprender sus propias motivaciones y fijar el rumbo de su vida. Tal vez si pasaba una temporada en Salusa Secundus, entre las rocas escarpadas y las heridas sin cicatrizar, comprendería lo que había despertado en su padre el interés por la ecología.

El contrabandista estrechó la mano de Liet.

—Muy bien, trato hecho. ¿Cómo te llamabas?

—Para los forasteros, Weichih.

—De acuerdo, Weichih, si eres miembro de nuestro equipo tendrás que trabajar como los demás.

Dominic le guió hasta la rampa y luego al exterior.

Los contrabandistas sudaban y gruñían, faltos de aliento.

—Antes de que termine el día partiremos hacia Salusa Secundus.

63

Mira en tu interior y verás el universo.

Aforismo zensunni

Arrakis. Tercer planeta del sistema Canopus. Un lugar muy intrigante.

El Navegante de la Cofradía D’murr miraba a través de las ventanas de plaz de su cámara, un simple punto luminoso en el interior del gigantesco Crucero. Muy lejos de su nave, bajo un velo marrón de polvo azotado por el viento, estaba Arrakis, única fuente de melange que le permitía orientarse en los intrincados senderos del universo.

La especia me proporciona un inmenso placer.

Una diminuta lanzadera procedente del polo sur atravesó la atmósfera del planeta, se liberó de su atracción y llegó a la gran nave en órbita. Cuando la lanzadera amarró, una cámara de vigilancia mostró a D’murr un grupo de pasajeros que desembarcaba en las zonas comunitarias de atmósfera controlada del Crucero.

Aunque la tripulación se componía de muchas personas, D’murr, como Navegante, tenía que vigilar todo, en todo momento. Esta era su nave, su hogar y su lugar de trabajo, su responsabilidad.

En el interior de su cámara sellada, el siseo familiar del gas de melange anaranjado era apenas audible. Con su cuerpo tan deformado, D’murr jamás podría caminar por el planeta desierto, jamás podría abandonar, de hecho, la seguridad de su tanque. Pero sólo estar cerca de Arrakis le calmaba de una manera primaria. Con su cerebro de rango superior intentó desarrollar una analogía matemática para explicar esta sensación, pero no llegó a definirla.

Antes de entrar al servicio de la Cofradía, D’murr Pilru tendría que haber vivido más, cuando aún era humano. Pero ahora era demasiado tarde. La Cofradía se había apoderado de él con celeridad, de manera inesperada, en cuanto había superado el examen de ingreso. No había tenido tiempo para despedirse como habría debido, para dar por concluidos sus asuntos humanos.

Humano.

¿Qué definición abarcaba la palabra? La Bene Gesserit había pasado generaciones luchando con esa misma pregunta, con todos los matices, categorías intelectuales y emocionales, los logros exaltados, los errores garrafales. La forma física de D’murr se había alterado significativamente desde que había ingresado en la Cofradía, pero ¿hasta qué punto importaba eso? ¿Habían los demás Navegantes y él trascendido la condición humana, hasta convertirse en algo diferente por completo?

Aún soy humano. Ya no soy humano.
Escuchó sus propios pensamientos, turbados y vacilantes.

D’murr observó a los nuevos pasajeros mediante la cámara de vigilancia, hombres toscos embutidos en ropas oscuras, que entraban en el salón de pasajeros principal. Bolsas de viaje a suspensor flotaban detrás de ellos. Uno de los hombres, de facciones rubicundas, voluminoso bigote y cabeza afeitada, se le antojó familiar…

Todavía recuerdo cosas.

Dominic Vernius. ¿Dónde había estado todos estos años?

El Navegante emitió una orden con su diminuta boca en forma de V por el centelleante altavoz similar a un globo. La pantalla mostró los nombres de los pasajeros, pero ninguno le era conocido. El exiliado conde Vernius viajaba con nombre falso, pese a las promesas de absoluta confidencialidad de la Cofradía.

Sus acompañantes y él se dirigían a Salusa Secundus.

Sonó un timbre en el interior de la cámara de navegación. Todas las lanzaderas estaban aseguradas en sus amarraderos. Tripulantes de la Cofradía cerraron las escotillas de entrada y verificaron los motores Holtzman. Un ejército de expertos preparó el Crucero para su despegue de la órbita polar. D’murr apenas se dio cuenta.

Pensaba en los tranquilos días de Ix, la época bucólica que había pasado con sus padres y su hermano gemelo en el Gran Palacio del conde Vernius.

Desechos inútiles de la mente.

Como Navegante, efectuaba cálculos de orden superior y se divertía con matemáticas dimensionales. Pilotaba Cruceros llenos de pasajeros y mercancías a distancias inmensas.

