Dune. La casa Harkonnen (52 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

—Debéis rebelaros y derrotar a vuestros opresores. No tienen derecho a daros órdenes ni a manipular vuestras vidas. Acabad con esta enfermedad llamada Bene Tleilax. Uníos y utilizad los medios necesarios para…

Las palabras de Rhombur se interrumpieron cuando alguien manipuló los controles del complejo administrativo principal, pero la voz del príncipe continuó, insistente:

—… volveré. Sólo espero el momento oportuno. No estáis solos. Mi madre fue asesinada. Mi padre ha desaparecido del Imperio. Pero aún quedamos mi hermana y yo, y vigilo Ix. Mi intención es…

La imagen de Rhombur se desdibujó y al final desapareció. Una oscuridad más negra que la noche se hizo en la gruta. Los tleilaxu habían preferido desconectar todo el cielo antes que permitir que el príncipe Rhombur terminara su discurso.

Pero C’tair y Miral seguían sonriendo en la penumbra. Rhombur había hablado lo suficiente, y sus oyentes imaginarían más de lo que el príncipe exiliado habría podido decir.

Al cabo de pocos segundos, se encendieron globos luminosos, luces de emergencia que brillaron como soles dentro de la caverna. Sonaron alarmas, pero los ixianos ya estaban charlando entre sí, entusiasmados. Atribuían las explosiones al poder del príncipe Rhombur Vernius. Habían visto las constantes interrupciones en las actividades, y el discurso proyectado era el gesto más importante. Era verdad, pensaban. ¡Hasta era posible que el príncipe Rhombur se paseara entre ellos, disfrazado! La Casa Vernius regresaría y expulsaría a los malvados tleilaxu. Rhombur devolvería la felicidad y la prosperidad a Ix.

Hasta los suboides estaban alegres. Con amarga ironía, C’tair recordó que aquellos obreros fruto de la bioingeniería eran también responsables de la caída del conde Vernius. Su estúpido descontento, combinado con su credulidad en las promesas de los tleilaxu, había provocado el golpe de estado.

A C’tair le daba igual. Aceptaría cualquier aliado que quisiera luchar.

Las tropas Sardaukar irrumpieron y ordenaron que todos volvieran a sus casas. Altavoces atronadores decretaron medidas enérgicas y la ley marcial. Las raciones serían reducidas a la mitad y los turnos de trabajo aumentarían. Los tleilaxu ya lo habían hecho muchas veces antes.

C’tair siguió a Miral y los demás y bajó desde las vigas del Crucero hasta la seguridad del suelo de la caverna. Cuanto más oprimían los invasores, más se indignaban los ixianos, hasta que llegarían al punto de erupción.

El comandante Cando Garon, jefe de las fuerzas imperiales en Ix, dio órdenes en un proyector de voz con lenguaje de batalla. Los Sardaukar dispararon al aire para asustar a los trabajadores. C’tair se movió entre sus compañeros y permitió que le condujeran hasta una zona de arresto temporal. Algunos serían detenidos al azar e interrogados, pero nadie podría demostrar su implicación, ni la de Miral. Aunque los dos fueran ejecutados por esto, sus hazañas habían valido la pena.

C’tair y Miral, separados en la multitud, obedecieron las órdenes iracundas de los guardias Sardaukar. Cuando C’tair oyó que los obreros repetían entre susurros las palabras de Rhombur Vernius, su alegría y confianza llegaron al máximo.

Algún día, muy pronto, Ix sería devuelto a su pueblo.

57

Los enemigos te fortalecen, los aliados te debilitan.

Emperador E
LROOD
IX,
Pensamientos en el lecho de muerte

Después de recuperarse de los azotes, Gurney Halleck trabajó durante dos meses con una sensación de terror, peor que el experimentado en los pozos de esclavos. Una fea cicatriz rojiza corría a lo largo de su mandíbula, y todavía le dolía. Aunque la herida había cicatrizado, los residuos tóxicos aún latían con un fuego neural, como si un rayo intermitente estuviera sepultado dentro de su mejilla y mandíbula.

Pero sólo era dolor. Gurney podía soportarlo. Las heridas físicas significaban muy poco para él. Se habían convertido en parte de su existencia.

Estaba más aterrado por el hecho de que el castigo hubiese sido tan mínimo, después de atacar a Glossu Rabban. El fornido Harkonnen le había azotado, y los guardias le habían dado una paliza a continuación, de modo que estuvo ingresado tres días en la enfermería, pero había sufrido peores castigos por infracciones mucho menores. ¿Qué le estaban reservando?

Recordaba el brillo de calculada crueldad en los ojos de Rabban. «Investiga los archivos, averigua de dónde es. Y si le queda algún familiar con vida». Gurney temía lo peor.

Pasaba los días como un autómata junto con los demás esclavos, cada vez más impaciente y con un nudo de miedo en el estómago. Trabajaba unos días en los riscos del monte Ebony y otros en los tanques de procesamiento de la obsidiana. Naves de carga aterrizaban cerca de la guarnición y los pozos de esclavos, y se llevaban contenedores llenos de cristal volcánico que sería entregado a la Casa Hagal.