Pero de pronto se descubría bloqueado, distraído, incapaz de funcionar. Su complejo cerebro perdía la concentración en mitad de preciosas ecuaciones. ¿Por qué su mente, los restos de su antiguo yo, insistían en reconocer a aquel hombre? Emergió una respuesta, como un ser que surgiera de las profundidades de un océano oscuro: Dominic Vernius representaba una parte importante del pasado de D’murr Pilru. Su pasado humano…

Quiero doblar el espacio.

En cambio, imágenes de un Ix desaparecido cruzaban por su mente: escenas del esplendor de la corte de Vernius con su hermano C’tair. Bonitas muchachas sonrientes, con trajes caros. Incluso la adorable hija del conde. Kailea. Su cerebro, lo bastante grande para abarcar el universo, era un almacén de todo cuanto él había sido, y de todo aquello en que se convertiría.

No he terminado de evolucionar.

Los rostros de las muchachas ixianas se alteraron, se transformaron en los ceñudos semblantes de sus instructores de la Escuela de Navegación de Empalme. Sus cámaras herméticas se agruparon a su alrededor, sus diminutos ojos oscuros le fulminaron por su fracaso.

¡He de doblar el espacio!

Para D’murr, esta era la experiencia sensual definitiva, de su cuerpo, mente y las múltiples dimensiones disponibles. Se había entregado a la Cofradía, del mismo modo que los sacerdotes y monjas de la antigüedad se habían entregado a Dios, renunciando a las relaciones sexuales.

Por fin, abandonó sus recuerdos humanos y se expandió para abarcar los sistemas estelares, para llegar a ellos y más allá. Mientras D’murr guiaba el Crucero a través del espacio doblado, la galaxia se convirtió en su mujer… y le hizo el amor.

64

Un estado de guerra incesante origina sus propias condiciones sociales, que han sido similares a lo largo de todas las épocas. Una de ellas es un estado de alerta permanente para repeler un ataque. Otra es el gobierno autocrático.

C
AMMAR
P
ILRU
, embajador ixiano en el exilio,
Tratado sobre la caída de gobiernos injustos

Para C’tair, los placeres de su vida con Miral Alechem duraron poco. Después de la holoproyección de Rhombur, se habían separado por motivos de seguridad y encontrado diferentes escondites donde vivir. Confiaban en aumentar las posibilidades de que uno de ellos, al menos, sobreviviera y continuara su importante tarea. Sólo se encontraban con regularidad para intercambiar miradas furtivas y palabras ahogadas en la cafetería donde ella trabajaba.

En una ocasión, sin embargo, cuando llegó a la hora acordada, había una mujer diferente sustituyendo a Miral en la cola de distribución de comida. Cogió su plato de materia vegetal cortada en tajadas y se sentó a la mesa que solían compartir.

C’tair vigiló la cola, pero Miral no apareció. Comió en un preocupado silencio. Por fin, cuando llevó los platos vacíos al lugar donde los obreros los lavaban para el turno siguiente, preguntó a una empleada de la cafetería:

—¿Dónde está la mujer que estaba aquí hace tres días?

—Se ha ido —fue la brusca respuesta. La mujer de cara cuadrada frunció el entrecejo—. ¿A ti qué te importa?

—No quería molestar.

Inclinó la cabeza y retrocedió un paso. Un guardia tleilaxu lo observaba. Sus ojos de roedor se entornaron, y C’tair se alejó con pasos cautelosos para no llamar más la atención.

Algo le había pasado a Miral, pero no se atrevía a insistir. No podía preguntar a nadie.

Cuando el guardia fue a hablar con la camarera, C’tair aceleró el paso lo suficiente para perderse entre la muchedumbre, después se desvió por un pozo lateral, descendió a los túneles de los suboides y corrió hasta perderse de vista. Intuía que algo terrible le estaba acechando.

Algo muy grave había sucedido. Habían capturado a Miral, y ahora C’tair volvía a estar solo, sin una resistencia organizada, sin alguien que le sirviera de tapadera y ayudara en su rebelión particular. Carente de recursos exteriores, ¿qué posibilidades tenía? ¿Se había engañado durante todos estos años?

Ya había trabajado solo antes, había disimulado sus emociones, pero ahora su corazón estaba henchido de deseo por ella. A veces deseaba no haberse enamorado de Miral, porque ahora su preocupación por la joven era constante. Pero en las horas tranquilas, solo en su cama, agradecía los momentos de amor compartidos.

Nunca volvió a verla viva.

Como avispas enfurecidas que protegieran una colmena, los tleilaxu tomaron medidas más represivas. Ejecutaron a miles de obreros basándose en simples sospechas, con el único pretexto de reforzar su reinado de terror. Pronto fue evidente que a los invasores les daba igual exterminar a toda la población ixiana. Podían hacer tabla rasa y traer a su propia gente: gholas, Danzarines Rostros, lo que quisieran.

Pronto, el espíritu de rebelión ixiano fue aplastado de nuevo. C’tair no había asestado un golpe desde hacía seis meses. Había escapado por poco de una trampa Sardaukar, y eso porque les había sorprendido con una pistola de dardos. Temeroso de que siguieran el rastro de sus huellas dactilares o pautas genéticas, vivía en el temor constante de ser arrestado.

Las cosas no mejoraron.

Después de proyectar el mensaje del príncipe Rhombur, las comunicaciones con el exterior habían sido cortadas con más celo que antes. No se permitía la entrada de observadores ni mensajes. Todos los capitanes de embarque independientes y obreros de transporte eran rechazados. No tenía la menor posibilidad de enviar un mensaje a Rhombur en su exilio de Caladan. Ix se convirtió en poco más que una caja negra que producía tecnología para los clientes de la CHOAM. Bajo la supervisión tleilaxu, casi toda la producción era de calidad inferior y las cancelaciones eran frecuentes, lo cual había afectado de manera adversa a los ingresos derivados de las ventas. Un pequeño consuelo para C’tair.

Aislado de nuevo, era incapaz de encontrar aliados, incapaz de robar el equipo que necesitaba. Sólo le quedaban unos cuantos componentes en su nuevo escondrijo, tal vez suficientes para utilizar su transmisor rogo una o dos veces más. Enviaría una desesperada petición de ayuda a su etéreo hermano.

Al menos, C’tair se juró que alguien debía saber lo que estaba sucediendo en Ix. Miral Alechem había sido su único destello de amistad o ternura, y había desaparecido de su vida. Temía que le hubiera ocurrido lo peor…

Tenía que transmitir su mensaje, tenía que encontrar un oyente. Pese a su entusiasmo, Rhombur no había hecho gran cosa. Tal vez D’murr, con sus talentos de Navegante de la Cofradía, podría localizar al desaparecido conde de Ix, Dominic Vernius…

Las ropas sucias de C’tair olían a grasa y sudor. Hacía mucho tiempo que su cuerpo no disfrutaba de un buen descanso o una comida decente. Hambriento, se acurrucó al fondo de un contenedor blindado que albergaba cajones herméticos de cronómetros ixianos rechazados, objetos para medir el tiempo que podían ser programados para funcionar en cualquier planeta del Imperio. Habían apartado los instrumentos para calibrarlos de nuevo, y habían acumulado polvo durante años. Los tleilaxu no estaban interesados en juguetes tecnológicos frívolos.

Trabajando a la tenue luz de un globo, C’tair volvió a montar los componentes de su transmisor rogo. Sentía el hielo del miedo en la sangre, no por la posibilidad de que los detectives tleilaxu le descubrieran, sino por temor a que el rogo no funcionara. Había transcurrido un año desde que intentara utilizar el aparato de comunicación, y este era su último juego de varillas de cristal de silicio.

Secó una gota de sudor de su pelo e introdujo las varillas en el receptáculo. El baqueteado transmisor había sido reparado muchas veces. Cada vez que lo utilizaba, C’tair forzaba los sistemas hasta el límite.

Cuando eran jóvenes, su gemelo y él habían compartido una relación perfecta, una complicidad fraterna que les había permitido terminar las frases del otro, mirarse desde un extremo a otro de una habitación y saber lo que el otro estaba pensando. A veces, su deseo de recuperar aquella empatía era casi insoportable.

Desde que D’murr se había convertido en Navegante, los hermanos se habían ido distanciando cada vez más. C’tair había hecho lo imposible por mantener aquel frágil vínculo, y el transmisor rogo permitía que las dos mentes encontraran un terreno común. Pero el rogo iba fallando con el paso de los años, y estaba a punto de desmoronarse por completo… al igual que C’tair.

Introdujo la última varilla, apretó la mandíbula y activó la fuente de energía. Confiaba en que las paredes blindadas del contenedor impidieran cualquier filtración que los escáneres tleilaxu pudieran detectar. Después de activar los discos explosivos, dos años antes, ya no contaba con una habitación a prueba de escáneres. Como resultado, el peligro que corría aumentaba día tras día.

El comandante Garon y sus Sardaukar le estaban buscando, y a otros como él, estrechaban el cerco, se acercaban cada vez más.

C’tair apretó los receptores contra el cráneo y aplicó una capa de gel para mejorar el contacto. Intentó establecer una conexión mental con D’murr, buscó las pautas mentales que en otro tiempo habían sido idénticas a las suyas. Aunque todavía compartían un origen común, D’murr había cambiado mucho… hasta el punto de que los gemelos casi eran ahora miembros de especies diferentes.

Sintió un cosquilleo en su conciencia, y después un sorprendido pero perezoso reconocimiento.

Other books

Collateral Damage by Dale Brown
Bayou My Love: A Novel by Faulkenberry, Lauren
Who Needs Mr Willoughby? by Katie Oliver
Waking Elizabeth by Eliza Dean
Queens of All the Earth by Hannah Sternberg
The Cotton Queen by Morsi, Pamela
La abuela Lola by Cecilia Samartin