Un día, un par de guardias le sacaron bruscamente de los tanques. Semidesnudo, derramando gotas del líquido aceitoso sobre los uniformes de los guardias, Gurney fue conducido a empellones hasta la plaza donde Glossu Rabban había inspeccionado a los prisioneros, donde Gurney le había atacado.

Vio una plataforma baja y, delante de ella, una silla. Ni cadenas ni cuerdas de hilo shiga… sólo la silla. Se asustó. No tenía ni idea de lo que se avecinaba.

Los guardias le sentaron en la silla y luego se retiraron. Un médico de la enfermería estaba en posición de firmes cerca, y un grupo de soldados Harkonnen entró en la plaza. Los demás esclavos continuaban trabajando en los pozos y tanques, y Gurney comprendió que le aguardaba un espectáculo reservado en exclusiva para él. Lo cual hacía que la situación fuera infinitamente peor.

Cuanto más demostraba Gurney su nerviosismo, más placer obtenían los soldados al negarse a contestarle. Guardó silencio, mientras el espeso líquido de procesado formaba una frágil película sobre su piel.

El médico se acercó, sujetando un pequeño frasco amarillo provisto de una diminuta aguja en un extremo. Gurney había visto aquellos frascos amarillos en la enfermería, guardados en un estuche transparente, pero nunca le habían administrado ninguno. El doctor golpeó el extremo puntiagudo contra la garganta del prisionero, como, si estuviera aplastando una avispa. Gurney dio un brinco, con la garganta y los músculos tensos.

Un cálido entumecimiento se extendió por todo su cuerpo. Sus brazos y piernas se le antojaron de plomo. Se removió varias veces, y después ya no pudo moverse. No podía girar el cuello, hacer muecas, parpadear ni mover los ojos.

El doctor movió la silla y retorció la cabeza de Gurney como si fuera un maniquí, obligándole a mirar la plataforma situada frente a él. Gurney comprendió de repente lo que era.

Un escenario.
Y le obligarían a mirar algo.

Glossu Rabban salió de un edificio anexo, engalanado con su mejor uniforme y acompañado del supervisor, que también se había puesto para la ocasión un uniforme oscuro. Había prescindido de sus tampones.

Rabban se colocó ante Gurney, que no deseaba otra cosa que ponerse en pie de un salto y estrangular al hombre. Pero no podía moverse. La droga le paralizaba por completo, de manera que intentó concentrar en sus ojos tanto odio como pudo.

—Prisionero —dijo Rabban, con una sonrisa obscena en sus gruesos labios—. Gurney Halleck, del pueblo de Dmitri. Después de que me atacaste, nos tomamos la molestia de localizar a tu familia. El capitán Kryubi nos informó sobre las deleznables cancioncillas que cantabas en la taberna. Aunque hacía años que nadie te veía en el pueblo, ningún lugareño había pensado en denunciar tu desaparición. Algunos, antes de que murieran torturados, dijeron que habían supuesto que te habíamos secuestrado una noche. Los muy idiotas.

Gurney sintió pánico, como alas que revolotearan en su mente. Quiso exigir respuestas sobre sus cansados y conservadores padres… pero temía que Rabban se lo iba a decir, de todos modos. Apenas podía respirar. Su pecho sufría espasmos, para combatir la parálisis. Mientras su sangre hervía y su furia aumentaba, era casi incapaz de respirar. Empezó a marearse debido a la falta de oxígeno.

—Entonces todas las piezas encajaron. Averiguamos que tu hermana había sido destinada a una de nuestras casas de placer… y que tú no querías aceptar el orden natural de las cosas. —Rabban encogió sus anchos hombros, mientras sus dedos acariciaban de manera significativa el látigo, pero no lo blandió—. Todo el mundo conoce su sitio en Giedi Prime, pero da la impresión de que tú no. Por lo tanto, hemos decidido proporcionarte un recordatorio muy particular. —Exhaló un suspiro afectado para subrayar su decepción—. Por desgracia, mis tropas fueron demasiado… entusiastas cuando pidieron a tus padres que se reunieran con nosotros. Temo que tus padres no sobrevivieron a la entrevista. No obstante…

Rabban levantó una mano, y los guardias se apresuraron a cumplir su orden. Gurney, fuera de su campo visual, oyó un forcejeo y un grito de mujer, pero no pudo volver la cabeza. Sabía que era Bheth.

Su corazón se paralizó un instante al saber que seguía con vida.

Había pensado que los Harkonnen la habían matado después de que le capturaran en la casa de placer. Pero ahora sabía que la habían reservado para algo mucho peor.

La arrastraron, pese a su resistencia, hasta la plataforma de madera. Sólo llevaba una camisa desgarrada. Tenía el pelo pajizo largo y desgreñado, los ojos desorbitados de miedo, y aún más cuando vio a su hermano. Gurney volvió a fijarse en la cicatriz de la garganta. Habían robado a Bheth la capacidad de hablar o cantar… y habían destruido su capacidad de sonreír.

Sus miradas se encontraron. Bheth no podía hablar. Gurney, paralizado, no podía decirle nada, ni siquiera moverse.

—Tu hermana sabe cuál es su sitio —dijo Rabban—. De hecho, nos ha servido bastante bien. He examinado los registros para averiguar el número exacto. Esta chiquilla ha proporcionado placer a cuatro mil seiscientos veinte soldados.

Rabban palmeó a Bheth en el hombro. Ella intentó morderle. Rabban le arrebató de un manotazo la camisa.

Los guardias la tendieron sobre la plataforma, desnuda. Gurney quiso cerrar los ojos, pero la parálisis se lo impidió. Aunque sabía muy bien lo que le habían obligado a hacer durante los últimos seis años, ver de nuevo su desnudez le consternó y ofendió. Tenía el cuerpo magullado, y su piel era un tapiz de colores oscuros y delgadas cicatrices.

—No muchas mujeres destinadas a nuestras casas de placer duran tanto como ella —dijo Rabban—. Esta tiene muchas ganas de vivir, pero su tiempo ha concluido. Si pudiera hablar, nos confesaría su felicidad al rendir este último servicio a la Casa Harkonnen, al tiempo que significa una lección para ti.

Gurney intentó mover los músculos. Su corazón martilleaba y la ira estremecía su cuerpo. Pero no pudo mover ni un dedo.

El supervisor fue el primero. Se abrió las vestiduras, y Gurney no tuvo otro remedio que mirar mientras aquel hombre panzudo violaba a su hermana sobre el escenario. Le siguieron los cinco guardias, que obedecieron cada orden de Rabban. El cruel Harkonnen observaba a Gurney tanto como el espectáculo que se desarrollaba en el escenario. Gurney hervía de rabia, deseaba con todas sus fuerzas desvanecerse, pero no le estaba permitida esa opción.

Rabban fue el último, y obtuvo el mayor placer. Fue enérgico y brutal, aunque para entonces Bheth casi había caído en la inconsciencia. Cuando terminó, Rabban cerró las manos alrededor del cuello de Bheth, alrededor de la cicatriz blanca. La joven se debatió una vez más, pero Rabban le torció la cabeza y la obligó a mirar a su hermano mientras le estrujaba la garganta. La penetró una vez más, con suma brutalidad, y después los músculos de sus brazos se tensaron. Apretó más, y los ojos de Bheth se salieron de las órbitas.

Gurney no tuvo otra alternativa que ver cómo moría delante de él…

Rabban, doblemente satisfecho, se levantó y volvió a ponerse el uniforme. Sonrió a sus dos víctimas.

—Dejad su cuerpo aquí —ordenó—. ¿Cuánto durará la parálisis de su hermano?

El médico se acercó, indiferente a lo que había presenciado.

—Otra hora, dos como máximo, con esa dosis tan pequeña. Un poco más de
kirar
le habría puesto en trance de hibernación, cosa que no os habría gustado.

Rabban meneó la cabeza.

—Dejemos que la mire hasta que pueda moverse otra vez. Quiero que reflexione sobre su mala conducta.

Rabban rio y se marchó, seguido por los guardias. Gurney se quedó solo, sentado en la silla, sin grilletes. No podía evitar de mirar la forma inmóvil de Bheth, abierta de piernas sobre la plataforma. Brotaba sangre de su boca.

Pero ni la parálisis que atenazaba su cuerpo pudo impedir que resbalaran lágrimas de sus ojos.

58

El misterio de la vida no es un problema que deba resolverse, sino una realidad que hay que experimentar.

Meditaciones desde Byfrost Eyrie
, texto budislámico

Durante un año y medio Abulurd Harkonnen fue un hombre destrozado. Ocultaba su rostro, avergonzado del horror que había visto cometer a su hijo. Aceptaba su parte de culpa, pero no soportaba ver los ojos perturbados de la buena gente de Lankiveil.

Tal como temía, después de la matanza de ballenas Bjondax llevada a cabo por Rabban en Tula Fjord, la pesca había ido mal. Los pueblos fueron abandonados, y los pescadores y cazadores de ballenas se mudaron a otra parte. Las aldeas de madera quedaron vacías, una ristra de pueblos fantasma en bahías rocosas.

Abulurd había despedido a sus criados. Emmi y él cerraron el pabellón principal, como una lápida en memoria de una forma de vida que había sido idílica en otro tiempo. Abandonaron el edificio con la esperanza de que los buenos tiempos volverían. De momento, su esposa y él vivían en una pequeña dacha, en una lengua de tierra aislada que se adentraba en las aguas teñidas de sangre del fiordo.

Emmi, que había sido tan alegre y vital, parecía ahora vieja y cansada, como si el haber descubierto la naturaleza corrupta de su hijo le hubiera robado la energía. Siempre había estado anclada en la realidad, pero sus cimientos se habían erosionado.

Glossu Rabban tenía cuarenta y un años, era un adulto responsable de sus horripilantes actos. No obstante, Abulurd y Emn temían haber cometido algún error, no haber instilado en él el sentido de honor y amor por sus súbditos…

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